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Arbitrary Prompt (El Ardor)

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El Ardor

  • 🔥 The Ardor of Ancient Wisdom

  • 🌌 Vedic civilization existed over 3,000 years ago in northern India, leaving no objects or images—only words that reveal a society where the invisible prevailed over the visible, deliberately avoiding historical records and physical monuments
  • 🔄 The foundation of Vedic society rested on a profound duality of sovereignty between brahmans (priests) and kṣatriya (warriors), mirroring the celestial relationship between Bṛhaspati and Indra—a sophisticated balance of spiritual and temporal power
  • 🏹 Ritual sacrifice formed the center of Vedic life, conducted on carefully selected grounds with precise gestures and objects representing cosmic forces—each ceremony was a perilous "voyage to the invisible" where a single mistake could bring disaster
  • 🌿 The mysterious soma plant played a crucial role in their embriagating rituals, while fire (Agni) served as both tool and deity—their altars were built to be temporary, designed to ascend to the heavens once their purpose was fulfilled
  • 🧠 Despite their materially simple existence, Vedic people developed extraordinarily complex theological concepts and rituals, creating what Robert Daumal called "a Parthenon of words" in Sanskrit, where every detail of life and death was encoded in ceremony
EL ARDOR ROBERT O CALASSO ANAGRAMA Panorama de narrativas Título de la edición original : L’ardore Edición en formato digital: julio de 2016 © de la traducción, Edgardo Dobry , 2016 © Adelphi Edizioni, 2010 © EDIT ORIAL ANAGRAMA, S.A., 2016 Pedró de la Creu, 58 08034 Barcelona ISBN: 978-84-339-2809-2 Conversión a formato digital: Newcomlab, S.L. anagrama@anagrama-ed.es www .anagrama-ed.es A Claudio Rugafiori ¿Cuántos fuegos, cuántos soles, cuántas auroras, cuántas aguas? No lo digo por desafiaros, oh, Padres. Lo digo por saber , oh, poetas. Ṛgveda , 10, 88, 18 I. SERES REMOTOS Eran seres remotos, no sólo para los modernos sino para sus contemporáneos antiguos. Distantes no ya como otra cultura sino como otro cuerpo celeste. Tan distantes que el punto desde el cual observarlos se vuelve prácticamente indiferente. Que eso suceda hoy o hace cien años no cambia nada esencial. Para quien haya nacido en la India ciertos gestos, ciertos objetos pueden sonar familiares, como un atavis mo invencible. Son sólo márgenes dispersos de un sueño cuya anécdota se ha emborronado. Son inciertos los lugares y la época en que vivieron. La época: hace más de tres mil años, aunque las oscilaciones en la datación, entre un estudioso y otro, son notables. La zona: el norte del subcontinente indio, pero sin límites precisos. No dejaron objetos ni imágenes. Sólo dejaron palabras. Versos y fórmulas que escandían rituales. Meticulosos tratados que describen y explican esos mismos rituales. En el centro de los cuales aparecía una planta embriagadora, el soma , que todavía no ha sido identificada con exactitud. Por entonces ya se hablaba de ella como de algo pasado. En apariencia, ya no conseguían encontrarla. La India védica no tuvo una Semíramis ni una Nefertiti. Tampoco un Hammurab i o un Ramsés II. Ningún De Mille ha conseguido ponerla en escena. Fue la civilización en la que lo invisible prevalecía sobre lo visible. Como pocas otras, se expuso a ser incomprendida. Resulta inútil, para comprenderla, recurrir a los acontecimientos, que no han dejado huella. Sólo quedan los textos: el Veda, el Saber . Compuesto de himnos, invocaciones, conjuros, en versos; de fórmulas y preci siones rituales, en prosa. Los versos están engastados en momentos de complejas acciones rituales, que van de la doble libación, agnihotra , que el jefe de la familia debía cumplir solo, todos los días, durante casi toda la vida; hasta el sacrificio más imponente -el «sacrificio del caballo», aśvamedha -, que implica la participación de centenares y centenares de hombres y animales. Los Ārya («los nobles», como los hombres védicos se llamaban a sí mismos) ignoraron la historia con una insolencia que no tiene parangón en el devenir de las otras civilizaciones. Conocemos los nombres de sus reyes solamente a través de referencias en el Ṛgveda y anécdotas narradas en los Brāhmaṇa y en las Upaniṣad. No se preocuparon de dejar memoria de sus conquistas. Incluso en los episodios de los que tenemos noticia no se trata tanto de iniciativas -bélicas o administrativas- como de conocimiento. Cuando hablaban de «actos» pensaban sobre todo en actos rituales. No es sorprendente que no hayan fundado -ni siquiera hayan intentado fundar- un imperio. Prefirieron pensar cuál es la esencia de la soberanía. La encontraron en su duplicidad, en su repartirse entre brahmanes y kṣatriya , entre sacerdotes y guerreros, auctoritas y potestas . Constituyen las dos claves, sin las cuales nada se abre, sobre nada se reina. La historia entera puede considerarse bajo el ángulo de sus relaciones, que incesantemente cambian, se ajustan, se ocultan -en las águilas bicéfalas, en las llaves de San Pedro-. Hay siempre una tensión que oscila entre la armonía y el conflicto mortal. Sobre esa diarquía y sobre sus inagotables consecuencias la civilización védica se concentró con la más alta y sutil clarividencia. El culto se encomendaba a los brahmanes. El gobierno, a los kṣatriya . Sobre este fundamento se erigía el resto. Pero, como todo lo que aconte cía sobre la Tierra, también esa relación tenía su modelo en el cielo. También allí había un rey y un sacerdote: Indra era el rey, Bṛhaspati, el brahm án de los Deva, era el capellán de los dioses. Sólo la alianza entre Indra y Bṛhaspati podía garantizar la vida sobre la tierra. Pero entre ambos se interpuso de inmediato un tercer persona je: Soma, el objeto de deseo. Otro rey y un jugo embriagador , que iba a comportarse de un modo irrespetuoso y elusivo hacia los dos repres entantes de la soberanía. Indra, que había luchado para conquistar el soma , al final quedaría excluido por los mismos dioses a los que se lo había brindado. ¿Y Bṛhaspati, el inase quible brahmán de voz de trueno, «nacido de la nube»? El rey Soma, «arrogante por la eminente soberanía que había alcanzado», raptó a su mujer , Tārā, y copuló con ella, engendrando a Budha. Cuando nació el hijo, lo depositó sobre un lecho de hierba muñja . Brahm ā entonces pregunt ó a Tārā (en la cumbre de la vergüenza): «Hija mía, dime, ¿éste es el hijo de Bṛha spati o de Soma?» Entonces Tārā debió reconocer que era hijo del rey Soma, de otro modo ninguna mujer iba a tener credibilidad en el futuro (pero alguna repercusión del acontecimiento continuó transmitiéndose, de eón en eón). Fue necesaria una guerra feroz entre los Deva y los Asura , los antidioses, para que Soma se persuadiera por fin de que debía restituir Tārā a Bṛhaspati. Dice el Ṛgveda : «Terrible resulta la mujer del brahmán, si es raptada; eso crea desorden en el cielo supremo.» Eso debía bastar para los desprevenidos humanos, que cada tanto se preguntaban por qué y en torno a qué se batieron los Deva y los Asura en el cielo, en sus siempre renova das batallas. Ahora lo sabrían: por una mujer . Por la mujer más peligrosa: la mujer del primero de los brahmanes. No había templos ni santuario s ni murallas. Había reyes, pero sin reinos con fronteras establecidas y seguras. Se movían de cuando en cuan do en carros con ruedas provistas de rayos. Esas ruedas fueron la gran novedad que aportaron: antes de ellos, en los reinos de Harappa y Mohenjo-Daro se conocían sólo las ruedas compactas, sólidas, lentas. En cuanto se detenían, se cuidaban sobre todo de preparar los fuegos y encenderlos. Tres fuegos, de los cuales uno era circular , otro cuadrado y otro en forma de medialuna. Sabían cocer los ladrillos, pero los usaban sólo para construir el altar que se disponía en el centro de uno de sus ritos. Tenía la forma de un pájaro -un halcón o un águila- con las alas desplegadas. Lo llamaban el «altar del fuego». Pasaban la mayor parte del tiemp o en un claro despejado, en leve pendiente, en la que se disponían alrededor del fuego murmurando fórmulas y cantando fragmentos de himnos. Era una forma de vida a la que sólo se llegaba tras un largo adiestramiento. Su mente estaba llena de imágenes. Quizá también por eso se abstenían de tallar o de esculpir las figuras de los dioses. Como si, al estar rodeado por ellos, no sintieran la necesidad de agregar nada. Cuando los hombres del Veda descendieron al Saptasindhu, en la Tierra de los Siete Ríos, y después a la llanura del Ganges, el terreno estaba en gran parte cubierto de selva. Se abrían camino mediante el fuego, que era un dios: Agni. Dejaron que dibujara una tela de araña de cicatrices. Vivían en aldeas provisionales, en cabañas sobre pilastras, con las paredes de junco y los techos de paja. Seguían a las manadas, avanzando siempre hacia el este. A veces se paraban frente a inmensas masas de agua. Era la época áurea de los ritualistas. Entonces, a cierta distancia de las aldeas y a cierta distancia los unos de los otros, se podía observar a grupos de hombres -una veintena por vez- que se movían en espacios yermos, alrededor de fuegos aparentemente encendidos, cerca de algunas cabañas. De lejos, se oía un murmullo surcado de cantos. Cada detalle de la vida y de la muerte estaba en juego, en ese vaivén de hombre s absortos. Pero no se podía pretender que eso resultara evidente a los ojos de un extranjero. Muy poco de tangible se conserva de la época védica. No se conservan edificios ni ruinas de edificios ni simulacros. Como mucho, algún raído resto arqueológico en las vitrinas de algunos museos. Construyeron un Partenón de palabras: la lengua sánscrita, ya que saṃskṛta significa «perfecto». Eso dice Daumal. ¿Cuál fue el motivo profun do por el que no quisiero n dejar rastro? El habitual y presumido evemerismo occidental apelaría de inmediato al carácter perecedero de los materiales en climas tropicales. Pero la razón era otra; los ritualistas lo indicaron. Si el único acontecimiento imprescindible es el sacrificio, ¿qué hacer con Agni, con el altar del fuego, una vez concluido el sacrificio? Respondieron: «Después de completar el sacrificio, él asciende y entra en el esplendente [sol]. Por eso no debe preocupar si Agni es destruido, porque entonces él está en ese disco allí arriba.» Toda construcción es provisional, incluso el altar del fuego. No es algo detenido sino un vehículo. Una vez cumplido el viaje, el vehículo puede incluso ser reducido a pedazos. Por eso los ritualistas védicos no elaboraron la idea del templo. Si se ponía tanto cuidado en construir un pájaro era para que pudiera volar . Lo que, entonces, quedaba en el suelo era un envoltorio de polvo, barro seco y ladrillos inertes. Podía ser abandonado, como una carcasa. Enseguida la vegetación lo recubriría. De todas formas, Agni estaba en el sol. El mundo se dividía en dos partes, que obedecían a reglas diversas: la aldea y el bosque. Lo que valía para uno no valía para el otro, y vicever sa. Todas las aldeas iban a ser un día abandonadas por la comunid ad, en el lento proceso de su existencia seminómada. No había lugares sagrados de una vez para siempre, predestinados, umbilicales, como los de los templos. El lugar sagrado era la escena del sacrificio, que se escogía cada vez siguiendo criterios fijos: «Además de estar en lo alto, ese lugar deberá ser plano; y, además de ser plano, deberá ser compacto; y, además de ser compacto, deberá estar inclinado hacia el este, porque el este es la dirección de los dioses; o de otro modo deberá estar inclinado hacia el norte, porque norte es la dirección de los hombres. Deberá estar ligeramente elevado hacia el sur, porque ésa es la dirección de los antepasados. Si ascendiese hacia el sur, el sacrificante pasaría enseguida al mundo del más allá; en cambio, de este modo el sacrificante vive largamente: por eso el terreno debe estar ligeramente elevado hacia el sur .» Alto, plano, compacto: éstos son los primeros requisitos del lugar del sacrificio. Como si se quisiera definir una superficie neutra, un telón de fondo sobre el que dibujar los gestos con perfecta nitidez. Es el origen de la escena como lugar predispuesto a acoger todos los posibles significados. Algo sin duda moderno; la escena misma de lo moderno . En alto debe estar , ante todo, el lugar . ¿Por qué? Porque los dioses abandona ron la tierra desde un lugar eminente, y los hombres deben imitarlos. Compacto , además. ¿Por qué? Para que haya pratiṣṭhā , «fundamento». Después, el lugar debe estar inclinado hacia el este: también aquí, porque el este es la dirección de los dioses. Pero, sobre todo, ligeramente elevado hacia el sur, como apuntando los pies en dirección a los antepasados. Allí están los muertos y la muerte, allí resbalarían rápidamente los oficiantes si el terreno estuviera apenas inclinado hacia el sur. Con pocos toques, rodean do con la mirada un lugar cualquiera, entre malezas y piedras, se ha evocado el fondo irresuelto de toda acción , el primer lugar geométrico; y al mismo tiempo se alude a cómo está hecho el mundo, se dice por dónde han pasado los dioses, dónde está la muerte. ¿Qué otra cosa hace falta saber , antes de realizar cualquier movimiento? Los ritualistas eran obsesivos en las prescripciones, pero nunca mojigatos. Sobre el terreno del sacrificio no es mucho lo que se ve. Es un terreno despoj ado, monótono. Pero la mayor parte de lo que sucede no se ve: es un viaje a lo invisible, lleno de peligros, de angustias y amenazas de emboscada; una navegación incierta, parecida a la preferida por Conrad, con una embarcación apenas por debajo de lo que exigen las fuerzas de la naturaleza. Fue precisamente un personaje de Conrad quien explicó el motivo de la diferencia entre el irredimible descuido en los gestos de quien habita en tierra firme y la precisión de quien vive en el mar. Sólo éste sabe que un movimiento equivocado, un nudo mal hecho, podría significar el desastre. En tanto que, en tierra, un movimiento equivocado siempre se puede remediar . Sólo el mar nos priva de ese «sentido de la seguridad» que induce a la imprecisión. Aunque no debían tener gran conocimiento de los océanos, sino más bien de vastos y majestuosos ríos, los hombres védicos gustaban de referirse a un «océano», samudrá, salilá , cuando debían tratar de cosas del cielo. Porque el cielo mismo era el verdadero océano, la Vía Láctea, que se continuaba en la tierra. Allí encontraban la primera imag en de ese continuo del que brotaban todos los gesto s y las palabra s de las ceremonias. En ese barco, en esa navegación pensaban, como marineros experimentados y atentos, en los diversos momentos de los rituales, por ejemplo al principio de un determinado canto: «El canto bahiṣpavamāna es en verdad un barco que se dirige al cielo: los sacerdotes son su arboladura y sus remos lo mueven hasta alcanzar el mundo celeste. Si uno de ellos es digno de reprensión, él solo hará que se hunda [el barco]: lo hace hundir , como uno que se monta en un barco ya repleto hace que se hunda. De hecho todo sacrificio es un barco lleno que se dirige al cielo: por eso es necesario mantener al sacerdote reprensible alejado de cualquier sacrificio.» Si bien vista desde afuera la escena sacrificial parece un lugar cualquiera, una tremenda concentración de fuerzas la habita, y se fija sobre unos cuantos objetos: son fragmentos del «rayo», vajra , esa arma misteriosa y suprema con la que Indra vence a Vṛtra, el enorme monstruo que retenía en sí las aguas. Uno es la espada de madera que empuñan los oficiantes. Otro es el elemento más aterrador , en su sencillez: la estaca. Pero también el carro que transporta el arroz es una potencia del sacrificio. La flecha usada por los guerreros recuerda el romperse del vajra mientras golpeaba a Vṛtra. La distribución de estos objetos entre los brahmanes y kṣatriya , entre sacerdotes y guerreros, es también una cuidadosa división de los poderes entre las dos formas de sobe ranía que siempre amenazan con desequilibrarse: a los brahmanes les vendrá concedida la espada de madera y la estaca; a los kṣatriya , el carro y la flecha. Dos contra dos: los kṣatriya más cercanos a la vida cotidiana (la tribu en movim iento y la batalla requieren carros y flechas); los brahmanes más abstraídos pero no por eso más dóciles (la espada de madera, la estaca solitaria). El objeto más inadecuado, el más parecido a un juguete -el sphya , la «espada de madera»-, es asignado a un brahmán. Pero es también el único de los cuatro objetos que repres enta el fulgor en su totalidad, así como un día será blandido por Indra. Sólo un brahmán puede empuñar la espada de madera porque ella «es el fulgor y ningún otro hombre puede empuñ arla: por eso él la empuña con la ayuda de los dioses». Cuando se alcanza la máxima proximidad con los dioses sólo el brahmán puede actuar . En tanto que la historia del fulgor de Indra explica por qué, desde el principio, el poder no es nunca unitario sino dividido al menos en dos mitades irreductibles. La tesitura de las relaciones entre auctoritas y potestas , entre poder espiritual y poder temporal, entre brahmanes y kṣatriya , entre el sacerdote y el rey: tema constante e inagotable en la India, del Ṛgveda al Mahābhārata (que es en sí mismo una historia de las variantes y cruces en el interior de esas relaciones) y a los Purāṇa («Antigüedad»). Relaciones de complementariedad y, en ocasiones, de hostilidad: pero fue una lucha que no se formuló nunca en los términos groseros de un choque entre el espíritu y la fuerza. Los antepasados de los brahmanes eran los «videntes», los ṛṣi; y los primeros entre ellos, los Siete Videntes, los Saptarṣi, que residían en los siete astros de la Osa Mayor y disponían de un tremendo poder destructivo. Eran capaces de deglutir , disecar , incendiar enteras partes del cosmos. Los ejércitos de un rey nunca iban a ser tan devastadores como el tapas , el ardor de un ṛṣi. Por otra parte, los kṣatriya no sólo estaban ávidos de poder. La mayor parte de las veces, sobre todo en las Upaniṣad (pero también en los Brāhm aṇa), se encontraban kṣatriya en las que ilustres brahmanes iluminan acerca de ciertas doctrinas extremas, a las que los brahmanes no alcanzan. Es enorme el hiato entre la rudimentaria civilización material de los vedas y la complejidad, dificultad y audacia de sus textos. En las ciudades del Indo se construía con ladrillos, había tiendas y grandes vasijas para el agua. Entre los hombres del Veda los ladrillos se conocían y utilizaban, pero sólo para ser apilados en el altar del fuego. Se había desarrollad o toda una teología en torno a los «ladrillos», iṣṭakā , que eran puestos en relación con la «oblación», iṣṭi. La construcción tenía ante todo un fin ritual. Los elementos de la vida cotidiana no podían ser más simples, pero su significado resultaba abrumador . Aunque reducido al mínimo, todo parecía siempre demasiado. Incluso un estudioso prudente y reticente como Louis Renou reconoce que «el Veda se mueve en un terror pánico». En el polo opuesto de toda rigidez hierática, los himnos le parecían no ya «poesía compuesta a “sangre fría” sino “obras frenéticas, derivadas de una atmósfera de disputas oratorias, en las que la victoria se obtiene formulando mejor (o adivinando más velozmente) a los enemigos con fundame nto místico-ritual». Allí la derrota podía significar una condena a muerte. Sin necesidad de un verdugo, la cabeza quedaba hecha pedazos. No faltan los casos atestiguados. Sólo conocemos un nombre, entre todos los que pertenecieron a la civilización del Indo: Su-ilis u, un intérprete. Se lo repres enta como un enano, o un niño, en un sello acadio. Está en el regazo de un personaje que viste atavíos ricos y densos. El texto inscri to sobre la imagen dice: «Su-ilisu, traductor de Meluhha». Otros sellos hablan de mercaderías provenientes de Meluhha, de esa civilización del Indo que se extendió hasta más allá de la Mesopotamia , Egipto y Persia, y duró no menos de mil años, extinguiéndose al fin por motivos del todo oscuros, hacia 1600 a. C. Los nombr es se han perdido, queda solamente el de Su-ilisu, intérprete de una lengua que todavía se resiste a todos los intentos de desciframiento - admitiendo que se trate de una lengua, punto sobre el que aún se discute. Desde hace algunos años está en curso una afanosa búsqueda de huesos de caballo en excavaciones en el Punjab. Blandidas como armas precarias, debía n servir para ahuyentar o dispersar a los aborrecidos indoeuropeos venidos de fuera , de más allá del Paso Jáiber , demostrando que su novedad -el caballopertenecía ya a esos lugares . Porque todo lo que es más antiguo y memorable - así piensan algunos- debe brotar necesariamente de tierra india. La escritura indescifrada de Harappa debería contener ya todo lo necesario para deducir que de ella descienden el sánscrito y el Ṛgveda . Todo esto no ha encontrado fundamento en los restos arqueológicos y va contra lo que dicen los textos védicos . El soma , sea lo que fuere, crecía en las montañas, que no forman parte del paisaje de Harappa ni de Mohenjo-Daro. En cuanto a los guerreros montados en carros de caballos, no hay trazas en los sellos de las civilizaciones del Indo. Respecto al Ṛgveda , es difícil disipar la impresión de que se trate de mundos paralelos. Sin embargo, debieron interf erirse de alguna manera. Pero de una manera que sigue siendo oscura. Para la India védica, la historia no era algo por lo que preocuparse. El género historiográfico se apropia de ella mucho más tarde, muchos siglos después de Heródoto y de Tucídides, cuando en Occidente se estaban escribiendo las crónicas medievales. La cronología a la que se refieren los ritualistas es por lo general un tiempo de los dioses y de lo que sucede antes de los dioses. Sólo en raras ocasiones se hace referencia a algo «arcaico», por lo que se deja entender que se refiere al tiempo de los hombres. Sin excepción, se trata de cambios en el seno de un rito. Por ejemplo, del rito más complejo e imponente, que es el aśvamedha , el «sacrificio del caballo». «El aśvamedha es, por así decir , un sacrificio arcaico, porque ¿qué parte de él se celebra y qué parte no?» Después de haber seguido las minuciosas, vertiginosas instrucciones sobre los centenares de animales que son sacrificados en el curso del aśvamedha y sobre los diversos modos en los que debían ser tratados, sobre los abalorios a enhebrar en las crines del caballo y sobre las «vías del cuchillo» que deberían ser seguidas al sajar la carne de caballo, con improviso cambio de rumbo se dice que el «aśvamedha es un sacrifi cio arcaico» (o «abandonado», utsannayajña ). Tal vez las especulaciones de los liturgistas se referían ya a un pasado fabuloso y perdido, cuando el nudo entre los cantos, los números y los animales sacrificados era todavía impecable. Quizá ellos se sentían ya como esos eruditos del siglo XVII que hacían batallas de citas a propósito de algún acontecimiento antiguo. Cuanto más escasas son las referencias a la pura sucesió n de los tiemp os, tanto más impresionante resulta su efecto. Tanto más vano aparecerá, además, todo intento de establecer una relación inmediata, simple y unívoca entre los textos de los ritualistas védicos y cualquier realidad factual. A diferencia de los egipcios, los sumerios o los chinos de la dinastía Zhou, evitaron asimilar a los años todo lo que sucedía. Verum ipsum factum no valía para ellos. Porque el único factum ligado a un verumera la acción litúrgica. Todo lo que se desarrollaba antes y fuera del rito pertenecía al vasto reino deshilvanado de la no-verdad. La India védica se funda sobre un exclusivismo riguroso (sólo quien participa en el sacrificio puede ser salvado) y al mismo tiempo sobre una exigencia de rescate total (extendido no sólo a todos los hombres sino además a todos los seres vivientes). Esta doble pretensión, que sonará irracional a las otras grandes religiones (mucho más cercanas al buen sentido profano), es remachada en la imagen de un antiguo, iluminado banquete: «Pero esas criaturas que no son admitidas en el sacrificio están perdidas; por eso ahora él admite en el sacrificio a las criaturas que, aquí sobre la tierra, no están perdidas; detrás de los hombres están las bestias; y detrás de los dioses están los pájaros, las plantas y los árboles; así, cualquier cosa que exista aquí sobre la tierra es admitida en el sacrificio. En verdad, los dioses, los hombres y los antepasados beben juntos, es éste su banquete: en los tiempos antiguos bebían juntos visiblemente, ahora lo hacen en lo invisible.» Nada era tan grave, para los hombres ni para los dioses, como quedar excluido del sacrificio. Nada
  • 🔥 Vedic Consciousness Unveiled

  • 🧠 Vedic thought centers on achieving specific states of consciousness through ritual, where salvation extends beyond humans to encompass all living beings—a vision unparalleled in other ancient civilizations
  • 📜 The Vedic corpus stands as a self-contained, autosufficient world with unmatched liturgical complexity, created by small groups of "Central Asian adventurers" whose primary concern was not territorial conquest but cultivating heightened awareness
  • 🌿 Soma—a possibly hallucinogenic plant—enabled transcendent experiences where practitioners declared: "Now that we have drunk the soma we are immortal, we have reached the light, we have found the gods"
  • 🔄 The ritual obsession of Vedic people stemmed from their desire to concentrate thought on action—"Thinking the brahman means being the brahman"—creating a radical approach to consciousness unlike Greece's secular foundation
  • 🏹 Despite scholarly attempts to soften their image, Vedic people celebrated powerful warrior imagery through figures like the Maruts with their "lightning spears" and "chariots made of brilliance"
  • 🧘‍♂️ Yājñavalkya, a defining figure whose name contains "sacrifice" (yajña), received his doctrine from the Sun, embodying the principle that "to know, one must burn"—making encounters with him "fearsome tests"
implicaba, con pareci do rigor, la pérdida de la salvación. La vida, por sí sola, no bastaba para salvar la vida. Hacía falta un procedimiento, una secuencia de gestos, una inclinación constante para no perderse. La salvación, para llegar a ser tal, debía extenderse a todo, debía arrastrar todo detrás de sí. No había salvación en lo individual, ser o especie. Detrás de los hombres se entreveía la incalculable formación de las bestias, unidas a los hombres por su naturaleza de paśu , eventuales víctimas sacrificiales. Mientras que detrás de los dioses crujían todos los árboles y las planta s con sus habitantes, los pájaros, que tenían un acceso al cielo más directo. Esta grandiosa visión es ofrecida en pocas palabras y no tiene equivalente alguno en las otras grandes civilizaciones antiguas. No la testim onia ningún texto griego (ni mucho menos romano), no es sin duda una visión bíblica (en la que lo humano, desde el principio edénico, tiene el estigma del dominador) ni tampoco china. Sólo los crueles hombr es védicos, mientras se dedicaban sin tregua a sus sanguinarios sacrificios, pensaron en cómo salvar , junto consigo mismo, a las plantas y a todos los otros seres vivientes. Pensaron que, para hacerlo, sólo había una manera: admitir a todas esas criaturas en el sacrificio. Pensaron también que sería la única actitud posible para superar el desaf ío más difícil: hacer que, en lo invisible, prosiguiese ese banquete que en otro tiempo sucedía bajo los ojos de todos, y del que todos participaban. Quien se adentra en el corpus védico tiene enseguida la impresión de encontrarse en el interior de un mundo autosuficiente y autosegregado. ¿Los afines? ¿Los antecedentes? ¿La formación? Todo se puede poner en duda. Esto explica cierta complacencia perversa de los grandes vedistas hacia el objeto de sus investigaciones: saben que, habiendo entrado en él, no volverán a salir. Un maestro como Louis Renou apuntaba sumariame nte a esto, en una de las pocas ocasiones en que se permitió hablar en términos gene rales: «Otra de las razones de esta declinación del interés [por los estudios védic os; estamos en 1951] es el aislamiento del Veda. Hoy en día nuestra atención se concentra sobre las influencias culturales y sobre los puntos de contacto entre las civilizaciones. El Veda ofrece pocos materiales de esta clase, porque se ha desarrollado en un estado de separación. En realidad, es más importante comenzar a estudiar determinadas manifestaciones individuales en y por sí mismas, y examinar su estructura interna.» Pero eso es exactamente lo que ya hacía, en pleno siglo XIX, Abel Bergai gne, fundador de la gloriosa estirpe de los vedistas franceses: estudiar el Ṛgveda como un mundo completo en sí mismo, cuya justifica ción sólo se encuentra en sí mismo. Estudio inagotable, como bien sabía el mismo Renou, que publicaría diecisiete volúmenes de sus Études védiques et paninéennes , en los que tradujo e interpretó, uno a uno, los himnos de los Ṛgveda , afrontándolos cada vez desd e los ángulos más diversos, pero sin dar nunca la empresa por concluida. Ni Egipto ni Mesopotamia ni China, ni mucho menos Grecia (con su provocativa carencia de textos litúrgicos) pueden ofrecer nada siquiera lejanamente comparable al corpus védico, por el rigor del aparato formal, la exclusión de todo marco temporal -histórico, analítico- y la omnipresencia de la liturgia; y por el refinamiento, la frond osidad y el carácter engañoso de las relaciones internas entre las diversas partes del corpus . Múltiples y vociferantes han sido siempre -y siguen siéndolo- las teorías sobre el origen y la proveniencia de aquellos que se definían Ārya y compusieron el corpus védico. La vastedad y la unicidad de su empresa textual destacan todavía más si se da una descripción reducida de su existencia histórica a los pocos elementos irrefutables, como la que formuló en una ocasión Frits Staal: «Hace más de tres mil años, pequeños grupos de pueblos seminómadas atravesaron las regiones montañosas que separan Asia central de Irán y del subcontinente indio. Hablaban una lengua indoeuropea, que se desarrolló en el védico, e importaron los rudimen tos de un sistema social y ritual. Como otros que hablaban lenguas indoeuropeas, celebraban el fuego, llamado Agni, y como sus parientes iraníes adoptaron el culto del soma : una planta, quizá alucinógena, que crecía en la alta montaña. La interacción entre estos aventureros y los anteriores habitantes del subcontinente indio dio origen a la civilización védica, así llamada debido a los cuatro Vedas, composiciones orales transmitidas por la voz hasta hoy.» En su sequedad y en un tono que parece adaptarse a las exigencias de una enciclopedia popular , estas líneas de Staal transmiten algo de ese estupor que debería atrapar a quien se pusiera frente a la empresa sin precedentes y sin paralelo de estos (poco numerosos) «aventureros centroasiáticos». Empresa que, desde un principio, no apuntaba tanto a conqu istas territoriales (imprecisas, poco importantes y no sostenidas por una fuerte trabazón política, carente incluso de la invención de la «ciudad», nagara , término que está prácticamente ausente en los textos más antiguos, y en todo caso no corresponde a ningún dato documentable: no existe huella de ninguna ciudad védica), sino a un culto , estrechamen te vinculado a textos de una extrema complejidad, y a una planta de la ebriedad . Un estado de la conciencia era el eje en torno al cual giraban, en una meticulos a codificación, miles y miles de actos rituales. La mitología, y con ella las especulaciones más temerarias, se presentaban como la consecuencia del encuentro fatal y explosivo entre una liturgia y una ebriedad. Ya evaṃ veda , «aquel que sabe así», es una fórmula recurrente en el Veda. Evidentemente el saber -y el saber así, de un modo que se diferencia de cualquier otro saber- era lo que más apremiaba a los hombres védicos. La potencia, la conquista, el placer aparecían como elementos subordinados, que formaban parte del saber , pero que ciertamente no habrían podido suplantarlo. El léxico védico es de una gran sutileza y es altamente singular en la definición de todo lo que tiene que ver con el pensamiento, la inspiración, la exaltación. Practicaban el discernimiento de los espíritus -habría dicho algún místico occiden tal, varios siglos más tarde- con una seguridad y una agudeza que dejan estupefa cto y que condenan a la torpeza todo intento de traducción. ¿Qué significa dhī? ¿Pensamiento intenso, visión, inspirac ión, meditació n, plegaria, contemplación? Todo eso, cada vez. En todos los casos el presupuesto es el mismo: la primacía de la conciencia respecto a cualquier otra vía de salvación. ¿Por qué los hombres védicos estaban a tal punto obsesionados con el rito? ¿Por qué todos sus textos, directa o indire ctamente, hablan de liturgia? Querían pensar , querían vivir sólo en ciertos estados de la conciencia. Descartado todo lo demás, éste es el único motivo plausible. Querían pensar , y sobre todo: querían ser conscientes de pensar . Esto sucede ejemplarmente en el cumplimiento de una acción. Existe la acción, y existe la atención que se concen tra en la acción. La atención es lo que transmite a la acción su significado. También la Roma arcaica era una sociedad altamente ritual, pero no alcanzó nunca una radicalidad comparable. Por encim a del rito estaba en Roma la práctica, la capacidad de sobreponerse a las situaciones que se present aban en cada ocasión. Como el rito desembocaba en el cauce del derecho, el fas fue absorbido -o al menos, trató de ser absorbido- en el ius. Para los hombres védicos, al contrario, la concentración del pensamiento en la acción era altísima, y carente de funciones ulteriores. Pensar el brahman , que es el extremo de todo, significa ser el brahman . Ésta es la doctrina subyacente. Cuanto más arrecian las disputas sobre la secularización, tanto más fácilmente se olvida que Occidente, si se quiere denominar así a algo que nació en Grecia, fue secular desde el principio. Desprovistos de una clase sacerdotal, abandonados al riesgo continuo de ser apartados de la luz, sin perspectiva de premios ni redención en otro mundo, los griegos fueron los primeros seres totalmente idiosincrásicos. Esto vibra en cada verso de Safo o de Arquíloco. Lo idiosincrásico actúa como el acicate mismo de la secularidad. ¿Cómo explicar , entonces, la insalvable distancia entre los modernos y los griegos antiguos? Los griegos sabían quiénes eran y qué eran los dioses. Más que creer en los dioses, los conocían. Para los griegos, átheos era ante todo quien es abandonado por los dioses, no quien se niega a creer en ellos, como reivindican orgullosamente los modernos. Los cuales, de todos modos, no consiguen hacer otra cosa que modelar sus instituciones seculares según categorías teológicas. Inyectado clandestinamente en la secularidad, lo sagrado se vuelve sustancia tóxica. Relación espe cular entre la India védica y la Grecia arcaica. En India: todos los textos son sagrados, litúrgicos, de origen no humano, custodiados y transmitidos por una clase sacerdotal (los brahmanes). En Grecia: todos los textos son seculares, con frecuencia atribuidos a autore s, transmitidos al margen de una clase sacerdotal que no existe como tal. A los Eumólpidas, dinastía que custodiaba los misterios de Eleusis, no se les adjudicaba ninguna composición de textos. Cuando ciertas figuras convergen -como en el caso de Helena y de los Dioscuros, que encuentran correspondencias asombrosas con las historias de Saraṇyū y de los Aśvin-, esa afinidad es la señal de que se acerca n a algo inextricable en la experiencia de todas las mentes. Son historias que giran alrededor del simulacro (ágalma, eídōlōn) , al reflejo (chāyā) y a la copia (la semejanza gemelar). Historias en torno a las histori as, porque las historias están tejidas de simulacros y de reflejos. Es la materia mítica que se refleja sobre sí misma, así como, en los himnos del Ṛgveda , los ṛṣi solían referirse a los versos que estaban componiendo. Son momentos en los que los múltiples, tumultuosos ríos de las historias parecen desaguar en el mismo océa no, el que da título a una recopilación de cuentos que constituyen Las mil y una noches de la India: el Kathāsaritsāgara , el Océano de los Ríos de la Historia. Por miedo a ser acusado de presentarlos como rubios arios predadores, no pocos entre los estudiosos recientes han atenuado y limado todo lo posible las imágenes de los hombres védicos. Ya no son conquista dores que irrumpen en las montañas y someten a hierro y fuego al reino de los autóctonos, subyugándolos cruelmente. Se trata ahora de un grupo de emigrantes que, de uno en uno, se adentran en tierras nuevas sin casi encontrar resistencia, porque la civilización precedente del Indo ya se ha extinguido, por causas indeter minadas. Corrección necesaria, correspondiente a los escasos datos arqueológicos, pero a veces sospechosa de un exceso de celo. Para borrar todo escrúpulo desprop orcionado, bastará record ar, en palabras de Michael Witzel, que «los nazis han perseguido y asesinado a centenares de miles de los que eran, precisamente, los únicos arios de Europa, los gitanos (rom, sinti). Es bien sabido que hablan una lengua arcaica neohindú que está estrechamente emparentada con el dardi, el panyabí y el hindi modernos». Quizá los Ārya no se arrojar on a conquistas devastadora s, pero en el reino de las imágenes sí exaltaron el torbellino de sus caballos y de sus carro s de guerra, ignotos en las tierras del Indo. Como en una nube de polvillo luminoso, los precedía la formación de los Maruts, los «tonantes hijos de Rudra». Así los evocaban los himnos del Ṛgveda : «¡Llegáis, oh Maruts, con vuestros carros hechos de fulgores, provis tos de cantos, provistos de lanzas, con los caballos como alas! ¡Volad hacia nosotros como pájaros con la bebida suprema, voso tros de bellas magias!»; «La tierra tiembla de miedo frente a su ímpetu: como una nave demasiado cargada, cabeceando»; «Incluso la vasta montaña tiene miedo, incluso el dorso del cielo palpita cuando os encolerizáis. Cuando vosotros, Maruts, ondeéis armados de lanzas, corred como agua en la misma dirección». Difícil pensar en aquellos que cantaron las empresas de los Maruts como serenos pastores seminómadas, sólo preocupados de sus rebaños y de su trashumancia. Fulgor y terror sucedían en torno a ellos, cuando los acompañaban los Maruts con sus lanzas centelleantes a la espalda, arropadas en ornamentos coloridos, con monedas de oro fijadas en el pecho, unidos, compactos, como si fueran todos ellos un parto simultáneo del cielo. Cuando Louis Renou publicó, en 1938, sus primeras traducciones del Ṛgveda , como epígrafe a la Introducción puso algunas palabras de Paul-Louis Couchoud: «La poesía está despistada, decía [Mallarmé] con una sonrisa, “desde la gran desviación homérica”. Si se le preguntaba qué había antes de Homero, respo ndía: “El orfismo.” Los himnos védicos […] tienen que ver con el orfismo mallarmeano.» En el curso de la Introducción, Renou no retoma el tema ni vuelve a nombrar a Mallarmé. Pero los epígrafes son el locus electionis de los pensamientos latentes. Ése era el punto idóneo para insinuar que la historia de la poesía no se había terminado con Mallarm é sino que, al contrario, había nacido mallarmeana. «La explicación órfica de la Tierra», definición última de la poesía según Mallarmé , no se aplica tanto a los tardíos himnos órficos como, eminentemente , a los himnos védicos, de los cuales, a pocas calles de distancia de la rue de Rome, Abel Bergaigne estaba devanando la interminable madeja de imágenes. Para percibir la resonancia mallarmeana basta con abrir los himnos al azar, por ejemplo al principio de 4, 58, himno al ghṛtá , la manteca clarificada que se usa en los ritos. Así traducía Renou en 1938: «Desde el océano salió la ola de la miel: con la estela del soma ha adoptado la forma de la ambrosía. He aquí el nombre secreto de la manteca: lengua de los dioses, ombligo de lo inmortal.» Para un Occidente adiestrad o en la filología, es difícil pensar en algo más frustrante que la historia india. Arenas movedizas en todas las direcciones . Fechas y datos siempre inciertos. Aquí los siglos oscilan como en otros ámbitos oscilan los meses. Ninguna transición es clara . ¿Cóm o se pasó del Ṛgveda a los Brāhmaṇa? ¿Y de los Brāhmaṇa a las Upaniṣad? ¿Y de las Upaniṣad a los Sūtra? Cada género literario se delinea ya en el precedente. O, al contrario, se opone al precedente. O incluso -en el caso más extremo- los dos géneros conviven. ¿Cómo deshacer esta maraña? O, al menos, ¿cómo acerca rse a su zona más densa? El camino que más se aproxima es el autorreferenc ial. El Ṛgveda se comprende a través del Ṛgveda , y de nada más (así lo hace n Bergaigne y Renou). Los Brāhmaṇa se comprenden a través de los Brāhmaṇa, y de nada más (así, en Lévi y en Minard). El paso del Ṛgveda a los Brāhmaṇa sigue siendo tierra ignota o escasamente frecuentada. Como si entender a Homero hiciera imposible entender a Platón, y viceversa. Cuando, en verdad, es inevitable ver a Grecia entera como una tensión entre Homero y Platón. Si se contempla desde el observatorio de las Luces, el Veda es noche negra, compacta, carente de indicios de alguna inclinación a dejarse aclarar . Es un mundo autosuficiente, de fuertes tensiones, incluso convulso, absorto en sí mismo, carente de curiosidad por cualquier otra forma de existencia. Surcado de deseos opuestos y violentos, no está ávido de objetos, súbditos ni pompas. Si se buscara un emblema de aquello que resulta radicalmente extraño a la modernidad (cualquiera que sea la forma en que se la defina), de aquello que pudiera enfrentársele con completa indiferencia, se encontraría en los hombres védicos. En el Prefacio a la primera edición (1818) de El mundo como voluntad y representación , Schopenhauer escribía: «El acceso a los Vedas, que se ha abierto a nosotros a través de las Upan iṣads, es a mis ojos el mayor privilegio que este siglo, todavía joven, puede ostentar frente a los anteriores.» Palabras cargadas de implicaciones: en relación con el siglo anterior , la nueva época disponía, según Schopenhauer , de una ventaja prodigiosa debida a un único libro, la desdichada edición de algunos Upaniṣad, traducida al latín a partir de una versión persa y publicada por Anquetil- Duperron en 1801-1802 bajo el título Oupnek’hat , y leída por Schopenhauer en 1808. Bastaba con ese texto para inclinar el saber a favor del siglo XIX. Detalles que ayudan a comprender la extrañeza, la irreducible particularidad védica: el primer comentario completo de los Vedas que poseemos es el de Saiana, que se remonta al siglo XIV. Como si el primer comentario de Homero disponible para nosotros se hubiera escrito dos mil ochocientos años después de la Ilíada . Entre los elementos: el fuego, el agua; entre los anim ales: la vaca, el caballo, el macho cabrío; un «océano», samudrá , que puede ser celeste, terrestre, mental, sin que se puedan definir los límites de cada uno de ellos; la palabra, el eros, la liturgia: rocas, montañas; adornos en los vestidos, en el cuerpo; ropa de guerreros, cercos caídos, rumor de armas. De esto -y de poco más- está hecho el mundo que abarca el Ṛgveda . Algunas palabras clave, siempre recurrentes. Una monotonía engañosa y tenaz. Sin embargo, de cada una de esas palabras emana una profusión de significados, cifrados en gran medida. Padá , la huella de la vaca, según el diccionario védico de Grassmann es también, por este orden: «paso», «impronta», «traza», «estancia», «región», «pie (métrico)». Y se podría agregar: «rayo», «palab ra (aislada)», en fin «palabra». Si se habla del «padá escondido», Renou dice que es «el arcano por excelencia, donde el poeta busca la revelación». Estamos ya muy lejos de la huella de la vaca, que sin embargo es, en sí misma, misteriosa y venerable, y por eso se le dedica una especial «libación sobre la huella», padāhuti . Al principio había un rey mudo, Māthava de Videha, que tenía en la boca el fuego, llamado Agni Vaiśvānara, Agni-de -todos-los- hombres, esa forma de Agni que cada ser viviente alberga en sí. Junto a él, sombra eterna, un brahmán, Gotama, que lo provocaba, primero con sus preguntas, que quedaban sin respuestas, después con sus invocaciones rituale s, a las que el rey, según la liturgia, debía responder . El rey permanecía callado, por miedo a perder el fuego que estaba en su boca. Pero al final de las invocaciones del brahmán consiguieron sacar el fuego del interior , hacerlo irrumpir en el mund o: «Él [el rey] no estaba en condiciones de retenerlo. Aquél [Agni] salió de su boca y cayó en esta tierra.» Desde el momento en que Agni cayó a tierra comenzó a quemarla. El rey Māthava se encontraba entonces junto al río Sarasvatī. Desde allí Agni comenzó a quem ar la tierra hacia el este. Marcaba un camino, y el rey y el brahmán lo seguían. Queda ba una curiosidad, en la mente del brahmán, por eso preguntó al rey por qué Agni había caído de su boca cuando había oído cierta invocación y no antes. Él respondió: «Porque en esa invocación se mencionaba la manteca clarificada, de la que Agni es un goloso.» Ésa fue la astucia fundadora, para el brahmán. El acto inicial de la historia no es por tanto del soberano, del kṣatriya , del guerrero. Es un acto que corresponde al brahmán, a aquel que enciende todo acontecimiento, que obliga al fuego a salir de su refugio. Lo que sucede justo después es un impetuoso compendio de lo que, a partir de entonces, se repetiría siempre: el hombre sigue el camino del fuego, que lo precede desollando la tierra. Eso es la civilización, ante todo: un camino traza do por las llamas. No es el caso de afirmar que prevalece un deseo o la rapacidad humana, ni la ebriedad de la conquista. Los hombres siempre van detrás, quien conquista es Agni. La agudeza del brahmán Gotama resultó benéfica. Con sus fórmulas fascin antes, pero sobre todo con la pura mención de la manteca clarificada, goloso alimento para Agni, había conseguido encaminar el rito, que a su vez puso en movimiento a la historia. Pero esa historia tenía un precedente, que se remontaba al periodo de la intermin able disputa entre los Deva y los Asura. Una vez sucedió que los Asura, arrogantes, «seguían sacrificando en su propia boca», mientras los Deva preferían sacrificarse los unos a los otros. En ese punto su padre, Prajāpati, escogió a los Deva y les confió el sacrificio. Los prefirió porque, antes aún de saber con precisión a quién debían ofrendar, habían aceptado que la ofrenda fuera algo externo , que pasaba de un ser a otro, rompiendo la membrana de la autosuficiencia, recuerdo del cuerpo informe de Vṛtra, el monstruo primordial. Si se hubiera preguntado a los hombres védicos por qué no fundaron ciudades ni reinos ni imperios (a pesar de que conocían las ciudades, los reinos y los imperios), habrían podido responder: No buscábamos el poder sino la ebriedad; si ebriedad es la palabra que se aproxima mejor al efecto del soma . Ellos lo describieron así, con palabras sencillas: «Ahora que hemos bebido el soma somos inmortales, hemos alcanzado la luz, hemos encontrado a los dioses. ¿Qué puede hacernos ahora el odio y la maldad de un mortal?» Nada más, pero tampoco nada menos querían los hombres védicos. Construyeron un enorme edificio de actos y de fórmulas para llegar a decir esas pocas palabras. Eran el principio y el fin. Para quien ha alcanzado esto, palacios, reinos y vastos sistemas administrativos son antes un obstáculo que una conquista. Toda gloria humana, todo orgullo de conquistado res, toda avidez de placeres no eran más que un estorbo. La ebrie dad dada por el somano era un estado exultante sino incontrolable. Por eso decían acerca del soma : «Tú eres el guardiá n de nuestro cuerpo, oh soma ; has tomado posesión de cada miembro como un custodio.» La ebriedad era una cáscara protectora, que podía en cada momento ser quebrada, pero sólo por la debilidad del individuo, quien entonces se volvía hacia aquella sustancia que era además un rey, pidiéndole gracia, como a un soberano benévolo: «Si quebrantamos el voto, perdónanos como a buenos amigos, oh dios, por nuestro bien.» Esta familiaridad fisiológica con lo divino hacía que el soma , rociando el cuerpo, lo sostuviese. Ni siquiera los griegos, expertos en ebriedad, osarían hacer confluir la posesión y el supremo control en un mismo estado, concedido por esas «bebidas gloriosas» y «salvíficas», de las que se dice: «Como los arreos del carro, así mantenéis unidos mis miembros.» ¿Cuál será el último deseo, que entonces parece casi al alcance de la mano? La vida infinita: «Oh, rey Soma, prolonga nuestros días como el sol las tardes de primavera.» Delicadeza, lucidez: el infinito se presenta como una gradual, imperceptible expansión del dominio de la luz. II. YĀJÑAVALKYA Poco antes de la época del Buda -aunque nadie podría precisarlo con certeza-, destaca la figura de Yājñavalkya. El sacrificio (yajña ) está en su nombre, en cambio no resulta tan claro el sentido de - valkya . Había recibido su doctrina del Sol, Āditya. Para saber es necesario arder . De otro modo todo conocimiento es ineficaz. Por eso es necesa rio practicar el «ardor», tapas . El Sol es el ser que arde más que ninguno y a él hay que volverse para obtener la doctrina. En los textos más antiguos, cuando aparece Yājñavalkya habla poco y en último término. Su palabra es cortante, definitiva. Toparse con él es una prueba temible. Incluso el «prudente» Śākalya, a quien Staal defin ió como «el primer gran lingüista de la historia humana» porque fijó la versión Padapāṭha del Ṛgveda -que todavía hoy leemos, con palabras separadas-, debió sufrir las consecuencias. No consiguió responder a una pregunta de Yājñavalkya y su
  • 🧠 Yājñavalkya's Profound Wisdom

  • 🔥 Yājñavalkya, a provocative and enigmatic sage, demonstrates unparalleled mastery of Vedic knowledge through challenging dialogues with King Yanaka and other brahmins
  • 🌟 His teachings reveal that ritual substitution transcends physical elements—when all material offerings are unavailable, truth (satya) and faith (śraddhā) remain as the essential foundation of sacrifice
  • 👁️ The reflection in the pupil becomes Yājñavalkya's powerful metaphor for understanding what happens after death—revealing the Self (ātman) as an indestructible, ungraspable presence that exists beyond all attributes
  • 👑 The relationship between Yājñavalkya and King Yanaka represents the ideal harmony between spiritual and temporal power—unlike failed philosopher-king partnerships in Western tradition
  • 🛡️ Through his teachings on liberation from death, Yājñavalkya establishes that proper ritual action creates freedom beyond mortality—not by eliminating death but by transcending its grasp through correct understanding
cabeza rodó por tierra. Los huesos fueron recogidos por predadores, que no sabían a quién habían pertenecido. Yājñavalkjya se deja ver siempre en situaciones engañosas. Parece que amara la provoca ción y el desafío. Un día al rey Yanaka, de Videja, se le ocurrió poner a Yājñavalkya en dificultades. Pero no consiguió derrotarlo: «Yanaka de Videja una vez preguntó a Yājñavalkya: “¿Conoces el agnihotra , Yājñavalkya?” “Lo conozco, oh rey.” “¿Qué es?” “Es leche.” »“Si no hubiera leche, ¿con qué sacrificaríais?” “Con arroz y cebada.” “Si no hubiera arroz ni cebada, ¿con qué sacrificaríais?” “Con otras hierbas que hubiera en el lugar .” “Si no hubiera otras hierbas en el lugar , ¿con qué sacrificaríais?” “Con las hierbas del bosque que encontrara.” “Y si no hubiera hierbas del bosque, ¿con qué sacrificaríais?” “Con frutos de los árboles.” “Y si no hubiera frutos en los árboles, ¿con qué sacrificaríais?” “Con agua.” “Si no hubiera agua, ¿con qué sacrificaríais?” »Él contestó: “Entonces aquí no habría nada, y sin embargo se haría ofrenda de la verdad (satya ) en la fe (śraddhā ).” “Conoces el agnihotra , Yājñavalkya; te doy cien vacas”, dijo Y anaka.» Ese día el rey Yanaka quiso llevar a Yājñavalkya hasta la dificultad extre ma. Para lo cual apeló al rito más sencillo, el agnihotra : puro acto de verter leche en el fuego. Quería descubrir qué quedaría si faltaran incluso los elementos más comunes. Era un artificio para poner al descub ierto el método infalible que opera en cada ofrenda. Yājñavalkya aisló enseguida los dos puntos esenciales de todo acto sacrificial: la sustitución y la transposición de lo visible al orden de la mente. Lo que a su vez viene reducido a sus últimos términos, más allá de los cuales no existe ya el par constituido por la sustancia a ofrendar y el agente que consume tal sustancia (la leche y el fuego del agnihotra ). Esos dos elementos eran satya , «verdad», es decir , algo que no pertenecía desde el principio a la vida de los hombres («los hombres son la no-verdad»), sino que debía ser conquista do para que pudieran encontrarse en condiciones de ofrecer algo; y śtraddhā , «confi anza», en particular confianza en la eficacia del rito, sentimiento sin el cual colapsa la totalidad del edificio del pensamiento. Sólo śraddhā puede reemplazar al fuego, porque śraddhā es fuego. Śraddhā es el axioma védico: la convicción, no demostrable pero sobrentendida en cada acto, de que lo visible actúa sobre lo invisible y, sobre todo, que lo invisible actúa sobre lo visible. Convicción, también, de que el reino de la mente y el reino de aquello que es palpable se comunican continuamente. No había necesidad de fe sino en este sentido. De ese punto se derivaba todo el resto. Era necesario que Yājñavalkya lo dijera con esa claridad. Rey famoso por su magnanimidad y su saber , Yanaka quedó satisfecho con las respuestas de Yājñavalkya sobre el agnihotra . Tanto que, según las versiones del Jaiminīya Brāhmaṇa , «se volvió su discípulo». Con humildad le dijo a Yājñavalkya: «Instrúyeme.» La situación se había invertido. Ahora quien hacía las preguntas era Yājñavalkya, quien iba a intervenir , como un cirujano, exactamente en la articulación que, en el saber de Yanaka, no funcionaba. Sin embargo, ese saber era imponente. Con gran benevolencia, Yājñavalkya describió a Yanaka como a alguien que, antes de lanzarse hacia un largo viaje, «se aprovisiona de un carro y de un barco». Esto eran para él las upaniṣad , las «conexion es secretas» que había recopilado para que lo hicieran avanzar en el largo viaje de la concien cia. No consta que a nadie más haya hecho Yājñavalkya semejante obsequio. Sin embargo, a pesar de ese acopio de poder y sabiduría , Yanaka llegaba a un punto en el que las «conexione s secretas» ya no le servían. Exactamente sobre ese punto Yājñavalkya quiso interrogarlo. De pronto -como era su costumbre- le preguntó: «Cuando estés liberado de este mundo, ¿adónde irás? » Con igual espontaneidad, Yanaka respondió: «No sé adónde iré, mi señor .» Es un intercam bio de golpes que disipa para siempre toda visión mojigata de la India védica. Aquí el rey sabio, Yanaka, reconoce estar perdido y despistado, como todos, en el momen to en que abandona el mundo. Uno puede liberarse del mundo (obsesión india, como lo será la «salvación» para los cristianos), pero no necesariamente sabiendo adónde se va. Yājñavalkya ofrece, entonces, en el interior de una Upaniṣad, un saber que va más allá de las upaniṣad (en el sentido de «conexiones secretas»). Para aclarar dónde se va después de la muerte, Yājñavalkya no habla de la vida ni de la muerte. Con insistencia, como si sus palabras fueran una respuesta puntual, dice: «Indha [el Llameante] es el nombre de esa persona (puruṣa ) en el ojo derecho; en verdad es indha , pero se lo llama Indra para ocultar el nombre verdader o. Los dioses, en efecto, aman el secreto y se oponen a todo lo que es evidente.» La última frase es la cláusula que repica en innumerables ocasiones en los Brāhmaṇa, con la función de advertir que se está atravesando el umbral de lo esotérico. Lo esotérico es tal, ante todo, porque los dioses lo aman, a diferencia de lo que enseguida se desvela. Ésta es la respuesta india -anticipada en muchos siglos- a ese «odio al secreto» sobre el que, según Guénon, se fundaría Occidente. Aquí Yājñavalkya nos da una demostración luminosa de lo que puede ser el secreto. Para anunciar lo que viene después de la muerte no describe un territorio o un cielo de vida eterna sino que habla de fisiología. Habla de esa minúscula figura que se ve reflejada en la pupila de cualquiera. La define como «persona», puruṣa , ser del que ya en la misma Bṛhadāraṇyaka Upaniṣad se había dicho: «El ātman , el Sí, existía por sí mismo desde el principio bajo la forma de Puruṣa.» En este caso, el rey de los dioses, Indra, es una pantalla para otro personaje, el misterioso Indha, el Llameante. Éste tiene una compañera, Virāj (nombre de un metro y paredros de Puruṣa). ¿Por qué estas dos minúsculas figuras reflejadas deberían revelarnos lo que sucede después de la muerte? Porque están enlazadas en un coito extenso y siempre renovado en el espacio, en el interior del corazón: caverna protectora . ¿De qué viven? «Su alimento es la masa rosácea del interior del corazón.» Aquí, como en una cima, la metafísica penetra en la fisiología. El coito de Indra y Virāj es la vigilia, y el sueño es el estado que reina al final del coito: «Porque, como aquí, cuando se alcanza el fin de un coito humano él se vuelve, por así decir , insensible, así entonces él se vuelve insensible; porque ésta es una unión divina, y ésta es la felicidad suprema.» Las dos figuras reflejadas en los dos ojos sirvieron a Yājñavalkya para adentrarse en la cavidad del Sí y sorprenderlo en su constante y desdoblada actividad erótica, que es la mente misma. Desde aquí Yājñavalkya se alza al ápice de la teología negat iva: «En cuanto al ātman , al Sí, sólo se expresa por negaciones: inasible, porque no se ase; indestructible, porque no se destruye; distante, porque nunca se lo alcanza; libre de ataduras, nada lo agita, nada lo hiere. En verdad, Yanaka, has alcanzado el nomiedo (abhaya )» (y aquí resuena la palabra que designará la mudrā de la mano alzada a la altura del hombro: el gesto que, más que ningún otro, es característico del Buda). Hace falta calibrar la audacia de la respuesta de Yājña valkya. Puesto que habla a alguien que ya sabe mucho, pero a quien le falta el últim o paso hacia el conocimiento, no considera oportuno recurrir a palabras tranquilizadoras , ni prometer nada. Yājñavalkya no necesita más que apuntar a un dato fisiológico -la figura reflejada en la pupila- para derivar de él la revelación de algo que envuelve al todo: el Sí como potencia inmarcesible que actúa sin interrupciones en cada ser viviente, aunque no se la perciba. No hace falta nada más para acce der al «no-miedo», que es la única forma de la paz. Apenas lo hubo escuchado, Yanaka dijo a Yājñavalkya : «Que la abhaya , el nomiedo, la paz sea contigo, Yājñavalkya.» En dos grandiosas obras de la India el presunto autor es a la vez un personaje de la obra misma. Es lo que sucede con Vyāsa en el Mahābhārata y con Yājñavalkya en el Śatapatha Brāhmaṇa . En el caso de Vyāsa es imposible afirmar una identidad histórica; en el caso de Yājñavalkya, casi imposible. Pero igualmente necesaria es la aparición de ambos como personajes. El autor es un actor que atraviesa la escena y luego desaparece, como tantos otros. Al mismo tiempo es el ojo detrá s del cual no hay nadie más, el ojo que deja que todo fluya frente al ojo de aquel ser sin nombre que escucha, que lee. ¿Cómo se comportó Yanaka cuando Yājñavalkya le mostró en pocas palabras -tomando como única referencia la figura que se ve reflejada en la pupila- aquello que sucede después de la muerte? La Bṛhadāraṇyaka Upaniṣad lo cuenta a continuación: «En ese tiempo Yājñavalkya fue a Yanaka de Videja con la intención de no hablar .» Magnífico íncipit, que subray a una vez más el carácter brusco de Yājñavalkya. Pero Yanaka recordaba que en otra ocasión, cuando habían discutido sobre el agnihotra , Yājñavalkya le había concedido un vara, una «gracia»: la licencia para expresar un deseo que deba ser atendido (las historias indias -con el Mahābhārata en primer lugar- tienden a ser historias de cruces entre gracias y maldiciones, como el Ring de Wagner). Así se había llegado al momento de formular ese deseo: seguir interrogando a Yājñavalkya. Sucedió entonces una cosa sorprendente: el ṛṣi que no tenía ganas de hablar , el ṛṣi que con frecuencia se manif estaba con frases cáusticas y afiladas, y enseguida pasaba a otra cosa, encerrándose en el silencio, esa vez habló con grandiosa elocuencia, como obedeciendo a un impulso irrefrenable. Expuso entonces en detalle la doctrina del ātman , con las palabras más inten sas e impetuosas. Nunca más, en la historia de la India, ni siquiera en la instrucción de Kṛsna por Arjuna en la Bhagavad Gītā, la doctrina iba a encontrar palabras tan luminosas. Hubo un momento en que Yājñavalkya tuvo la impre sión de haber ido demasiado lejos. Entonces pensó: «Este rey es hábil, me ha despojado de todas mis últimas doctrinas.» Yājñavalkya tenía un sólido motivo para conceder una «gracia» a Yanaka de Videja después de haber discutido con él sobre el agnihotra . Esa vez Yanaka se había mostrado como el más fuerte de tres brahmanes, uno de los cuales era el propio Yājñavalkya. Después de haberlo interrogado había partido en su carro: orgulloso, socarrón, insatisfecho. Los tres brahmanes eran conscientes de no haber estado a la altura de los acontecimientos. «Dijeron: “Este rey nos ha vencido: vamos, desafiémoslo a una disputa.”» En este punto Yājñavalkya se había adelan tado y les había cerrado el paso, con palabras bien ponderadas. Si en verdad hubieran venci do, dijo, no hubiera sido gran cosa. Es norm al que los brahmanes derroten a un rey en una disputa teológica. Es casi su razón de ser. Pero ¿y si por casualidad hubiera vencid o Yanaka? Mejor ni pensarlo… El mundo habría quedado patas arriba. Así Yājñavalkya prefirió abordar a Yanaka por su cuenta y, con humildad, le preguntó qué sabía acerca del agnihotra . Así descubrió que Yanaka sabía mucho. Fue entonces cuando le ofreció una «gracia», y Yanaka pidió poder interrogarlo otra vez. «Desde entonces Y anaka fue brahmán.» Si toda la historia antigua de la India es historia de luchas, atropellos y engaños entre brahmanes y kṣatriya , la anécdota de Yājñavalkya y Yanaka puede ser considerada el modelo opuesto, como ejemplo de tensión armoniosa. Yanaka siempre se siente atraído por Yājñavalkya, sabe que el brahmán posee un conocimiento superior , y está decidido a dárselo todo. Al mismo tiempo, Yanaka es el guerrero capaz de medirse con los brahmanes no sólo de igual a igual, sino a veces superándolos en la doctrina, como sucede en el caso del agnihotra . Sólo entonce s Yājñavalkya reconocerá que el equilibrio ha cambiado y les conc ederá una gracia. Sólo cuando deba satisfacer esa gracia aceptará exponer la doctrina con una magnanimidad que no había mostrado hasta entonces, actuando en un estado de lúcida ebriedad, pasando de la prosa al verso y del verso a la prosa, multiplicando los detalles, prodigándose en imágenes. Esa enseñanza convertirá a Yanaka en brahmán. No la relación entre Platón y Dionisio -forzada y desgraciada desde el principio-, sino la de Yājñavalkya y Yanaka es la única imagen convincente que nos ha sido transmiti da de una relación feliz, y por tanto eficaz, entre un filósofo y un poderoso. Los ritos hacían surgir continuos motivos de disputa, por eso era frecuente que se recurriese al juicio de Yājñavalkya. Se trataba de disputas que podían ser al mismo tiempo metafísicas, psicológicas y sexuales. Por ejemplo: ¿dónde depositar la manteca que se usaba para la oblación a las mujeres de los dioses? Si la manteca se disponía sobre el altar, las mujeres de los dioses eran separadas de los dioses mismos, quien es estaban agachados y absortos alrededor del altar. El sacrificante cauto, que no quería crear desencuentros entre las parejas divinas, se apresuraba entonces a colocar la manteca un poco al norte del altar, sobre una línea trazada con la espada de madera, de modo que las mujeres de los dioses pudieran permanecer junto a sus maridos. Pero había también ritual istas menos temerosos y más expeditivos, más devotos de la metafísica que de la tranquilidad conyugal de los dioses. Entre éstos, el más eminente fue Yājñavalkya. Sus palabras siempre daban en el blanco. Recordaba a ciertos maestros zen de la pintura china, que irradian una fuerza física apenas contenida y que miran al mundo como si fuera una hoja seca. Por largo tiempo algunos ritualistas habían atormentado a Yājñavalkya preguntándole dónde había que depositar la manteca, para no crear turbulencias entre los dioses y sus mujeres. Yājñavalkya comprendía muy bien que la preocup ación del sacrificante no era tanto por los dioses cuanto por la propia mujer , que se sentiría también excluida , por obvia imitación de las mujeres de los dioses. Una esposa que se siente excluida siempre es peligrosa. Com ienza a sentirse insatisfecha con su marido; y luego, quizá, puede aprovecharse de esa separación para buscarse otros hombres. Yājñavalkya sabía todo esto. Por eso quiso responder con insolencia, metiendo el dedo en la llaga: «¿Qué importa si su mujer [del sacrificante] va con otros hombres?» ¿Por qué una brusquedad tal? Como siempre sucedía con Yājñavalkya, el cortar en seco servía para reconducir la situación hacia un punto metafísico, el único que le importaba de verdad. La manteca debe ser depositada sobre el altar porque el sacrificio debe construirse con sacrificio. Si se depo sitara fuera, el sacrificio recurriría a algo externo, cuando es indispensable que el sacrificio sea autosuficiente y autogenerado, con todas las paradojas y las contradicciones que eso pueda implicar . Éste era el precepto supremo, y no podía ser supeditado a la preocupación acerca de la tranquilidad matrimonial de un sacrificante. No era el caso de volver sobre la cuestión . Con este tono habló Yājñavalkya. Un día Yājñav alkya dijo que debía elegir un lugar de culto para Vārṣṇya, que se proponía celebrar el sacrificio. Entonces Sātyayajña (del que nada sabemos, salvo que su nombre significa «descendiente de Verdadero Sacrificio») dijo: «En verdad toda la tierra es divina : un lugar sacrificial está en cualquier parte en que se pueda sacrifica r después de haber acotado el lugar con la fórmula apropiada.» Una vez más, Yājñavalkya aparecía allí donde estaba en juego un punto álgido de la teología. La afirmación de su interlocutor bastaba para rechazar una excesiva preocupación geomántica. Apuntaba a una cuestión capital: todo queda decidido en cuan to una fórmula sacrifi cial se imprime sobre un lugar como un sello y lo transforma. Pero el texto del Śatapatha Brāhmaṇa va más allá y afirma -sin que se pueda decir si sigue siendo la doctrina de Sātyayajña o si se trata de un agregado de Yājñavalkya- que «son los oficiantes el lugar sacrificial: los brahmanes que, expertos en la doctrina, capaces de repetirla, sabios, sacrifican, son la estabilidad: consideramos eso la máxima proximidad [a los dioses ], por así decir». Dondequiera que se encuentre un perfecto brahm án, ése es el lugar del sacrificio. Una lejana resonancia de estas palabras actuaba en Thomas Mann cuando dijo que allí donde estaba él estaba también la lengua alemana. Yanaka quería celebrar un sacrificio con grandes honorarios. Grandes hono rarios signific aba muchos oficiantes. Reunió mil vacas. En los cuernos de cada vaca ató piezas de oro. Yanaka quería averiguar quién, entre los brahmanes, había ido más allá en el cono cimiento; quién era el brahmiṣṭha , «el más adentro en el brahman » (toda la India ha sido una pregunta sobre el brahman ). A él le serían consagradas las vacas. Yājñavalkya dijo entonces a su discípulo Sāma śravas: «Llév atelas.» Los brahmanes se molestaron: «¿Cómo puede decir quién es el más adentro en el brahman ?» Se adelantó Aśvala, sacerdote cercano al rey, y preguntó a Yājñavalkya: «¿Tú eres el más adentro de todos en el brahman ?»Yājñavalkya respondió: «Rendimos homenaje al brahmiṣṭha , pero deseo las vacas.» En este punto Aśvala se atrevió a interrogarlo. Fue un largo intercambio. Yājñavalkya respondió a las preguntas de siete brahmanes y de una mujer . Los brahmanes fueron Aśvala, Jāratkārava Ārtabhāga, Bhujyu Lāhyāyani, Uṣasta Cākrāyaṇa, Kahola Kauṣītakeya, Uddālaka Āruṇi y Vidagdha Śākalya. La mujer era Gārgī Vācaknavī, la tejedora. ¿Qué querían saber? El primero en preguntar fue Aśvala, que era un sacerdote de la casa, un hotṛ, habituado a recitar himnos y fórmulas, además de verter las oblaciones. Quiso partir de lo más seguro, de lo que está en la base de todo: el ritual. Había que verificar si ese arrogante Yājñavalkya conocía de verdad los fundamentos de las ceremonias. Pero quería saber , además, si Yājñavalkya estaba en condiciones de relacionar el ritual con la primera y la última cuestión: la muerte. El ritual y la muerte: quien sea capaz de responder acerca de estas dos palabras podrá decir que sabe, que está dentro del brahman . Al principio fue la muerte: «Aquí todo está ligado a la muerte, todo está sujetado a la muerte: ¿cómo puede un sacrificante sustraerse a ser la presa de la muerte?» Decir «el sacrificante» equivalía a nombrar aquello que, desde Descartes en adelante, es el «sujeto»: el ser genérico, sensible, que mira el mundo y encuentra la muerte. En la pregunta se sobrentendía el hecho de que, antes aún de intentar decir lo que es, el pensamiento debe servir para sustraerse a la muerte, que es la que «prende». El hombre es el animal que intenta huir del predador . ¿Cómo hacerlo? Con el ritual, que implica -con mucha frecuencia- la muerte de animales. Eso pensaba Aśvala, eso era lo que hacía cada día. ¿Era justo? ¿Era suficiente? ¿Cómo respondería, ahora, Yājñavalkya? ¿Habría entendido que su pregunta esco ndía otra: «Cómo hago yo, un oficia nte, un hotṛ, para sustraerme a la muerte»? Yājñavalkya comprendió, y respondió con suma delicadeza: «Por medio del hotṛ, del fuego, de la palabra. En efecto, el hotṛ del sacrificio es la palabra. Esta palabra es el fuego. Es el hotṛ, es la liberación, es la completa liberación.» Palabras que implican lo siguiente: «Aśvala, tú te sustraes a la muerte haciendo lo que haces cada día.» Después de esta respuesta, cualquier otra pregunta podía resultar redundante. Exaltado en lo más íntimo, Aśvala no lo demostró, pero quería mantener la misma delicadeza. En la respuesta de Yājñavalkya se exhibía el interrogante que desde siempre acosaba a Aśvala en su trabajo de oficiante. Pero Yājñavalkya también era un oficiante. No un hotṛ sino un adhvaryu , uno de esos seres dedica dos al gesto, que se afanab an en las acciones del rito, murmurando una fórmula en una suerte de runrún ininterrumpido. Si no disponía de la palabra plena, que permitía salvarse a los hotṛ, ¿cómo podría sustraerse a la muerte? Eso fue lo que quiso preguntar Aśvala, con una respetuosa manifestación de interés: «“Yājñavalkya, todo esto está unido de noche y de día, permanece sujeto de noche y de día, ¿con qué medios un sacrificante podrá liberarse de esta garra?” “Por medio del adhvaryu , por medio de la vista, del sol: de hecho la vista es el adhvaryu , es la liberación, es la total liberación.”» Como dos cómplices acostum brados al procedimiento recursivo, tanto Aśvala como Yājñav alkya habían mantenido el mismo dispositivo de fórmulas, en la pregunta y en la respuesta. Se revelaban como aliados en la misma empresa: el sacrificio. Si el sacrificio conseguía liberar a cierto tipo de oficiante, hubiera servido también para el otro, incluso para todos los otros, para los udgātṛ , los «cantores», y asimismo para los brahmanes, que asistían inmóviles y silenciosos a las ceremonias, pero eran la cámara invisible en la que todo se desenvolvía antes de manifestarse. Si las respuestas de Yājñavalkya eran acertadas, la vida misma de aquellos que lo interrogaban podía considerarse salvada, liberada: sā muktiḥ, sātimuktiḥ. Ati, «más allá de», «al otro lado». Liberados «más allá de» todo. Idaṃ sarvam , «todo esto»: así llamaban al mundo y a lo que existe. «Todo esto» era presa de la muerte; de Muerte, que es un personaje, masculino. Tal fue el primer pensamiento de Aśvala, y la primera pregunta para Yājñavalkya. El «sacrificante», yajamāna , es decir , el hombre en general, en torno del cual los ofician tes operan cada día (y Aśvala era uno de ellos), ¿tenía algún modo de escapar a la muerte? ¿Los ritos tenían el poder de actuar sobre la muerte, contra la muer te? No se trataba de vencer o eliminar a la muerte. Hubiera sido una pretensión necia. Se trataba de indicar el modo en que alguien «se libera totalmente (atimucyate )» de ser presa de la muerte. No bastaba liberarse , era necesario liberarse «más allá de». Liberarse de «todo esto», del mundo entero. No existe pregunta más elemental y primitiva. Yājñavalky a dio, a su vez, la respuesta más elemental: bastaba con que Aśvala hiciese aquello que hacía cada día. Bastaba con que se comportase como un hotṛ, como oficiante del sacrificio que pronuncia las fórmulas precisas, basta ba que usase la palabra y el fuego. La unión de los gestos del hotṛ, de su voz y del fuego sobre el que ardía la oblación según Yājñava lkya eran suficientes para no ser ya alcanzado por la muerte, para no ser ya tocado por Muerte. Pregunta y respuesta se articulaban en pocas palabras. Antes de los teoremas era necesario enunciar los axiomas. Yājñavalkya había enunciado de entrada el axioma sobre el que se fundaba la vida en torno a él. Desde allí se podía partir para adentrarse en el brahman , como el rey Y anaka había solicitado. Las preguntas que siguieron a la primera, lacerante, de Aśvala no fueron redundantes, incluso cuando podían parecer formuladas sólo por prurito de completit ud (para comprobar cómo también los otros oficiantes -el udgātṛ , el adhvaryu y el brahmán- habrían podid o liberarse, igual que el hotṛ). Aśvala preguntó a Yājñava lkya cómo se podía no estar sujetado al día y a la noche, a la quincena anterior y a la quincena posterior (al crecer y al menguar de la luna). Es decir , cómo se puede no estar sometido al desvanecimiento de cualquier cosa, cómo se puede no estar sometido
  • 🧠 Metaphysical Dialogues

  • 🔥 Ritual sacrifice serves as both physical ceremony and profound philosophical arena where brahmans like Yājñavalkya explore the nature of existence through brahmodya (debates about brahman) where participants risk death if they fail to answer or ask improper questions
  • 🌌 The indestructible (akṣara) transcends ordinary perception—it "is not seen and sees, not heard and hears, not thought and thinks, not known and knows"—forming the ultimate fabric upon which space and time are woven
  • 👫 Duality emerges from primordial unity, as explained by Yājñavalkya: "We are each a half," echoing the concept that sexual union temporarily returns us to our original undivided state where one "knows nothing of outside or inside"
  • 🧘‍♂️ The brahmán officiates not through action but through mindful presence—"the mind of the sacrifice"—representing the paradoxical nature of consciousness that can be seen as both essential to and separate from all phenomena
  • 🔄 The Upaniṣads don't oppose but extend the Brāhmaṇa texts, with both featuring the same characters and philosophical inquiries, challenging the scholarly misconception of a radical break between ritual texts and metaphysical explorations
al tiempo. La muerte era sólo el aguijón del tiempo. Había que comenzar desde esa herida. Pero detrás de la muerte estaba el puro hecho de la desaparición. Por eso el principal resultado del sacrificio era la muerte, con la matanza de las víctimas, pero también la pura desaparición, vertiendo o quemando las oblaciones en el fuego. La liberación de la servidumbre (de la muerte, del tiempo) ocurría mediante una serie de actos (el sacrificio) que remachaban esa servidumb re. Era un intríngulis que Aśvala prefer ía dejar para que lo resolvieran otros. Por ahora, a través de Yājñavalkya, había aprendido que, si quería la «total liberación», debía seguir haciendo aquello que había hecho siempre. Sobre el udgātṛ y el adhvaryu las preguntas de Aśvala siguieron la falsill a de la primera, poniendo el tiempo en lugar de la muerte. Pero al pasar al papel del brahmán oficiante, Aśvala cambió de registro, en correspondencia con la peculiaridad del papel del brahmán. Si se comparaban los oficiantes a un cuarteto de cuerdas, el brahmán sería un músico que no toca nunca y que sólo interviene cuando los otros se equivocan. La inmovilidad escrutadora del brahmán no es simétrica respecto de los otros oficiantes, que están relacionados al gesto, al acto, a la palabra. Por eso la pregunta de Aśvala asume una forma distinta. Dijo: «La atmósfera no ofrece nada parecido a un punto de apoyo. ¿Cuál será la vía para que el sacrificante se encamine al mundo celeste?» La respuesta de Yājñavalkya fue: «Por medio del brahmán oficiante, por medio de la mente, de la luna. El brahmán es la mente del sacrificio.» Así, también por medio del brahmán se podía alcanzar la liberación, gracias a un inesperado desnivel en la argumentación, que coincidía con la mención de la mente. Podía parecer desconcertant e que algo mutable como la mente (por eso asimilable a la luna) pudiese garantizar un «punto de apoy o», y, en consecuencia, la liberación de la mutabilidad misma, de la que desciende el desvanecimiento progresivo de todo. Era otro intríngulis. Pero tampoc o en esta ocasión Aśvala , puntilloso oficiante, quería ir más allá. Le apremiaba sobre todo tener la certeza de que Yājñavalkya estaba en grado de precisar el sampad , las «equivalencias» que marcan cada parte del sacrificio. Yājñavalkya, una vez más, dio respuestas prontas y satisfactorias. No era sólo un metafísico, era también un técnico. Cuando se nombra a la «mente», manas , se sube siempre (o se baja, es indiferente) un escalón. La mente no está nunca en el mismo plano que lo demás. Puede estar omnipresente o ausente. En todo caso, nada cambiará en la descripción ni en el funcionamiento de lo que sucede. Con el mismo e insuficiente carácter persuasivo, el todo puede ser considerado impensable sin la mente o pensable sólo si la mente no está. La primera característica de la mente es que no concede la posibilidad de enunciar certezas ni sobre su presencia ni sobre su ausencia. Esto se correspondía a la perfección con el papel del brahmán oficiante. Se podía describir el desarrollo, sin errore s, de un sacrificio ignorando la presencia del brahmán oficia nte. Pero también se podía describirlo como la puesta en práctica de estados sucesivos de la mente del mismo brahmán, del algoritmo que se desarrollaba en él. Por eso Yājñavalkya dijo que el brahmán oficiante «es la mente del sacrificio». El sacri ficio védico no era sólo una ceremonia durante la cual se trataba de seguir una secuen cia de actos canónicos, sino un torneo especulativo, en el que se arriesgaba la vida. El brahmodya (la disputa sobre el brahman ) acuñado en el rito dejaba siempre abierta la posibilidad de que a uno de los contrincantes le estallase la cabeza . Tal cosa podía suceder por dos motivos: o bien porque el contrincante no había sido capaz de responder a una pregunta o bien porque había formulado una pregunta de más. No responder lo suficiente, preguntar demasiado: en ambos casos se estaba en riesgo de muerte. «Si no me explicas esto, tu cabeza estallará» es la amenaza que Yājñavalkya dirigió al persuasivo Śākalya. No se trataba de un exabrupto repentino: era una parte del rito, era el sobrentendido del rito. Si al acercarse al brahman no se arriesga la cabeza, quiere decir que no se está hablando del brahman . Aquella vez, Śākalya no supo responder y su cabeza voló en pedazos. También con Gārgī, la teóloga, Yājñavalkya formuló su amenaza, esta vez porque Gārgī se había acercado al preguntar demasiado cuando había formulado el interrogante: «Los mundos del brahman , ¿sobre qué trama están tejidos?» Esa vez Gārgī se calló y se salvó. La prohibición de formular ciertas preguntas, ¿pretendía ser un intento de proteger cierto ámbito del conocimiento, sin someterlo a la obligación de ser explica do? Si hubiera sido así, se hubiese tratado de una vieja estrategia sacerdotal, de un tipo que hubiera provocado la risa de todos los Voltaire del futuro. Pero no era así, como se demostró en otro choque entre Gārgī y Yājñavalkya. Gārgī, además de teóloga, era tejedora. Pensaba que la metafísica debía dejarse ver en su arte como en todo el resto. Por eso prefería hacer preguntas relacionadas con su oficio, porque era lo que conocía mejor . Así, en dos ocasiones, pidió explicaciones a Yājñavalkya acerca de la «trama» sobre la que una determinada cosa estaba tejida. Después de ser rechazada una vez -y amenazada de horrible muerte- por su pregunta, se podía pensar que Gārgī elegiría otro camino. Sin embargo, volvió a hablar de «trama», aunque cambiando el modo (y quizá éste era el punto: lo que se prohibí a no era la pregunta, sino el modo de formularla). No se debe sin embargo pensar que esta vez Gārgī se presentó con maneras más suaves y obsequiosas. Al contrario: Gārgī dijo que hablaría «como un guerrero del país de los Kāśi o de los Videja, que blandía dos flechas prontas a atravesar al adversario». Pero la formulación de la pregunta había cambiado. Ahora era kantiana. Gārgī preguntó ante todo sobre qué trama estaba tejido el tiempo («eso que se llama pasado, presente y futuro»). Yājñavalkya respondió: «Sobre la trama del espacio (ākāśa). » Entonces Gārgī tenía reservada su segunda y últimapregunta : «¿Sobre qué trama está tejido el espacio?» En este punto, Gārgī hubiera podido esperar , como en las ocasiones precedentes, una seca negativa a responder , acompañada de una amenaza de muerte. Pero no fue así. Por el contrario, la respuesta de Yājñavalkya fue inmediata y difusa. Dijo que la trama del espacio estaba tejida sobre lo «indestructible (akṣara )». Se lanzó a un discurso intenso, elevado, lírico, para explicar qué era el akṣara . Dijo que, si no lo conoce, cualesquiera que sean sus méritos acumulados con buenas obras - de los sacrificios a la asces is-, se convertirá en «un miserable». Pasarían muchos siglos -casi treinta- para que se volviese a hablar con autoridad comparable de ese «indestructible», en los aforismos que Kafka escribió en Zürau, entre septiembre de 1917 y abril de 1918. Kafka fue más breve, más seco que Yājñavalkya, acaso porque temía que a él mismo, de un momento a otro, se le pudiera volar la cabeza. Sin embargo, el objeto de sus palabras era el mismo. Interrogado por Gārgī, Yājñav alkya definió lo «indestructib le» por la vía negativa , como lo haría, más tarde, toda la descendencia de los grandes místicos. Agregó una precisión que no se encuentra en ninguna otra parte: lo indes tructible «nada come ni nadie se lo come». Aquí hablaba la voz del adhvaryu , ese oficiante que incesantemente cumple los gestos prescriptos durante el sacrificio. Tal era, precisamente, Yājña valkya. Para el técnico del sacrificio, lo esencial para definir la pertenencia o no pertenencia al mundo es la cadena formad a por Agni y Soma, por el devorante y el devorado. Sólo de aquell o que se sustrae a esa cadena se puede decir que está más allá , y que más allá de allí no se puede ir . El discurso se prolongó un poco más, siempre intercalado por el nombre de Gārgī, como si el brahmán quisiera cerrar en una prensa la atención de la tejedora. Se acercaba, en efecto, al punto crucial: los hombres están orgulloso s de ver, de escuchar , de percibir , de conocer . Están convencidos de estar hechos de todo eso. Entonces llegaba Yājñavalkya y hablaba de «esto indestructible, oh Gārgī, que no es visto y ve, no es oído y oye, no es pensado y piensa, no es conocido y conoce». Al mism o tiempo «es el único que ve, el único que oye, el único que piensa, el único que conoce». Por eso los hombres, hagan lo que hagan, son pasivos, activados por una entidad que pueden no recon ocer. Si alguna vez se dan cuenta y se dirigen hacia aquello que actúa en ellos, deben constatar que no pueden conocerlo. Sin embargo, sólo «aquel que no abandona este mundo sin haber conoci do eso indestructible» puede ser considerado un brahmán. Pero ¿cómo se puede conocer lo que no se deja conocer? Sólo por una vía: volviéndose en cierto modo esa misma cosa. De eso está hecha, dijo Yājñavalkya, la trama de lo que es, de ese espacio sobre el que también el tiempo inasible está tejido. Esa trama es indestructible. Esa trama es lo indestructible, akṣara . Entonces Gārgī se volvió hacia los otros brahmanes que estaban escuchando y les dijo, con impertinencia no disimulada, que debían sentirse satisf echos. Agregó después que nadie podría vencer jamás a Yājñavalkya en un brahmodya . Imponente por su mole, venerable por su antigüedad, visitado asiduamente y saqueado por los estudiosos, el Śatapatha Brāhmaṇa habría debido inducirlos a concederles la primera atención que toda obra reclama: ser considerada un todo, empezando por lo que respec ta a su forma. Cosa que no sucedió. Al punto de que, todavía hoy, no existe una edición completa del Śatapatha Brāhmaṇa , que deberí a incluir , como epílogo, la Bṛhadāraṇyaka Upaniṣad . En diciembre de 1899, al final de su grandiosa empresa de traducción del Śatapatha Brāhmaṇa , que lo había absorbido durante más de veinte años, Julius Eggeling advertía con toda serenidad: «El presente volumen completa la exposición teórica del cerem onial sacrificial, lo que nos lleva al final de nuestra empresa. Los seis capítulos faltantes del último libro de los Brāhmaṇa forman la deno minada Bṛhadāraṇyaka , o gran tratado de la selva, la que, siendo una de las diez Upaniṣad primitivas, está incluida en la traducción realizada por el profesor F. Max Müller de los antiguos tratados teosóficos publicados en esta colección.» Era una manera inocente de anunciar que el Śatapatha Brāhmaṇa había sido amputado de una de sus partes. Esta parte faltante sería desde entonces traducida en diversas ocasiones y comentada, sola o unida a otras Upaniṣad, como uno de los textos más célebres del pensamiento indio. La opción era filológicamente insostenible, como si la República de Platón siguiera circulando amputada de su libro décimo, el que contiene la historia de Er el Panfilio, quien, doce días después de su muerte, «enco ntrándose ya en la hoguera volvió a la vida y, vuelto a la vida, contó lo que había visto en el más allá» con imágenes que desde entonces se han clavado en la vida mental de Occidente. O como si, para no salir del ámbito indio, el Mahābhārata fuera publicado sin incluir el Bhagavad Gītā . De este modo, el Śatapatha Brāhmaṇa en la edición de Eggeling no contiene los «cien caminos» -es decir , las cien «lecciones», adhyāya , de los que se habla en el título-, sino sólo noventa y cuatro. Para leer las últimas seis hay que acudir a la Bṛhadāraṇyaka Upaniṣad . A ello se agrega una ulterior distorsión: no sólo se ha aceptado la amputación del texto, sino que durante largo s años se ha desarrollad o la teoría, del todo infundada, de que entre las primeras Upaniṣad y los Brāhmaṇa habría una radical oposición, correspondiente a una revuelta de los «príncipes» (los kṣatriya , según la traducción de Renou) contra los aviesos brahmanes, supersticiosamente devotos del ritual. Se ignoraba de este modo, con todo el engreimiento de la ciencia, que el Śatapatha Brāhmaṇa se declara, al final de su primera parte, como obra precisamente de uno de aquellos brahmanes: Yājñavalkya. Éste tendría que esperar , para ser reivindicado con argumentos incontrovertibles como autor ypersonaje tanto del Brāhmaṇa como de la subsiguiente Upaniṣad, un magistral artículo de Louis Renou: «Les Relations du Śatapathabráhmana avec la Bṛhadāraṇyakopaniṣad et la personnalité de Yājñavalkya». Publicado en 1948 en una revista de escasa circulación (Indian Culture ) y protegido por múltiples siglas y abreviaciones védicas además de las numerosas puntua lizaciones filológicas, ese estudio se encuentra hoy, en completa soledad, en el segundo volum en del Choix d’études indienes de Renou. De este modo, una cuestión capital -la recomposición de la primera figura de autor con una pode rosa fisonomía que se perfila en la India védica- sigue permaneciendo a la sombra protectora de la filología. Y eso a pesar de que nadie como Yājñavalkya podría servir de contrapunto y contraposición védica al Buda. El brahmán se reconoce por cierta luz, por un esplendor que se llama brahmavarcasa , «esple ndor del brahmán». Esa luz viene dada por el brahman y es el único fin del brahmán, como observó Yājñavalkya: «Esto es lo que debería querer el brahmán: ser iluminado por el brahman. » Pero la asce nsión de esa luz sucede simultáneamente a la del fuego, los versos y las estaciones. El brahmán que recita los «versos de la ascensión (sāmidhemī )» es él mismo uno de los destina tarios a quienes esos versos deben ascender . Como el fuego acompañado por versos tiene una luz más intensa, «invulnerable, intocable», así el brahmán tendrá una luz distinta a la de cualquier otro hombre. Éste es el origen perceptible de su autoridad. Si un día iba a decirse, no sin cierto rencor , que el brahmán parece «invulnerable, intocable», sería porque en él se transmite, acaso ya descompuesto, el último destello de la luz del fuego que un día otro brahmán encendió pronunciando los «versos de la ascensión». Todas las formas divinas están presentes en el fuego: cuando acaba de ser encendido y sólo desprende humo, es Rudra; cuando ya arde, es Varuṇa; cuando estalla, es Indra; cuando declina, es Mitra. Pero la única forma en la que el fuego deja traslucir una luz intensa, sin necesidad de llama, es el brahman : «Cuando las brasas brillan intensam ente, eso es el brahman . Si alguien desea conseguir el esplendor brahmánico, que haga las ofrendas entonces.» La misteriosa cualidad de los brahmanes es ante todo un momento en la vida del fuego, reconocible día tras día. El misterio se presenta como algo que está delante de los ojos de cada uno -«misterio evidente», diría Goethe un día-. No se esconde, no es inaccesible. El sacri ficante que quiera acercársele no tiene más que escoger ese momento para presentar su oferta. Pero se recomienda la constancia: el sacrificante deberá ofrecer siempre el mismo tipo de fuego durante un año. Cada una de las veces deberá esperar el momento de las brasas. No podrá dedicarse un día al fuego que estalla, otro día al humo, otro día al fuego que se abrasa. Sería como buscar agua cavando con una pala pero por poco tiempo cada vez y siempre en lugares distintos. Así nunca se encontraría nada. En los últimos años de Baud elaire, los caricaturistas parisinos lo ridiculizaban como el poeta de «Une charogne». Por encima incluso de los poemas eróticos, era ése el texto escandaloso por excelencia. Ningún poeta, se decía, había osado jamás acercar el cuerpo de la amada y la carroña abandonada del animal. Sin embargo, Baudelaire tenía un precedente que, con audacia no menor , había hablado de la carroña. Se trataba de Yājñavalkya, a quien se atribuyen ciertas palabras que se encuentran en el cuarto kāṇḍa del Śatapatha Brāhmaṇa : «Los dioses disiparon en parte ese olor y lo depositaron en los animales domésticos. Ése es el olor de la carro ña de los animales domésticos: por eso no debe taparse la nariz ante el olor de la carroña, ése es el olor del rey Soma.» Dos figuras -la mujer amada y el rey Soma- se revelan en la fetidez de la carroña. Para Baudelaire, con un escalofrío de repulsa y de secreta complacencia. Es el horror que se desata detrás de la apariencia, como sospechaba n los modernos. Por eso se exaltan de ese modo. Huyen, no se detienen, tienen miedo de que la apariencia se transforme bajo su mirada. Para Yājñavalkya, en cambio, la aceptación es completa. Está vinculada a una prescripción que viene impuesta a un sentido muy primitivo: el olfato, que se resiste a obedecer . Algo remoto y poderoso debía estar implicado en esa prohibición. Había que remontarse al momento más aterrador para los dioses, cuando Indra había arrojado el rayo sobre el informe Vṛtra, aunque no estaba seguro de haberlo matado. Entonces se escondió. Ocultos detrás de él, también vacilantes y aterrorizados, estaban los dioses. Dijeron a Vāyu, Viento: «Vāyu, averigua si Vṛtra está muerto o vivo; porque tú eres el más veloz de nosotr os; si vive, vuelve enseguida aquí.» Vāyu aceptó, después de haber pedido una recompensa. Cuando volvió dijo: «Vṛtra ha sido asesinado: haced con el muerto lo que queráis.» Los dioses se apresuraron. Sabían que el cuerpo de Vṛtra estaba hinchado de soma , porque Vṛtra había nacido del soma . Todos querían saquear el cadáver , quedarse con la porción más grande. Se dieron cuenta de que el soma hedía: «Áspero y pútrido se derramaba hacia ellos: no era adecuado para la ofrenda ni para ser bebido.» Entonces pidieron de nuev o ayuda a Vāyu: «Vāyu, sóplale encima, vuélvelo apetecible para nosotros.» Vāyu pidió otra recompensa; después se puso a soplar . La hediondez empezaba a disiparse. Los dioses lo depositaron en el olor de carroña que está en los animales domésticos. Después Vāyu siguió soplando. Al fin el soma se podía bebe r. Los dioses siguieron disputándose las partes. Alrededor , el mundo estaba sembrado de fétidas carroñas. Pero también en ellas estaba el soma . Los hombres iban a tener que recordarlo. Si se las encontraban, no debían taparse la nariz. Son muy duras las exigenc ias de los ritualistas: el soma , la planta embriagadora que crece en la montaña Mūjavant, escaseaba cada vez más, y hasta podía desaparecer , pero los ritos que lo celebraban continuarían siendo idénticos. En todo caso se le buscaría un sustituto. Paso fatal. El rito se celebraría con otra planta, carente de los poderes del soma . Pero quedaban los himnos. Si un día, vagando, se encontrara la carroña de un anim al, estaba prohibido taparse la nariz. Porque también en ese cuerpo descompuesto, como en todos los cuerpos, un día se había depositado el soma . Aquel olor repelente era la «señal distintiva del rey Soma». El soma es el bien en estado bruto. Ya intolerable en sí, se vuelve aún más intolerable cuando se mezcla con el «mal de Muerte», pāpmā mṛtyuḥ . Entonces es necesario aceptarlo, inhalarlo, dejar que penetre en nosot ros. El bien es algo contra lo que la naturaleza se revela. Pero es necesario domarla. Para eso sirven los ritos. Para los ritualistas, ni siquiera bastaba con esto. El pensamiento debe extenderse también a lo casual, incluido el encuentro imprevisto con la carroña de un animal, mientras se camina en una zona poco frecuentada. Ese Sí, ātman , que «estaba solo desde el principio», tenía la forma de una «persona», puruṣa , pero no era simplemente un hombre. No veía nada afuera . Deseaba el placer , pero «el placer no es para quien está solo». Entonces decidió dividirse en dos: un ser femenino y otro masculino. «Por eso Yājñavalkya dijo: “Nosotros somos una mitad cada uno.”» Más concisa y abrupta, como corresponde al estilo de Yājñavalkya, está aquí la misma doctrina que un día expondría Aristófa nes durante el banquete que Platón ha relatado. La observación de Yājñavalkya es rica en implicaciones. Ante todo, explica por qué «el vacío dejado es llenado por la mujer». Así fue también al principio, porque el Sí, apenas dividido en dos, se unió con esa mujer que había hecho salir de sí. «Así nacieron los hombres.» En este punto se hace referencia por primera vez al pensamiento de la mujer: «Entonces ella reflexionó: “¿Cómo puede unirse conmigo , después de haberme creado a partir de sí? Vamos, es necesario que me escond a.” Ella se convirtió en vaca, él en toro. Se unió a ella: nacieron las vacas. Ella se volvió yegua, él semental.» Con suprema rapidez, se evoca el gesto de la mujer que huye (¿por hostilidad?, ¿para seducir mejor?, ¿por uno o por otro motivo?) y la secuencia zoológica. La guerra de los sexos de Strindberg y la metamorfosis animal de Zeus, que continúa sin descanso: «Así fue creado todo lo que va por parejas, hasta las hormigas.» Esas historias de coitos múltiples y metamorfosis podrían ser también griegas, pero el detalle de las hormigas es el emblema del autor védico. Hay algo en el placer sexual que lo vuelve supremo, distinto de cualquier otro. «Érōs aníkate máchan », «Eros invencible en combate», escribe Sófocles; nunca fue refutado. ¿Por qué es así? También para esta pregunta la respuesta más inmediata y más convincente fue dicha por Yājñavalkya: «Como un hombr e entre los brazos de una mujer amada no sabe nada del afuera ni del adentro, así esta persona (puruṣa ), abrazada por el ātman del conocimiento, no sabe nada del afuera ni del adentro.» Ningún otro placer es tan afín al ātman , porque ningu no lleva a algo tan cercano al origen, cuando el ātman tenía la «forma de Puruṣa», y esa Persona, solitaria y anterior al mundo, «tenía la dimensión de un hombre y de una mujer estrechamente abrazados». Según Renou, el brahmodya , altamente riesgoso, era la célula formal que vinculaba los Brāhmaṇa con las Upaniṣad. Como prueba, en los kāṇḍa 10 y 11 del Śatapatha Brāhmaṇa y en la parte dominada por Yājñavalkya en la Bṛahdāraṇyaka Upaniṣad se encuentran «con frecuencia los mismos interlocutores, los mismos tipos de escenas, los mismo s detalles que en la fraseo logía». De modo que se puede decir que las Upaniṣad no sólo no se oponen sino que «no son otra cosa […] que la fiel prolongación de los Brāhmaṇa». Renou va incluso más allá: «Hay que observar , más profundamente, que la noción misma de brahman , tal como la elabora el pensamiento de las Upaniṣad, es ella misma un producto del brahmodya : en este sentid o, bajo esta forma dialéctica y en este ambiente de disputa se constituye la especulación sobre el brahman , el núcleo de las Upaniṣad.» Ahora bien, en el interior de la Bṛahdāraṇyaka Upaniṣad se pueden encontrar no sólo a los ejemplos supremos de brahmodya , sino además un primer esbozo de la forma de liberarse de sí misma, de salir de la propia cáscara y avanzar en una nueva dirección, que -a falta de otro término y antes incluso de que existiese esa noción- podría ser definida como una novela . El protagonista sigue siendo Yājñavalkya, pero el tono ha cambiado de improviso. Concluido el grandioso brahmodya con Yanaka, se emprende la sección final de la cuarta «lección» con estas palabras: «Por entonces Yājñavalkya tenía dos mujeres, Maitreyī y Kātyāyanī. Maitreyī sabía hablar del brahman , Kātyāyanī tenía el conocimiento de las mujeres. Cuando Yājñavalkya se propuso entrar en otro género de vida, le dijo: «Maitreyī, quiero dejar estos lugares para llevar la vida de un monje errante;
  • 🌿 Ancient Wisdom Dialogues

  • 🧘‍♂️ Yājñavalkya's farewell marks a profound shift from ritual disputes to intimate human connection, creating a rare moment where philosophical teaching merges with personal relationships between the sage and his two wives
  • 🔄 The metaphysical understanding of evil reveals itself in every act of consumption—the world exists as an eternal cycle of "devourer and devoured," where all beings participate in necessary destruction to survive
  • 🔥 Sacrifice emerges not as deception but as conscious acknowledgment of guilt—a sophisticated theological framework that brings unconscious violence into awareness and establishes distance from the raw act of killing
  • 🐄 The human-animal relationship contains a primordial reversal in Vedic thought: animals once walked upright alongside humans but cowered into quadrupeds upon seeing the sacrificial post, revealing humanity's deep ancestral guilt
  • 🧠 These ancient texts offer profound psychological insights that complement rather than contradict modern scientific understanding—they illuminate the emotional and spiritual dimensions of humanity's evolutionary journey
por eso quiero llegar a un acuerdo entre Kātyāyanī y tú.”» Por primera vez, aquí somos proyectados lejos del clima de las disputas y de los ritos. Asistimos a un diálogo íntimo, sobrio, sin ceremonias, entre dos viejos cónyuges. Es como si la esencia de la prosa, de la prosa que narra , sin metro y sin obligacione s rituales, nos invitase a inclinarnos sobre una historia privada, la historia irrepetible de tres personas. El gran brahmán Yājñavalkya se despide de sus lectores a través de las personas interpuestas de sus mujeres, Maitreyī y Kātyāyanī, de las cuales nada sabemos excepto que una es versada en el brahman , mientras que la otra posee el conocimiento propio de las mujeres (sea lo que sea lo que esto signifique). Es un momento de muy alta intensidad, no sólo porque prologa un discurso de Yājñavalkya que puede ser considerado su última palabra sobre el ātman -y en particular sobre ese «amor del Sí» sin el cual también el brahman nos «abandona»-, sino porque en la composic ión de la Bṛhadāraṇyaka Upaniṣad se enuncia en dos ocasiones, en términos similares (2, 4, 1-14; y 4, 5, 1-15). Al final de la enseñanza a Maitreyī, Yājñavalkya repite su definición por vía negativa del ātman , en términos idénticos a los que ya había usado con el rey Yanaka. Esta vez Yājñavalkya no deja la escena para pasar a otras disputas y a otras sesiones sacrificiales. Esta vez se lee: «Después de haber hablado de este modo, Yājñavalkya se alejó.» El texto continúa en otros dos adhyaya , que ya no lo implican. Esa escena con Maitreyī, esas palabras sobre el ātman componían su última apari ción antes de desaparecer en el bosque. El detalle que sella la entrada en el reino de la novela es que la última preocupación manifestada por Yājñavalkya fue establecer un «acuerdo» entre dos mujeres que se aprestaba a abandonar . III. ANIMALES Corroído por la arrogancia del saber , el joven Bhṛgu, hijo del dios soberano Varuṇa, fue enviado por su padre a recorrer el mundo (este mundo, según el Śatapatha Brāhmaṇa , o el otro mundo, según la versión del Jaiminīya Brāhmaṇa ) para veraquello que el saber por sí solo no revela. Se trataba de descubrir cómo está hecho el mundo en sí mismo. Una visión cuya falta vuelve vano todo saber . Al este, Bhṛgu encontró hombres que despedazaban a otros hombres. Bhṛgu preguntó: «¿Por qué?» Le respondieron: «Porque estos hombres hicieron lo mismo que nosotros en el otro mundo.» También al sur encontró la misma singular escena. Al oeste había hombres que se comían a otros hombres y permanecían sentados, en calm a. Al norte, en medio de gritos desgarradores, había hombres que se comían a otros hombres. Cuando Bhṛgu volvió junto a su padre, parecía haber perdido la palabra. Varuṇa lo miró con satisfacción, pensando: «Entonces ha visto.» Había llegado el momento de explicarle al hijo lo que había visto. Los hombres al este, dijo, son los árboles; los del sur son las manadas; los del oeste son las hierbas. En fin, los del norte, que gritan mientras son comidos por otros animales, son las aguas. ¿Qué había visto Bhṛgu? Que el mundo está hecho de Agni y de Soma, de estos dos hermanos. Crecidos como dos Asura en el vientre de Vṛtra, lo abandona ron para seguir la llamada de otro de sus hermanos, Indra, y pasaron a la parte de los Deva. Después, «uno de los dos se volvió el devorador y el otro se volvió alimento. Agni se volvió el devorador y Soma el alimento. Aquí no hay más que devorador y devorado». En todo lo que sucede, sin excepción y a todo nivel, se tienen estos dos polos. Pero Bhṛgu descubrió también algo más: los dos polos eran reversibles. En un determinado momento las posiciones se invierten, incluso deben invertirse, porque tal es el orden del mundo. Esto explica por qué todo lo que en un determinado momento se dice de Agni puede decirse también de Soma, y viceversa. Fenómeno que desconcertó a Abel Bergaigne. Las revelaciones que Bhṛgu encontró estaban encajadas la una en la otra. En primer lugar: el acto último al que todos los demás se reconducían era el acto de comer , o en todo caso, el de cercenar , desgarrar . Cada acto que consuma una parte del mundo, cada acto que destruye. No hay un estado neutro, en el que esto no suceda. El acto de comer es una violencia que hace desaparecer lo viviente en muchas de sus formas. Ya se trate de hierbas, de plantas, de árboles, de animales o de seres humanos, el proceso es idéntico. Siempre hay un fuego que devora y una sustancia que es devorada. Esta violencia, que es un dolor y una tortura, un día será ejercida sobre quien la pone en acto por parte de quien la sufre. Tal cadena de acontecimientos no es modificable. Pero el daño profundo, la parálisis que eso produce en quien lo percibe pueden ser curados, remediados, según aprendemos. Éste es el saber de Varuṇa, que Bhṛgu sólo alcanza mediante el impacto de lo que vio al recorrer el mundo, incluid o el otro mundo. ¿Cuál era el remedio? El acto mismo de percibir aquello que es, y de manifestarlo, no ya con un enunciado, sino con una serie de actos: en este caso, con una serie de actos a cumplimentar en el agnihotra , el más elemental de todos los ritos. Verter leche en el fuego -cada mañana, cada noche- significaba aceptar que aquello que aparece desaparece y que esa desaparición sirve para sustituir a otra cosa, en lo invisible. Ésta fue la enseñanza que V aruṇa quiso impartir a su hijo. De la historia de Bhṛgu se deduce fácilmente hasta qué punto los videntes védicos eran hábiles en la percepción del mal, con suprema agudeza. Para ellos, el mal se desvelaba ya en el momento en que un hacha golpeaba un árbol o una mano arrancaba una hierba. Era el mal metafísico, inherente a todo lo que está constreñido a destruir una parte del mundo para sobrevivir , es decir , en primer lugar al hombre. Con respecto a los mode rnos, que tendían a limitar el mal a un acto voluntario, el área que eso venía a cubrir era mucho más vasta . E incluía ciertos actos involuntarios, además de actos que simplemente no podían evitar se, si los hombres querían sobrevivir; por ejemplo, el acto de comer . El mal es por tanto ubicuo y omnipresente. Esto explica por qué el sacrificio es asimismo ubicuo y omniprese nte. El sacrificio es el acto mediante el cual el mal es conducido a la conciencia, con un arte cercano al de «aquel que sabe así». Ese proceso por el que el mal se repite y es guiado, en su totalidad, hacia la conciencia, a través de actos y fórmulas, es el remedio supremo que podemos oponer al mal. Más allá de eso, rige la mecánic a que se revela en el viaje de Bhṛgu: quien come será comido; quien ha despedazado será despedazado; quien ha consumido alimento se convertirá él mismo en alimento. La atrocidad extendida, la alternancia incesante e imparable entre devorad or y devorado, que Bhṛgu había constatado en su peregrinación por todos los cuadrantes del mundo -y que su padre, Varuṇa, le enseñó a superar mediante la práctica del sacrificio-, no desaparecen nunca, y hasta se traslucen amenaza doramente durante la ejecución del mismo sacrificio. Las llamas sacrificiales son otros tantos ojos, «fijan la atención sobre el sacrificante y apuntan hacia él». Más que a la oblación desean al sacrificante mismo. Frente al fuego, el sacrificante se siente observado, escudriñado. El ojo que lo escruta es el ojo del fuego. Antes de formular él mismo un deseo, siente que es el fuego quien lo desea a él, a su carne. Sucede aquí la sustitución, el rescate del Sí: última, brusca operación a la que recorre el sacrificante para ofrendar al fuego algo en lugar de sí mismo. El sacrificante ofrenda alimento para evitar convertirse él mismo en alimento. En su viaje aterrador , Bhṛgu encontró un mundo en el que los animales devo raban a los hombres. Pero no se trataba sólo de una inversión del orden. Era tamb ién una hendidura de claridad sobre la historia de la humanidad, como si finalmente alguien hubiese instruido a Bhṛgu acerca de ciertos antepasados suyos. La fase en la que los hombres, más que devorar , eran devorados no es sino el primer , largo fragmento de su historia. Varuṇa quería que esta visión del pasado formara parte de la educación de su hijo, tal como un joven es envia do a un buen colegio para aprender la historia de su país. También esto fueron los hombres védicos: descuidaban, más que cualquier otro pueblo, la historia, pero mantenían el contacto, más que ningún otro pueblo, con la remota prehistoria, que se traslucía en sus ritos y en sus mitos. En el paisaje védico hay un objeto que emana terror y veneración: la estaca sacrificial. Entre los emblemas de aquella época, es el único que aún se puede ver. Incluso hoy, en algunos pueblos de la India, se pued e observar un pedazo de madera que sobresale del suelo, sin razón aparente. Madeleine Biardeau encontró much os, en diversas zonas de la India, constatando que se trataba de ese «poste», yūpa , de ese «rayo» del que hablaban los ritualistas védicos. ¿Por qué un rayo? Para comprenderlo hay que remontarse a una historia lejana: «Hay un animal y un poste sacrificial, porque no inmolan nunca un anim al sin un poste. Es así porque los animales, en el origen, no se sometían al hecho de volverse alimento, así como ahora se han convertido en alimento. Como el hombre que camina sobre dos piernas y erecto, así ellos caminaban sobre dos piernas y erectos. »Entonces los dioses percibieron ese rayo, es decir el poste sacrificial; lo levantaron y, por miedo, los animales se entumecieron y se pusieron en cuatro patas, y así se volvieron alimento, como hoy son alimento, porque se sometieron; por eso inmolan el animal sólo en el poste y nunca sin el poste. »Después de haber conducid o a la víctima y encendido el fuego, atan al animal. Se hace así porque los animales en el origen no se sometían al hecho de volverse alimento sacrificial, tal como ahora se han vuelto alimento sacrificia l y son ofrendados al fuego. Los dioses los recluyeron; aun así, ellos no se resignaron. »Ellos dijeron: “En verdad, estos animales no saben cómo acontece todo esto, que el alimento sacrificial es ofrendado al fuego, y no conocen ese lugar seguro [el fuego]: ofrendamos fuego en el fuego después de haber recluido a los animales y encendido el fuego, y ellos sabrán que así se prepara el alimento sacrificial, que éste es su lugar; que es precisamente en el fuego donde el alimento sacrificial es ofrendado: y entonces se resignaron y se dispusieron favorablemente a ser inmolados.” »En primer lugar , recluyeron a los animales y encendieron el fuego, ofrenda ron fuego en el fuego; entonces ellos [los animales] supieron que así es como se prepara el alimento sacrificial, que éste es su lugar; que es precisamente en el fuego donde el alimento sacrificial es ofrendado. En consecuencia se resignaron y se dispusieron favorablemente a ser inmolados.» En vano se buscará otro texto que cuente con tan alta precisión, con tan alto pathos el pasaje decisivo que se formal izó con la matanza de los animales domésticos: la institución de la dieta cárnica. Fue una necesida d, pero sobre todo una culpa, una inmensa culpa . Para justificar la necesidad, se procedió a dar forma al edificio teológico del sacrificio, templo-laberinto, lleno de pasajes y túneles, de bifurcaciones innumerables. La necesidad del sacrificio iba a incorpo rar en sí la culpa, incluso la habría agudizado y protegido como en un cofre. Esa culpa se conectaba con otra, más radical, de la que el sacrificio habría sido una consecuenc ia: la culpa de la imitación , de esa decis ión remota que había impulsado a una especie de seres depredados a apropiarse de compo rtamientos típicos de sus enemigos predadores. Primer acto contra natura - ninguna otra especie se hubiera atrevido a ir tan lejos-, que llegaría a ser considerado la naturaleza misma del hombre. Más que «animal enfermo», según la fórmula de Hegel, animal mimético por excelencia (y se puede incluso pensar que la mímesis fue justamente su enfermeda d), el hombre es el único ser del reino animal que abandonó su naturaleza, si por naturaleza se entiende el repertorio de comportamien tos del cual cada especie aparece provista desde su nacimiento. Fuerte, pero no tanto como para no tener que reconocer su propi a indefensión frente a los demás seres -y predadores-, el hombre decidió en un determinado momento, que puede haber durado cien mil años, no oponerse a sus adversarios sino imitarlos . Enton ces el ser depredado fue ganando habilidad como depredador . Tenía dientes y no colmillos, y uñas insuficientes para desgarrar la carne. No disponía de un veneno produc ido por su cuerpo, como las serpientes , predadoras temibles. Debió entonces recurrir a algo de lo que ningún predador disponía: el arma, el instrumento, la prótesis. Así nacieron el sílex aguzado y la flecha. En este punto, con la imitación y la fabricación de los instrumentos, se habían cumplido los dos pasos decisivos que todo el resto de la historia iba a intentar elabora r, hasta hoy: la mímesis y la técnica. Si se mira hacia atrás, el desequilibrio producido por el primer paso -el de la mímesis, por el que los hombres decidieron imitar , entre todos los seres, precisamente a aquellos por los que habían sido atacados con frecuencia- es incomparablemente más radical y sobrecogedor respecto a todo paso posterior . Una respuesta a ese sobrecogimiento fue el sacrificio, en sus diversas formas. Sólo así se puede explicar por qué un comportamiento tan desproporcionado respecto de cualquier otro que pueda comprobarse en el reino animal se haya manifestado prácticamente por doquier , en las formas más diversas aunque siempre ligadas a algunos rasgos esenciales. Antes incluso de asumir cualquier otro significado, el sacrificio era una respuesta a esa inmensa conmoción en el interior de la especie, y un intento de reequilibrar un orden que había sido herido y violado para siempre. Sólo de esta manera puede entenderse el sacrificio: no ya encubrimiento de la culpa, pia fraus que permite al mundo avanzar gracias a la astucia de los sacerdotes, sino elaboración especulativa que exalta la culpa ante todo. La exalta al punto de persuadir a la víctima, de volverla favorablemente dispuesta a ser inmolada. Pero no es así como sucede, obviamente. Nadie cree que el macho cabrío o el caballo se dejan convencer para ser matados o sacrificados. Ninguno de los ritualistas debe habérse lo creído. Cumplir un acto en esa dirección, pronunciar fórmulas con esa intención, tal es el supremo esfuerzo concedido al pensamiento, concedido a la acción, allí donde se topa con lo irreconciliable. Intento ilusorio, provisional. Sin embargo, esa ilusión consciente es la única fuerza que permite establecer una distancia, aunque sea mínima, respecto del simple acto de matar . En ninguna otra parte de la antigüedad (poco después la pregunta ya no sería formulada, tan convencido estaba el hombre de su superioridad moral) alguien había osado decir que los animales en el origen caminaban erectos y que se volvieroncuadrúpedos sólo porque tenían miedo de algo: de un poste, solitario, octogonal, rodeado por una corona de hierba para cubrir su desnudez. El descubrimiento del poste no se atribuía a los hombres sino a los dioses, como si ese poste fuera en verdad axis mundi , y la vida fuera inconcebible sin él. Sin embargo, el poste no es suficiente: impulsa a los animales a caminar en cuatro patas, por miedo, pero no los convence de aceptar el ser sacrificados. Ocurrió entonces que los dioses propusieron una sutiliza teológica: explicaron a los animales que el sacrificio era una ofrenda de «fuego en el fuego». Fórmula misteriosa: pero todo el Śatrapatha Brāhmaṇa , y en particular las seccion es sobre el altar del fuego , están dedicadas a ilustrarla. No fue suficiente, entonces, ese «rayo» que es el poste sacrificial. Difundió el miedo, pero los animales todavía no se sometieron. Sobrevino entonces la teoría, la alta especulación litúrgica. Sólo entonces los animales se resignaron. O al menos se dice que los animales se resignaron. El miedo no es sólo de los animales. También actúa en los hombres. Apenas ha visto aparecer el «poste», la yūpa , el hombre ha comprendid o que deberá matar a aquellos seres que, hasta sólo un momento antes, caminaban como él y junto a él. Tendrá que agarrar con la mano la cuerda que indefectiblemente ata al poste. Hay un momento de parálisis. Entonces la liturgia dice: «¡Sé audaz, hombre!» Después el hombre procede, trata de darse ánimos. También en este caso se aferra a la teología: ese nudo que sus manos, inadve rtidamente, están ya preparando, no es otro que «el lazo del orden del mundo». En cuanto a la cuerda, es la «cuerda de Varuṇa». Es como si fueran los dioses quienes actuaran. Con lo cual se descarga la culpa sobre los dioses. En el momento crítico -el momento en el que el ofician te ata el animal al poste- cada parte de su cuerpo es invadida por un dios, miembro por miembro . Incluso el impulso que lo anima es atribuido a Savitṛ, que es el Impulsor . Así, él dice: «Por impulso del divino Savitṛ yo te ato con los brazos de los Aśvin, con las manos de Pūṣan, a ti, agradable a Agni y a Soma.» Quien actúa está como sonámbulo. ¿Cómo atribuirle la culpa? Pero nada es suficiente para descargarse de la culpa, ni siquiera los dioses. Así, pocos instantes después, el sacrificante sentirá la necesidad de pedir permiso para matar a la madre y al padre de la víctima: «Pueda tu madre consentir , y tu padre…» Pero tampoco esto basta. Entonces el sacrificante agrega: «Y tu hermano, el compañero de manada.» Con eso entiende: «Cualquier ser que sea tu consanguíneo, con su aprobación te mato.» Para matar se requiere nada menos que la unanimidad. Según el Śatapatha Brāhmaṇa , no fueron los hombres quienes alcanzaron , en el curso de los milenios, la posición erguida, emancipándose de su vida de primates cuadrúpedos. Al contrario, los hombres fueron los únicos que mantuvieron la posición erguida, mientras que todos los otros animales se encogieron y debieron aprender a caminar en cuatro patas. ¿Qué decidió su suerte? El sacrificio, es decir la matanza. Los animales no consiguen mantener la posición erguida por miedo a la matanza ; han visto el poste, saben que están destinados a ser atados a él, saben que los van a matar . Los hombres, en cambio, mantienen la posición erguida porque saben que son ellos los sacrificantes. Ésta es la distinción que orienta el curso de la historia humana. En este punto un coro de voces unánimes repetirá que la visión darwiniana ha superado de una vez para siempre el pensamiento del Śatapatha Brāhmaṇa , como si éste fuese un preludio infantil y desconcertante al descubrimiento de aquello que en verdad sucedió. Pero ¿no es acaso una amputación irremediable elimina r la visión védica? ¿No se nos ofrece allí un conocimiento que de otro modo quedaría mudo e ignorado? La comunidad entre hombre y mundo animal encuentra aquí un fundamento inmaculado, que va mucho más allá de toda empatía. No son ya los hombres quienes se emancipan de sus compañeros animales, sino los animales quienes se presentan como seres caídos, que debieron some terse a la condición de víctima. Una humanidad iluminada podría acoger en sí al mismo tiempo, con ecuánime sensatez, la visión de Darwin y la visión de los Brāhmaṇa. Improbable humanidad. «Entonces se puso un vestid o, para estar completo: de hecho él se ponía así la propia piel. Ahora esa misma piel, que en el origen pertenece a la vaca, estaba encima del hombre. »Los dioses dijeron: “La vaca aquí lo soporta todo; vamos, metamos sobre la vaca esa piel que ahora está encima del hombre: así podrá soportar la lluvia y el frío y el calor .” »En consecue ncia, después de haber desollado al hombre, pusieron su piel encima de la vaca, con ella ahora soporta la lluvia y el frío y el calor . »Así el hombre fue desollado; por eso cuando un hilo de hierba o cualquier otra cosa lo corta, brota la sangre. Entonces pusieron esa piel, el vestido, sobre él; y por esta razón sólo el hombre usa vestido, porque le ha sido puesto encima como una piel. Por eso se debe estar bien vestido, para que pueda quedar completamente revestido por la propia piel. Por eso a la gente le gusta ver también a una persona, aunque no sea agraciada, que esté bien vestida, porque está revestida por la propia piel. »Por eso no está desnudo en presencia de una vaca. Porque la vaca sabe que viste la piel de él y corre por miedo a que él quiera recuperarla. Por eso también las vacas se acercan confiadas a quienes están bien vestidos.» Si se requiere un ejemplo de historia abismal en el estilo de los Brāhmaṇa éste podría resultar apropiado. Sólo Kafka, en sus cuentos de animales y homb res, ha alcanzado una tensión similar . Aquí el presupuesto de la historia es la prehistoria entera: el largo periodo de trabajosa, oscura diferenciación del hombre respecto de los otros seres , que culminó cuando se incluyó al fin a todos estos seres bajo una sola palabra: animales . En ese perio do sucedió la asombrosa, lenta transformación del hombre de presa a predador . El descubrimiento de la dieta cárnica: culpa originaria y tremendo impulso de desarrollo e incremento de potencia. Una historia demasiado remota y demasiado secreta para haber dejado alguna traza verbal. Una historia que se ha depositado en el estrato menos accesible de la sensibilidad de cada individuo. Respecto de la vaca, como respecto del antílope -animal no sacrificable (por ser salvaje), que sin embargo se convertirá en un animal heráldico del sacrificio-, el hombre es consciente de tener una culpa insalvable. Es verdad que «la vaca soporta todo aquí», y como retribución el hombre la desuella. Para alimentarse, el hombre mata a un ser que ya lo alimenta. Tan extrema es esta culpa que, para hablar de ella, hará falta inventar una historia que invierta los términos. Entonces el hombre encontrará una justificación: en su temblor , en su incertidumbre, en el recuerdo de su indefensión. El hombre es el único animal desollado. No ya por la naturaleza - antaño él también tenía una piel-, sino porque los dioses, en un determinado momento, han decidido desollarlo y darle su piel a la vaca. Ésta es la verdadera historia de los albores, a la que los hombres fueron obligados a remontarse cuando comenzaron a alimentarse de carne de vaca y también a desollarla. Para justificarse, el hombre debió tener vivo el recuerdo de una edad en la que era un animal como tantos otros, protegido como todos por una piel. Después se volvió una entera llaga: «Habiendo sido desollado, el hombre es una llaga; y, haciéndose ungir , se curó de su herid a; porque la piel del hombre está sobre la vaca, y también esa manteca fresca viene de la vaca. Él [el oficiante] le da su piel, y por esta razón [el sacrificante] se hace ungir .» En su estado de abandono, este ser que no tiene ya defensa del mundo recupera, a través de la manteca que lo unge, su propia
  • 🔍 Mythic Origins of Humanity

  • 🩸 Human vulnerability defines our existence—we are the "flayed ones," originally skinned by gods who gave our skin to cows, leaving us uniquely susceptible to even a blade of grass drawing blood
  • 👘 Clothing represents not artificial vanity but our attempt to reclaim our original wholeness, with ritual garments allowing temporary return to natural completeness through artificial means
  • 🐄 Sacred cattle embody concentrated life-force, creating profound ethical tension around meat consumption—exemplified by Yājñavalkya's provocative statement "I eat it, provided it's tender" amid strict prohibitions
  • 🌳 Ritual sacrifice reveals the inescapable guilt of existence, as all living things are killed in the cosmic order, with elaborate ceremonies attempting to mitigate this fundamental violence
  • 🧠 Vedic metaphysics approaches selection and measurement with sophisticated nuance, rejecting both pure randomness and rigid determinism in favor of an "undecidable" middle path
  • 🚶‍♂️ Odysseus's solitude represents humanity's ethical divergence—his refusal to eat the Sun's cattle separates him from companions who, despite ritualistic pretense, succumb to hunger and slaughter the sacred animals
piel: con esa benéfica unción la vaca restituye al hombre algo de lo que ha recibido de él. De lo que se deduce, entre otras cosas, que el homb re es una suerte de paria de la naturaleza. Basta un hilo de hierba para hacerlo sangrar . Su única posibilidad de sobrevivir y de sustraerse a ese exceso de padecimiento s que lo marca está en el artificio: la unción que recubre el cuerpo, los vestidos que forman una nueva piel. En ese punto, gracias a la poderosa catapulta de prácticas ignoradas por cualquier otro ser , el hombre podrá volver a mezclarse con la natural eza. Pero que no aparezca desnudo delante de la vaca: el animal recordaría la cruel historia pasada y huiría, temiendo perder su amada piel. La vaca huye del hombre no por miedo a ser desollada sino porque un ser desollado -el hombre- podría intentar reapropiarse de su piel, que entonces engalanaba a la vaca. Hay un insondable azoramiento cuando el cuerpo desnudo del hombre se encuentra en medio de los animales; sentimiento que es difícil negar , pero al cual no parece que se haya prestado atención. Para los ritualistas védicos, en cambio, ésa era la huella de antiguos y dolorosos acontecimientos que todavía repercutían en el rito. Era, sobre todo, el recuerdo de la única justificación posible en la relación con esos mitos animales que acompañaban la vida de los hombres en la lluvia, en el hielo y en la canícula. A la vez, debe agregarse que, en la larga historia que separa a los ritualistas védicos de Lord Brummell, nunca se ofrecería una explicación tan clarivid ente de la importancia del vestido. Nunca se ofrecería, tampoco, una justificación más convincente del peculiar azoramiento que, en los hombres, está ligada a la desnudez. La India védica es el único lugar , en la historia del mund o, en el que se haya formulado el siguiente interrogante: ¿por qué no es recomendable que «el hombre esté desnudo en presenc ia de una vaca»? Ni los antiguos ni los modernos parecen haber tenido una preocupación semejante. Sí la tuvieron los ritualistas védicos, quienes ademá s conocían la respuesta: porque «la vaca sabe que viste la piel suya [del hombre] y huye por miedo a que él quiera recuperarla». Agregaban después una deliciosa nota frívola, fundada en otra observación desconcertante: «Por eso también las vacas se acercaban confiadamente a quienes están bien vestidos.» Quizá sólo Oscar Wilde habría estado en condiciones de comentar autorizadamente esta motivación del bien vestir . En cuanto a los ritualistas védicos, la sustentaban media nte una historia que otros quizá definirían como un mito, pero que en sus palabras sonaba como una crónica escueta y anónima de los orígenes. Todo había empezado cuando los dioses, mirando a las cosas de la tierra, se habían dado cuenta de que la vida entera era soportada por la vaca. Los hombres eran sus parásitos. Alguno de los dioses -no sabemos cuál- exhortó a los hombres a dejar que su piel fuese usada para recubrir a la vaca. Así fue como los dioses desollaron al hombre. Si quisiéramos remontarnos hasta los orígenes, éste es el estado natural del hombre: el Desollado, como en los atlas de anatomía del siglo XVI. Al contrario de los ingenuos positivistas, que en las vitrinas de los museos de histo ria natural presentaban al hombre originario cubierto aún de un vello simiesco, los ritualistas védicos lo veían no ya como el arrogante soberano de la creación, sino como el ser más expuesto, más fácilmente vulnerable al mundo exterior . Para ellos, el hombre no sólo escondía una herida sino que era una herida única. Quisieron agregar un detalle elocuen te: incluso un hilo de hierba puede hacer que brote la sangre del hombre, ese hemofílico vocacional. Entre las muchas características que marcan al hombre (según las perspectivas: es el único que tiene lenguaje, es el único que ríe, es el único que llora, es el único que celebra sacrificios), el hecho de ser la única criatura que siente la necesidad de vestirse es generalmente considerada la señal más evidente de su nexo infalible con la artificialidad. También sobre este punto los ritualistas védicos pensaron de otro modo, y refutaron por anticipado a quienes vinieron después. Según ellos, cuando al principio del rito de «consagración», dīkṣā (que es también una iniciación), el sacrificante lleva un vestido de lino, en ese momento «viste su propia piel». Sólo entonces el hombre recupera su «completud». Sólo entonces vuelve a lo que había sido su estado originario. Inversión total respecto a la visión corriente: aquí el artific io es la señal de la reconquista de una naturaleza íntegra. Reconquista siempre provisional, porque al final de la liturgia el hombre deberá liberarse de todos los objetos (y los vestidos) que ha usado durante el rito, volviend o así a su condición de ser impuro y desollado. La naturaleza es un estado momentáneo, vinculado a un vestido y a una determinada secuencia de actos (el rito). La unción , incluida la ceremonia que consagraba a los reyes occidentales, ha sido una de las acciones más recurrentes en los ritos, en los lugares más diversos. Pero ningun a de las explicaciones que se hicieron es tan osada como la que ofrecieron los ritualistas védicos. Su presupuesto es que el hombre no parte de cero, sino de menos de cero. Su condición originaria no es sólo la de un ser impu ro, inmerso en la no-verdad. Al principio, el hombre no dispone ni siquiera de su cuerpo completo. Antes de que comenzase a actuar , alguien ya había actuado sobre él, desollándolo. Por eso el hombre, al principio, es una entera llaga. La herida, para él, no es una parte lesionada de su cuerpo, sino la totalidad de ese cuerpo. La unción recubre esa herida sin márgenes con una película invisible, blanda y húmeda, que hace posible el movimiento, la vida. La inmensidad de la obra ritual y su meticuloso carácter obsesivo, para ser comprendido, debe relacionarse con esa condición de partida, que es de completa indefensión y de puro dolor . Sólo esto puede justificarlo. Si los hombres de los orígen es (entiéndase: los hombres que no habían todavía instituido los ritos sacrificiales) eran seres desollados y dolientes, privados de «com pletud», la decisión de matar bueyes y vacas no podía sino parecer blasfema. Observaban a esos animales mansos y poderosos, que pastaban por doquier , protegid os por una magnífica epidermis, como una provocación viviente, como ciertos ricos que ostentan joyas compradas en la subasta de bienes de una familia venida a menos. Envueltos en telas improvisadas, para no levantar sospechas, los hombres se acercaron a los animales y los mataron. Habían decidido detener la vida de los seres que hasta entonces había n sido sostén de la vida misma. El sacrifici o, la teoría y la práctica del sacrificio, fueron la larga, exasperada, enrevesada y temeraria elaboración de ese gesto en actos, en fórmulas, en canto. Ahora los hombres llevaba n vestidos de lino; se decía que la urdimbre y la trama del tejido se debían a Agni y a Vāyu, y que «todas las divinidades habían participado» de su elaboración. Los mismos dioses que antes los habían desollado ahora se apresuraban a protegerlos. La más difundida objeción que se hace a los veget arianos modernos suena así: Vosotros evitáis comer carne de bovino, pero de su piel están hechos vuestros zapatos, cinturones, vestidos. ¿Cómo podéis pretender rechazar con coherencia la matanza de esos animales, si se practica también para proveer vuestros objetos de uso? No hay respuesta convincente para esta pregunta , y resulta patética la de quien declar a usar sólo zapatos de cuerda o de plástico y cinturones de tela o de metal. El ciclo de la fabricación industrial es mucho más sofisticado, y no hay modo de asegurarse de que no se esté en contacto por alguna vía con los productos secundarios de la matanza. Los ritualistas védicos no se encontraron frente a esta incongruencia pero sabían perfectamente que el acto de comer carne animal era una crux metaphysica , acaso imposible de resolver . Precisamente aquí es donde Yājñavalkya daba un paso al frente. Estamos en el tercer kāṇḍa del Śatapatha Brāhmaṇa , es decir , en una parte de la obra de la que, según las tradiciones, el autor es el propio Yājñavalkya. Pero, exactamente como suceder á después en el Mahābhārata , donde Vyāsa es autor y al mismo tiempo aparece ocasionalmente como personaje, así también en la forma tratadística del Brāhmaṇa el autor Yājñavalkya se deja ver en varias escenas, en pasajes decisivos. Siempre con frases punzantes y expeditivas, como Marpa con su bastón, dispuesto a usarlo para despertar al discípulo que un día iba a convertirse en Milarepa. ¿Qué sucede en el pasaje siguiente a aquel en que se ha mostrado que los hombres son seres desollados y que su piel reviste ahora a los bovinos? Así es por decreto de los dioses. De ello se deduce que, si a los hombres les está vedado recuperar su propia piel arrancándosela a las vacas, aún menos podrán matarlas, aún menos podrán comérselas. Aquí estamos cerca del origen de la prohibición de la alimentación cárnica en la India. De aquí una línea ininterrumpida conduce a las vacas que circulan en medio del tráfico metropolitano o descansando, meditabundas, en los escalones de los templos. Sin embargo, ¿los mismos ritualistas védicos no se dedicaban acaso a describ ir incansablemente los sacrificios de animales, que después eran en parte ofrendados a los dioses, en parte comidos por los oficiantes? El punto era muy delicado, y requería la intervención resolutiva de Yājñavalkya . En primer lugar se dice que un oficiante introduce al consagrado, quien lleva un vestido de lino y por eso ha vuelto a tener una piel, en la cabañ a dispuesta en la zona sacrificial. A continuación se agrega la prescripción: «Que él [el consagrado] no coma vaca o buey; porque la vaca y el buey sostienen sin duda todo aquí sobre la tierra.» También en este caso había que remontarse a una decisión de los dioses, quienes habían dicho: «Sin duda la vaca y el buey sostienen todo aquí; ¡vamos, démosle a la vaca y al buey todo el vigor que pertenece a las otras especies!» No se trataba solamente, entonces, de la epidermis de los hombres que había sido transferida a los bovinos, sino de la fuerza en general, dispersa en la naturaleza. Los bovinos se vuelven así un concentrado del todo. Matarlos hubie ra significado matar el todo. Por eso, «si uno debiera comer un buey o una vaca sería como si, por así decir , uno comiese todo o, por así decir , como si destruyese todo». Ya la insistencia - dos veces en dos líneas- de la fórmula «por así decir» nos advierte de que nos encontramos en una zona altamente peligrosa y delicada. El tono se vuelve grave, y enseguida resuena la amenaza que constituye una de las primeras formulaciones de la doctrina de la reencarnación: «Uno [que actúa] así podría renacer como un ser extraño, como uno de mala fama, como uno de quien se dice: “Ha hecho abortar a una mujer” o “Ha cometido un pecado”. Por eso él no debe comer [carne de] buey o vaca.» El discu rso es tenso, seco, parece no admitir réplica. Se invierte, empero, en la frase siguiente : «Sin embargo, Yājñavalky a dijo: “Yo, por mi parte, la como, con tal de que sea tierna.”» Despu és el texto continúa sin hacer más comentarios. La sonda metafísica de Yājñavalkya había tocado un punto generalmente evitado: existe un placer en el comer carne de animales muertos, profundamente anclado en la fisiología, tanto como el placer sexual. También en este caso, el placer y la culpa nacen juntos, y permanecen indisociables. Cuando uno se remonta más allá de cierto umbral en la filogénesis no puede escapar a estos motivos contrastantes y simultáneos, que no son todavía sentimientos sino oscuras y poderosas prescripciones: huellas de nuestros recuerdos más antiguos, de los que nos sepa ra un muro infranqueable, como de los sueños que se han borrado. ¿Qué consecuencias extraer de todo esto? La duda es irrevocable. La doctrina expuesta en el Śatapatha Brāhmaṇa parece prescribir , con argumentos varios y tono severo, la abstención de la carne. Por otra parte, el supuesto autor del texto interviene con vehemencia y atrevimiento para decir lo contrario. ¿Cuál será entonces la doctrina verdadera? La culpa vinculada al sacrifi cio -culpa por la matanza y por la destrucción en general: más radicalmente, culpa por lo que desaparece - no se extien de sólo a los animales, sino también al mundo vegetal, así como las plantas y los árboles pueden ser salvados del sacrificio. Todos son matados, empezando por el sacrificante, que apenas se sustrae -provisionalmente- cuando «Agni y Soma han tomado entre sus mandíbulas a aquel que se consagra», y empezando por el mismo Soma, que será matado por la maza en el mortero. Otros, además, serán ligados al «poste», antes de ser matados. Cada víctima tiene derecho a un eufemismo del acontecimiento: la matanza sacrificial es definida como «apaciguamiento». El oficiante se dirige al caballo del sacrificio con palabras de alto, visionario, delicado lirismo, prometiéndole que no se le hará daño y que recorr erá el camino de los dioses , así como los cazadores siberianos se dirigen con dulzura y devoc ión al oso que están a punto de matar . Algo parecido sucede con el árbol. El oficiante tiene incluso la orden de asegurarle: «Esta hacha afilada te ha conducido hacia una gran beatitud.» Así se quiere mitigar el impacto de un «rayo»: «porq ue el hacha es un rayo». Rayo es todo lo que tiene un poder absoluto. Los ritualistas, sin embargo, eran demasiado sutiles para definir de este modo sólo algunas armas potencialmente letales: «la navaja es un rayo», pero también es verdad que «el agua es un rayo», y «la manteca clarificada es un rayo», al igual que «el árbol que se abate para hacer el poste sacrificial es un rayo» y «el año es un rayo». Un día sucedió que «los dioses percibieron ese rayo: el caballo». En el caso del árbol, de ese «señor del bosque» que es elegido para el sacrificio del soma , la atenuación del golpe será obtenida sobre todo disponiendo sobre el tronco un filo de hierba darbha . Sería necio ironizar acerca de lo exiguo de ese medio. Sólo un puñado de hierba darbhapuede purificar el rostro de quien es un «consagrado», dīkṣita , y por eso puede aprestarse a sacrificar: «Porque impuro, en verdad, es el hombre; está marchitado por dentro en cuanto dice la no-verdad; y la hierba darbha es pura.» Elegir el árbol que se abatirá para hacer la yūpa , el «poste» sacrificial, que compendia en sí la totalidad del sacrificio, es como elegir a la víctima en general, es el acto en el que se manifiesta el misterio de la elección. Por eso el ritualista lo observa con escrúpulo supremo, por eso el sacrificante debe poner en juego toda la sutileza de que sea capaz. ¿Qué árbol elegirá? No el más cercano, en el bosque . Sería demasiado tosco y simple. Sería como si bastase dar un paso adelante para ser elegido, y bastase retroceder para no serlo. El sacrificante tampoco elegirá el árbol más lejano. Porque entonces los últimos serían los más expuestos, los que no quisieran ser elegidos podrían precipitarse a las posiciones más visibles. Tampo co en este caso la elección sería más misteriosa. No, el sacrificante elegirá «en el lado más cercano de lo lejano» y «en el lado más lejano de lo cercano». ¿Dónde comienza lo lejano , en el bosque? ¿Dón de está el límite de lo cercano ? Nadie puede saberlo, ni siquie ra el propio sacrificante, antes del momento inescrutable en el que dirá sobre el árbol, en ese tono siniestro y melifluo que conocen todas las víctimas: «A ti te privilegiamos, oh divino señor del bosque.» Esta manera de tratar el misterio de la elección nos pone frente a una diversidad y peculiaridad irreducible de lo brahmánico. Frente al conjunto de un bosque donde se debe elegir un árbol entre tantos igualmente adecuados, un occidental medio de hoy (también, probablemente, uno antiguo) diría: el primero o el último o uno cualquiera. Cualquiera de esos tres criterios serían descartados por un ritualista védico. Con asombro, aunque sin esfuerzo, se puede seguir el razonamiento que induce a excluir la elección del primero y el último. El punto delicado y arduo es, sin embargo, la exclusión de la tercera (y más obvia) posibilidad: la elección casual. Puesto que no sólo se trata de una elección sino de la elección de aquello que hace posible el sacrificio. Eliminar , o por lo menos eludir , el arbitrio en esta elección significaría abolir la soberanía de lo casu al justo allí donde parece más necesaria . ¿Saldrá airoso el sacrificante en este intento? No exactamente. La casualidad será circunscrita pero no expurgada. Ante todo, será ocultada . La elección se presenta como motivada, pero la motivación deberá convivir con el arbitrio. Buscar el elegido «en el lado más lejano de lo cercano» puede sonar insensato, pero indica un acto que no es casual y sin embargo resulta inescru table, aunque sea ejecutado por un ofician te y no por una divinidad inaccesible. Así se garantiza que aquello que sucede - y sobre todo lo que sucede en el momento crítico: el de la elección- no sea del todo arbitrario, aunque tampoco pueda reconstruirse mediante una cadena finita de pasos. Es lo que un día, con Gödel, será llamado «indecidible». Es como si la indeterminación radical irrumpiese aquí en el pensamiento, separándose tanto de lo aleatorio como de toda ratio. La elección no es casual y sin embargo será indiscernible, en primer lugar para quien la ha llevado a cabo. ¿Cuán largo deberá ser el poste sacrificial? Cinco codos, según se explica con abundancia de argumentos: «Porque quíntuple es el sacrificio y quíntuple es el animal sacrificado y hay cinco estaciones en el año.» Con esto debería ser suficiente. Sin embargo, a continuación se agregan motivos -no menos convincentes- por virtud de los cuales debería ser de seis codos o de ocho, de nueve, de once, doce, trece o quince. Ejemplo del esplendor brahmánico de las correspondencias, que hace pensar en una recíproca anulación y, a la vez, en una arbitrariedad insalvable. Frecuente equivocación, que impide notar el modo en que algunas medidas están excluidas: el poste no podría ser de siete, diez o catorce codos. No todo, entonces, es equivale nte. Pero el pasaje decisivo aparece al final, cuando se discute la eventualidad de que el poste pueda también no ser medido. Como lo continuo, implícito e indistinto, también lo «inconmensurable» es considerado y homenajeado, sobre todo cuando se trata de un rayo, si se recuerda que el primer rayo, el de Indra, era en sí mismo «inconmensurable», y gracias a su poder los dioses conquistaron el todo. Se asiste aquí a la presencia simultánea de dos impulsos fundament ales en el pensamiento brahmánico: el furor clasificatorio, desbordante y exhaustivo, por una parte; y la intrínseca disponibilidad a reconocer una inmensidad que arrasa con todo y que se advierte por doquier . En los libros de texto y en los manuales de ciencia se lee que los hombres fueron primero recolectores y cazadores, después pastores y agricultores. Dos fases que dividen la historia de la humanidad durante centen ares de miles de años, ocupando los agricultores el segmento más corto con mucha diferencia. Bastaría con decir que los hombres vivieron en una primera fase con los animales (matándolos y siendo matados por ellos) y en otra fase posterior vivieron de los animales (con la domesticación). En todo caso debían matar animales, ya fuera cazándolos o criándolos. Lo que cambiaba era la relación con los seres que mataban: consanguíneos y afines en la primera fase, útiles y sometidos en la segunda. Por otra parte la fórmula «caza y recolección» reúne dos fases distintas. Antes de ser recolectores y cazadores, los hombres debieron ser recolectores y cazados. Respecto de los hombres, algunas especies de predadores estaban mejor preparadas para la caza. Las garras del tigre o del lobo eran armas mucho más poderosas que las manos del hombre. Pero esta zona gris de la prehistoria fue ocultada en la fórmula «caza y recolección». Entonces maduró, durante un tiempo que se mide en decenas de milenios, ese cambio irreversible que fue el pasaje a la caza. La Odisea lo declara desde el sexto verso del primer canto: Odiseo es aquel que se queda solo. Situa ción anómala, que requería un poema entero para manifestarse, y toda la literatura posterior , hasta Kafka. En la Ilíada nadie se qued aba solo. Incluso Aquiles, el único por excelencia, estaba rodeado de muchos. En cuanto a Odiseo, sin duda su soledad no era una elección, sino que le fue revelada por las circun stancias. Una irremediable cesura vino, un día, a sepa rarlo de sus compañeros. Es un episodio aislado, que basta sin embargo para sepa rar para siempre su suerte y su figura de todas las otras: Odiseo es el único que no se alimentó de las vacas del Sol. Ya en el mar abierto, cuando su nave se acercaba a la isla de Trinacria, Odiseo había oído un sonido misterioso: un estruendo lejano y continuo. Entonces comprendió: ese sonido provenía de los animales de la isla que Circe y Tiresias lo habían conminado a evitar . Guiados por dos muchachas de nombres luminosos, Faetusa y Lampetia, esos animales -«siete manadas de vacas y otras tantas hermosas greyes de ovejas / de cincuenta bestias cada uno»- eran los rebaños del Sol. Cada uno de ellos era la sustancia de una parcela de tiempo, un día entre los trescientos cincuenta del año lunar . Eran seres que «no se reproducen / ni mueren». Eran la vida inagotable. Odiseo sabía que no debía acercarse demasiado a ese sonido. Ninguna entre las muchas intuiciones de la inteligencia por las que iba a ser celebrado llegaría tan lejos, ninguna se adentraba en los vericuetos de lo divino como la firme obediencia a esa prohibición arcana. Odiseo, ese día, fue un teólogo eminente. No ocurre lo mismo con sus compañeros, que, impulsado s por el hambre, cegados por la necesidad («Odiosas son todas las muertes para los infelices mortales / pero lo más miserable es morir de hambre y por hambre cumplir con el destino», dijo entonces Euríloco a los compañeros de Odiseo), rodearon y masacraron a los rebaños del Sol. Lo que sucedió entonces fue una herida primordial, que no iba a sanar jamás. La vida mataba a la vida. Era la primera de las culpas, de la que las otras descienden. Pero los hombres nunca son simples. Quisieron enmascarar su avidez de alimento poniendo en escena un sacrificio aunque carecían de los elementos necesarios (el vino para la libación y la cebada) para ejecutar la ceremonia. Al contrario, el sacrificio era el pretexto para devorar el alimento. De hecho, los compañeros de Odiseo se alimentaron a lo largo de seis días de la carne de los rebaños muertos, «las mejores vacas del Sol». Las habían elegido cuidadosamente, y llevaron mucho más allá su propia fama. Comieron por el placer y el sentido de soberanía de quien devora carne muerta. Sin embargo, no era carne muerta. Cuando dispusieron los espetones sobre el fuego, se dieron cuenta de que las carnes se movían, como si respiraran. Además emitían un sonido, profundo e ininterrumpido. Nunca nadie volvería a asistir a esa escena de horror supremo. Sólo había un ojo extraño, el ojo del único que no comía y observaba: Odiseo. Entonces se dividió la suerte para siempre. Odiseo se había vuelto,
  • 🌌 Divine Creation's Fragility

  • 🔄 Prajāpati, the primordial creator god, exists in profound uncertainty about his own existence—"May I exist, may I be engendered"—making him the most fragile and phantasmagorical of all creator deities
  • 💫 Unlike gods who stand apart from their creation, Prajāpati embodies the creative process itself, becoming progressively dismembered and exhausted as he generates the universe and its beings
  • 👁️ The eye-horse transformation reveals creation's sacrificial nature—Prajāpati's eye swells, separates, becomes a horse, and must be ritually returned through sacrifice, demonstrating how wholeness requires painful reintegration
  • 🔥 Ritual sacrifice emerges as the fundamental response to existence, beginning when Prajāpati offers his own eye to feed his firstborn son Agni, establishing the pattern where "each offering is a slaughter"
  • 🗣️ The birth of self-reflection occurs when Prajāpati's "greatness" (Vāc/Word) separates from him during a moment of terror, creating the first duality between self and other, establishing the foundation for all consciousness
de pronto, el hombre solo («me forzáis porque estoy solo», había dicho ya a los compañeros, avanzadilla de la humanidad entera). Sabía que seguiría viviendo entre quienes matan la vida. Pero nunca tendría compañeros de aventura. Poco después todos se ahogarían. Atenea, la diosa del ojo glauco, sería la única en permanecer a su lado. Frente al autosacrificio de un dios (Prajāpati) que crea el mundo o lo salva (Cristo), los modernos, que huyen del sacrificio, se inclinan. Autosacrificio es la esencia misma del gesto sublime, heroico. La abnegación es el sello de la nobleza de ánimo. Más allá de los dioses, el autosacrificio es practicado también por los animale s. Numerosos testimonios, sobre todo en Asia central y orien tal, hablan de los animales que vienen al encuentro del cazador para ser matados. Se compadecen de su hambre y se ofrecen a las flechas. A los dioses y a los animales pertenece el gesto supremo. Los hombres sólo pueden imitarlos. IV. EL PROGENITOR El dios, en el origen de todo, no tenía un nombre sino un apelativo: Prajāpati, seño r de las criaturas. Lo descubrió cuando uno de sus hijos, Indra, le dijo: «Quiero ser lo que tú eres.» Entonces Prajāpati le dijo: «¿Y quién (ka) soy yo?» Indra contestó: «“Precisamente eso que has dicho.” Entonces Prajāpati se llamó Ka.» Indra quería la «grandeza» o, según otros, el «esplendor» del Padre. Prajāpati se despojó sin dificultad. De este modo, Indra se convirtió en el rey de los dioses, a pesar de que Prajāpati había sido «el único seño r de la creaci ón». Pero no eran la «grand eza» ni el «esplendor» lo que hacía de Prajāpati el «dios único por encima de los dioses», fórmula que sólo para los tardíos lectores occidentales encierra una incompatibilidad . Era otro el elemento al cual Prajāpati no hubiera podido renunciar: lo ignoto, lo irreduciblemente ignoto. En el instante en que supo que era Ka, Prajāpati se volvió el garante de la incertidumbre vinculad a al acto de preguntar . Garantía que sobreviviría para siempre. Si Ka no existiese, el mundo sería una secuencia de preguntas y de respuestas, al final de la cual todo podría fijarse de una vez para siempre, y lo ignoto podría ser expurgado de la vida. Puesto que Prajāpati «es todo» -y Prajāpati es Ka-, en cada parte del todo opera una pregunta que encuentra respuesta en el nombre del todo. Lo cual a su vez respo nde a una pregunta que se abre sobre lo ignoto. No se trata sin embargo de algo ignoto que es tal por la insuficiencia del intelecto humano. Eso ignoto es tal también por el dios que lo incluye en su nombre. La omnisciencia divina se extiende a sí misma. No sorprende el hecho de que los dioses, hijos de Prajāpati, hayan descuid ado cada vez más al padre, hasta olvidarse de él. Para ejercer un poder hace falta fundarse en la certeza. Prajāpati, a pesar de ser aquel «de quien todos los dioses reconocen el orden», había delegad o sin reticencias el ejercicio de la soberanía. Sólo se había reserva do para sí lo ignoto, que estaba anidado en su nombre. Un ignoto que rodeaba toda certeza como una isla está bañada por un océano no disecable. Para la administra ción de la vida común, la preeminencia de lo ignoto era un peligro, y por tanto estaba proscri to. Para la vida abismal de la mente -allí donde la mente volvía a vincularse con su origen: Prajāpati-, era el aliento mismo de la vida. Tal como Ka había sido «el soplo único de los dioses». Prajāpati: el dios creador que no está del todo seguro de existir . Prajāpati es el dios que carece de identidad, origen de todas las paradojas irresolubles. Todas las identidades surgen de él, que no tiene ninguna. Por eso da un paso atrás o al costado, dejando que se desate la carrera de los seres, dispuestos a olvidarlo. Pero más tarde volverán a él para pedirle razones. La razón, sin embargo, no podrá sino ser semejante a aquella de la que ha surgido: un rito, una composición de elementos, de formas, garantía provisional de existencia, la única. Respecto al dios del monoteísmo, como también a todos los otros dioses plurales, Prajāpati es más íntimo y más lejano, más elusivo y más familiar . Cualquiera que piense lo encontrará continuamente allí donde la palabra y el pensamiento cobran forma, y allí donde se diluyen. Ése es Prajāpati. En el Śatapatha Brāhmaṇa se vuelve en innumerables ocasiones a la escena que sucede «al principio», cuando Prajāpat i «deseó». La mayor parte de las veces se lee que Prajāpati quiso reproducirse, quiso conocer a otros seres más allá de sí. Pero hay un pasaje en el que se dice que Prajāpati tuvo otro deseo: «Pueda yo existir , que pueda ser engendrado.» Por lo tanto, el primer ser inseguro acerca de la propia existencia fue el Progenitor . Tenía motivo s, porque Prajāpati estaba compuesto de la amalgama de siete ṛṣi, esos «videntes» que a su vez eran otros tantos «soplos vitales», incapaces sin embargo de existir por sí mismos . Antes del drama de las cosas engendradas había tenido lugar el drama de aquello que temía no alcanzar nunca la existencia. Fue esto lo que marcó para siempre el carácter de Prajāp ati e hizo de él el más fanta smagórico, el más angustiado, el más frágil entre todos los dioses creadores. Nunca se pareció a un soberano que contempla, ebrio, sus dominios. Dejó ese sentimiento a uno de sus hijos, a Indra, y lo compadeció por ello. Sabía que, junto a la ebriedad, y tejida con ella, Indra encontraría el escarnio y el castigo. Para captar la diferencia entre Prajāpati y los dioses, basta pronunciar una fórmula ritual en voz baja. La voz baja es indistinta, y ya esa indistinción nos pone en contacto con la naturaleza de Prajāpati, que es esa misma. Jugando con los metros, con los nombres, con las fórmulas, con el murmullo, con el silencio, el sacrificante consigue moverse entre las diversas formas de lo divino. Pero, incluso en el caso del acto más elemental, deberá recurrir al estrato más misterioso y más vasto, a esa indistinción en la que sólo encontrará a Prajāpati, y a sí mismo. A diferencia de Elohim, Prajāpati no aborda la creación como un artesano a su obra, sino que es el proceso mismo de la creación: en ella se hace y se deshace. Cuanto más avanza en la creación, tanto más se desmie mbra y se extenúa. Su mirada no es nunca exterior a lo que hace. Nunca puede decir , al mirar su obra: «Está bien.» En cuanto se vuelve hacia lo externo evoca a otro ser, Vāc, la «segunda», una columna de agua que era un ser femenino, cayendo del cielo a la tierra . Después, ambos se enlazaron. Tan poco exterior era Prajāpati a su creación que, según algunos textos, fue él mismo quien perman eció ingrávido: «Con su mente él se enlazó con Vāc, Palabra: quedó grávido con ocho gotas.» Gotas que se volverían otros tantos dioses, los Vasu. Entonces los dispuso sobre la tierra. El coito continuaba. Prajāpati fue fecundado de nuevo, con once gotas, que se convirtieron en otros dioses, los Rudra. Entonces los dispus o en la atmósfera. Pero aconteció un tercer coito, y Prajāpati fue fecundado con doce gotas . Esta vez fueron los Āditya, los grandes dioses de la luz: «Él los puso en el cielo.» Ocho, once, doce: treinta y uno. Prajāpati fue fecundado por otra gota: los Viśvedevāḥ, Todos-los-dioses. Eran ya treinta y dos. Faltaba un único ser para completar el panteón: Vāc misma, el trigésimo tercero. Entonces Prajāpati empezó a separarse de ella. Estaba agotado, sentía que sus articulaciones empezaban a descoyun tarse. Los soplos vitales, los Saptarṣi, lo abandonaban, y con ellos se alejaban, en formación, los treinta y tres dioses. Prajāpati se qued ó solo otra vez, como al principio, cuand o todo estaba vacío en torno de él. Ya no era el único sino el trigés imo cuarto, al que pronto olvidarían de incluir en la lista de los dioses. Un lejano día ciertos hinduistas lo definirían como una abstracción tardía y exangüe, tan sólo una elucubración de los ritualistas. «En verdad, al principio estaba aquí el asat. Por eso dicen: “¿Qué era ese asat?” Los ṛṣi: eran ellos, al principio, el asat. Ahora, los ṛṣi son los soplos vitales. Porque antes de todo esto ellos, deseando esto, se consumieron (riṣ-) en la fatiga y en el ardor , por eso son llamados ṛṣi.» Si el asat es un lugar habitado, sin duda debe también ser, aunque de un modo particular . Al principio contiene solamente soplos vitales, que Indra consigue encender (indh- ). El nombre ṛṣi deriva de ese ardor que es el tapas , el nombre Indra de la combustión de los soplos vitales. El asat es por tanto un lugar donde al principio está ardiendo una energía. Así, de los soplos nacieron «siete personas (puruṣa )». Los primeros seres con una fisonomía fueron entonces los ṛṣi: los Saptarṣi, los Siete Rṣi de los orígenes. Pero los Saptarṣi se dieron cuenta de inmediato del límite de su potencia. Enge ndrados por los soplos, no eran a su vez capaces de engendrar . Por eso su primer deseo fue el de actuar asociados, transformándose en una sola persona. Ésta debía ser su empresa: comprimirse, condensarse en un solo cuerpo, ocupando las partes diversas: «Dos sobre el ombligo y dos bajo el ombligo; uno en el costado derecho, otro en el costado izquierdo, uno en el fondo.» Así se formaba un cuerpo, pero faltaba la cabeza. Para ello cada uno extrajo de sí mismo la esencia, la linfa, el sabor , rasa. Lo concentraron todo en el mism o lugar , como en una vasija: ésa fue la cabeza. Entonces la persona compuesta por los Siete Videntes estuvo completa y «esa misma persona se convirtió en Prajāpati». Así fue creado el Progenitor , aquel que engendró todo, incluso los soplos, Indra y los Saptarṣi, que con tanto trabajo lo habían creado. Más allá de la complejidad de los engendramientos recíprocos, mediante los cuales los Saptarṣi dan forma a Prajāpati, quien a su vez los engendrará (procedimiento canónico en el pensamiento védico), más allá de toda consideración sobre la suces ión de los tiempos, parec e claro que el asat es un lugar en el que algo quiere manifestarse, que arde para manifestarse, pero no se le permite hacerlo. Al mismo tiempo, todo aquello que se pondrá en juego en «aquello que es», sat, y ante todo Prajāpati, será deudor del asat por sus orígen es, que se remontan a ese periodo oscuro en el que los Siete Videntes se consumían componiendo un ardor , dedicándose a la primera de todas las ascesis, si la palabra vuelve a asumir su significado de «ejercicio», áskēsis . En cuanto al asat, más que al no ser, en el sentido del mḕ ón parmenídeo, se revelaba cercano a algo que podría definirse como lo «no manifestado». Prajāpati no es sólo «el que encuentra lo que se había perdido», sino que es también él mismo el primero que se pierde. Su esencia supernumeraria hace que en todo momento Prajāpati corra el riesgo de estar de más. Las criaturas aparecen gracias a la superabundancia que reside en Prajāpati, pero -una vez que los mundos se han constituido- tienden enseguida a administrarse sólo a sí mismo, olvidando sus orígenes, e incluso no reconociéndolos. Parece que hubieran hecho sufrir a Prajāpati también esta dura humillación. Cuando Prajāpati hubo terminado de emitir las criaturas, «que dó demacrado . Entonces no lo reconocieron, porque estaba demacrado. Él se ungió los ojos y los miembros». Último acto del Progenitor , ya abandonado. Prajāpati volvía a estar solo, como al principio, pero ahora porque era ya irreconocible. Enjuto, inerme, mientr as se dedicaba a ungirse los ojos y los miembros, Prajāpati estaba inventando el maquillaje. Cumplía esos gestos porque quería ser reconocido de nuevo. Lo mismo iban a buscar , un día, mujeres y hombres: «Cuando se ungen los ojos y los miembros, atraen la belleza hacia ellos mismos, y los otros lo notan.» Es éste el primer éloge du maquillage , del que Baudelaire hubiera apreciado el pathos y la frivolidad. ¿Qué es el caballo? Un ojo de Prajāpati, que se había hinchado y después separado. El Śatapatha Brāhmaṇa no vacila un instante acerca de esta afirmación (nada resulta extraño al ritualista védico), de la que a continuación extrae consecuencias de gran alcance: «El ojo de Prajāpati se hinchó, se separó: a partir de él se produjo el caballo; y cuando se hinchó (aśvayat ), ése es el origen del caballo (aśva ). Por medio del sacrificio del caballo los dioses lo volvieron [al ojo] a poner en su lugar; y en verdad aquel que celebraba el sacrificio del caballo hace a Prajāpati completo, y queda completo él mismo; y esto, de hecho, es la expiación para todo, el remedio para todo. Con ello los dioses superaron todo mal, incluso el asesinato de un brahmán superaron con ello; y quien celebra el sacrificio del caballo supera todo mal, supera el asesinato de un brahmán.» El ojo se hincha porque desea separarse. Y desea separarse porque el ojo quiere encontrarse con otro ojo, y reflejarse en él. No tiene sentido crear el mundo si no hay, antes que nada, un ojo que lo mira y, al hacerlo, abarca a Prajāpati en sí, así como Prajāpati abarca el mundo con su mirada. En este punto, Prajāpati y su ojo- convertido-en-caballo son potencias semejantes y opuestas, que acogen en sí (en su propia pupila) la imagen del otro. Paradójicamente, sin embargo, mientras el caballo-nac ido-del-ojo está entero, completo, no pasa lo mismo con Prajāpati, el Progenitor . Permanece siempre abierta la herida en la órbita del ojo que se ha separado. Porque Prajāpati deseaba crear un ojo que lo mirase, pero lo deseaba dentro de sí. Por primera vez un ser deseaba construirse como una dualidad de Sí y Yo. Para que eso sucediese era necesario que el caballo-ojo fuera devuelto a su lugar de origen. Eso es lo que iban a proveer los dioses con el sacrificio del caballo. La reintegración de un fragmento (el ojo) debía suceder mediante la matanza de un ser íntegro (el caballo). Es inmensa la variedad de los ritos védicos, pero todos -sin excepción- convergen en un gesto: ofrecer algo al fuego. Ya se trate de leche o del jugo de una planta o de un animal (segú n algunos textos, incluso de un hombre) recién matado, el gesto último es el mismo. Para los ritualistas védicos, la matanza no está sólo vinculada a la sangre. Para ellos -lo han repetido tenazmente, en decenas de ocasiones- cada ofrenda es una matanza. Incluso el más elemental de los ritos, el agnihotra , la libación de la leche en el fuego, renueva el gesto de Prajāpati, que en el origen, cuando la naturaleza aún no existía, ofreció su propio ojo para saciar el hambre del hijo de Agni: «Prajāpati no encontró nada que pudiese sacrificar [a Agni]. Tomó su propio ojo y lo ofrendó en oblación diciendo: “Agni es la luz, la luz es Agni, svāhā.” » El ojo es la más dolorosa pars pro toto elegida por un dios suicida: Prajāpati. Los procedimientos asumen las formas más diversas, la unidad impecable sólo se encuentra en ese acto de ofrendar al fuego. Prajāpati tuvo no sólo el privilegio de ser abandonado por sus hijos, las criaturas que acababan de ser «emitidas» (asṛjata )»; además, consiguió ser borrad o de la historia durante siglos. Cuando su nombre volvió a aflora r en las páginas de los hinduistas occidentales de finales del siglo XIX, el tono era con frecuencia reprobatorio. Entre todas las historias, las más chocantes eran las del vaciamiento de Prajāpati después de la creación (es curioso que entre estos estudiosos -con frecuencia, cristianos devotos- ninguno recordara la kénōsis de Cristo según Pablo, y sin embargo se trataba de la misma palabra). Deussen encontraba «extravagantes» esas historias . Pero A. B. Keith fue más allá: habló de «mitos estúpidos», con brusca impaciencia («los detalles de estos mitos estúpidos son del todo insign ificantes»). Es evidente que la idea de un creador que, exhausto después de cumplir su obra, se transforma en un caballo y esconde el hocico bajo tierra durante un año, mientras de su cabeza aflora un árbol aṣvattha (Ficus religiosa) , lo que a su vez provoca especulaciones sobre la relació n entre el caballo , aśva , y el árbol: todo esto debió parecer demasiado a ciertos austeros eruditos occidentales. ¿Cuál sería, entonces, la diferencia entre las grandes civilizaciones (como la India) y los primitivos , a los que por definición se les puede conceder todo? La creación no fue para Prajāpati un acto único sino una sucesión de actos. Siempre difíciles, a veces fallidos. Su fatigosa serie de gestos en la creación es afín al intento humano de componer una serie de gestos correctos : el rito. En la antigua Roma, una ceremonia se podía repetir hasta treinta veces si los gestos y las palabras no habían sido completamente correctos . Para Prajāpati, la mayor dificultad fue la de crear seres de naturaleza sexual. Sus primeras criatura s se bastaban a sí mismas. Parecían perfectas, pero enseguida desaparecían, como los «hombres hechos a la ligera» según el presidente Schreber . ¿Qué les faltaba? Los pezones. Esos orificios desde los que se podría transmitir el alimento a las criaturas, y así instaurar la cadena de los vivientes. No sabemos mucho acerca de los primeros intentos, pero por diversas señales se deduce que fueron efímeros, como si carecieran de sustancia. Así llega el momento en que Prajāpat i se dice: «“Quiero crear un fundamento firme sobre el que las criaturas que emitiré se establezcan con solidez en vez de vagar tontamente por todas partes sin un fundamento firme.” Produjo entonces este mundo terrestre, el mundo intermedio y el mundo de allí.» No se trataba sólo de obtener criaturas duraderas sino de proveerlas de un terreno compacto sobre el que pisar . La tierra, el espacio intermedio y el mundo celeste iban a ser ese escenario, ese trasfondo. El dram a de Prajāpati se había desarrollado sin testigos y había durado por largo tiempo, antes de los dioses. Drama autístico, no había conocido sosiego ni el consuelo de una mirada externa, que pudiese compadecer o condenar -daba igual-, pero en todo caso participar de lo que sucedía. Ni los prodigios ni las derrotas se distinguían de los espejismo s. Sin embargo, era la única sustancia de la que disponía Prajāpati. De ella debía nacer , tras una larga elaboración, aquello que un día -ingenuamente- sería llamado realidad . El ritualista cuenta, con sobriedad: «Mientras él [Prajāpati] practicaba el tapas , ascendían luces desde sus axilas; y esas luces son las estrellas: hay tantas estrellas como poros en esas axilas; y tantos como son esos poros, así son los muhūrta , las horas, en miles de años.» Ése fue el periodo heroico de Prajāpati . Tenía los brazos levantados, en la oscuridad, porque tal es la posición de quien invoca y de quien ofrenda. Ésa es la medida de todo: la medida de una Persona con los brazos levantados. Globo s de luces ascendían de las axilas e iban a fijarse en la bóveda del cielo. Formaban dibujos, iluminaban poco a poco una escena que permanecía desolada y silenciosa. Después de miles de años alcanzó la primera mutación : una brisa. Era «ese viento que, al soplar , lo limpia todo; y ese mal que limpió es este cuerpo». Ese viento que sopla tras miles de años de estasis y ardor fue sin duda un alivio para Prajāpati. Pero no se nos dice cuánto duró ni si consiguió eliminar -y no sólo purificar- el mal. Dios solitario, con el que todo comienza, Prajāpati no es en absoluto un dios omnipotente. Pero cada uno de sus actos es fatal, puesto que es fundante, y amenaza con convertirse en fatal incluso para él. Engendrando por la boca al hijo primogénito, Agni, lo hizo ser una boca, obligada a devorar alimento. Desde entonces, la Tierra sería el lugar en el que alguien devora a otro, en el que el fuego consume incesantemente alguna cosa. Por eso Agni, desde el primer instante, aparece fundido con Muerte. Así tuvo comienzo el primer drama, sin espectadores. Nació Agni, y Prajāp ati, meditabun do, tuvo ciertas dudas acerca del hijo. Parece que le costaba comprender que, si Agni no podía más que devorar , el único ser que podía devorar era su padre. Así se muestra la prime ra imag en aterrorizan te: «Agni se volvió hacia él con la boca abierta.» Esta boca abierta del hijo dispuesto a devorar al padre es el sobrentendid o de toda la inmensa construcción sacrificial, como si nunca pudiera darse complejidad y enredo suficiente para cubrir la brutalidad de esas imágenes . Lo que sigue es un proceso singular y misterioso: «Su grandeza huyó de él [Prajāpati].» El terror había producido en el dios una escisión, una expulsión de una de sus potencias, aquí llamada «grandeza». ¿Qué era esta grandeza? Palabra, Vāc. Un ser femenin o que habitaba en Prajāpati y al que el terror había hecho salir de él. Ahora Vāc se ponía frente a él como otro ser , y le hablaba. Prajāpati sabía que era indispensable ofrendar algo, para evitar que su hijo lo devorase. Pero no había materia . Frotándose las manos Prajāpati consiguió crear algo consistente: un líquido que recordaba a la leche y estaba formado por la secreción que exudaba su piel de ser aterrorizado. ¿Ofrendar? ¿No ofrendar? En ese momento sonó una voz exterior a Prajāpati, imperiosa , que dijo: «¡Ofrenda!» Prajāpati obedeció, y en ese momento se decidió el destino del mundo. Mientras cumplía con el gesto de la ofrenda, se dio cuenta de que había sido él mismo quien había hablado: «Esa voz suya (sva) era su grandeza que le había hablado (aha) a él.» Entonces Prajāpati exhaló ese sonido: svāhā , que hasta hoy acompañaría a innumerables ofrendas como la invocación augural por excelencia. Escena violenta, impetuosa, que escondía en sí el primer desdoblamiento: si Palabra no hubiera sido expulsada fuera de Prajāpati y no hubiese hablado, nada hubiera podido impulsar a Prajāpati al acto de la ofrenda. Por otra parte -y aquí es soberana la delicadeza del liturgista-, hasta que Prajāpati, es decir , aquel que engendró todo el mundo, incluidos los dioses, permaneci ó de parte de la duda, «se mantuvo firme en la parte mejor», en cuanto que impulsó a Palabra, Vāc, a salir de sí mismo. Su saber lo salvó. La escena permite asistir al nacimiento de la ofrenda como medida última de autodefens a. El momento es crucial, porque en la ofrenda -y en una cadena ininterrumpida de ofrendas- se funda el mundo posterior . Pero otro acontecimiento irreversible se había cumplido sobre la escena, más discretamente. Sus cons ecuencias no serían menores. En el momento en el que Prajāpati dio forma por primera vez a la palabra svāhā nació la autorreflexión. «Sva āha», «lo que es suyo ha hablado », implica la formación de dos sujetos, de una primer a y una terce ra persona en el interior de la misma mente, que es Prajāpati. Todo lo que llamamos pensamiento -pero también toda la inmensa, nebulosa, dispersa extensión de la vida mental- se fijaba en ese momento en dos polos, que iban a regir cada instante de la concienc ia. Apenas se conoce la propia voz en un ser separa do, se crea un Doble que dialoga para siempre con aquel que dice Yo. El Yo mismo revela no ser el último, sino sólo el
  • 🌌 Cosmic Origins and Sacrifice

  • 🔄 Prajāpati, the cosmic progenitor, exists in perpetual tension with 💀 Death (Mṛtyu), establishing sacrifice as the primordial act that simultaneously wounds and heals the universe
  • 🔥 The ritual sacrifice emerges as humanity's attempt to repair the cosmic wound inflicted when Rudra's arrow pierced Prajāpati for his transgression with his daughter, revealing how violence and healing are inseparable aspects of existence
  • 🧠 Brahmans occupy a unique position as "guardians of sacrifice," able to absorb the cosmic poison that would destroy others—their silence connects them directly to Prajāpati while their ritual knowledge allows them to repair the broken cosmic order
  • ✨ The universe's splendor (Śrī) emerges from Prajāpati's exhaustion during creation, becoming the first object of divine plunder—revealing how beauty, desire, and violence are intertwined in the cosmic drama
  • ⏳ Immortality remains fundamentally compromised by the pact between Death and the gods, establishing that humans may transcend death but only by abandoning the body—making "recurring death" (punarmṛtyu) the true enemy in Vedic thought
penúltimo fondo de aquello que sucede en la mente. Junto a un Yo habrá siempre un Sí, y junto a un Sí habrá siempre un Yo. Ése fue el momento en el que se dividieron y se reconocieron. Sólo porque el Yo de Prajāpati estaba atenazado por la incertidumbre pudo obedecer a su Sí, que le hablaba a través de Vāc. El ritualista no quiso decirnos esto explícitamente, pero es el eje de la doctrina, que aparece aquí en su forma más remota, inalcanzable y áspera. Lo cual resulta decisivo: si Prajāpati no hubiera obedecido a esa voz, el mundo no habría llegado a tiempo de nacer . La ofrenda fue el medio, el único medio posib le para huir de una amena za mortal. Mucho antes que para los hombres, para su Progenitor . Por eso los hombres debe n imitarlo celebrando el agnihotra , vertiendo leche en el fuego, todas las mañanas y todas las noches. Prajāpati estaba acostado y su cuerpo era un único dolor . Los dioses se acercaban a él para aliviarle la pena, y quizá, curarlo. Llevaban en las manos los havis , ofrendas de vegetales, de arroz, de cebada, también de leche, manteca o alimentos cocidos. Con esas ofrendas querían curar las articulaciones descoyu ntadas de Prajāpati. En primer lugar , aquella entre día y noch e, porque Prajāpati estaba hecho de tiempo, es decir de la aurora y del crepúsculo. Tenían que actuar . Así se instituyó el agnihotra , esa libación que se cumple todos los días a la salida del sol y al atardecer . Después se concentraron en las fases lunares, que también hacen visibles el tiempo y sus articulaciones. Por último pensaron en las estaciones, en sus inicios, perceptibles y seguramente dolientes en el cuerpo del Progenitor . La acción ritual se dirigía inevitablemente a esos momentos peligrosos de pasaje en los que la presencia del tiempo se hacía evidente: la entrada a la luz o la salida. Así, el agnihotra se volvió el primero de los ritos, una célula capaz de contener una energía enorme, que invadía la totalidad del tiempo. «Prajāpati sintió pasión por su hija, que era o bien el Cielo o bien Uṣas, la Aurora: »“¡Que pueda unirme a ella!”, pensó y se unió a ella. »Esto ciertamente no estaba bien visto por los dioses. “Quien actúa de ese modo con su hija, nuestra hermana, [hace mal]”, pensaron. »Los dioses dijeron entonc es al dios que es señor de los animales: “Ciertamente hace mal quien actúa así con su hija, nuestra hermana. ¡Hiérelo!” Rudra, con la mirada perdida, lo hirió. La mitad del semen cayó a tierra. Así sucedió. »En relación con esto, así habló el ṛṣi: “Cuando el Padre abrazó a la Hija, uniéndose a ella, vertió el semen en la tierra .” De eso surgió el canto llamado agnimaruta : en él se muestra cómo los dioses hicieron surgir algo de ese semen. Cuando la ira de los dioses se aquietó, curaron a Prajāpati y extrajeron la flecha; porque Prajāpati es ciertamente el sacrificio. »Dijeron: “Pensad en el modo en que todo esto pueda no perderse y en cómo pueda ser sólo una pequeña porción de la ofrenda misma.” »Dijeron: “Llev ádsela a Bhaga, que está sentado en el sur: Bhaga la comerá como prime ra porción, así que será como si fuera una ofrenda.” Entonces se la llevaron a Bhaga, que estaba sentado al sur. Bhaga la miró: le quemó los ojos. Así sucedió. Por eso se dice: “Bhaga es ciego.” »Dijeron: “No ha sido aún apaciguada; llevádsela a Pūṣan.” Entonces se la llevaron a Pūṣan. Pūṣan la probó: le rompió los dientes. Por eso se dice: “Pūṣan el desdentado.” Por eso, cuando preparan un pastel de arroz hervido para Pūṣan, lo preparan con arroz molido, como se hace para un desdentado. »Dijeron: “Todavía no ha sido apaciguada aquí: llevádsela a Bṛhaspati.” Entonces se la llevaron a Bṛhaspati. Bṛhaspati corrió hacia Savitṛ, porque Savitṛ es el Impulsor: “Dale impulso a esta para mí”, le dijo. Savitṛ, como aquel que da impulso, dio en consecuencia impulso, y habiendo recibido impulso de Savitṛ ella no lo hirió; por eso desde entonces está calmada. Ésta es la primera parte.» Los dioses existen ya, en cuanto asisten a la escena, e incluso son ellos quienes instigan a Rudra a herir al Padre con su flecha para castigarlo por el mal que está causando, que sin duda no es el incesto, porqu e, poco antes, en el mismo Śatapatha Brāhmaṇa , llegados a la historia de Manu y del diluvio, se lee que Manu se unió a su hija y «a través de ella engendró esta estirpe [los hombres], que es la estirpe de Manu; y cualquier bendición que invocase a través de ella le era conced ida». Por otra parte, precisamente del semen vertido a tierra por el Padre llagado, en el momento en que se desp egaba de la Hija, surgieron los dioses mismos, empezando por los Āditya, los dioses mayores. Nacen porque son ellos mismos quienes agitan y calientan el charco formado por el semen del Padre, hasta transformarlo en un lago ardiente. Es como si los dioses tuvieran necesidad de nacer por segunda vez, y esta vez de un acto sexual culpable e interrumpido: como si, en cierto modo, hubieran provocado esa escena violenta para poder nacer ellos mismos de ese nuevo modo, que más tarde los hombres considerarían particularmente antinatural. Los dioses son atravesados por dos sentimientos sucesivos: la ira hacia el Padre y la preocupación por curarlo. La ira corresponde a la violencia, omnipresente en el sacrificio. La cura de la herida, que es el sacri ficio mismo, sería en cambio el elemento de salvación inherente al sacrificio. Ambos elementos conviven en el minúsculo jirón de carne que es arrancado del cuerpo de Prajāpati, allí donde se había clavado la flecha. Ésa es la carne misma del sacrificio, porque «Prajāp ati sin duda es el sacrificio», pero la punta metálica es arrojada desde otro mundo: Prajāpati es el cazador cazado, el sacrificante sacrificado. Algo que resulta insostenible incluso para los dioses. Ese jirón de carne es como un ultrasonido insoportable, que lo excede. El sacrificio es más poderoso que los dioses. Todo eso, sin embargo, era necesario para que se formara la primera parte del sacrificio, esa primicia que contenía en sí la explosiva potencia y el significado de todo: «Entonces, cuando [el oficiante] corta la primera parte (prāśitra ), corta aquello que fue herido en el sacrificio, lo que pertenece a Rudra.» Sacrificio es una herida, y el intento de curar una herida. Es una culpa, y el intento de sanarla. «Lo que resulta herid o en el sacrificio es lo que pertenece a Rudra»: la obra de los brahmanes, y de los hombres en general, es el intento siempre vano de curar una herida que es inherente al acto mismo por el que la existencia se manifiesta, no sólo antes que los hombres, sino antes incluso que los dioses. Los dioses, entonces, fueron sólo espectadores e instigadores. Los actor es fueron Prajāpati, Rudr a y Uṣas. La escena era un mundo antes del mundo, que nunca llegará a confundirse con el mundo. El equil ibrio cósmico se rige por dos entidades minúsculas con un poder inmenso: el grano de cebada en el corazón , del que hablarán las Upaniṣad, capa z de expandirse más allá de todos los mundos; y el prāśitra , la «primera porción» que corresponde al brahmán, ese fragmento de la carne de Prajāpati lacerada por la punta de la flecha de Rudra. También de ella se dice que debía de ser grande como un grano de cebada o una baya de pippala (Ficus religiosa) . Esa parte de Rudra tiene algo de excesivo, de inabarcable. Sin embargo era ésa, necesariam ente, la primera ofrenda del sacrificio. Sin ese principio, la obra entera hubiera resultado vana . Pero esa primera ofrend a era precisamente la que no se podía tratar , lo indomable. Los dioses empezaban a desesperarse. Se estaban entregando a una pura fuerza que los superaba. En ese momento se mostró la suprema agudeza del brahmán. Bṛhaspati celebraba desde hacía tiempo los ritos para los dioses. Éstos no habían comprendido hasta entonces que eso les confería una sabiduría superior . Bṛhas pati se valió de la ayuda de Savitṛ, el Impulsor , pero después fue el primero y único en acercar la boca a ese minúsculo trozo de carne . Lo tragó, dijo, «con la boca de Agni»: fuego en el fuego. Pero no se atrevió a masticarlo. Después se lavó la boca con agua, en silencio. En ese momento los dioses comprendieron el carácter indisp ensable de los brahmanes. Comprendier on que el brahmán es «el mejor médico» del sacrificio. Sin él no hubieran podido dar ni un paso. Cada obra posible era para ellos un sacrificio, pero el sacrific io no era sostenible sin la asistencia de ese ser que osaba acercar su boca al jirón de carne herida. En su pureza, en la blancura de sus vestidos, los brahmanes llevaron consigo desde entonces el recuerdo de ese gesto con el que por primera vez la sangre de la herida había desaparecido en uno de ellos, que la había absorbido sin dejarse destruir . Desde entonces sucede que muestren en ocasiones cierta altivez, incluso respecto de los dioses. El brahmán se distingue de todos los demás porque su fisiología le permite llevar en sí un poderoso veneno, que hubiera abatido a cualquiera. Del mismo modo Śiva consiguió beber el veneno del mundo, que después formó una mancha azul en su cuello. Śiva y los brahmanes iban a mostrarse, en diversas circunstancias, ferozmente adversos, pero ello no basta para ocultar su complicidad fundamental: la de ser los únicos que tenían la capacidad de absorber el veneno del mundo. El brahmán no actúa sino cuando sólo él puede actuar , como en el caso del prāśitra , que sólo él puede comer . No habla sino cuand o sólo él puede hablar , cuando en la ejecución del sacrificio se cometen errores. Entonces el brahmán dispone de tres invocaciones -bhūr, bhuvas, svar- que operan como medicinas aplicadas en las articulaciones aflojadas por la ceremonia. Esas palabras no pueden confundirse con ninguna otra de la liturgia. La palabra del brahmán «está cargada de lo no explícito ilimitado, anirukta , cuyo emblema es el silencio». En cuanto portador de lo «no explícito ilimitado», el brahm án es el representante directo de Prajāpati. Cuando Prajāpati se desvanece en la mitología, y su puesto es ocupado por Brahmā, permanecen los brahmanes. Por otra parte, el brahmán observa, silencioso, lo que sucede. Se sienta hacia el sur, porque ésa es la zona peligrosa, de la que en cada instante puede proveni r un ataque. ¿De quién? Cuando eran los dioses quienes oficiaba n, se temían las emboscadas de los antidioses, de los Asura y de los Rakṣas, demonios malvados. Los hombres en cambio deben guardarse del «rival malévolo»: del enemigo en general, de los adversarios, que son la sombra siempre presente en cada celebración litúrgica. El brahmán es el «guardián» del sacrificio. En esto se corresponde con los Saptarṣi, que desde lo alto de los siete astros de la Osa Mayor vigilan la tierra. Su silencio lo acerca a Prajāpati y lo diferencia del resto de los dioses. Todas las obligaciones del brahmán se reducen a una: curar esa herida que es el sacrificio. Su cuidado principal consiste en que la herida sea infligida de la manera aprop iada, por eso vigila los actos y las palab ras de los otros sacerdotes. Al final recompone el sacrificio lacerado envolviéndolo en su silencio. Son múltiples las paradojas en las relaciones entre Prajāpati y Mṛtyu, Muerte (ser masculin o). Prajāpati nació dotado de una vida de mil años. Como mil puede indicar una totalidad se podía pensar que eso significaba una duración infinita. Pero cuando Prajāpati se dedicó a engendrar a las criaturas, cuando estaba grávido de las criaturas, Muerte se instaló en la matriz y las aferró una a una. El resultado del duelo fue evidente: «Mientras Prajāpati estaba engendrando a los seres vivientes, Mṛtyu, Muerte, ese mal, lo derrotó.» Prajā pati fue por tanto vencido y neutralizado durante el proceso mismo de la creación . A lo largo de mil años debió practicar el tapas para superar ese mal que es Muerte. ¿Pero a qué años se refiere? ¿Esos mil años son los mismos que señalaban la duración de su vida? En ese caso la vida de Prajāpati hubiera consistido en un largo, inagotable ejercicio para contrastar el predominio -ya afirmado- de Muerte. Enton ces la vida de aquel a quienes las criaturas debe n la vida habría sido ante todo un intento de responder a Muerte y sustraerse a su poder . ¿Con qué medios Prajāpati se dispuso a crear a los seres y el mundo, en sus renovados intentos? Con el «ardor», tapas , y con la «visión» de un rito. Actos relacionados: el ardor fomenta la visión, la visión exalta el ardor . No hay huellas de una voluntad , de una decisión soberana y abstracta, que se impone desde el exterior . Mejor dicho: cada voluntad es un «deseo», kāma , que se elabora en el ardor y se delinea en la visión. No se da una voluntad escindida de su laboriosa fisiología. La muerte no es intrínseca a la divinidad, pero es intrínseca a la creación (porq ue la creación lograda es sexual: del mismo modo, en el mundo natural, la muerte entrará en juego junto a la reproducción sexual). No hay creación sin muerte, y esa muerte no se enseñorea sólo de las criaturas sino también de su Progenitor . Por eso los dioses, hijos de Prajāpati, le reprocharon haber creado a Muerte. En ocasiones quedaban paralizados por la percepción de que Prajāpati mismo era Muerte. Pero, como siempre sucede con los hijos, poco sabían de la historia del Padre. El hecho de ser Año, es decir Tiempo, lo exponía a una continua disgregación. No podía evitar convivir con esos dos parás itos irreductibles, que él mismo había creado y que anidaban en él, aunque de todas formas corrían a anidarse también en cada ser engendrado. La cone xión entre el mal y Mṛtyu, Muerte, así como aquel la entre la muerte y el deseo, quedaron definitivamente iluminadas cuando se alcanzó la equivalencia: «Muerte es hambre.» En esta revelación se apretaba el vínculo entre el deseo y el mal, a través de Muerte. Hambre es un deseo, pero un deseo que implica una muerte, porque hace desaparecer algo. El carácter inevitable de ese mal que es muerte se daba así en el primer deseo de hacer durar , de perpetuar la vida, que es hambre. Como antes los dioses, los hombres lamentaron que su padre Prajāpati hubie se engendrado también a Mṛtyu, Muerte. Recordaban siempre que: «Por encima de las criaturas, [Prajāpati] creó a Muerte como aquel que las devora.» Pero Prajāpati fue además el primero que provocó el terror de Muerte, que estaba encerrada en él, aun cuando perteneciera a lo inmortal. Esa parte suya tuvo miedo de Muerte con la misma intensidad y violencia que más tarde conocerían los hombres. La primera entre todas las fugas para esconderse -anteriores a las fugas de Agni, de Indra, de Śiva-, fue la de Prajāpati; para huir de Muerte se volvió agua y arcilla. La tierra nació como refugio del mied o de Muerte. Sin embargo, Muerte se mostró bené vola con Prajāpati. Tranquilizó a los dioses asegurándoles que no lo había herido. Sabía en efecto que Prajāpati estaba protegido por su parte inmortal. Pero Muerte fue más allá: invitó a los dioses a buscar al padre perdido, los invitó a recomponerlo. Entonces el altar del fuego no sólo salvaba a Prajāpati de la agonía sino que recomponía su cuerpo desarticulado bajo la instigación de Muerte . Una ambigüedad que no se resolvería jamás. En el fondo, entre todos sus hijos, Muerte había sido el primero en preguntarse dónde habría desaparecido el padre. Mientras los dioses eran acaso rozados por esa indiferencia que más tarde mostrarían respecto del padre. Se pusieron a trabajar , sin embargo, y dispusieron los ladrillos uno sobre otro, estrato por estrato. Prajāpati es aquel que venció a Mṛtyu, Muerte, en un duelo interminable e incierto («continuaron a lo largo de muchos años sin llegar por largo tiempo a decidir quién vencía»). Al final Muerte se refugió en la cabaña de las mujeres. Pero en otros casos, en otros relatos (¿ante riores?, ¿posteriores?, ¿simultáneos?) Prajāpati es Muerte. En cuanto tal, aterrorizaba no sólo a los hombres sino también a los dioses: «Los Dioses tenían miedo de este Prajāpati, el Año, la Muerte, el Exterminador; temían que, mediante el día y la noche, alcanza se el final de sus vidas.» Para eliminar -o, al menos, para atenuar- ese miedo se inventaron diversos ritos: el agnihotra , el sacrificio de la Luna Nueva y de la Luna Llena, el sacrificio de los animales, el sacrificio del soma . Pero fracasaron: «Ofrecieron estos sacrificios mas no alcanzaron la inmortalidad.» Fue el mismo Prajāpati quien enseñó a dioses y a hombres cómo ir más allá. Los había visto empeñados en construir un altar de ladrillos, pero seguían equivocándose en las dimensiones, en la forma. Como un padre paciente, Prajāpati les dijo: «No me ordenáis en todas mis formas; me hacéis o demasiado grande o insuficiente: por eso no alcanzáis la inmor talidad.» Pero ¿cuál podía ser la forma precisa? La que consiguiera llenar por completo la cavidad del tiempo, apiland o tantos ladrillos cuantas son las horas del año: diez mil ochocientos. Tantos fuero n los ladrillos lokampṛnā «que llenaron el espacio». Esa vez los dioses alcanzaron la inmortalidad. Mṛtyu estaba preocupado. Pensaba que algún día también los hombres, que imitan a los dioses, conseguirían alcanzar la inmortalidad. Entonces «Muerte dijo a los dioses: “Sin duda de esta manera todos los hombres se volverán inmortales; ¿cuál será entonces mi parte?” Ellos dijeron: “De ahora en adelante nadie será inmortal con el cuerpo: sólo cuando hayas tomado el cuerpo como tu parte, aquel que deba volverse inmortal o por medio del conocimiento o por medio de la obra sagrada se volverá inmortal después de haberse separado del cuerpo.”» Incluso cuando todos los cálculos están bien hechos, incluso cuando los 10.800 + 360 + 36 ladrillos corresponden, uno a uno, a las indicaciones de Prajāpati, el últim o interlocutor es siempre Muerte. Éste no quería renunciar a su parte sólo porque los dioses se habían vuelto maestros en la composición de formas. Si también los hombres, apilando ladrillos, hubieran alcanzado la inmortalidad, Muerte se habría quedado sin cometido, como un pastor ocioso abandonado por sus rebaños. Los dioses vieron entonces la ocasión para establecer otra barrera en relación con los hombres. No pretendían asistir a la abolic ión de sus propios privilegios, duramente conquistados. Así fue como, por encima de las cabezas de los hombres, quedó sellado el pacto entre Muerte y los dioses. Los hombres alcanzarían la inmortalidad, pero sin el cuerpo. Éstos serían los despojos abandonados a Muerte. Éste es el punto que siemp re ha vuelto dudosa toda promesa de inmortalidad. Los hombres, en efecto, preferían ese cuerpo caduco a los esplendores del espíritu. Desconfiaban de las almas descarnadas, entidades vagamente tediosas y siniestr as. Así el compromiso entre los dioses y Muerte fue percibido como un engaño. La inmortalidad celeste que los dioses concedieron a los hombres era una inmortalidad disminuida. Con el transcurso del tiempo, el cuerpo celeste estaba destinado a adelgazarse y desmoronarse. De nuevo obraría la atracción hacia la Tierra, como un poderoso torbellino hacia abajo. La vida recomenzaría bajo nuevas forma s. Pero también se repetiría la muerte. Así, los hombres acabaron por ver las muchas vidas como una secuencia de muertes. Pensaron que, para huir de la muerte repetida, la inmortalidad celeste no bastaba. Había que liberarse de la vida misma. Ya en los Brāhmaṇa -y no sólo en las Upaniṣad- el verdadero enemigo no es Muerte, Mṛtyu, sino «muerte recurrente», punarmṛtyu . La obsesión por la cadena de las muertes -y, por tanto, de los nacimientos- no es budista sino védica. El Buda formuló de otro modo, con desviaciones radicales, una vía para sustraerse a la cadena. Pero la doctrina que lo había precedido no era menos audaz. ¿Dónde había ido a parar Muerte, después del extenuante duelo con Prajāpati, después de que se hubiera refugiado en la cabaña de las mujeres? Nadie lo ha visto salir de allí, hasta hoy. No por eso Muerte ha desaparecido. Para verlo, basta con alzar la vista. La luz del sol nos deslumbra con una claridad extendida. Pero en el interior descubrimos un círculo negro. Permanece, insistente, en el ojo. Es una figura, un hombre en el Sol: ése es Muerte. Allí estar á siempre, porque «Mue rte no muere», completamente protegido por lo inmortal. Tal es su irónica paradoja: la perennidad de la cáscara garantiza también la perennidad de lo que esconde: en este caso, Muerte. Cuand o se celebra lo inmortal, al mismo tiempo -y sin saberlo- se celebra a Muerte, que está «dentro de lo inmortal». «Prajāpati ardía mientras creaba a los seres vivientes. De él, exhausto y caliente, salió Śrī, Esplendor . Estaba ahí, resplandeciente, brillante y temblorosa. Los dioses, al verla tan resplandeciente, brillante y temblorosa, fijaron la mente en ella. «Dijeron a Prajāpati: “Matémo sla y saquémosla de este lugar .” Él dijo: “Esta Śrī es una mujer y la gente no mata a una muje r, sino que le quita todo lo que tiene y la deja vivir .”» Śrī, el esplendor del mundo, fue el primer objeto de rapiña. Era una muchacha luminosa, que temblaba en la soledad, mientras los ojos ávidos se fijaban en ella. La primera idea que tuvieron fue matarla. Enseguida se lo transmitieron al Padre. Prajāpati agonizaba. Estaba pensando ante todo en su muerte. Crear lo había desgarrado por dentro. Ahora sus hijos venían a pedirle aprobación porque querían matar a su última hija, la más joven. Prajāpati sabía que la ira o la furia no serían eficaces con los dioses. Eran demasiado rapaces. En el fondo eran todavía seres desprovistos de cualidad, debían aún conquistar toda suerte de enca nto y de potencia. No eran muy distintos de los asaltantes emboscados en los caminos. Era inevitable compararlos con ellos, aun cuando los hombres no existieran todavía, ni siquiera los bandidos. Así Prajāpati dijo: «Matar a una mujer es algo que no suele hacerse. Pero arrancarle todo lo que lleva encima, hasta la más fina tobillera, eso se puede hacer .» Los dioses siguieron el consejo del Padre, a quien ya desd eñaban, pero en el fondo era el único ser que tenía conocimiento de algo. Los dioses sólo sabían que eran los parvenus del mundo. Se alejaron, persuadidos por el Padre. Eran diez, nueve machos y una hembra. Rodearon a Śrī y la sometieron. Cada uno de los asaltantes sabía con precisión de qué quería apoder arse. Śrī quedó abandonada, más tembl orosa que nunca. Pero seguía brillando , porque a cada pátina de luz que le arrancaban afloraba otra. Sin embargo, no lo sabía. Desesperada, humillada, pensó ella también en pedir consejo al padre. Prajāpati continuaba agonizando. Todo había sucedido como lo había previsto. Se trataba, entonce s, de dar el consejo más eficaz a su hija. Śrī nunca hubiera podido recuperar sus soberbios adornos por la fuerza. Se le habrían reído en la cara. Los más amables habrían pedido algo a cambio. Así, Prajāpati le sugirió la idea del sacrificio. En el claro yermo había que disponer cierto número de ofrendas. Modestas, apoyadas encima de corteza. ¿Qué más había alrededor? Ramas y arena. Como una muchacha diligente en la cocina de su casa, Śrī preparó las ofrendas a los diez seres que la
  • 🌌 Cosmic Sacrifice and Identity

  • 🔄 Prajāpati, the primordial creator, exists in perpetual dismemberment and reconstitution through ritual sacrifice—his fragmented body becomes the foundation of all existence while simultaneously remaining uncertain as the enigmatic "fourth world"
  • 🔥 The ritual act transforms violence and suffering into creation—what begins as divine theft (gods taking parts of Prajāpati) becomes the pattern for all offerings, where destruction of one thing enables the existence of another
  • 👁️ Ka (Who?) emerges as a profound theological mystery—this interrogative pronoun reveals Prajāpati's true nature as both pure desire and ultimate happiness (sukha), connecting identity with the boundless space (kha) that contains all existence
  • ⚰️ Death (Mṛtyu) and Prajāpati function as cosmic doubles—in the Upaniṣads, Death undergoes the same creative suffering as Prajāpati, ultimately becoming the means to transcend "recurring death" (punarmṛtyu)
  • 🧩 The multiplicity of cosmogonies serves a purpose—each variant explanation enriches reality's texture, with all versions converging on sacrifice as the fundamental breath animating existence and connecting the visible with the invisible
habían asaltado. Humildemente, pedía que le devolvieran otras tantas partes de sí misma, como la Soberanía o las Bellas Formas. Los dioses escucharon en silencio sus invocaciones, y comprendieron las precisiones. Después, cuidadosam ente, se acercaron y aceptaron las pobres ofrendas. Śrī volvió a vestirse, poco a poco, con sus vainas brillantes. Pero no por ello los dioses quedaron privados de ellas. Cada uno seguiría supervisando esos esplendores, por lo menos hasta que, después de Śrī, otros seres, por ejemplo los hombres, siguieran presentando sus ofrendas, quizá algo más ricas. «Al principio», agre, el sacrificio es una intuición sugerida por Prajāpati a su hija para responder a la rapacidad de los dioses. Los hombres no tomarían parte sino hasta mucho más tarde, y sólo como imitadores de esos acontecimientos. El hecho precedente a todo hecho fue una violencia, una herida prolongada, cuyas consecuencias había que remediar , mitigar . «Lo que aparece, en el momento mismo en que aparece, es ya un objeto de rapiña», pensó Prajāpati, quien fue el primer o en sufrirla, en cuanto, sin dudarlo, lo habían depred ado de sí mism o. Así como más tarde le sucedería a su hija. Pero, si el mundo pretendía existir , si quería tener una historia y algún sentido, todo lo que había salido de Prajāpati y después había desaparecido como botín que se debe esconder , debía ser encontrado y repuesto. Empresa vasta, tanto como el mundo. Para que llegase a buen puerto, era necesario que otras cosas, quizá un poco de agua o un pastel de arroz, fueran consumidas, destruidas. Cada día había que llevar a cabo el sacrificio. Ésa era la obra, la única obra. Cada acción, cada gesto sería una parte de ella. Esto pensó entonces Prajāpati, caído y abandonado. ¿Qué fue de Prajāpati al final de sus miles de años atormentados y solitarios? El Śatapatha Brāhmaṇa glosa: «Respecto de esto se dice en el Ṛgveda : “No es vano el cansancio que los dioses miran con agrado”: porque en verdad, para aquel que sabe así, no hay cansancio vano y los diose s miran con agrado todo movimiento suyo.» Esta glosa se pone como conclusión del relato de los miles de años pasados por Prajāpati en la práctica del tapas , mientras Muerte lo oprimía. Es una respuesta a la primera duda que acosó a los ritualistas: ¿será eficaz el tapas ? ¿Será eficaz siempre? El tapas de Prajāpati bastó para engendrar al mundo: pero el tapas de los hombres, ¿heredará de algún modo la eficacia? La respuesta está en un verso del Ṛgveda : no hay ningún automatismo en la eficacia del tapas , que es el empeño, el esfuerzo por excelencia, pero un esfuerzo que puede incluso resultar vano, en cuanto nada tendrá efecto si los dioses no lo miran con agrado. Al mismo tiempo, los dioses no pueden sustraers e a mirar con agrado el empeño de «aquel que sabe así». Por eso los dioses temen el conocimiento de los hombres. Saben que no pueden resistirse al conocimiento. Cuando Prajāpati fue desarticulado, la secuencia de las escenas que siguieron varió entre diversos géneros literarios. Con Agni, el hijo primogénito, que quiso devorar al Padre, se descubrió la tensión irreprimible del drama entre el padre y el hijo, reducido en sus elementos constitutivos. Alrededor , todo estaba vacío y desierto. Con esos otros hijos que eran los Deva, las escenas fueron nuevamente dramáticas, pero con una sospecha de comedia, y de macabra comicidad, aunque sólo fuera por la imagen de los hijos que huían, ansiosos y furtivos, apretando con fuerza algún jirón del cuerpo del Padre. Con los Gandharva y los Apsaras, en cambio, se entró en plena féerie . Aquí el pintor convocado a celebrar el evento habría debido ser Füssli. De los miembros doloridos de Prajāpati salían a pares, como en un cuerpo de baile, los Gandharva y los Apsaras, mode los de todos los Genios y de todas las Ninfas. Se cogían por la cintura, eran el origen de toda pareja. No se preocupaban por adueñarse de ningún trozo del cuerpo del Padre. Ante todo, eran «perfume», gandha , y «forma bella». Fue el inicio de la litera tura galante: «Desd e entonces, quien se acerca a su compañera desea perfume dulce y forma bella.» Pero el Padre agonizante lo observaba y pensaba ya en cómo capturarlos, cómo reabsorber los en el propio cuerpo, del que habían escapado. Esta vez, empero, no hubo choque ni siquiera negociación, como había sido el caso con Agni, con Deva, con los Asura. Esta vez todo suce dió como en un número de Busby Berkeley . Prajā pati se decidió por el acorralamiento. El arma para acorralar a Genios y Ninfas sería un carro, enseguida repleto de esos seres ligeros e inconscientes, bullentes. A su vez, «este carro es el sol allí». Bajo su luz, los blandos cuerpos de las Apsaras se volvían mosqu itos. Así sucedió que Prajāpati volvió a apropiarse de esos innumerables seres demoníacos que, enlazados por parejas, se habían alejado de él. Después de haber creado a los seres vivientes, Prajāpati había asistido a un cruel espectáculo: «Varuṇa los aferraba [con su lazo]; y, aferrados por Varuṇa, se hinchaban.» Había que curar a esos pobres hidrópicos con las oblaciones del varuṇapraghāsa , una de las cuales consistía en esparcir frutos de karīra (familia de las alcaparras) sobre platos de leche coagulada: «Vino después un dulce sobre una loza para Ka; porque, por medio de ese dulce sobre una loza para Ka, Prajāpati brindó felicidad (ka) a las criaturas, y de ese modo el sacrificante brinda felicidad a las criaturas por medio de ese dulce sobre una loza: tal es el motivo por el que hubo un dulce sobre una loza para Ka.» Ese dulce sobre una loza servía para revelar algo que de otra manera habría podido perderse. Los hombres ya sabían que el misterio de la identidad anidaba no en los dioses sino en su Progenitor: Prajāpati. Ahora, detrá s de ese nombre, que era más bien un epíteto, se descubría otro, que era un pronombre interrogativo: Ka, ¿Quién ? ¿Y detrás de éste? No se reconocían otros nombres. Se estaba en lo indefinido, ilimitado y desbordante, que era la naturaleza misma de Prajāpati. Una naturaleza que obligaba a ir un paso más allá de los dioses. ¿Hacia dónde? Poco se sabía de Prajāpati, de su inmensidad sin márgenes. De ese poco, lo que destacaba era el sufrimiento, el largo tormento del cuerpo desarticulado y llagado. ¿Qué más? Deseo puro, o elaborado en el arduo, agota dor tapas . Por eso se acercaban a él con cautela, como a alguien dolorido. Entonces se supo lo imprevisto: Ka significaba también felicidad . Por eso, sobre la leche coagulada se esparcían frutos de karīra : para brindar felicidad a las criaturas. Lo que sin duda era una sorpresa. Aquel que era la imagen del tormento se conv ertía en el acceso a la felicidad. ¿Qué era, entonces, la felicidad? Los hijos de Prajāpati, por ejemplo, parecían cono cer solamente el hambre o la fuga. Ahora descubrían que en su Padre se escond ía algo más, como la sílaba ka en la planta karīra . ¿Cóm o alcanzarlo? En una ocasión, Prajāpati respondió a la pregunta con la precisión de un agrimensor: «Cuanto vosotros ofrecéis, tanto es mi felicidad.» La felicidad aparecía conectada, fuertemente vinculada a la ofrenda. Una ofrenda que era, ante todo, la construcción de ladrillos mediante la cual se recomponía el cuerpo de Prajāpati. En efecto: «Para él había felicidad ( ka) en lo que se ofrendaba ( iṣṭa), por eso ellos son ladrillos (iṣṭakā). » De este modo, la palabra que designaba los ladrillos del altar del fuego igualaba en sí, con el vínculo más fuerte posible, que es el de una sílaba con la sílaba siguiente, a la ofrenda (iṣṭi)y a la felicidad (ka). Significando, de este modo, «felicidad en la ofrenda». Fue una sorpresa esa frase del Padre, que se inscribió en la memoria de los hijos. Desde entonces se ajetrearon como nunca en torno al altar del fuego y aprendieron a elaborar una composición de ladrillos felices , porque querían tozudam ente recomponer la identidad perdida del Padre. Sólo así iban a restituirle la felicidad, sólo así la felicidad habría descendido sobre ellos, mediante ese dulce dispuesto sobre una loza. La especulación lingüística de los ritualistas es imparable. Un ulterior significado aflora en la Chāndogya Upaniṣad . Proviene de la voz más autorizada, la de los fuegos que el estudiante Upakosala había cuidado a lo largo de doce años, durante su novicia do junto a Satyakāma Jābāla. El maestro había despedido a todos los discípulos, pero no a Upakosala, que estaba triste y se negaba a comer . La mujer del maestro le preguntó por qué y Upakosala respondió: «En esta persona residen deseos múltiples. Estoy lleno de malestar . No comeré.» Ése fue el momento en el que los fuegos decidieron intervenir . Sentían gratitud por ese estudiante que los había cuidado escrupulosamente. Querían explicarle, con el mínimo de palabras, algo indispensable. Dijo: «Sé que el brahman es soplo, el brahman es felicidad (ka), el brahman es espacio (kha). » El estudiante seguía perplejo. Dijeron: «Sé que el brahman es aliento. Pero no sé qué son ka ni kha.» El texto agrega: «Le explicaron entonces el aliento y el espacio.» De los comentarios lingüísticos (Bṛhaddevatā y Nirukta ) se deduce que Ka era también kāma , «deseo», y sukha , «felicidad». Además, ahora kha, «espacio», se superponía en el mismo nombre. El significado se precisa en un pasaje crucial de la Bṛhadāraṇyaka Upaniṣad : «El brahman es kha, espacio; el espacio es primordial, el espacio es ventoso.» Los etimologistas y lexicógr afos nos muestran ciertos detalles elocuentes que no siempre admiten los ritualistas. Detrás del cuerpo desarticulado de Prajāpati, que «ha corrido toda la carrera» y ha acabado por caer sobre su propio ojo, del que manaba alimento como si fueran lágrimas («De él, así caído, fluía el alimento: era del ojo sobre el que yacía que el alimento fluía»), detrás de su figura indistinta a la que el hijo Indra quiso de inmediato sustraer la grandeza y el esplendor , se comenzaba a entrever una ilimitada extensión de deseo, que se superponía a una felicidad precedente a toda existencia, en un espacio precedente a todo y capaz de acoger todo, en una incesante circulación de vientos. Esto era Ka. Ka, kha : distintas en la grafía, casi indistintas en el sonido, estas dos sílabas, enlazándose, debían curar toda tristeza. ¿Por qué? Esta vez, en ka, sólo en la sombra se perfilaba Prajāpati, mientras se recortaba el significado de «felicidad», sukha . La felicidad se difundía en el espacio (kha), y el espacio permitía respirar a la felicidad. En otra ocasión, otro maestro le había explicado a Upakosala qué es esa simple abertura del espacio que es kha (y que significa también «orificio», «herida», «cero»). ¿Cómo se manifiesta el brahman en kha, en el «espacio abierto»? En forma de clepsidra, cuya parte superior se expande hacia la totalidad del espacio externo. El estrechamiento se contrae en un punto casi imperceptible, situado en una minúscula cavidad en el corazón de cada individuo. Detrás de la cual se abre una inmensidad equivalente a la del mundo exterior . Es la parte inferior de la clepsidr a. A través del estrechamiento pasa el grano de mostaza upanisádico (y evangélico) y se expande en lo invisible. Un pasaje de la Chāndogya Upaniṣad enuncia todo esto (una revelación que arrasa todo pensamiento anterior) del modo más llano, más recto, como en una tranquila y persuasiva conversación: «Lo que se llama brahman es este espacio, ākāśa , que es externo al hombre. Este espacio que es externo al hombre es lo mismo que es interno al hombre. Este espacio interno al hombre es ese espacio que está dentro del corazón. Es lo pleno, lo inmutable.» El aura que envuelve a las personas es la impronta que deja presagiar la presencia de la parte inferio r de la clepsidra. Para los románticos alemanes la exploración de la interioridad era una búsqu eda tenaz del estrechamiento de la clepsidra, sin ayuda de los ritos ni de los fuegos. Arka: palabra que pertenece a un lenguaje secreto, del que sabemos poco . Lo reconoció el más severo sacerdote del Śatapatha Brāhmaṇa , Armand Minard, que dedicó la obra de su vida a comentarlo, sílaba por sílaba, no sin la perversa satisfacción de volver aún más arduo el acceso: «arkā- : rayo (relámpago, llama, fuego, sol), planta cuyas hojas flameadas llevan la ofrenda a Rudra en su centuria lustral ( śatarudriya ), loa, himno ( =uktha ), que es quizá el prime r sentido (Ren. JAs 1939 344 n. 1). Esta polisemia alimenta infinitas especu laciones (así X 6 2 5-10). La palabra es (casi: 525 a) siempre, como aquí (y 363), tomada en dos o más sentidos». Estas palabras están comentadas en el Śatapatha Brāhmaṇa , 10, 3, 4, 3 («¿Conoces tú el arka? Pues bien, que tu Seño ría se digne enseñársela») y pueden dar el escalofrío de ebriedad filológica al que Minard se abandonaba. En otro estilo, contrasta la afirmación de Stella Kram risch: «Arka es cualquier cosa que irradie. Es rayo, esplendor y fulgor . Es el canto.» El pasa je comentado por Minard es un ejemplo locuaz de cuestionario por enigmas, en el que, detrás de los detalles del arka en cuanto planta (Calotropis gigantea ) se trasluce el cuerpo humano («¿Conoces las flores del arka? Con eso se refería a los ojos», y así sucesivamente para los otros órganos), mientras a su vez detrás del arka se perfilaba Agni, hasta la ecuación última: «Quien considera a Agni como arka y como hombre, en su cuerpo ese Agni, el arka, será construido mediante el conocimiento de que “Yo aquí soy Agni, el arka”. » Pero en el arka estaban también Ka y ka, «felicidad». Inmediatamente después del principio de la Bṛhadāraṇyaka Upaniṣad , fascinante cortejo de divinidades guiadas por la niña Aurora, Uṣas, que se revela como «la cabeza del caballo del sacrificio», se pasa al arka: «Al principio no había nadie aquí. Todo estaba envuelto de Muerte [Mṛtyu], de hambre, porque hambre es Muerte. Él [Mṛtyu] concibió este pensamiento: “Que yo pueda tener un Sí.” De este modo emprendió la plegaria. Y, mientras rezaba, se crearon las aguas. Él dijo: “Mientras rezaba [arc-] me ha tocado la felicidad [ka; así Senart, pero ka significa también «agua», por eso Olivelle traduce: «Mientras me dedicaba a la recitación litúrgica, el agua brotó de mí»].” De ahí deriva el nombre de arka. La felicidad, entonces, toca a aquel que sabe así, porque el arka se llama arka [aquí Olivelle pasa dificultades porque debe traducir de este modo: «El agua brota de aquel que sabe así»].» La narración prosigue: «Las espumas de las aguas se solidificaron y fue la tierra. Sobre la tierra él [Mṛtyu] se empeñó. Cuando estuvo agotado y ardiente, la esencia de su fulgor se convirtió en el fuego.» Despu és de las aguas y la tierra, otras partes del mundo se formaron: el sol, el viento. Era el soplo de la vida que se descomponía en partes. Entonces Muerte deseó: «Que pueda nacer un segundo Sí. Muerte , que es hambre, se unió mentalmente (manasā ) en un coito (mithunam ) con Palabra, Vāc. Lo que era el semen se convirtió en el Año.» La Palabra, Vāc, como hija con la que unirse inmediatamente, la aparición del Tiempo (Año): todo esto se encontraba ya en el largo texto del que la Bṛhadāraṇyaka Upaniṣad es la parte final, la despedida: el Śatapatha Brāhmaṇa . Pero allí el sujeto era Prajāpati, y aquí Mṛtyu, Muerte, que se comporta como Prajāpati. Practica el tapas , se extenúa, se desarticula. De su cuerpo salen «los alientos: el esplendor , la energía». Como sucede también en las historias de Prajāpati, su cuerpo se infla. Es una carcasa, pero alberga también a la mente. Entonces Mṛtyu pensó construirse otro cuerpo. En la mente se formularon la mismas palabr as que se habían dicho al inicio: «Que yo pueda tener un Sí.» Entonces se convirtió en caballo, aśva , porque se había «inflado», aśvat . Una vez que Mṛtyu se ha inflado en el caballo, podrá sacrificarlo, porque «eso que se había inflado se volvió apropiado para el sacrificio (medhya )». Éste es el origen del sacrificio del caballo, aśvamedha . Percibimos que actúa aquí el mismo procedimiento, cifrado y fulmíneo, que actuaba para la palabra arka. En efecto, el texto no se priva de señalarlo: «Son dos, arka y aśvamedha , pero existe una divinidad única, que es Mṛtyu.» Hasta lo más profundo, hasta la institución del aśvamedha , que es el soberano entre los sacrificios, Mṛtyu y Prajāpati han procedido uno en la horma del otro, como dos dobles de sí mismos. Pero sólo entonces, en las Upaniṣad «del bosque», se formula la obsesión lacerante de los ritualistas védicos, que en los Brāhmaṇa aparece de manera más fugaz: la «muerte recurrente», punarmṛtyu , el supremo entre los males que se pueden sufrir . La poten cia que le permite sustraerse es el mismo Mṛtuy , Muerte: «Evita la muerte recurrente, la muerte no puede alcanzarlo, Mṛtyu se convierte en su Sí, se convierte en una de estas divinidades [la que sabe así].» ¿Cómo se había llegado a esta sorprendente inversión, por la que Muerte se convertía en la liberación de la muerte? Había sido un proceso en varias etapas. Al principio: «Prajāpati creó a las criaturas: con el aliento ascendente hizo a los dioses, con el descendente a los mortales. Por encima de las criaturas, creó a Muerte como aquel que las devora.» Más adelante, en el mismo kāṇḍa del Śatapatha Brāhmaṇa , se hablaba de Prajāpati que, «después de haber creado las cosas existentes, se sintió vacío y tuvo miedo de Muerte». Más adelante aún se dice: «Muerte, que es el mal ( pāpmā mṛtyuḥ )»derrotó a Prajāpati mientra s estaba creando. Cuanto más se avanza en el texto tanto más Mṛtyu se acerca a Prajāpati y lo asedia: prese ncia inminente y, en fin, desafiante. Cuando se llega a la Bṛhadāraṇyaka Upaniṣad , la situación se ha invertido: no se habla ya de Prajāpati, el sujeto es Mṛtyu, y Muerte se somete a todas las prueb as, a todas las fatigas atrave sadas por Prajāpati. ¿Significa esto que en la Upaniṣad se opera un cambio radical de perspectiva? No, sin duda. Todo estaba preparado. Ya en el décimo kāṇḍa del Śatapatha Brāhmaṇa se leía que Prajāpati es «el Año, la Muerte, el Fin». A los ocho años, el pequeño brahmán se presentó al maestro y le dijo: «He venido para convertirme en discípulo.» Entonces el maestro le preguntó: «¿Ka (Quién , Cuál) es tu nombre?» La pregunta contenía la respuesta: «Ka es tu nombre». En ese momento el discípulo entraba en la sombra de Prajāpati, asumiendo incluso su nombre: «Así él hace que pertenezca a Prajāpati y lo inicia.» Todo lo demás era una consecuencia. El maestro tomaba la mano derecha del discípulo y decía: «Eres discípulo de Indra. Agni es tu maestro.» Poderosas divinidades, que arrojaban una sombra. En esa sombra se encontraban Prajāpati y el discípulo mismo, que en ese instante se encaminaba hacia una larga transformación que iba a extenderse durante doce años. «Prajāpati es en verdad ese sacrificio que aquí se celebr a y del que han nacido estas criaturas; y de la misma forma siguen naciendo hoy.» Estas palabras, escandidas con claridad, se encuentran, idénticas, en otras tres ocasiones, y a breve distancia. Suenan como una advertencia, un acuerdo inicial. Nos recuerdan que la teología de Prajāpati es ante todo una liturgia. No se trata sólo de reconstruir cuáles fueron, en el origen, los actos de Prajāpati para que los seres fueran engendrados. Se trata ahora de ejecutar actos semejan tes para que los seres sigan siendo engendrados. La acción de Prajāpati es ininter rumpida y perenne. Es la acción que se cumple en la mente, en cada mente, sea o no consciente de ello, cuando en su extensión inarticulada y sin límites se recor tan formas que tienen un perfil y se distinguen de lo demás. Para los videntes védicos, la cosmogonía no era el relato canónico de los orígenes, sino un género literario, que admitía un número indefinido de variantes. Todas ellas, sin embargo, eran compatibles: iva, «por así decir». O al meno s todas convergían en un punto que nunca faltaba: el sacrificio. El sacrificio era la respiración de las cosmogonías múltiples: historias de un sacrificio específico que al mismo tiempo fundaban el sacrificio. Sobre lo que le sucedió a Prajāpati en el origen existen versiones numerosas y divergentes en el seno de una misma obra. La nueva versión sirve en cada ocasión para explica r algún detalle del mundo tal como es. Si las historias de Prajāpati no fueran una pluralidad irreducible, el mundo sería más pobre, menos ágil, menos capaz de metamorfosis. Cuanto más variado es el origen, tanto más densa e impenetrable es la textura del todo. Para designarla se suele hablar de «los tres mundos»: el cielo, la tierra y el espacio atmosférico. Todo lo que sucede se desarrolla entre estos tres estadios de la realid ad. Lo cual bastaría para hacer el conjunto suficientemente complejo, puesto que las relaciones entre estos tres niveles son muy densas. El ritualista es el hombre de la duda. Por cada acción que realiza lo acucia una pregunta: ¿será ésta la acción a realizar? ¿Cubrirá esta acción toda la realida d? ¿O quedará todavía una realidad exterior , que esta acción no consigue modificar? Así, en un determinado momento, el ritualista apunta a un cuarto mundo . Si este mundo existiese sería una revelación desconcertante, porque todo lo que se ha hecho hasta ahora sólo se refiere a tres mundos. ¿No bastaría la pura existencia del cuarto para que tal visión se desvaneciera? ¿No será acaso, ese cuarto mundo, ultrajado por el hecho de no haber sido tomado nunca en consideración? Sin embargo, «no se puede afirmar que el cuarto mundo exista». Por tanto, se reconoce que existe una duda insalvable acerca de la existencia misma de un mundo entero. ¿Cómo hacer? El ritualista está acostumbrado a abrirse paso, a veces provisionalmente, en esta maraña. Si es incierta la existencia del cuarto mundo, «incierto es también lo que sucede en silencio». Era necesario entonces agregar , a los actos que se cumplen durante la recita ción de la fórmula, un acto ulterior , que se realiza en silencio. Ese acto será el reconocimiento de que el cuarto mundo podría existir. Eso basta para ir más allá, hacia otros actos. Pero esa duda silenciosa permanece en el fondo de todas las especulaciones. Hasta que de pronto, lateralm ente, y con el desdén característico de lo esotérico, se manifiesta la frase que incluye la respuesta esperada: «Prajāpati es el cuarto mundo, además y más allá de estos tres.» Las respuestas a los enigmas tienen un rasgo peculiar: se vuelven enseguida otros tantos enigmas, aún más radicales. Es lo que sucede en este caso. Si Prajāpati es el «cuarto mundo» -y la existencia del cuarto mundo es «incierta»- la existencia misma de Prajāpati sería incierta: remontándose hacia aquel que ha dado origen a los seres no se encuentra nada más seguro y sólido, sino algo acerca de lo cual resulta del todo legítimo poner en duda su existencia; algo que, sin embargo, se puede ignorar sin que disturbe de ningún modo el funcionam iento del todo, de esos «tres mundos» a los que continuamente tenemos que enfrentarnos. Es aquí deslumbrante la audacia teológica de los ritualistas: implícita en el misterio está la capacidad de instalar la duda sobre la propia existencia, la capacidad de dejar existir el todo sin que resulte necesario recurrir al misterio
  • 🧠 Mystical Seers of Vedic Wisdom

  • 🔥 Tapas (ardor) fuels the universe through mental incandescence, allowing the ancient ṛṣi (seers) to "see" the Vedic hymns rather than compose them, generating cosmic power through internal heat
  • 👁️ The Saptarṣi (Seven Seers) occupy a paradoxical position in Vedic cosmology—neither gods, demons, nor humans—existing before manifestation yet intervening in daily affairs, maintaining cosmic order while simultaneously threatening it
  • 💭 Manas (mind) precedes both the manifested and unmanifested universe, existing as the primordial consciousness before anything else, making it both supremely powerful yet perpetually uncertain of its own existence
  • 👫 The relationship between the Seers and their celestial consorts (the Pleiades) reveals deeper tensions within divine order, particularly between Brahmā's ritual authority and Śiva's disruptive power
  • 📚 The ṛṣi function as both guardians of world order and originators of sacred narratives, with figures like Vyāsa and Vālmīki not merely recording but participating in the very stories they preserve
mismo. Nada protege tanto al misterio como la elusión de su propia presencia. Prajāpati: el ruido de fondo de la existencia, el rumor constante que antecede a todo perfil sonoro, el silencio detrás del cual se advierte la acción de una mente que es la mente. Es el Es del suceder , quinta columna que acecha y sostie ne todo acontecimiento. V. AQUELLOS QUE VIERON LOS HIMNOS De los himnos del Ṛgveda se dice que fueron vistos por los ṛṣi. Por eso los ṛṣi puede ser definidos como «videntes». Vieron los himnos como se ve un árbol o un río. Eran los seres más desco ncertantes del cosmos védico, los más difíciles de explicar . Los que dominaban entre ellos eran los Siete que residían en la Osa Mayor , los Saptarṣi; no carecían de afinidad con los Siete Sabios helénicos, con los abdāl islámicos y con los Siete Apkallu del Apsu acadio. Sin embargo, había algo en la naturaleza de los ṛṣi que era un escándalo epistemológico: sólo a ellos les era concedida la pertenencia a lo no manifestado y, al mismo tiempo, la intervención en los hechos de todos los días, que ellos regían secretamente. Ya era alarmante que una categoría metafísica, el asat, lo «no manifestado», fuese a la vez una categoría de seres que tienen un nombre. Así Hermann Oldenberg sintió enseguida la necesidad de allanar el camino de interpretaciones erróneas: «Este no ser era un no ser de espe cie bastante distinta respecto al de Parménides; aquí encontramos muy poco de su rigor en el tratamiento, con apasionada gravedad, del no ser de lo no existente.» La incomodidad de Oldenberg estaba justificada y se advierte en ella el orgullo de quien había sido educado en la idea decimonónica de clasicismo. Con los ṛṣi, de hecho, el movimiento sigue una dirección completamente distinta. Sólo el punto de partida es común : ese asat que Oldenberg traduce como «no ser». Pero si el asat es los ṛṣi, el no ser sería entonces una categoría de los seres. Éstos, a su vez, coincidirían con los «alientos vitales», prāṇa , y aquí se entra en la fisiología. Por otra parte, el no ser actúa practicando el tapas , el «ardor» que satura la concie ncia. Demasiados elementos palpables son atribuidos a este no ser. Sobre todo, demasiados elementos que después siguen mostrándose y actuando en lo existente, en cualquier existente. De este modo forman una red de grietas, como insinuando que no todo aquello que aparece en lo existente pertenece a lo existente. Estos pasajes metafísicos no eran convenientes para Occidente. Oldenberg contenía a duras penas la indignación: «El no ser se pone a pensar , a actuar con tal celeridad, a despecho de todo Cogito ergo sum, como un asceta que se apresta a realizar algún truco de magia.» Oldenberg creía haber enunciado una paradoja, si no un absurdo. Sus palabras podrían ser entendidas, a la vez, como una sobria y precisa descripc ión. De lo alto de sus astros los ṛṣi lo observaba n, con esa exasperante gravedad suya, divertidos por el sarcasmo. Los videntes védicos habían visto los himnos del Ṛgveda , así como otros de ellos habían encontrado los ritos que más tarde serían celebra dos y estudiados. El conocimiento consistía en toparse con algo preexistente, cuya percepción los dioses permitían de improviso. Los dioses no se preocupaban por educar y guiar al género humano, acerca del cual tenían sentimientos encontrados, a veces benévo los y a vece s hostiles. Así, «en cada ocasión, siguiendo el capricho del momento, la potencia celeste comunica al hombre un fragmento u otro de invalorable saber» (de nuevo Oldenberg). ¿Cómo se depositó y articuló ese saber? Demasiado perfecta la métrica, demasiado colorido el léxico, demasiado compleja la composición del conjunto para que el Ṛgveda , que es la materialización de ese saber , no presuponga una larga elaboración, realizada desd e antes de su descenso en India, en presencia de otros paisajes , hacia el noroeste, y de otras auroras. En ciertos himnos se reconocen huellas, como siempre enigmáticas, de esas vicisitudes. La más deslumbrante poesía arcaica es ya arcaizante, como si la primera estatuaria griega hubiera sido la del Maestro de Olimpia. En el momento en que se nos aparece, transmitida a través de millares de memorias, sin variantes, la palabra de los ṛṣi se mostraba ya «tributaria de una larga tradición docta». El Ṛgveda era ya una saṃhitā , una «recopilación», una antología que «mezcla una masa más antigua, menos diferenciada, de la que los jefes de clanes y de escuelas habrían dispuesto en momentos diversos». Cuando algo (o alguien) es creado, producido, emanado, compuesto -sobre todo si es en los orígenes del mundo-, los textos védicos dicen en innumerables ocasiones que eso sucede por medio del tapas , del «ardor». ¿Pero qué es el tapas ? Influidos por las traducciones cristianizantes («ascesis», «penitencia», «mortificación») que han tenido lugar desde las primeras ediciones decimonónicas (que todavía circulan), muchos hinduistas evitaron la cuestión. Desp ués de todo, se sabe que en India la presencia de los ascetas, penitentes y devoto s que se mortifican es más notoria que en cualquier otro lugar . Serían ellos los últimos practicantes del tapas . La cuestión parecería resolverse mediante el envío a una espiritualidad genérica. Ahora bien, el tapas es sin duda una forma de ascesis, en el sentido originario de «ejercicio», pero se trata de un ejercicio altamente peculiar , que implica el hecho de desarrollar calor . Tapas es palabra afín al tepor latino; indica un fervor , un ardor . Aquellos que practican el tapas podría n ser definidos como «los ardientes». Se trata de un calor que puede convertirse en una llamarada devastadora. Así sucedía con algunos ṛṣi, que cada tanto sacudían el mundo. Los ṛṣi no son dioses, no son demonios, no son hombres. Con frecuencia, sin embargo, aparecen antes que los dioses, antes incluso que el ser del que los dioses emanaron; con frecuencia muestran poderes demoníacos; con frecuencia se mueven como hombres entre los homb res. Los textos védicos muestran indiferencia frente a estas incompatibilidades, como si no las reconocieran, quizá porque los himnos del Ṛgveda están compuestos por los propios ṛṣi. En vano se buscará en otros lados, en otros lugares o épocas, figuras que reúnan en sí sus características, convergentes en una: la incandescen cia de la mente. Mediante ella los ṛṣi eran capaces de investir a cualquier otro ser, ya se tratara de dioses, hombres o animales. Los ṛṣi alcanzaron un grado de conocimiento inaccesible no ya porque pensar on determinad os pensamientos, sino porque ardían . El ardor está antes que el pensamiento. Los pensamiento s emanan como vapor de un líquido caliente. Mientras los ṛṣi permanecían sentados, inmóviles, y miraban los acontecimientos del mundo, en ellos giraba una espiral candente de la que, un día, se desprenderían las fórmulas de los himnos del Ṛgveda o las «grandes frases», mahavākya , de las Upaniṣad. Nada más equivocado que pensar en los ṛṣi, y ante todo en los Siete Videntes, como seres aposentados y afables, aleja dos de las vicisitudes del mundo. Por el contrario, si el mundo prosigue su curso, se debe en primer lugar a las enormes reservas de tapas que los Siete Videntes inyectan, momento tras momento, en las venas del universo. Pero ese mism o tapas puede, en ocasiones, apuntar contra el propio mundo, y asolarlo. Tampoco se puede afirmar que esa masa de ardor incandescente se deja manejar por los ṛṣi. Cuando uno de los Siete Videntes, Vasiṣṭha, desesper ado por la muerte de su hijo, decidió matarse, su tapas se lo impidió. Se precipitó desde una gran roca pero cayó sobre un enorme loto como en un blando lecho. Su tapasera demasiado poderoso para permitir que su portador se extinguiera. Pertenece a los ancestros, y nunca fue del todo esclare cida, la cuestión de las relacione s entre los Siete Videntes y sus concubinas, las Pléyades. En sus residencias celestes, los Saptarṣi marcaban el norte con la Estrella Polar . Si alguna vez las llamaron también «osos», ṛkṣa, se puede pensar que en su aspecto algo recordaba a esos animales, así como los Siete Apkallu sumerios, las «Carpas Santa s», parecen revestidas por las escamas de los peces que ese nombre evoca. Los Saptarṣi eran tres parejas de gemelos, más «un séptimo nacido por sí solo». Amados y respetad os por sus concubinas, estaban sin embargo separados de ellas por una gran extensión de cielo, porque las Pléyades surgen al este. Así apareció el prime r amante, Agni, el primer seductor clandestino que persigue a las mujeres solitarias, descuidadas por sus maridos. Empezó lamiendo con sus llamas los dedos de los pies de las mujeres de los ṛṣi cuando se reunían en torno al fuego. Finalmente terminó por ser amante de cada una de ellas. Sólo la austera Arundhatī lo rechazó. Un día, cuando las Pléyad es descendieron a las aguas de un cañaveral para unirse al fugitivo Agni, se reencontraron con un viejo amante en dificultades. Los ritualistas se preguntaba n, en el momento de determinar el lugar para los fuegos: ¿hay que rechazar la protección de las Pléyades, en cuanto adúlte ras, o bien acogerlas por esa misma razón, en cuan to traicionaron a los ṛṣi con Agni? La disyuntiva era: o bien situar los fuegos bajo las Pléyades, buscando de algún modo su mirada cómplice; o, al contrario, mantenerse lejos de ellas, en cuanto ejemplo de adulterio, o al menos de la distancia en la pareja (en este punto el ritualista observaba, con aflicción, que «es una desgracia no tener relaciones [con la esposa]»). En ese dilema se renovaba una cuestión delica da y recurrente. Los ṛṣi son sabios de inmenso pode r, temibles en la ira, con frecuencia desdeñosos y estrictos con los dioses. Pero no pueden asegurarse la fidelidad de sus mujeres. Las Pléyades, muy bellas y también ellas estrictas, no supieron resist irse a la seduc ción de un dios. Eso sucedió con Agni, que fue amante de ellas durante largo tiempo. El episodio más escandaloso fue la visita de Śiva al Bosque de los Cedros, cuando todas lo siguieron danzando, presas de la ebriedad. Esa historia, precisamente, revelaba un fondo de venganza cruel. Porque los ṛṣi eran ante todo los maridos elegidos por Dakṣa para sus hijas. Śiva era el que le había llevado a Satī, la hija predilecta, a Dakṣa, contra la volun tad de su padre. Así nació la tensión que al final haría arder el cuerpo de Satī. Entonces Śiva, a través de los ṛṣi, se reía de todo lo que en el mundo siguiera representando la autoridad de Dakṣa, el poder sacerdotal. Remontando hasta sus orígenes en el interior de lo divino, esas historias eran la nueva manifestación, en términos eróticos, de la tensión entre Brahmā y Śiva, por la que Śiva había segado la quinta cabeza de Brahmā y después había vagado largamente vestido como un mend igo, con la calavera del dios sujeta en la mano como si fuera un cuenco. ¿Cómo había nacido la tensión entre Brahmā y Śiva? Cuestión oscura, de la que es difícil averiguar algo. Si de Brahmā descie nde el orden y la autoridad sacerdotal, Śiva es la perpetua certe za de que en un determinado momento ese orden será derribado, que no resistirá la embestida de una fuerza que existe más allá del rito. Así fue como ese orden se desin tegró en el curso de la historia. Así, las esposas de los Saptarṣi no habían podido resistir el constante, apasionado cortejo de Agni. Los videntes védicos conside raban que el pasaje de la mente de un pensamient o a otro, igual que su precipitarse cada vez más en el mismo pensamiento, era el modelo de todo viaje. Para hablar de océanos, montañas y cielos no había necesidad de exploraciones temerarias. Podían permanecer inmóviles junto a sus equipajes, en una pausa de sus migraciones. El resultado podía ser el mismo. Viajar es una actividad eminentemente invisible, pensaron. En todo caso, se manif iesta en una serie de gestos litúrgicos. Por eso, en los rituales de la ascensión se preocupaban ante todo del ascenso de la mente, único corcel capaz de llevarlos hasta los dioses. Se murmuraba: «Sí, lo que transporta hasta los dioses es la mente.» La actividad de la que depende y desciende la creación entera es sólo mental. Pero de una especie que enseguida manifiesta la eficacia de la mente sobre lo que le es exterior . Los efectos de lo exterior están, para la mente , en el interior del propio cuerpo. Así se produce una combustión invisible, una progresiva tibieza, hasta alcanzar el ardor que acompaña al obrar de la mente. Es el tapas , bien conocido para los chamanes siberianos, ignorado o clandestino en el pensamiento occidenta l. Ubicuo y soberano, raras veces es definido en sus poderes, porque son demasiado evidentes. Pero en ocasiones el ritualista se permite precisarlas: «En verdad con el tapas conquistan el mundo.» Lo que actúa sobre el mundo, lo que lo inviste es el tapas , el ardor interno de la mente. Sin él cada acto, cada palabra resultan inertes . El tapas es la llama que ocultamente o de modo manifiesto recorre el todo. El sacrificio es la ocasión para que se encuentren y se unan esas dos modalidades del ardor , visibles en el fuego, invisibles en el oficiante. Ésta es la máxima aproximación concedida, si se quiere nombrar el dato más elusivo e inevitable: la sensación de estar vivos. Reducida a su esencia al mismo tiempo propioceptiva y termodinámica, es la sensación de algo que se está quem ando, algo que arde sobre un fuego lento y constante. Las otras características se agregan y superponen a esto, que es el presupuesto y la base. Por eso el término «extinción», nirvāna , predicado por el Buda, debía aparecer como la negación por excelencia de aquello que se presentaba como la vida misma. Por eso el sacrificio, en cuanto acto de quemar , debe aparecer como la más precisa equivalencia visible de ese estado que es el fundamento de la vida misma. Les estaba reservado a los ṛṣi el rol de guard ianes y garantes de la orden del mundo. A ellos les estaba reservada asimismo otra función, que era una permanente amenaza para la estabilidad del orden del mundo. Los ṛṣi eran el origen de las historias. En la madeja inagota ble de las vicisitudes de los hombres y de los dioses, en cada articulación se encontraba la maldición o la «gracia», vara, de un ṛṣi. Las grandes narraciones épicas como el Mahābhārata o el Rāmāyaṇa , parecidos a enormes árboles frondosos, se presentaron un día como obras de un ṛṣi, Vyāsa o Vālmīki. Incluso antes de eso, el arma zón de las historias que contaban se debía a los actos de los otros ṛṣi, entre los cuales podía entreverse también a aquel que más adelante sería el autor del poema que contaba esas historias. Así sucede con Vyāsa y el Mahābhārata , como si Hom ero hubiese sido uno de los héroes griegos que se batían bajo los muros de T roya. No se conservaron restos arqueológicos de reinos védicos, pero el Ṛgveda evoca en varios pasajes ataques y batallas. Son episodios que culminan en la «guerra de los diez reyes», en la que Sudās, el jefe de los Bharata armados de hachas, consiguió derrotar a una coalición de diez potentados -Ārya y no Āryaque los cercaban. Así se impusieron los Bhar ata, con el nombre que todavía hoy designa a los hindúes. O al menos esto se puede dedu cir, porque los himnos no cuentan nunca una secuencia de hechos, pero aluden a ellos, dirigiéndose a los hombres que ya los conocen. ¿Cuáles fueron los rasgos destacad os de esa guerra? Para definir a los enemigos de los Bharata, el texto declara sólo que eran «sin sacrificio (áyajyavaḥ )». Eso era suficiente. Toda guerra -se sobrentendía- era guerra de religión. En cuanto a los Bharata mismos, los apoyaban a la vez Indra y Varuṇa, divinidades no siempre amigas. ¿Cómo había sido posible ese prodigio? Gracias a la obra de un vidente, el ṛṣi Vasiṣṭh a, que había tejido esa alianza y se había instaurado como capellán de los Bharata, expulsando a otro vidente, Viśvāmitra, que se pasó de inmediato a las filas enemigas. Desde entonces fue incesante su lucha. Peleaban sentados sobre riberas enfrentadas del Sarasvatī y sus voces traspasaban las olas impetuosas. Incluso cuando Vasiṣṭha transformó a Viśvāmitra en una garza -y Viśvāmitra a su vez transformó a Vasiṣṭha en grulla-, siguieron batiéndose en el cielo con furiosos golpes de pico. Se detestaban por profundos motivos teológicos, «todos ellos debidos al apego y a la aversión, siempre llenos de deseo y de ira». En una ocasión, Viśvāmitra había amenazado con destruir los tres mundos, pero Vasiṣṭha contaba con un secreto: era el único entre los ṛṣi que había visto a Indra «cara a cara». Incluso cuando los himnos se refieren a las batallas no se conforman con evocar a los reyes, los guerreros y sus campañas, sino también a los dioses y a los ṛṣi, como si sólo entre ellos pudieran suceder choques decisivos. Si Sudās, al fin, se reveló como un gran soberano, no fue porque derrotase a los diez reyes sino porque un día Vasiṣṭha le enseñó a celebrar un tipo particular de sacrificio del soma . Sudās se lo agradeció: le regaló doscientas vacas, dos carros con mujeres, joyas y cuatro caballos. VI. SOB RE LAS AVENTURAS DE MENTE Y PALABRA Manas , «mente» (que será el latín mens ), «pensamiento». En primer lugar , el mero hecho de ser conscientes, de estar despie rtos. Para los hombres védicos, todo descendía de la conciencia, en el sentido de puro conocimiento, despojado de cualquier otro atributo. La invocaron con delicadeza, como «la divina que se acerca desde lejos cuando nos despertamos y que se desvanece cuando nos dormimos». Como «aquella gracias a la cual los vidente s, hábiles artífices, obran el sacrificio y los ritos». Dijeron que era un «prodigio inaudito, encer rado en los seres». Reconocieron allí «lo que rodea todo lo que fue, es y será». La llamaron «firme en el corazón y sin embargo móvil, infinitamente veloz». La inigualable velocidad de la mente: aquí acaso por primera vez era nombrada, evocada, adorada. Además, este deseo, repetido con frecuencia: «Pueda lo que ella [la Mente] concibe serme propicio.» La mente es una potencia externa, semejante a las de los dioses y superior a los dioses, que concibe en soledad y puede, por su gracia, reflejarse en la mente de cada uno. El primer deseo, el más alto, es que eso pueda sucede r de manera «propicia». Entonces manas actuaría como «un buen auriga», se volvería aquel «que dirige poderosamente a los hombres como corceles, con las riendas». El absolutismo de la mente, presupuesto del pensa miento védico, no significaba la omnipotencia de la mente, como si se le atribuyeran a la mente soberanos poderes mágicos. De haber sido así, el resultado habría consistido en una construcción poco refinada, equiv alente en todo -aunque en sentido inverso- a aquella en que tales poderes sober anos fueron atribuidos a una entidad llamada «materia». Para entender la potencia singular de la mente hay que remontarse al estado más misterioso, aquel en que «lo no manifestado (asat) no existía ni existía tamp oco lo manifestado (sat)». Las mismas palabras se leen en un pasaje del Śatapatha Brāhmaṇa , con el agregado de un iva, «por así decir », que aumenta la incertidumb re y el misterio. Con una aclaración de la que se deriva todo el resto: «Enton ces existía sólo esta mente (manas). » ¿Qué es, entonces, la mente? De todo lo que existe es el único elemento que estaba antes de que existiera lo manifestado y lo no manifestado. Una especie de cáscara respecto de cualquier cosa que exista o no exista. Mente es el único elemento del que no hay salida . Cualquier cosa que suceda o haya sucedido, mente ya estaba allí. Mente es el aire en el que respira la conciencia. Por eso hay conciencia antes de que exista algo de lo que tener conciencia. Los guardiane s llegan antes que aquello que deben observar y vigilar . Los ṛṣi son anteriores al mundo. El hecho de que manas estuviera ya antes de que el todo se dividiese entre lo manifesta do y lo no manifestado confiere a la mente un privilegio ontológico respecto de cualquier otro elemento. El mundo podrá ser infinito, pero no conseguirá borrar esa entidad que desde siempre lo observa. Por otra parte, la imagen de un cosmos totalm ente privado de conciencia es algo que muchos han presupuesto pero nadie ha conseguido nunca representarse. Sin embargo, sería ésa la visión positivista más radical: ¿no era acaso la mente un epifenómeno ? Si la concie ncia debe ser algo que pertenece sólo a las funciones superiores (como se solía decir), ¿qué pasaba antes de que esas funciones tomaran forma? Debía existir una especie de naturaleza intacta. Pero ¿naturaleza respecto de qué? Si, como querría en cambio la visión evolucionista -rama vigorosa que se desgaja del árbol del positivismo-, la conciencia fuese algo que emerge en un determinado momento, como los pájaros o los insectos, ¿cuál hubiera sido la historia precedente? Una larga serie de masacres entre autómatas, admitiendo la convicción de que los autómatas no tienen conciencia. Por otra parte, el hecho de haber estado presente antes aun de la escisión entre lo manifes tado y lo no manifestado infunde a la mente una particular debilid ad. Lo mismo sucedería con la otra hipótesis, de que la mente haya nacido completamente de lo no manifestado: «Eso no manifestado, que estaba solo, se hizo entonces mente, diciendo: Quiero ser.» Es verdad que nadie más iba a atribuirle tal preeminencia, porque manas es de todas formas el prime r ser emitido por lo no existente, pero al mismo tiempo su proximidad al origen hace dudar a la mente acerca de su existencia. Por una parte manasteme la propia inconsistencia, el reflujo del asat; por otra parte la mente se siente tentada de verlo todo como una alucinació n, porque de hecho todo surgió de la mente. Esta invencible incertidumbre, que constituye la angustia peculiar de la mente, se transmite a Prajāp ati, el dios más cercano a la mente, el único del que se dice que es la mente: «Prajāpati es, por así decir , la mente»; «la mente es Prajāpati». El mundo puede funcionar sin recurrir a la mente, así como los dioses avanzan a través de sus vicisitudes sin necesidad de referirse a Prajāpati. En una ocasión el propio Prajāpati se saltó su turno mientras dividía entre los dioses las partes del sacrificio. Fue el prime ro en comportarse como si él mismo no contase. En efecto, la mente puede fácilmente convencerse de que no existe. Nacida antes de lo existente, está continuamente tentada de considerarse inexistente. En cierto modo su existencia no es nunca plena, porque siempre está mezclada con algo que estab a antes de que existiera algo. Eso basta para hacerla dudar . Manasā , «men talmente», «con la mente», es palabra que aparece en ciento diecisé is ocasiones en el Ṛgveda . Nada semejante se puede encontrar en otros textos fundaciona les de una civilización. Es como si los hombres védicos hubieran desarrollado una peculiar lucidez y obsesión en relación con ese fenómeno que llamaban manas , «mente», y que se les impo nía con una evidencia desconocida en otras latitudes. La primera pareja, aquella de la que descienden todas las demás, no podía estar forma da sino por Mente y Palabra, Vāc (el latín vox). Mente es Prajāpati, a quien, en efecto, se dirige la primera oblación; Palab ra son los dioses. De este modo, a
  • 🧠 Mind and Word Dynamics

  • 🔄 Mind and Word operate on different levels of being but must be yoked together to effectively transport offerings to the gods—Mind carries sacrifice during silence, Word during spoken utterance
  • ⚖️ The relationship between these powers is fundamentally unbalanced—Mind is "much more unlimited" than Word, requiring special metaphysical adjustments to maintain equilibrium in ritual practice
  • 🏹 The cosmic power struggle between Devas (gods) and Asuras (demons) manifested through Mind and Word—Devas claimed Mind and sacrifice while Asuras took Word and earth, until the Devas seduced Word away
  • 💔 Indra's violent intervention in the union of Sacrifice (Yajña) and Word (Vāc) established the permanent discord between Mind and Word that defines human consciousness
  • 🌏 This fundamental divergence—"Mind is in truth more than Word"—marks the essential division between Eastern and Western metaphysical traditions
  • 🦜 The dual nature of consciousness is revealed through the Vedic image of two birds on the same tree—one eating fruit (the ego/aham) while the other merely watches (the Self/ātman)—establishing the foundation for understanding the relationship between self and reality
Indra, rey de los dioses, se ofrenda la segunda oblación. Estas dos potencias pertenecen a dos niveles distintos del ser, pero para mostrarse eficaces deben unirse, uncirse , mediante oportunos artificios. Por separado, Mente y Palabr a son impotentes, o por lo menos insuficientes para transportar la ofrenda hasta los dioses. El caballo de la mente debe dejarse embridar por la palabra, con los metros; de otro modo se perdería. ¿Cómo se percibirá, en el rito, momento a momento, la acción de ambas potencias? «Cuando se hace en voz baja, la mente transporta el sacrificio hasta los dioses; en cambio, cuand o se hace en voz alta, la palabra lleva el sacrificio hasta los dioses.» Será entonces la alternancia incesante entre murmullo (o silencio) y palabra clara y distinta el modo en que percibiremos la acción combinada de Mente y Palabra, como una oscilación perpetua entre dos niveles que no pueden sino ser simultáneos para que aquello que se realiza resulte eficaz. No basta, sin embargo, con establecer cuáles son las únicas dos potencias que pueden transportar la oblación hasta los dioses. Los ritualistas amaban el detalle y las listas de correspondencias. No se contentaban, como harían más tarde los metafísicos occidentales, con establecer una polaridad. ¿Por dónde comenzar , entonces? Por cucharones y cucharas. Manas , que es el elemento masculi no (aquí la especulación debe recurrir a un leve forzamiento lingüístico, porque manas es neutro), corresponderá a «cucharón», sruva (sustantivo masculino), con el que hará «esa libación que es la raíz del sacrificio»; mientras que vāc, que es el elemento feme nino, corresponderá a cuchara con pico, sruc (sustan tivo femenino), con la que ofrecerá «la libación que es la cabeza del sacrificio». Por otra parte, el silencio pertenecerá a la mente, porque «indef inida es la mente e indefinido es lo que sucede en el silencio». La mente corresponde a la posición sentada, la palabra a la posición erecta. El punto más delicado radica en la búsqueda de un equilibrio entre Mente y Palabra. Estos dos seres no son equivalentes. La mente es «mucho más ilimitada». Cuando, juntas, se convierten en el yugo para el caballo de la oblación, esta desproporción se pondrá de manifiesto. El yugo quedará inclinado del lado más pesado, que es el de la mente. Por eso no será eficaz, entor pecerá el movimiento. Hará falta entonces insertar una tabla de apoyo del lado de la palabra, para volver a equilibrar los pesos. Esta tabla de apoyo es una sublime intuición metafísica, y sólo gracias a ella la oblación puede alcanzar a los dioses. El motivo de esta tabla ayudará a comprender por qué la palabra no está nunca entera, sino siempre agrietada o compuesta de varios elementos, amen azada de inconsistencia, o en todo caso de la insuficiencia de su peso. Las relaciones entre Mente y Palabra fueron siempre tensas y turbulentas. Una vez se asaltaron como dos guerrer os, o dos amantes. Cada una pretendía destacar por encima de la otra. «Mente dijo: “Seguramente yo soy mejor que tú, porque tú no dices nada que yo no comprenda; y porque tú imitas lo que hago y sigues mi estela, seguramente soy mejor que tú.” »Palabra dijo: “Seguramente soy mejor que tú, porque hago que se comprenda lo que tú conoces, hago que se entienda.” »Llamaron a Prajāpati para que decidiese, y decidió en favor de Mente. Dijo [a Palabra]: “Men te es sin duda mejor que tú, porque tú imitas lo que hace Mente y sigues su estela”; y, en verdad, quien imita lo que hace otro y sigue su estela es inferior a ese otro. »Entonces Palabra, habiendo sido contradicha, quedó consternada y abortó. Ella, Palabra, dijo entonces a Prajāpati: “Que yo no sea jamás aquella que te lleva las oblaciones, yo que he sido rechazada por ti.” Por eso, cualquier cosa que en el sacrificio sea celebrada por Prajāpati, es celebrada en voz baja; porque Palabra no volvió a ser portadora de oblaciones para Prajāpati.» La disputa entre Mente y Palabra por la primacía recuer da a la que tendrá lugar en Grecia entre palabra dicha y palabra escrita. Quizá en este deslizamiento de planos radica la diferencia irrevocable entre Grecia e India: en Grecia la Palabra, el Logos, toma el lugar que en India tiene Mente, Manas. Por otra parte, los argumentos del contraste son los mismos. Lo que en India fue tachado de secundario, imitativo y derivado (la Palabra) se vuelve en Grecia la potencia que dirige las mismas acusaciones a la palabra escrita . En Grecia, lo que sucede se desarrolla en el interior de la palabra. En India, tiene origen en algo que precede a la palabra: Mente. Así como los Devas progresivamente se olvidaron de Prajāpati, pero después de un largo periodo en el que le pidieron ayuda, sobre todo mientras debieron combatir con sus hermanos mayores, los Asura, así los Olímpicos se consideraron desde el principio la realidad última, relegando entre las historias oscuras y crueles de los orígenes las empresas de Cronos y de su «mente retorcida», que sin embargo había dado al cosmos sus medidas y su orden. La guerra entre los Deva y los Asura adoptó múltiples modos y concluyó de muchas maneras, si bien el resultado fue siempre el mismo: la victoria de los Deva. Antes de alcanzarla, sin embargo, acontecieron muchas vicisitudes y muchos percances. Fue decisivo el momento en el que los dioses se atrincheraron en la Mente y los Asura en la Palabra. Mente quería decir sacrificio. La propia naturaleza de Mente la hacía coincidir con el sacrif icio y el cielo. Esto se declara en la historia que justifica la prescripción, para el sacrificante, de atar un cuerno de antílope negro en su vestimenta: «Después de eso, él ata un cuerpo de antílope negro en el borde de su vestido. Entonces los Deva y los Asura, ambos engendrados por Prajāpati, adquieren la herencia del padre: los Deva tomaron la Mente y los Asura la Palabra. Por eso los Deva tomaron el sacrificio y los Asura la palabra. Los Deva tomaron aquel cielo y los Asura esta tierra.» Así sucedió que la guerra entre la Mente y los Asura se transformó en la historia de las relaciones entre un ser masculino, Yajña, Sacrific io, y un ser femenino, Vāc, Palabra, heraldo de los Asura. En este punto se disiparon las escuadras enemigas y el fragor de las armas. El escenario se vació, preparándose para albergar la primera comedia amorosa. Los Deva espiaban entre bambalinas. Ya no eran guerreros sino apuntadores, murmurantes. Apenas vieron el esplendor de Vāc, pensaron que para derrotar a los Asura bastaba con quita rles a esa mujer . Tan imper ioso debía ser el poder emanante de la Palabra. No sólo es verdad, como escribe Heródo to, que el rapto de una mujer está en el origen de todas las guerras; también es cierto que la conquista definitiva de cierta mujer sella el final de la guerra. Así los Deva comenzaron a susurrar a Yajña el modo de seducir a Vāc. Lo que sucedi ó marcó el canon de la aproximación entre hombre y mujer como un etograma que permanecería, durante siglos, básicamente igual. «Los Deva dijeron a Yajña, Sacrificio: “Esa Vāc, Palabra, es una mujer: hazle una señal y ella sin duda te llamará a su lado.” O, quizá, él mismo pensó: “Esa Vāc es una mujer: le haré una señal y ella sin duda me llamará a su lado.” Entonces le hizo una señal. Sin embargo, ella al principio lo desdeñó, desde lejos; por eso una mujer , cuando un hombre la llama, al principio lo desdeña, desde lejos. Él dijo: “Me ha desdeñado, desde lejos.” »Ellos dijeron: “Es suficiente con que le hagas una señal, señor , y ella sin duda te llamará a su lado.” Él le hizo una señal; pero ella le respondió, por así decir , sólo con un movimiento de cabez a: por eso una mujer , cuando un hombre le hace señas, responde, por así decir , sólo moviendo la cabeza. Ella dijo: “Me ha respondido solamente moviendo la cabeza.” »Ellos dijeron: “Es suficiente con que tú le hagas una señal, señor; ella te llamará a su lado.” Él le hizo la señal y ella lo llamó. Por eso una mujer al final llama al hombre a su lado. Él dijo: “En efecto me ha llamado.” »Los Deva reflexionaban: “Esa Vāc es una mujer , habrá que estar atentos a que no lo embeleque. Dile: ‘V en aquí donde estoy yo’ y después cuéntanos cómo ha venido hacia ti.” Entonce s ella fue donde él estaba. Por eso una mujer va hacia un hombre que está en la casa buena. Él contó cómo ella había ido, diciendo: “En efecto ella ha venido.”» La secuencia no podría mejorarse y está enter amente condimentada de la ironía védica -un tipo de ironía que a lo largo de los siglos ha sido poco percibida, tanto en India como en Occidente-, por ejemplo donde dice: «Por eso una mujer va hacia un hombre que está en la casa buena.» Con su gusto por lo elemental y, a la vez, por lo sistemático, los ritualistas védicos consiguieron contar en todas sus fases canónicas, como si fuese un rito, esa comedia de la seducción que, desde los líricos griegos hasta la historia de Don Juan, ha estad o representad a sólo por astillas, agudas y ardientes, pero sin preocuparse por reconstruir la secuencia en todas sus fases, como en cambio sucede aquí. Esa aproximación galante es un movimiento decisivo en una partida cósmica, y al mismo tiempo es el modelo de cuanto sucederá en innumerable cantidad de veces, en los callejon es, en las plazas, en las salas, en los bares y en los cafés del mundo. La historia de Y ajña y Vāc parte del presupuesto de que los Deva ganen la contienda porque eligieron la parte de la Mente y del Sacrificio. Pero al mismo tiempo sienten agudamente la necesidad de Vāc, potencia principal de la parte adversaria. Mente debe ante todo afirmar su supremacía sobre Palabra, en cuanto el obrar de Mente incluye en sí el lenguaje, pero a la vez lo atraviesa. Pensar no es un acto lingüístico: éste era uno de los fundamen tos de la especulación de los ṛṣi. Pensar , sin embargo, puede ser también un acto lingüístico, cuando los Deva, a través de Yajña, consigan llevar a Vāc a su territorio. Ese pasaje comporta una exalta ción de la potencia implícita en los Deva, además de la derrota de los Asura. Sobre este punto se establec e la distinción definitiva entre los Deva y los Asura: los Asura ahora son seres que han perdido la palabra. Se han convertido en «bárbaros (mleccha )» desde que Vāc los ha abandonado. Entonces se manifiesta por primera vez el desprecio por lo bárbaro como balbucea nte. La obra de los brahmanes, que es la obra por excelencia de la mente, iba a atenerse al máximo rigor en el uso de la palabra, para no caer en la «lengua de los Asura». Así los Deva alcanzarían el poder más alto e inviolable. Pero en ese poder supremo radicaba también el supremo peligro. Lo descubrió el mismo Indra, soberano de los Deva. Sucedió entonces que Indra «pensó para sí: “Ciertamente un ser monstruoso nacerá de este acoplamiento entre Yajña y Vāc: que no tome ventaja sobre mí.” Indra se volvió un embrión y entró en ese acoplamiento». Algunos meses más tarde, ya próximo su nacimiento, Indrá volvió a pensar: «Ciertamente este útero que me ha contenido tiene gran vigor; ningún ser monstruoso deberá nacer de él después de mí.» Por eso Indra desgarró el útero de Vāc, donde se había metido, para impedirle dar a luz a otro ser. Ese útero lacerado y roto permanece ahora sobre la cabeza del Sacrificio como un turbante de muchos pliegues: «Habiéndolo aferrado y estrechado con fuerza, él arrancó el útero y lo puso sobre la cabeza de Yajña, Sacrificio, porque el antílope negro es el sacrificio : la piel del antílope negro es lo mismo que el sacrific io, el cuerno del antílope negro es lo mismo que el útero. Como Indra arrancó el útero apretándolo con fuerza, por ese motivo el cuerno está atado estrechamente al borde del vestido; y porque Indra, al volverse un embrión, nació de ese acoplamiento, por ese motivo el sacrificante, después de haberse vuelto un embrión, nace de ese acoplamiento.» Palabra y Mente deben estar , ambas, de parte de los Deva, pero no conjuntamente : esa cópula, el íntimo entendimiento entre Mente y Palabra, acabaría por crear un ser de tal potencia que superaría la de los Deva. Los Deva viven , desde el principio, en el terror de ese momento. Con gran esfue rzo han conquistado el cielo y la inmortalidad. Ahora, por una parte deben mantener apartados de ellos a los hombres, dispersa ndo las huellas del sacrificio; por otra, vigilan que el rito no libere una potencia capaz de derrotarlos. Si Palabra y Mente tuvieron, desde entonces, relaciones inciertas, confusas y en ocasiones de mal disimulada hostilidad, ello ha sido consecuencia de la feroz intervención de Indra: una de sus empresas abyectas y misteriosas, que han tenido sin embargo consecuencias enormes. Así, la relación entre Mente y Palabra se establece como iba a darse después en el mundo: no ya como una pareja de amantes sino como una visión horrible, que recordaba un asalto brutal. Un ser masculino, Sacrificio, lleva sobre la cabeza el útero lacerado de su amante Palabra, donde nunca podrá verter su semen. Así lo quisieron los Deva, para que el equilibrio de los poderes no se viese de nuevo desestabilizado, esta vez en su contra. Tal es la condición en la que el mundo quedará obligado a vivir. A esto se debe apelar para entender la atracción erótica, pero también el invencible desequilibrio y discordancia que reinan desde entonces entre Mente y Palab ra. Tema que resuena en Occidente en la nostalgia, en la perpetua y vana evocación de la lengua adánica. Otro estrato de implicaciones en la historia de Yajña y Vāc y de su coito fatal es el del conflic to, de la latente, mortal hosti lidad entre mito y rito. En Grecia, las historias de los Olimpos consiguieron desvincularse de sus asociaciones rituales, y proliferaron y se dispersaron en el vasto estuario de la literatura de cuño alejandrino; en la India védica se verificó el proceso contrario: el progresivo sometimiento de las historia s míticas al gesto ritual, como si su función fuese el de ilustrarlo , no ya el de existir por fuerza propia, como manifest ación primaria de lo divino. Quizá también por eso los Deva conservan siempre cierto rasgo de timidez y futilidad. Una secuencia de actos rituales los había convertido, un día, en aquello que ya eran. Otra secuencia, ajena a su control, consegui ría, en otra ocasión, abatirlos. Aunque opuestas en todo lo demás, Atenas y Jerusalén acabaron por establecer una alianza estratégica fundada en una palabra: logos . Alianza sellada con la primera frase del Evangelio de Juan. Desde los sabios griegos, el logos había sido una potencia vinculada a la palabra, a lo discursivo, a pesar de que no se dejaba absorber comp letamente por ello. Mientras tanto, el noûs había sido siempre una potencia independiente de la palabra. Al volverse V erbo y encarnación divina con el Evangelio de Juan, el logos se reafirmaba soberano. No se puede concebir una potencia superior . Con lo cual el pensamiento, la mente, se ligaba indisolublemente a la palab ra. Desde entonces el pensamiento no discursivo entraría en la penumbra, si no en la clandestinidad. Era el Egipto del pensamiento, su facies hieroglyphica , que se abismaba, expulsada por el formidab le ejército del logos como Razón y del logos como Verbo. Ajena y hostil a esta dramaturgia permaneció, sin doblegarse nunca, la India védica. Ya en los Brāhmaṇa abundan las historias míticas y las secuencias litúrgicas dedicadas al desequilibrio insalvable entre Mente y Palabra, al mayor peso de la primera respecto de la otra. Hasta que en la Chāndogoya Upaniṣad la relación se hace explícita de la manera más escueta posible: «La mente es en verdad más que la palabra.» La división entre Oriente y Occidente, a la que se han dedicado infinidad de elucubraciones, queda trazada en este punto. Todo el resto es consecuen cia de esa divergencia radical, a la que la India no renunciaría nunca, desde el Veda al V edānta. Para declararla, la Chāndogya Upaniṣad no recurre ni al lenguaje filosófico ni al oracular , sino a un sereno carácter apodíctico: «La mente es en verdad más que la palabra. Como un puño contiene dos frutos de āmalaka o de kola o de akṣa , del mismo modo la mente contiene la palabra y el nombre. Si se piensa en la mente: quiero estudiar los himnos, entonces se estudian; quiero celebrar sacrificios, entonces se celebran; quiero tener hijos y rebaños, entonces se tendrán; quiero dedicarme a este y al otro mundo, entonces se dedican. Porque el Sí, ātman , es mente, el mundo es mente, el brahman es mente. V enera la mente.» El sacrificio no es sólo la ofrenda de una sustancia específica, como el prodigioso soma . El sacrificio es también una acción concertada que produce una sustancia: «“Es miel de abejas”, dicen: porque miel de abejas significa sacrificio.» Sin emba rgo, si se observa el sacrificio no vemos la miel. Asistimos a actos acompañados de palabras. La esencia de la palabra es la de ser un sustituto; pero ¿de qué? De la cosa nombrada, dijeron los teóricos occidentales. Los ritualistas védicos tenían otra idea: la palabra sustituye la miel producida por el sacrificio, miel que los dioses succionaron y eliminaron, para impedirles a los hombres encontrar , a través del sacrificio, el camino del cielo: «El sacrificio es palabra: por eso con ella se provee esa parte del sacrificio que había sido succionada y eliminada.» Para que la palabra pueda sustituir a esa miel es necesario que ella misma tenga naturaleza sacrificial. Recordemos entonces que Yajña, Sacrificio, apenas vio a Vāc, Palabra, pensó: «Podría unirme a ella», como si nada le fuera tan afín. Nada lo atraía más. Por eso la palabra actuó. Para los ritualistas védicos, todo era composición, obra. Ni siquiera el esplendor de Indra (en cuanto es a la vez el sol) era tal al principio: «Así como ahora todo el resto está oscuro, así él estaba entonces.» Sólo después de que los dioses hubieran compuesto sus «formas favor itas y potencias deseables», Indra comenzó a resplandecer . Nunca se le había reconocido un poder semejante a la pura composición: de formas , gestos, palabras. Ésta es la herencia clandestina que el rito -a través de tortuosos pasajes e intenso olvido- ha dejado al arte. VII. «ĀTMAN» El brahman o su conocimiento no son diferentes en seres tan poderosos como Vāmadeva que en los hombres actuales, mucho menos poderosos. Se puede sin embargo dudar de que en los humanos actuales el fruto del conocimiento del brahman no sea incierto. ŚAN. KARA, Bṛhadāraṇyakopaniṣadbhāṣya , 1, 4, 10 Del Ṛgveda a la Bhagavad Gītā se elabora un pensamiento que no reconoce nunca un sujeto único sino que presupone, al contrario, un sujeto dual. Esto se debe a que la constitución de la mente es dual: hecha de una mirada que percibe (que se come) el mundo y de una mirada que contempla la mirada vuelta al mundo. El primer enunciado de este pensamiento está en los dos pájaros del himno 1, 164 del Ṛgveda : «Dos pájaros, una parej a de amigos, están posados en el mismo árbol. Uno de ellos come la dulce baya del pippala ; el otro, sin comer , mira.» No hay revelación que super e a ésta en su carácter elementa l. El Ṛgveda la presenta con la limpidez de su lenguaje enigmático. La constitución dual de la mente implica que en cada uno de nosotros habiten y vivan perman entemente ambos pájaros: el Sí, ātman , y el Yo, aham . Amigos, semejantes, posados en un árbol a la misma altura, podrían parec er uno la réplica del otro. Así es para muchos, que no llegan nunca a distinguirlos. Una vez reconocida su diversidad, todo cambia. Cada instante se compondrá de la superposición de ambas percepciones, que pueden sumarse, anularse o multiplicarse. Cuando se multiplican, según la fórmula misteriosa 1 × 1, brota el pensamiento. Aun cuando, visto desde afuera, todo permanezca igual. El resultado parece ser siempre el número uno. Ātman , el Sí, es un descubrimien to. Llegar a él constituía la doctrina última para los discípulos que habían recorrido y asimilado todos los Vedas. Ninguno llegaba si no era capaz de considerar aquello que sucederá en la propia mente como un intercambio ininterrumpido entre el Yo, aham , y el Sí, potencias semejantes y enemigas, la una - aham - invasiva pero inconsistente; la otra -ātman - soberana e impoluta pero difícil de hacer aflorar desde su habitual posición de ocultamiento. Extraerla exigía una obra incesante, y sin embargo no era sino un fragm ento del modo de manifestarse del Sí. Estaba entonc es todo lo que se abría frente a los ojos: el mundo. Se ponía en marcha allí otra partida, inagotable, de intercambios, que terminaba por transformar totalmente el aspecto del mundo exterior , hasta el punto de volverlo externo sólo por convención. Mientras tanto el mundo interno, en paralelo, se expandía y acogía las partes esenciales del todo: los mundos, los dioses, los Veda, los alientos vitales. «Él sabía esto: “He puesto a todos los mundos dentro de mi Sí y a mi Sí lo he puesto en todos los mundos; he puesto a todos los dioses dentro de mi Sí y a mi Sí lo he puesto dentro de todos los dioses; he puesto a todos los Vedas dentro de mi Sí y a mi Sí lo he puesto dentro de todos los Vedas; he puesto a todos los alientos vitales dentro de mi Sí y a mi Sí lo he puesto dentro de todos los alientos vitales.” Porque imperecederos son de hecho los mundos, imperecederos los dioses, imperecederos los Vedas, impe recederos los alientos, imperecedero es este todo; en verdad quien sabe esto pasa de lo imperecedero a lo perecedero, conquista la muerte recurrente y alcanza la medida plena de la vida.» Tortuosas, delicadas y ambig uas son las relaciones entre el Sí, ātman , y el Yo, aham . No podría ser de otro modo. Todo se remonta al principio, cuando sólo existía el Sí, bajo la forma de «persona», puruṣa : «Mirando a su alrededor no vio otra cosa que Sí. Lo primero que dijo fue: “Yo soy.” Así nació el nombre “Yo”.» Es la escena primaria de la conciencia, que revela ante todo la prioridad de un pronombre reflexivo: ātman , Sí. Pensarse es anterior al pensar . Es un pensar que tiene forma de persona, puruṣa : posee una fisonomía, un perfil. Éste se designa enseguida con otro pronombre: Yo, aham . En ese momento aparece una nueva entidad, que se llama Yo y se superpone punto por punto con el Sí del que ha nacido. A partir de entonces -y mientras chispee la conciencia, el saber , veda -, el Yo será indistinguible del Sí. Parecen gemelos idénticos. Tienen el mismo perfil, el mismo sentido de omnipotencia y de centralidad. Después de todo, en el momento en el que el Yo aparece, no existía todavía nadie más en el mundo. Así, el primero en caer en el engaño del Yo fue el Sí. Después de que las criaturas fueron creadas, como consecuencia de sus múltiples metamorfosis eróticas, el Sí miró el mundo y se dio cuenta de que lo había creado. Dijo: «En verdad Yo (aham ) soy la creació
  • 🧠 Vedic Self-Exploration

  • 🔄 The Vedic doctrine of Self (ātman) distinguishes between the limited ego (aham) and the boundless true Self, creating a dual subject where one part observes the other in constant interplay
  • 🌊 Sanatkumāra's teaching to Nārada reveals a recursive progression through increasingly subtle powers—from names to speech to mind to consciousness—ultimately circling back to the Self that encompasses all previous elements
  • 🔍 The mind's decomposition follows a hierarchical structure (manas, citta, dhyāna, vijñāna) that prefigures later Buddhist scholasticism, while emphasizing that true knowledge comes through direct experience rather than intellectual understanding
  • 🪞 The ego (aham) presents the most formidable obstacle to Self-realization precisely because it mimics the attributes of the true Self, positioning itself as the sovereign center of all worlds
  • 🌀 Unlike Western philosophy that primarily observes from the ego's perspective, Vedic thought recognizes that the unknown exists both outside and inside the mind—perhaps even greater within—making this recognition the foundation for all further thought
  • ✨ The profound declaration "Tat tvam asi" ("That thou art") represents a more powerful insight than Descartes' "Cogito ergo sum," directly connecting individual consciousness with the ultimate cosmic reality
n», olvidando que ese Yo era sólo la primera de sus criaturas. La doctrina del Yo y del Sí, aham y ātman , como todas las doctrinas védic as, no puede ser probada ni refutada. Puede ser sólo experimentada: por cada uno sobre sí mismo. Para quien percibe su propia mente como un sujet o compacto, de perfiles netos, que se enciende y se apaga casi como por obra de un interruptor , al precipitarse en el sueño y al salir de él, esa doctrina parecerá incongruente. Si, en cambio, la mente que actúa en cada uno no se presenta como un bloque único, sino atravesado al menos por una incisión, más o menos profunda según el momento, entre aquel que mira y otro ser, que mira a quien mira, entonces empezará a centellear lo que se escond e detrás de la división entre aham y ātman . Pero eso sólo es el comienzo. También las palabras que se forman en la mente -y tienden a constituir una fortaleza autosuficiente- deben reconocer que tienen delante otra parte (no lingüística, siem pre activa) con la que a cada instante se choca o se amalgama o se trenza (las modalidades de la relación son mucho más numerosas y sutiles). Las consecuencias de este reconocimiento son incalculables. No necesariamente inducen a seguir el camino védico, con todo su imponente aparato de corre spondencias y conexiones. Pero sin duda inducen a reconocer en lo ignoto una parte mucho más grande de la que se le había concedido en un principio. Lo ignoto no es sólo exterior a la mente, sino interior a ella y acaso aún más grande que lo ignoto que se abre en el exterior . Por eso ese reconocimiento llegaría a ser la base sobre la que el pensamiento se elaboraría. ¿Cómo explica r que la figura que aparece en la pupil a haya asumido una importancia tal? Porque, sobre la superficie del cuerpo humano, es el único punto en el que se manifiesta el reflejo , es decir la capacidad no sólo de ver, sino de reflejar de otra forma lo que el ojo ve. Esa forma será impalpable y minúscula, pero correspondiente , punto por punto, a la figura que el ojo percibe en el mundo exterior , por eso tamb ién el ser encerrado en la pupila tendrá una cabeza, un torso, piernas y brazos, como el que aparece en el mundo, frente al ojo. Deberá ver también otro ojo, en el que el ojo que mira a su vez se reflejará. Esto asegura una comunicación de reflejos , potencialmente imparable e interminable. Si no estuviese esa minúscula figura en la pupila el cuerpo del hombre sería una superficie compacta y no permitiría presagiar la otra vida, la que se desarrolla en la cámara sellada de la mente. El carácter autorreferencial, ese movimiento del pensamiento que bastó a Gödel para demoler desde dentro el edificio de los sistemas formales, empeza ndo por la aritmética, aparece por primera vez en la escena de la palabra cuando el pronombre reflexivo ātman , válido para todas las personas, del singular y del plural, se presentó como una entidad, un sustantivo , que fue generalmente traducido «Sí». Esto sucede en el Veda: primero como coda a ciertos himnos -no de los más antiguos- del Atharvaveda , después, con mucha frecu encia, en los Brāhmaṇa; finalmente, ātman se convirtió en el sello omnipresente de las Upaniṣad. Desde entonces el pensamiento de la India gira en torno a esta palabra, tratándola de los modos más diversos, entre el Buda y Śaṅk ara. Pero nunca le permite alejarse del centro. La India comienza y termina con algo que sólo a principios del siglo XX -por la vía imprevista de la lógica- se ha vuelto central también en Occidente, cuando fueron descubiertas las paradojas de la teoría de los conjuntos. Es cierto que los ritualistas védicos no se comportaban como esos pensado res occidentales que se estremecían frente al descubrimiento de esas paradojas, porque veían caer en pedazos toda pretensi ón de construcción especulativa coherente y secuencial. Los ritualistas védicos, al contrario, parecían perversamente atraídos por las paradojas en general. Reconocían en ellas la materia misma de los enigmas, de la que estab a hecho el estrato rocoso de aquello que enunciaban en los himnos y en los comentarios rituales. Modos diversos de tratar , elaborar , iluminar o aplicar una misma incógnita, que llamaban brahman . Había un maestro, Sanatkumāra, y un discípulo, Nārada. El maestro era un kṣatriya , un guerrero, y el discípulo un brahmán. Más tarde Nārada se convertiría en un ṛṣi omnipresente, al que le gustaba más que a nadie entrometerse en las historias ajenas. Era un conversado r incansable. Antes había sido un discípulo entre los muchos que acostumbraban a presentarse ante el maes tro con un tizón encendido. El maestro se adelantaba, diciendo: «Ven hacia mí con lo que tú sabes.» Evidentemente Sanatkumāra sabía que Nārada no era un discípu lo cualquiera, sino que ya estaba sobrecargado de doctrina. Eso era precisamente lo que había que corregir . Dime lo que sabes, preguntó el maestro, «yo te diré lo que está más allá de eso». Ironía insolente, porque «saber» en sánscrito se dice veda . El discípulo, orgulloso y diligente, ostentó enseguida sus conocimientos: «El Ṛgveda , el Yajurveda , el Sāmaveda , el Atharvaveda en cuarto lugar , las antiguas historias en quinto.» Hasta aquí todo se correspondía con el orden canónico. Pero el discípulo quería estar entre los primeros, porque siguió enumerando otros saberes que había adquirido: «El Veda de los Veda, el ritual para los antepasados, el cálculo, la adivinación, el arte de encontrar tesoros [según Olivelle, pero Senart traduce «el conocimiento de los tiempos»], los diálogos, los monólogos, la ciencia de los dioses, la ciencia del ritual, la ciencia de los espíritus, la ciencia del gobierno, la ciencia de los cuerpos celestes, la ciencia de las serpientes.» Extenuado de su lista, Nārada concluyó: «Eso es, señor , lo que sé.» Acto seguido, Nārada desveló un nuevo rostro: ya no el del discípulo impecable y orgullo so de sus conocimientos, sino un joven decaído y angustiado, prototipo del estudiante infeliz. Dijo: «Yo no sé, señor , otra cosa que las fórmulas litúrgicas (mantra ), no conozco el Sí (ātman ). Pero he oído decir , señor , de otros semejantes a ti: “Quien conoce el Sí va más allá del sufrimiento.” Yo, señor , sufro. Señor , llévame a la otra orilla del sufrimiento.» La inmensa extensión védica, desbordante de dioses y de potencias, se reducía de pronto a un estrechamiento, el mismo estrechamiento que iba a atraer al Buda, y, mucho tiempo más tarde, a Schopenhauer . El maestro no se perdió en preámbulos y respondió: «Todo lo que has enumerado no son otra cosa que nombres.» En este punto dio inicio una secuencia que quita el aliento. Media nte un procedimiento recurrente, Sanatkumāra puso en marcha una serie de pensamientos encadenados, atravesando los mundos, antes de volver al origen. Se trataba de decir cuál era la potencia mayor entre todas las potencias. «La palabra es en verdad más que los nombres.» Perplejidad, al principio. Porque aquello que la palabra conoce (los Veda y toda la ciencia enumerada por Nārada) parec e ser lo mismo que los nombres por sí solos permiten conocer . Pero ahora se trataba de la diosa Palabra, Vāc, celebrada en el Ṛgveda como aquella que todo lo penetra y a quien nada se le puede negar: «El cielo, la tierra, el aire, la atmósfera, las aguas, la energía incandescente, los dioses, los hombres, los animales, los pájaros, las plantas y los árboles, todas las bestias hasta los gusanos, los insectos y las hormigas, lo justo y lo injusto, lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, lo placentero y lo desagradable.» Exactamente en esa medida la palabra es más poderosa que los nombres. Aquí sobreviene la confrontación con «mente», manas , que es la potencia siguiente. Ahora será Palabra quien sucumba. Manas , a su vez, no es el último término; si acaso, es el primero. Porq ue manas es término genérico, omnipre sente. Más poderoso que manas serán ciertas modalidades suyas. Nunca se ha enseñado a descomponer y a recompone r la mente con tanta precisión como en las Upaniṣad. Manas cede entonces el paso a la potencia ulterior , que es saṃkalpa , «intención», «proyecto». Es la palabra que usa el sacrificante cuando anuncia que ha decidido (que ha proyectado) celebrar un sacrificio. Saṃkalpa es más que la mente porque es lo que hace actuar a la mente. Saṃkalpa es el impulso primero que mueve el despliegue de lo que es. Aquí Sanatkumāra, con suma sutileza, sustraía la categoría de su estrecho cuadro psicológico, expandiéndola en el cosmo s. Una vez puesta en movimiento la mente, no sólo se pronuncian palabras, no sólo las palab ras se fijan en los textos, sino que «cielo y tierra se fundan sobre la intención», y detrás de ellos el resto del mundo, hasta el alimento y la vida. Pasaje repentino, acrobático y fascinante. Gesto védico ejemplar . El saṃkalpa , sin embargo , es sólo una primera señal en la agudización de la mente. Hay otra cosa que aún se debe descubrir . «La conciencia (citta) es más que la intención.» Otro umbral decisivo, que algunas traducciones no permiten percibir . Senart traduce citta como «raison» . Olivelle, como «thought». Pero citta no es ni la razón, que se desvía, ni el pensamiento, demasia do amplio. Citta es el término usado para el acto de darse cuenta . Es el cobrar conciencia. En fin, es el puro ser consciente. El primado de la conciencia sobre todo es la piedra angular del pensamiento védico. Si citta se entiende como razón o pensamiento genérico, el argumento de Sanatkumāra pierde sentido, allí donde dice: «Por eso, aunque uno pueda sabe r mucho, si carece de concie ncia dicen de él: “No está.” Si supiese, si fuese un sabio, no estaría tan privado de conc iencia.» Los ṛṣi, primeros sabios, son los maestros del ser conscientes. Más que ninguna otra, antes que ninguna otra, su función consist e en velar . Así vigilan el mundo y el dharma , para que permanezca ileso. Sólo pueden hacerlo si, similares a los dioses, disponen de una vigilia permanente. En cada umbral se podría pensar que hemos llegado al último umbral. Si en verdad citta, la conciencia, es lo esencial, ¿qué potencia podría ser mayor? Entonces la máquina especulativa procede con distinciones cada vez más sutiles. «La meditación (dhyāna ) está en verdad más allá de la conciencia.» En estos términos se advierten ciertos armónicos que son ya budistas: en el canon pāli, la palabra citta se convertirá en sinónimo de «mente»; y dhyāna es palabra clave para el Buda. Pero aquí se abre otra vez la grandiosa perspectiva védica, cósmica antes que psicol ógica: «La tierra, en cierto modo (iva), medi ta; la atmósfera, en cierto modo, medita; las aguas, en cierto modo, meditan; los dioses y los hombres, en cierto modo, meditan; por eso aquellos de entre los hombres que alcanzan la grandeza son, en cierto modo, partícipes de la meditac ión.» La partícula iva, que señala la entrada en lo indefinido y el abandono de la literalidad, es usada tanto para la tierra como para los dioses y los hombres. Todo y todos meditan, en cierto modo . ¿Y más allá de la meditación? «El discernimiento (vijñāna ) es más que la meditación.» Vijñāna : una vez más, un término que tendrá gran fortuna en el budismo. Para comprender su peculiaridad es necesario pensar el discernimiento de los espíritus que practicarán Evagrio y los Padres del Desierto, y, mucho más tarde, San Ignacio. Se podría pensar que vijñāna era el último eslabón en la cadena de Sanatkumāra. Pero no es así. Con un giro imprevis to se dice: «La fuerza (bala) es más que el discernimiento. Un solo hombre, con su fuerza, puede hacer temblar a cien sabios.» Aquí el texto nos toma por sorpresa y altera el juego. Allí donde pensábamos que estábamos siguiendo el itinerarium mentisnos encont ramos con la emergencia de la pura fuerza. Una fuerza como pura entidad física. Es suficiente. Enseguida se abre otra secuencia de potencias excesivas. Y a no se habla de la mente. Ahora desfilan el «alimento», anna ; las aguas; la «energía incandescente», tejas ; el espacio. Llegados al espacio, podríamos sentirnos perdidos. ¿Qué habrá más allá del espacio? Nueva sorpresa: la memoria. Con otro movimiento imprevisto se regresa a la mente. ¿Y después? La esperanza. Y aún más fuerte que la esperanza, prāṇa , el «aliento», que aquí aparece en el lugar de la vida misma. Llegados a la vida, por fin se pone orden. El maestro dice al discípulo: «Aquel que así ve, aquel que así sabe, ése es un ativādin.» Ativādin es alguien más allá ( ati) del cual no se puede ir con las palabras. ¿Se ha llegado al final de la cadena? No, porque de inmediato empieza otra, más cerrada. Como para quitar al discípulo toda ilusión de haber encontrado la respuesta, el maestro continúa: «Vence con la palabra solamente aquel que vence con la verdad.» Lo que sigue es un ulterior procedimiento recursivo. La verdad es ahora superada por el discernimiento del pensamiento (manas , que al fin reaparece). El pensami ento de la fe en la eficacia de los ritos, śraddhā . La fe en la práctica perfecta del sacrificio. El sacrificio de la alegría. También aquí, estupor: «Sólo cuando se siente alegría se sacrifica. No se sacrifica cuando se es presa del sufrimiento. Sólo cuando se siente alegría se sacrifica. Pero hay que conocer la alegría.» Cuan do ya estábamos habituados a la sucesión de las potencias y no se veía su término, de golpe nos encontramos reconducidos al punto de partida: el momento en el que el estudiante Nārada se había presentado al maestro diciéndole: «Yo, señor , sufro.» Ahora aparece por fin la potencia contraria: la «alegría», sukha . Palabra muy cercana, en el sonido, a śoka , «sufrimiento». Hay que descubrir el pasaje de una a la otra. El maestro prosigue, sin detenerse: «La alegría es plenitu d. No hay alegría en aquello que es limitado.» Quiso saber el discípulo: ¿dónde radica esa plenitud? «Está abajo, arriba, al oeste, al este, al sur, al norte, es todo esto.» Aquí nos sentimos de nuevo cerca de un último término. Precisamente en este punto golpea la más aguda flecha psicológica. El maestro continúa: «Pero lo mismo se puede decir de la egoicidad [ahaṃkāra , el término con el que desde entonces será denominado lo que la psicología occidental define «Yo»]: el yo está abajo, arriba, al oeste, al este, al sur, al norte, el yo es todo esto.» De nuevo una ironía: la ficticia soberanía del Yo es el obstáculo más fuerte para la percepción, simplemente porque es lo que más se parece al verdadero término último: el ātman , el Sí, que otros maestros habían señalado a Nārada como la vía de salida del dolor . En efecto, el maestro describe el ātman , al principio, en los mismos términos usados por el Yo, situándolo en todas las direcciones del espacio. Pero, como ya había sucedido con vāc, «palabra», respecto de los nombres, también para el ātman se puede decir algo más. Será la frase que aclare la situación: «Aquel que así ve, que así piensa, que así sabe, que ama el ātman , que juega con el ātman , que copula con el ātman , que tiene su felicidad en el ātman , ése es sober ano, ése puede tener todo lo que desea en todos los mundos.» Ahora ha llegado el momento en el que la cadena se puede recorrer al revés. Desde la vida, potencia por potencia, hasta los nombres, porque «del ātman desciende todo esto». Hay dos estrofas más. La primera parece una respuesta anticipada al Buda, porque nombra los tres males que se le aparecieron inmediatamente antes de abandonar la casa paterna (sustituyendo el envolvente «dolor», duḥkha -otra palabra clave del budismo-, por la vejez): «Quien ve no ve la muerte, ni la enfermedad, ni el dolor . Todo lo ve y todo lo alcanza.» La segunda estrofa es un enigma numérico, frecuentes por otra parte en el Ṛgveda . Dice que, con esa caden a de argumentos, el maestro Sanaktumāra enseñó a Nārada a «atravesar las tinieblas». Repica la palabra mokṣa , «liberación». Nada se dice de la respuesta de Nārada. Por fin, se quedó en silencio. La enseñanza de Sanatkumāra a Nārada acerca del ātman , en la Chāndogya Upaniṣad , se presenta como una progresión recursiva hacia un punto indefinido, el ātman , que, una vez descubierto, se revela como abarcador de todas las potencias precedentes. La progresión avanza con paso constante, pero hay algunas transiciones cruciales: en primer lugar , de lo discursivo a lo no discursivo, allí donde «palabra», vāc, qued a subordinada a «mente», manas . Despu és viene el inicio de una descomposición jerárquica de la mente (manas, citta, dhyāna, vijñāna ), que parece trazar un perfil preliminar de lo que será, durante siglos, la escolástica del budismo. Finalmente, el rechazo de la linealidad en la progresión, que se revela como circular . No se alcanz a el ātman por la punta de la mente (vijñāna ), sino que desde allí se precipita en el mundo externo indiferenciado, en la pura «fuerza», bala, para volver después a la mente con otro salto brusco: el pasaje del «espacio», ākāśa , a la «memoria», smara . La transición más delicada y arriesgada se presenta hacia el final, en el penúltimo paso, cuando Sanatkumāra se atreve a deducir la «plenitud», bhūman , de la «satisfacción», sukha : «La satisfacción es plenitud.» Bhūman es ante todo una potencia cósmica. Es lo ilimitado. Y de esta no limitación, que es a la vez mental y cósmica, Sanatkumāra podría aventurarse a un último paso y clavar la flecha de su pensamiento en el ātman . Pero es precisamente aquí donde surge el último obstáculo: el Yo, aham . Porqu e todos los atributos de expansión ilimitada que pertenecen a la «plenitud» pertenecen asimismo al Yo. Éste es el centro de todos los mundos, soberano autoelegido, territorio imposible de delimitar . Es, sobre todo, la más insidiosa imitación del Sí. El Yo se superpone al Sí tan perfectamente que puede ocultarlo. De hecho, esto es lo que sucede durante el curso de la filosofía occidental, que nunca se preocupó por darle un nomb re al Sí sino que prefirió siempre tener como observa torio al Yo, aunque sólo lo llamó de tal manera en época tardía, con Kant. Antes era el indudable sujeto, la primera persona del Cogito de Descartes. Para Sanatku māra, en cambio, el yo es el obstáculo más temible, que puede obstacu lizar para siempre del acceso al Sí. Si la investigación no continuase podría suponerse que, con el Yo, ha alcanzado su objetivo. Pero ¿cómo dar un paso más allá? Aquí, una vez más, se muestra la sutileza de Sanatkumāra. No se trata de rechazar o de refutar al Yo. Sería vano, y contrario a toda constituc ión psíquica. Se trata de seguir sus movimientos para, más tarde, agregar algunos que el Yo nunca podría atribuirs e. Sólo si aparece una nueva entidad, que es el Sí, ātman , se podrá hablar de «Aquel que ama al Sí», «que encue ntra su felicidad en el Sí». Este nuevo ser no sería ya el Yo, en su ilusoria sobera nía, porque la soberanía ha sido transferida al Sí, con el que el indivi duo juega y copula. El punto de llegada es un sujeto dual, irreductib le, desequilibrado (el Sí es infinito, el individuo es un ser cualquiera de este mundo ), intermitente (la percepción del sujeto dual no es un dato del que partir, sino una conquista, la más difícil y la más eficaz de las conquistas). Por eso se busca la ense ñanza del maestro, por eso Sanatkumā ra ofrece a Nārada decirle «lo que va más allá de esto». A los veinticua tro años, después de doce de estudios, Śvetaketu volvió a presentarse ante el padre, el maestro Uddālaka Āruṇi. Había estudiado todos los vedas, estaba «contento de sí mismo, seguro de su conocimiento, orgulloso». Como Nārad a. Tenían entonces que ir más allá , guiados por el padre. El camino es distinto cada vez. El preámbulo escogido por Uddālaka Āruṇ i fue muy rápido. Sólo pretendía dar a entender a su hijo que lo que había aprendido no era, seguramen te, lo esencial. Después, bruscamente, Uddālaka Āruṇi comenzó a decir cómo estaba hecho el mundo, casi como si su hijo nunca hubiese oído hablar del asunto: «Al principio, hijo mío, no había más que el ser, uno sin segundo. Hay quien dice: Al principio, no había más que el no ser, uno sin segundo. » Palabras parecidas iban a oírse en la Grecia jónica o en Elea. El texto prosigue dicien do que ese ser «pensó». El ser que aquí piensa es aquel que los Brāhmaṇa llamaban Prajāpati. A Uddālaka Āruṇi le bastaba con llamarlo sat, el existente. Tampoco lo que fue generado a partir de él tenía el nombre de los dioses sino de los elementos: fue tejas , la energía incandescente, y no Agni, que era un hijo; fue āpas , las aguas, y no Vāc, que era una hija; en fin, fue anna , comida. Respe cto de los Brāhmaṇa, todo se vuelve una muesca más abstracta, aunque la doctrina seguía siendo idéntica. También Uddālaka Āruṇi, como Sanatkumāra, recurrirá a progresiones discursivas. Pero con impaciencia. Al final señalará con sarcasmo a «los grande s señores y grandes teólogos» que se complacen en estas enseñanzas. Su pensamiento apuntaba a otra parte, a tres palabras. Introducir el Sí, el ātman , para decir inmediatamente: «Tat tvam asi», «eso eres tú». En su carácter expeditivo, la argumentación de Uddālaka Āruṇi no resulta particularmente eficaz. En compensación, es prodigioso el efecto de las tres palabr as conclusivas. En comparación, el Cogito ergo sum parece un fruto escaso y seco. La cosmogonía que Uddālaka Āruṇi expuso concisamente al hijo, en su fisonomía preparmenidiana, revelaba una concepción nueva, moderna, ciertamente opuesta a la doctrina que Śvetaketu había aprendido al estudiar el Ṛgveda . Allí se dice: «En la era primitiva de los dioses, el ser nace del no ser.» Doctrina que se encuentra también en la Taittirīya Upaniṣad : «Al principio esto [el mundo ] era el no ser y de ello nació el ser.» En otro lugar de la misma Chāndogya Upaniṣad se lee: «Al principio todo era no ser, esto era el ser. Después se desarrolló, se convirtió en un huevo.» Esto presupone que sat y asat sean traducidos como «ser» y «no ser» (así lo hace Renou) . Aunque nada importante cambia si se traduce como «existente» y «no existente» (como hace Olivelle). Pero ¿hasta qué punto sat y asatcorresponden a «ser» y «no ser», palabras que cargan con toda la historia de la filosofía occidental? Asat, más que el lugar de lo que no es, podría ser el lugar de lo que no se manifiesta . La certeza de que la mayor parte (tres cuartos) de lo que existe está escondido, no manifestado -y así está destinado a permanecer-, se halla profun damente radicado en el pensamiento hindú. Esto es incompatible con la visión del no ser que concebían en sus argumentaciones tanto Platón como los sofistas. La diferencia específica, la cesura infranqueable entre Grecia y el pensamiento védico podría trazarse ya en esta palabra, en la primera palabra: sat. La sospecha se confirma, y se agrava, frente a un oscuro, vertiginoso himno cosmogónico del Ṛgveda (10, 129). Éste es el principio, en la última traducción de Renou: «Ni el no
  • 🧠 Cosmic Awakening Mysteries

  • 🌌 Creation's origins exist in a realm beyond being and non-being, where the "One" emerges from indistinct waters through the power of tapas (ardor) and kāma (desire), the first seed of consciousness
  • 🔍 Ancient Vedic seers discovered the profound bandhu (connection) between manifest and unmanifest reality, challenging Parmenidean logic while acknowledging the ultimate limits of knowledge—even suggesting divine omniscience might be incomplete
  • ⏰ Perfect wakefulness represents the supreme spiritual achievement, as gods "seek someone who crushes the soma; they need no sleep." This vigilance transcends ordinary consciousness and forms the foundation of both Vedic thought and later Buddhist awakening
  • 🔄 The sacrificial initiate undergoes literal rebirth, becoming an embryo wrapped in white linen and antelope skin, gradually transforming into a divine being—yet always separated from gods by humanity's inability to remain perpetually awake
  • 🔥 Brahman—the ineffable, neutral principle underlying all existence—manifests as pure consciousness: "That which watches among the sleeping, the mind building various desires, this is the pure, this is brahman, this is what is called the immortal"
ser existía entonces, ni el ser. / No existía el espacio del aire ni el firmamento más allá. / ¿Qué era lo que se movía con potencia? ¿Dónde? ¿Custodiado por quién? / ¿Era el agua, insondablemente profunda?» Sat y asat no existen, porque «este universo no era más que una ola indistinta (apraketáṃ salilám )». Pero no se puede decir que asat no esté. Asat espera sólo la «señal distintiva (praketa )» que lo separe del sat. En este todo, donde «las tinieblas se escondían de las tinieblas», se podía decir que existía algo que fue llamado el «Uno» (como en Plotino, pero aquí se trata de un neutro que en otros pasajes se vuelve masculino). ¿Quién es, qué es este Uno que prece de a los diose s? Otro himno lo define: «En el ombligo del no nacido, el Uno está fijo, / él, sobre el que se apoya n todas las criaturas.» Pero también el Uno debe salir de lo indistinto, donde «respiraba por propio impulso, sin que hubiera aliento». ¿Qué potencia pued e moverlo? Tapas , el «ardor». «Entonces, por la potencia del Ardor , el Uno nació / vacío y cubierto de vacío.» Bastan estos versos para mostrar la cristiana cortedad de las traducciones de tapas que rigieron durante largo tiempo (penance -preferida por Eggeling-, austerities, Kasteiung, ascèse ). El ardor es la única potencia que puede separar la fijeza tenebrosa del orige n, y dejar que aflore la primera distinción: el Uno. Éste se revela enseguida provisto de un carácter desconcertante: está «vacío», ābhu , y está, además, «cubierto de vacío». Perplejo, Renou anota : «“vacío” (ābhu )o, al contrario, “potencial” (ābhū )». Menos cohibido, Karl Geldner consi dera que la palabra se refiere al «gran vacío» del «caos primigenio». Pero en el Ṛgveda no hay huellas de una concepción del caos como de algo que «se abre completamente», implicado, en cambio, en el griego chaíno . En los mil veintiocho himnos, ābhu (vacío) sólo vuelve a aparec er en un caso, para decir «con las manos vacías». Lo cual justifica el desconcierto de Renou. Al principio del Veda, por mucho que se busque, no se encontrará nunca un «vac ío» sino un «lleno», pūrṇa , o una «superabundancia», bhūman : algo que rebosa y, al rebos ar, hace que el mundo exista, porque cada vida exige una inagotable fuente de excedente. Por eso el Uno «cubierto de vacío» se incluye entre los puntos más oscuros del himno. La potencia que surge inmediatamente después del ardor -y casi como su inmediata consecue ncia- es kāma , «deseo». De éste se da una definición no superada: «Deseo, que fue la primera semilla de la mente.» Aquí Renou traduce manas como «conciencia», inclinando el texto en la dirección que le es implícita, porque la forma originaria del la mente -o, al menos, la que le es más cercana a los videntes védicos- era el puro acto del ser conscientes. Éste es el punto en el que los videntes-poetas, kaváyaḥ , están a punto de aparecer , primeros personajes humanos, en el himno, no sólo como testigos sino como actores: «Indagando en el corazón, los poetas consiguieron descubrir / mediante la reflexión el vínculo entre el ser y el no ser ( sató bándhum ásati). » Son palabras que desafían, con varios siglos de antelación, el interdicto parm enidiano de pensar un pasaje entre el no ser y el ser. Lo hacen usando la palabra más preciosa: bandhu , «nexo, vínculo, ligamen». El pensamiento mismo, para los ṛṣi, no era sino un modo de comprobar y fijar los bandhu . Así comenzaba, así terminaba. El pensamiento no podía ofrec er nada más. Quedaba claro que el primero de estos bandhu no podía ser sino el que existía entre asat y sat. Aquí, una vez más, si se entienden estos términos, asat y sat, como «no manifestado» y «manifestado» -y no, a la manera demasiado griega, como «no ser» y «ser»-, la fórmula parece mucho más luminosa: porque lo manifestado debe separarse continuamente de lo no manifestado, así como una pata de oca silvestre, del haṃsa que un día se vuelve cisne, debe permanecer sumergida en la ola. De otro modo se detendría la circulación vital. Pero el bandhu que acabamos de nombrar era sólo el umbral del enigma. Las tres estrofas que siguen son una progresión arrasadora de duda s y deslumbramiento s, de los que en vano intentaríamos dar razón. Sólo está claro que se entra en una zona de interrogantes que no tienen -y acaso no pueden tenerrespuesta. Ante todo, el bandhu encontrado por los poetas al indagar en el corazón es una «cuerda tensa da en transversal». No se dice en transversal a qué. De hecho, viene a continuación la pregunta: «¿Qué había debajo? ¿Qué había encima?» Inmediatamente se habla de potencias oscuras, que Renou ha traducido de este modo, con evidente perplejidad: «Salto espontáneo», «Don de sí». Son las últimas apariciones de algo que podría ser afirmado. Lo que sigue es la más sorprendente y la más terrible declaración de impotencia del pensamiento que se conozca. Ejemplo sin igual de sarcasmo sublime: «¿Qu ién sabe, quién podría aquí proclamar / de dónde nació, de dónde viene esta creación secundaria [visṛsṭi , que presupone como precedente la sṛsṭi, «creación»]? / Los dioses [vinieron] después, a través de la creación secundaria del nuestro [mundo]. / ¿Quién sabe de dónde salió?» Se trata de un procedimiento apremiante, que lleva a una incertidumbre cada vez más aguda, y culmina en la última estrofa: «Esta creación secundaria, de dónde ha salido, / si ella ha sido o no instituida, / aquel que supervisa este [mundo] desde el más alto de los cielos, sólo él lo sabe, o quizá ni siquiera él.» Los videntes védicos eran maestros en subir la apuesta hasta volverla inalcanzable. Aquí el ṛṣi intentaba mostrar cómo el conocimiento esotérico culmina en la plena incertidumbre. Hubiera sido ya un gran resultado. Pero lo considera insuficiente. Era necesario envolver a los dioses en la misma incertidumbre, como seres nacidos demasiado tarde, también ellos en la «creación secundaria», de la que no consiguen averiguar el origen. El paso decisivo habría sido el de extender la incertidumbre -la sospecha de la incertidumb re y de la ignorancia- incluso a la figura suprema, innominada, que «supervisa este [mundo]» desde el punto más alto. Nadie había, nadie habría ya osado negar la omnisciencia de esta misteriosa figura. Pero el ṛṣi lo hace. No sólo eso: con una crueldad sutil, nos deja en la duda, porque si afirmase con segu ridad algo acerca de esa figura, iría más allá de lo que le es permi tido saber . Así, sólo señala la posibilidad de un ser soberano, superior a los dioses, que sin embargo no sabe . Ello es dicho en el interior del Veda, que significa Saber . ¿Qué sucede después de la muerte? Silencio, indistinción de los elementos. Después se oye una voz: «Ven, aquí soy yo tu ātman. » Es el Sí divino, daiva ātmā , que habla, el que se ha construido larga y fatigosamen te, pedazo a pedazo, a través de los actos sacrificiales. Es otro cuerpo, que estaba a la espera de otro mundo, y mien tras tanto se componía, porque «toda oblació n que se sacrifique aquí se volverá su ātman en el otro mundo». VIII. LA VIGILIA PERFECTA La vigilia a la que se refieren las Upaniṣad (y, antes, el Ṛgveda ) es un estado que no se opone al sueño sino a otra especie de vigilia, distraída, inerte, automática. El despertar es un sacudirse esa vigilia, como un sueño insípido. Esta división interior de la mente no ha sido considerada digna de examen por parte de los filósofos, pero se convirtió en el fuego del pensamiento en un lugar y en una época: en India, entre los Veda y el Buda, y, después, en una imparable reverberación, durante todos los siglos posteriores. La primera advertencia, en el Ṛgveda , había sido precisa, escueta: «Los dioses buscan a alguien que aplaste el soma ; no necesitan el sueño; incansables, parten de viaje.» Aunque los hombres no saben decir a qué «viaje» se dedican, sin tregua, los dioses, la tarea que les concierne está indicada con precisión: permanecer despiertos y preparar , mediante su trabajo, la ebriedad. Pero ¿cuál es la relación entre el Buda y el Veda? Cuestión tormentosa, delicada e intrincada. Por mucho que se acentúe la nitidez de las oposiciones, permanece oscuro, inmenso trasfondo común, contra el que se dibuja todo contraste. Este trasfondo se muestra en el nombre mismo del Buda, en el verbo budh- , «despertar», «prestar atenci ón». La primacía del despertar sobre cualquier otro gesto de la mente no es innovación del Buda, que ofrece sólo una variante radical y tendencialmente destructiva hacia cualquier precedente de ella. La preocupación por el despertar , su centralidad, estaban desde siempre presentes en los textos védicos. El despertar estaba incrustad o en el ritual, allí donde quedaba más expuesto, más cercano a deshacerse. La atención intensa (de nosotros hacia lo que sucede y del dios hacia nosotros) es el soporte del que se tiene necesidad incluso cuando el oficiante está obligado a realizar «algo equivocado», y esto sucede en diversas ocasiones, porque la vida misma es algo equivocado. Una ocasión se presenta cuando se arrojan las cenizas sacrificiales al agua: «Cuando él arroja a Agni al agua, él realiza algo incorrecto; entonces se excusa con él para no causarle daño. Con dos versos vinculados a Agni él adora, porque es a Agni a quien pide disculpas, y esas disculpas contienen el verbo budh- , de modo que Agni pueda prestar atención a sus palabras.» El gesto con el que las cenizas son arrojadas al agua es, en todo caso, una ofensa al fuego, porque interrumpe un deseo total. En efecto, «mediante todos sus deseos él preparó ese fuego». También aquí, entonces, hace falta un gesto que cure, que «reúna y recomponga», en una incesante obra de reconstrucción y de restaurac ión. Pero ¿qué hará falta para atraer la benevolencia de Agni, el ofendido, en una situación tan delicada? Sólo al desper tar se podrá pedir ayuda, en el momento decisivo. El primer despertar se aplica a Agni, en el momento en el que el fuego se ha vuelto ceniza y es dispersado sobre las aguas. Ese fuego ha sido «todos sus deseos». En cuanto el deseo se ha apagado y vuelve a su vaina acuosa, surge el despertar . Sólo esta palabra puede actuar ahora. Sucede como si en este modo ceremonial de comportarse con Agni se predispusiera y prefigurara toda la historia posterior , que culmina en el despertar del Buda, bajo un árbol que ninguna llama podrá mellar . El acto determinante, en la vida, es el despertar: así lo da a entender el pasaje de la Bṛhadāraṇyaka Upaniṣad en la que se dice que en el origen sólo estaba el brahman y el brahman «era todo». Después «lo [el brahman ] convirtieron en los dioses, a medida que se despertaron [pratyabudhyata , donde la raíz budhse une al prefijo prati- , que indica un movimiento hacia delante , como un sacu dirse]». Los dioses, empero, sólo son la primera de las categorías del ser. A ésta siguen los ṛṣi, y finalmente los hombres: «Así también [hicieron] los ṛṣi, así también los hombres.» Si convertirse en el brahman es el objetivo, el instrumento adecuado (el único que es nombrado: en este pasaje, por única vez, no se hace refere ncia al sacrificio) es el despertar . Pero se establece así una proximidad y una afinidad preocupante entre los hombres y los dioses. Por eso los dioses se oponen con todos sus medios, incluso los más bajos, a que el hombre alcance el despertar . El texto es categórico. Aquel que piensa «la divinidad es una cosa y yo otra», ése «no sabe». El presupuesto es que, fundamentalmente, los hombres y los dioses son una sola cosa. Para los dioses, nada es más insidioso e inquietante que esto: «Por eso a ellos no les gustó que los hombres lo supie ran.» No por casualidad las autoridades del Castillo hacían que una nube de entumecimiento cayera sobre K. en cuanto se acercaba a sus secretos. Lo que aparece bajo el nombre de brahman es arcano, mucho más que los dioses. Vistos como grupo, y no cada uno en su cegadora singularidad, los dioses se presentaban como seres que habían tenido suerte: habían conseguido pasar de la Tierra al cielo, habían logrado la inmortalidad. Sin embargo, sufrían eternamente la coacción para luchar y para vencer repetidamente a los Asura, sus hermanos mayores antes de ser degradados a demonios. Eso significa una disminución de la soberanía, que debía ser continuamente defendida y reconquistada. Aliados de los ṛṣi, los Deva no siempre era mirados con benevolencia por los ṛṣi, ni siquiera con respeto. En cambio, el brahman es neutro, sin mella, inmarcesible. Ninguna de las siete propuestas de traducción de la palabra que da el diccionario de San Petersburgo es correcta. Igualmente incorrectos son los intentos más recientes, como el de Renou y el de Jan C. Heesterman, que dan testimonio de una ardua investigación pero también del fracaso en la paráfrasis: «energía conectiva encerrada en enigmas» (Renou); «vínculo entre vida y muerte» (Heesterman). Al final, sólo se puede decir que el brahman es la cumbre de la que todo lo demás desciende. Sin embargo, el brahman es también un «mundo», brahmaloka , un mundo en el que se puede entrar («él entra en el brahman» ). Pero ¿dónde estará el resquicio que permita entrar? No será la potencia ni la santidad ni las buenas acciones, sino la pura conciencia, el contacto con la vigilia eterna: «Aquel que vela entre los durmientes, la mente que edifica los variados deseos, éste es el puro, éste es el brahman , eso es lo que se llama lo inmortal. Todos los mundos se apoyan en eso: ninguno va más allá.» Finalmente, en este pasaje de la Kaṭha Upaniṣad se dice lo que, bajo el nombre de brahman , urde desde el principio ese Saber que es el Veda. Si las Upaniṣad lo hacen explícito (si resaltan por encima de todos los textos que intentan explicarlo ), este secreto del brahman en cuanto vigilia y conciencia está presente ya, en estado «inexplícito», en todo el Ṛgveda . Ejemplarmente, en el himno 5, 44; según Geldner , «el himno más difícil del Ṛgveda ». Aquí «la divinidad está, inexplícita (anirukta ), por todas partes». Según Renou, «la fraseología, la intención esotérica, señalan innegablemente el carácter Viśvedevāḥ» (entiéndase: la tipología de la composición sitúa al himno entre los dedicados a los Viśvedevāḥ, los Todos-los- dioses, entidad particularmente védica). Ningún dios singular es nombrado excepto Agni, en la estrofa 15, en el cierre de un himno en el que «las estrofas finales parecen la solución de un enigma», escribía Geldner; y agregaba: «Éste debe ser indudablemente el todo.» Enigma que ha permanecido como tal en gran medida: ya Oldenberg, decano de todos los vedistas, había depuesto las armas frente al ímprobo obstáculo («tanto la explicación como el análisis textual de este himno son dudosos o carecen de solución»). Sin embargo, aun cuando la exposición del enigma permanezca en buena medida impenetrable, la «solución» habla con admirable claridad, y reenvía a la sober anía de la vigilia por encima de todo lo demás. Con estas palabras: «Aquel que vela, hasta los cantos rituales van hacia él. Aquel que vela, este soma le dice: en tu amistad (me siento como) en casa.» Porque los himnos son la formulación misma del brahman -o bien la manifestación del brahman como «palabra poderosa» (Kramrisch)-, el nexo que liga la potencia con la palabra, el mismo nexo que se reconoce en la vigilia . «La vida del sacrificio es, entonces, una serie infinita de muertes y de nacimientos», escribe Sylvain Lévi. Tal será ante todo la iniciación, que está implícita en el sacrificio. Para celebrar un sacrificio, el sacrificante debe antes ser consagrado. La consagración es una forma del sacrificio. Círculo vicios o sobre el que todo reposa. Pero para el iniciando, más que para los otros actores del ritual, nacimiento y muerte deberán acercarse a la letra lo máximo posible. Esto es lo que distingue al iniciando. Durante una parte de la ceremonia él será el que todavía no ha nacido: «Él se envuelve la cabeza. Porque aquel que es consagrado se convierte en un embrión ; y los embrion es están envueltos tanto por el líquido amniótico como por la membrana externa; por eso él se cubre la cabeza.» La cabeza velada, que encontramos en las iniciaciones griegas y de las que no hallamos en los textos una justificación persuasiva, es aquí explicada en pocas palabras despojadas: el iniciando, aquel que es consagrado, es un embrión, y la primera característica del embrión es la de estar oculto, velado por la membrana. Por eso el turbante es el recuerdo de ese estado de ocultamiento que es el del iniciando en cuanto embrión, así como su forma recuerda a la del útero de Vāc lacerado por Indra. El hech o de que el iniciando sea literalmente un embrión crea algunas dificultades, que podrían parecer fútiles, igual que tantos otros detalles del rito. Por ejemplo: ¿cómo se comportará si, durante las largas sesiones, siente picor? Las prescripción es drástica: «No deberá rascarse con una astilla de madera o con una uña. Porque aquel que es consagrado se vuelve un embrión, y si se rascase un embrión con una astilla de madera o con una uña el líquido amniótico podría derramarse y entonces moriría. En consecuencia, si el consagrado sufre de picor , su progenie podría incluso nacer con picor . De ese modo el útero no daña al embrión, porque el cuerno del antílope negro es precisamente el útero; con ninguna otra cosa debería rasca rse el consagrado sino con el cuerno del antílope negro.» Las imágenes evoc adas por el rito no son nunca sólo metáforas, en el sentido de la gastada práctica literaria. Son presencias de lo invisible y a la vez deben entenderse con severa literalidad. Si el consagrado se vuelve un embrión, éste deberá determinar su comportamiento incluso en el momento más casual, imprevisible e insignificante: por ejemplo, cuando sienta picor . Entonces se asistirá a la delicada solución del útero que, con materna solicitud, procura alivio en el embrión que contiene. ¿Cómo lo hace? Aquí se verá actuar al cuerno del antílope negro, que, contra toda evidencia y semejanza, ha sido declarado el ser del útero. De ahí el gesto del consagrado que, durante la ceremonia, se rasca con un cuerno de antílope negro. ¿Cuándo nacerá finalmente el iniciando, quién será su padre? El nuevo nacimie nto que acontece con la iniciación permite huir del viejo tormento del pater semper incertus . Ahora el padre será uno solo, y neutro: el brahman . El brahman , sea lo que sea, es una presencia intrínseca al sacrif icio, de modo que se puede decir que «en verdad sólo ha nacido aquel que ha nacido del brahman », pero a la vez que «aquel que ha nacido del sacrificio ha nacido del brahman ». Más allá de esta paternidad adquirida, cualquiera podría ser además el hijo o el descendiente de uno de esos Rakṣas que vagaban por la tierra e iban «a la caza de las mujeres», uniéndose, como los ángeles del Génesis, a las hijas de los hombres. La noche anterior a la cerem onia en la que el individuo instala sus fuegos con el ritual de la agnyādheya es un momento de gran delicadeza. Hasta entonces él era un «mero hombre», y todo lo que hacía resultaba indiferente. Pero ahora, si quiere empezar a establecer una relación con los dioses, los ritualistas sugieren que permanezca en vela duran te toda la noche. Éste es el punto decisivo. ¿Cuál es la primera característica de los dioses a la que podemos parecernos? No la potencia: la nuestra será siempre modesta. No la inmortalidad: carecemos de ella; como máximo podemos tener la ilusión de conquistarla tras una larga práctica del sacrificio, una inmortalidad provisional, que se deshace poco a poco, como toda conquista alcanz ada por el mérito. No el conocimiento, porque es demasiado inferior al de los dioses: no conocemos ni siquiera la mente de nuestro vecino, en tanto que «los dioses conocen la mente de los hombres». ¿Entonces? El puro hecho de la conciencia: el estar despiertos. «Los dioses están despiertos»: acercarse a los dioses signifi ca adentrarse en el estar despierto. No cumplir accion es de mérito, no hacerse agradable a los dioses mediante el obsequio y las ofrendas. Simplemente, estar despierto. Esto es lo que permitirá a cualquiera volverse «más divino, más tranquilo, más ardiente», o sea más rico en tapas . ¿No fue acaso el tapas lo que permitió a los dioses convertirse en dioses? Aislan do el puro hecho de estar despierto y concediéndole supremacía por encima de todo, los ritualistas declararon la peculiaridad de su visión, con la máxima agudeza. T odo podía ser eliminado, salvo eso. Volverse divino no era una experiencia culminante reservada a los místicos: era, en cambio , la experiencia de quien entrase en la ceremonia sacrificial inmediatamente después de haber sido consagrado: «Aquel que es consagrado se dirige hacia los dioses; se conv ierte en una de las divinidades.» Éste es el pasaje al que se refieren Henri Hubert y Marcel Mauss cuando definen así la entrada en el sacrificio : «Todo lo que está en contacto con los dioses debe ser divino; el sacrificante está obligado a volverse dios él mismo para estar en condiciones de actuar sobre ellos.» Encerra do en una cabaña constr uida especialm ente para mantenerlo separado del mundo de los hombres, rapado, lavado, untado, vestido de lino blanco y cubierto de una piel de antílope negro, el «consagrado», dīkṣita , se transforma poco a poco en un embrión divino. Lo hacían caminar y acercarse al fuego como el feto que patalea en el útero. Como siempre , los ritualistas se cuidan hasta de los detalles más mínimos: es esencial que el consagrado tenga los puños cerrados. Pero no por rabia o por incomodidad. Con ese gesto intenta aferrar el sacrificio. En ese insta nte dice: «Con la mente apreso el sacrificio.» Así debe ser porque el sacrificio es invisible, como los dioses: «No visiblemente, en efecto, se aferra el sacrificio, como este bastón o un vestido, porque los dioses son invisibles y el sacrificio es invisible.» Cada acontecimiento será cuidad osamente descrito, y la descripción comprende dos partes: la invisible y la visible. Así, el momento adecuado para abrir los puños es indicado con precisión. Entonces el feto «ha nacido a la existencia divina, es dios». Ahora bien: aunque el consagrado, durante el viaje sacrificial, se acerque progre sivamente a los dioses, permanece en todo caso a una gran distancia. Cosa que es revelada, ante todo, por un hecho: los dioses no duermen, a los hombres no les es concedida la ausencia de sueño. Basta esto para volver vanas las pretensiones humanas con un toque de ironía: no sólo os espera la muerte, ni siquiera sois capaces de no dormir . También por esto el despertar era el bien supremo, el momento de máxima proximidad con la vida divina. De otro modo, hasta que se encontraba en la vida común, en el interior de los ritos que duraban días y días, cuando aparecía la somnolencia no quedaba sino volverse a Agni, el buen despertador: que él sepa recobrarnos, intactos, después de que en el sueño todo nos ha abandonado, salvo el aliento. Una vez hecha la lista de los otros sacrificios, queda por definir el sacrificio del brahman . Por eso se dice: «El sacrificio del brahman es el estud io cotid iano del Veda.» Hay una línea que
  • 🧠 Ritual Knowledge Unveiled

  • 🔄 Brāhmaṇa texts represent an ancient form of Indo-European prose that meticulously documents sacrificial rituals, revealing how physical gesture and mental contemplation were once inseparably intertwined
  • 🌊 Despite containing multiple, overlapping cosmogonies that seem contradictory, these texts serve as the essential foundation for the later Upaniṣads, demonstrating a continuous philosophical development rather than a rupture
  • 🔥 The texts establish two distinct regimes of knowledge: one bound to ritual action and another that transcends visible acts—marking the crucial transition toward contemplative thought that would later influence all philosophical traditions
  • 🏺 Modern scholars often dismiss the Brāhmaṇas as tedious or superstitious, yet these texts contain the methodological principle that "one cures the Ṛgveda with the Ṛgveda," establishing a self-referential interpretive framework that remains valuable
  • 💫 The Śāṇḍilyavidyā doctrine within the Śatapatha Brāhmaṇa reveals how ritual understanding culminates in the recognition of the Puruṣa (divine person) within the heart—"more great than the sky"—establishing the foundation for later metaphysical thought
parte del sacrificio como larga ceremonia, articulada en centenares de gestos, es decir del todo visible, y conduce al sacrificio como actividad invisible e imperceptible, como se da con el estudio del Veda, tardía y preciosa variante. El estudio del Veda, llamado svādhyāya o «recitado interior», debía cumplirse más allá de los límites de la aldea, hacia el este o el norte, en un punto en el que ya no se veían los tejados. Era la primera señal del proceso a través del cual la pura actividad del conocimiento se iba gradualm ente distanciando y desvinc ulando de la socie dad. Pero el estudio podría realizarse de otro modo, incluso en la cama: «En verdad, si estudia su lección, aunque esté acostado sobre un blando lecho, untado, engalanado y del todo sereno, él está ardiente de tapas hasta la punta de las uñas: por eso se debe estudiar la propia lección cotidiana.» Aquí aparece una figura que creíamos moderna: el lector , descrito de manera no muy distinta a como se hubiera podido desc ribir un joven Proust abandonado a sus journées de lecture . Una vez más, se puede observar la ausencia de prejuicios védica: para practicar el tapas no es necesario cruzar las piernas ni someterse a esas «mortificaciones» que para algunos son el significado mismo de la palabra. No, también luxe, calme et volupté pueden ayudar , o, al menos , no molestan. Basta con que el fervor de la mente proceda sin detenerse y arda «hasta la punta de las uñas». IX. LOS BRĀHMAṄA Aquel que conoce el hilo tenso del que están sujetas todas las criaturas, aquel que conoce el hilo del hilo, ése podrá conocer la gran Exégesis. Atharvaveda , 10, 8, 37 (trad. L. Renou, 1938) Aquel que conoce el hilo tenso del que están sujetas todas las criaturas, aquel que conoce el hilo del hilo, ése conoce la gran esencia del brahman. Atharvaveda , 10, 8, 37 (trad. L. Renou, 1956) Los Brāhmaṇa son la parte del Veda más descuidada por los estudiosos y la más ignora da por los lectores. En el segundo volumen de la Vedic Bibliograhy de Dandekar , la lista de los escritos sobre el Brāhmaṇa ocupa ocho páginas, en tanto que las Upaniṣad abarcan treinta, y veintiocho el Ṛgveda . Pocos estudiosos, y aún menos lectores, como es de suponer . Podemos preguntarnos por qué. Un primer motivo tiene que ver con la forma, el género literario. El Ṛgveda , despu és de todo, puede ser leído también como el ejemplo más grandioso -y convincente, además- de poesía simbolista; en tanto que las Upaniṣad, como supo verlo rápidamente Schopenhauer , pueden ser leídas como un primer texto metafísico. Pero los Brāhm aṇa no eran ni poesía ni filosofía (sólo Deussen tuvo el valor de ubicarlos precisamente al principio de su historia universal de la filosofía, pero su ejemplo no tuvo imitad ores). Los Brāhmaṇa están continuamente agravados por el peso del gesto: «Él [el oficiante] hace x ey.» Ésta es la frase más recurrente, la que aguijonea permanentemente el pensamiento. ¿Por qué «él» hace x y no z? El presupue sto radica en que se le atribuye una suma importancia al gesto litúrgico y se le concede al rito preeminencia sobre cualquier otra forma del pensamiento, como si el rito fuera el modo inmediato de manifestación del pensamiento mismo. Precisamente esto -a partir de los griegos y, más tarde, a través de toda la tradición cristiana- era lo que Occidente intentaba quitarse de encima, como una pesada rémora. Las reformas litúrgicas de la Iglesia católica , en el curso de los siglos, escanden un progresivo y cruel aligeramiento en el aparato de los gestos y de las palabras relacionadas con los gestos, hasta el mísero estado posterior al Concilio Vaticano II. En cuanto a la Reforma, más que a la disputa sobre aspectos particulares de la teología se apelaba a una repulsa general hacia los oropeles del culto. Sin embargo, el corazón de la doctrina cristia na es sacramental, es decir , está vinculado a los gestos que no pueden sustituirse por palabras. Los himnos de agradecimiento, en cuanto superabundantes, no podrían nunca sustituir el gesto del sacerdote que parte el pan. El gesto sacramental es el máximo obstáculo cuando se quiere instaurar el régimen de la sustitución. Porque es un gesto que no puede subrogarse, es un gesto que tiene eficacia inmediata sobre lo invisible. Si lo invisible es suprimido deberá ser eliminado asimismo su tránsito. Witzel ha observado en una ocasión, en un inciso, que los Brāhmaṇa son «uno de los ejemplos más antiguos de prosa indoeuropea». Anotación preciosa, sobre la que pocos parecen haber querido detenerse. En efecto, si es verdad que los Brāhmaṇa «son todavía considerados incomprensibles y tediosos por los eruditos que los estudian», ¿por qué se iban a ocupar de su forma? Sin embargo, la prosa, esa forma abigarrada, flexible, prensil, capaz de extenderse a todos los registros, de los manuales de equitación a la hidráulica pasando por Lautréamont, esa forma que se ha vuelto la normalidad misma, tan normal como para hacerse transparente, al punto de no dejarse percibir , hace su aparición en tierra hindú a través de ese género literario poco atractivo y con frecuencia refractario a la comprensión. Los Brāhmaṇa no son pensa miento (o, por lo menos, no son lo que los modernos estamos acos tumbrados a considerar pensamiento); y no son relato (o, al menos, son una serie de cuentos despedazados y continuamente interrumpidos). Más allá de todo, instruyen sobre ceremonias cuyo sentido, oscuro de por sí, se vuelve en ocasiones aún más oscur o por las explicaciones que los Brāhmaṇa pretenden dar de ella. Con gran esfuerzo la historia ha conseguido separar químicamente esos elementos, vinculándolos a ciertas prohibiciones: el pensamiento no debe contar , el cuento no debe pensar , el rito es una actividad obsoleta de la que se puede prescindir . Para comprender cuán profundamente ancladas en la psique están estas convicciones, basta con prestar oído al lenguaje común. En el que, si de algo se dice que es un «mito», la mayoría de las veces se da a entender que se trata de una historia sin fundamento; si se dice que algo es un acto «ritual», se da a entender por lo general que se trata de una costumbre vacía y ya inerte. Es el extremo opuesto de los Brāhmaṇa, donde «mito» es el tejido de la historia y «rito» es el acto en su forma de eficacia suprema. Si tal es el equívoco -y no podría ser mayor- sobre dos palabras que originan el relato y el gesto, no sorprende que se haya creado una aversión tan obstinada, entre los modernos, hacia ese género literario anticuado, farragoso e insuperablemente abstruso como ninguno que son los Brāhmaṇa. Su florecimiento se fecha habitualmente, como muy tarde, en el siglo VIII a. C. Datación controvertida, como siempre en la India; pero sin duda anterior a los sabios griegos de los que tenemos noticia. Tales, el primero de los presocráticos en la edición Diels- Kranz, vive entre los siglos VI y V a. C. Por otra parte, un texto como el Śatapatha Brāhmaṇa está tan sutilmente articulado que hace suponer una larga elaboración previa. Tenemos entonces una clara precedencia hindú respecto de las primeras especulacion es griegas. Pero el objeto es como mínimo semejante: la phýsis , la manifestación de lo que es. Se trata de dar nombre a la phýsis : en Grecia, ello puede asumir formas poéticas (Parménides, Empédocles) o aforísticas (Anaximandro, Heráclito). En India está siempre vinculado al rito, al gesto, incluso en las dos Upaniṣad más largas y antiguas, la Chāndogya y la Bṛhadāraṇyaka . Ante todo, la forma misma de las Upaniṣa d -textos que se situaban al final de un Brāhmaṇapresupone todo el minucioso, agotador , impávido murmullo de pensamiento que le precede. El Śatapatha Brāhmaṇa pertenece al Yajur Veda Blanco, rama del Veda dedicado a los yajus , las «fórmulas » que el adhvaryu recita en los sacrifici os. La composición del texto es laboriosa, detallada, siempre expuesta al peligro de no dominar la enormidad de la materia, en todo correspondiente a la naturaleza del adhvaryu , ese sacerdote que opera sin tregua y por cualquier medio: con el gesto, con la manipulación, con la palabra. Mientras los otros oficiantes se dedican al canto o a la obse rvación silenciosa, el adhvaryu actúa y hace avanzar la ceremonia. Es su motor zumbante. Cuando Renou tuvo ocasión de asistir , en Pune, a un sacrificio védico del tipo más simple, el de la Luna Llena y de la Luna Nueva, quedó muy impresionado por la actividad del adhvaryu : «Se podía apreciar el papel protagónico del oficiante manual, el adhavaryu , de quien depende casi todo, gestos y palabras, a pesar de la ayuda que recibe de dos acólitos.» Mientras el hotṛ, el cantor , «aparecía en los momentos importantes, dominando el conjunto con su alta estatura y su voz vibrante» , correspondía al adhvaryu hacer de trasfondo al «amplio abanico de estrofas» con sus «fórmulas breves y rotas», similares a la argumentación de los Brāhmaṇa; siempre avanzando y siempre interrumpido, siempre obligado a cambiar de dirección, a tejer la obra retomando la tela desde los puntos más diversos. La escuela del Yajur Veda Blanco se diferencia del Yajur Veda Negro, principa lmente, en que separa con claridad a los mantra -o «fórmulas» en versos, con frecuencia tomados del Ṛgveda - de las partes de comentarios sobre el rito, que están en prosa. No sabemos ni podemos reconstruir cuáles eran los motivos originales de esta bifurcación. Pero podemos, en cambio, constatar un resultado: el nacimiento de la prosa , en el sentido de una larga disertación, sin orden métrico , sobre un objeto único: en este caso, la totalidad de los ritos sacrificiales. Hasta entonces, nada semejante se había manifestado de esa forma: como encarnecida investigación, meticulosa, obsesiva, tendencialmente infinita. Si bien es cierto que los Brāhmaṇa estaban destinados a convertirse en un género literario maltratado, arrinconado y vilipendiado, algo de ese origen iba a continuar estimulando la prosa, sobre todo allí donde esta forma humilde y funcional ha revelado su objetivo de invadir hasta el último rincón del todo, como en Proust. La Recherche , de hecho, puede leerse como un inmenso Brāhmaṇa, dedicado a comentar e iluminar la tesitur a del tiempo en el interior de ese largo rito (un sattra ) que fue la vida de su autor . El «sabor», rasa, del Śatapatha Brāhmaṇa , sabor inconfundible, tan irreductible al de un tratado metafísico como al de uno litúrgico, reside en primer lugar en la sensación ininterrumpida de pensar el gesto en el momen to mismo en el que el gesto se cumple , sin abandonarlo nunca, sin olvidarlo, como si sólo en ese momento en el que un ser individual mueve su cuerpo obedeciendo a un trazado significante puede saltar la chispa del pensamiento. Difícilmente se encontrarían otros casos en los que la vida física y la vida mental hayan convivido en una intimidad tal, rechazando la posibilidad de separarse ni siquiera por un instante. Los Brāhmaṇa no ofrecen una cosmogonía, como la Biblia o Hesíodo o tantos epos tribales, sino una nube de cosmogonías, yuxtapuestas, superpuestas, contrapuestas. Esto provoca una sensación de desfallecimiento, y, finalmente, de indiferencia. Si son tan numerosas y conflictivas las versiones, ¿no habrá que atribuírselas a las elucubraciones de los ritualistas? La multiplicidad de las variantes anima a quitarles importancia. Incluso Malamoud, habituado a tratar los textos con suma delicadeza y discreción, termina por dar signos de impaciencia cuando se refiere a estas «cosmogonías replicadas, repetidas, que se amontonan, de un texto a otro, o en el interior de un mismo himno, se rechazan, se compenetran, se deforman uno con otro, como olas que chocan». Llana y puntual descripción de estas historias de «falsos inicios o inicios relativos», que parec en hacer vana toda aspiración a una firmeza fundacional cuando se trata de los orígenes, siempre velados. Precisamente Malamoud cita en este punto un verso del Ṛgveda : «No conoceré is a aquel que ha creado estos mundos: hay algo que lo vela.» El hecho es que las cosmogonías se sucedieron, se encabalgaron. Pero se tiene siempre la sospecha de que se trate de «creaciones secundarias». Los dioses no están al principi o sino casi al final. Antes que ellos -tentativas logradas después de muchos fracasos- habían aparecido los «hijos nacidos de la mente», mānasāḥ putrāḥ , de Prajāpati. Antes que ellos estaba Prajāpati mismo, el Progenitor , quien sin embargo -una vez más- no era un principio. Para que se compusiera Prajāpati fue necesaria la conjunción y combinación de los Saptarṣi, que a su vez sentían que no llegaban a existir por sí solos . Cruce de historias tormentosas y oscuras, detrás de las cuales se perfilaba siempre algo más, quizá sólo la «ola indiferenciada» a la que apunta el Ṛgveda . Al final del décimo kāṇḍa del Śatapatha Brāhmaṇa , tras cinco kāṇḍas dedicadas a las descripciones de cómo se debe construir el altar del fuego , a lo largo de seiscientas sesenta y ocho páginas en la traducción de Eggeling, y tras haber atravesado torbellinos de adiciones y multiplicaciones concernientes al número de ladrillos que deben utilizarse para construir el altar y el modo en el que deben disponerse, además de los diversos errores de cálculo que deben evitarse en el curso de las mismas operaciones, se encuentran tres pasajes sorprendentes, por distintos motivos. Inmediatamente después de un último y violento excursus acerca del arka, palabr a en la que se concentra cada vez una enseñan za secreta, se pasa a una página que se abre como un claro inesperado en medio de la selva de números: «Que él medite sobre el verdadero brahman », al que corresponde, poco después, el pasaje que comienza con: «Que él medite sobre el ātman. » Siguen unas pocas líneas que tienen ya el tono absorto y culminante de las primeras Upaniṣad, y se cierran con las palabras: «Así habló Śāṇḍilya y así es.» Ahora bien, según la tradición, Śāṇḍilya es el autor de los kāṇḍa 6-10 del Śatapatha Brāhmaṇa y estas palabras suyas son definidas como Sāṇḍilyavidyā , «doctrina de Śāṇḍilya», como si allí se mostrase la esencia de su pensamiento. De hecho, es aquí donde se encuentra, si alguna vez hay necesidad de ella, la explícita unión entre los Brāhmaṇa y las consecuentes y subsiguientes Upaniṣad, allí donde se describe el ātman como un «grano de mijo» y como «este Puruṣa de oro en el corazón», después de que los cinco kāṇḍa precedentes hayan culminad o en la descripción de cómo debe insertarse en el altar del fuego una minúscula figura humana, el Puruṣa de oro; mientras que ahora ese mismo Puruṣa, esa Persona, se encuentra en el interior del corazón y se revela como «más grande que el cielo, más grande que el espacio, más grande que la tierra, más grande que todos los seres». Ésta es la catapulta védica que hace pasar de pronto de lo mínimo a lo inconmensu rable y revela dónde encontrar algo que cada uno, que cada meditante deberá llamar «mi Sí». Doctrina de muy alta potencia, que aquí se enunci a en pocas, nítidas y serenas palabras, y que se expa ndirá después por todas las Upaniṣad, de las que resulta la enseñanza suprema. «Así habló Śāṇḍilya y así es.» Al Zaratustra de Nietzsche le faltaría la cláusula final: «Y así es.» No podría ser de otro modo. La relación entre los Brāhm aṇa y los Upaniṣad es un viejo tormento de los hinduis tas. ¿Divergencia? ¿Convergencia? ¿Contraste? Existe, para orientarse, una simple prueba experimental: si se lee el Śatapatha Brāhmaṇa tal como el texto se presenta -segu ido de inmediato por la Bṛahdāraṇyaka Upaniṣad -, no se podrá escapar a la impresión de una perfecta continuidad especulativa. Lo que cambia es el registro del estilo. Tras la incesante, puntual, tozuda disertación del Brāhmaṇa, similar al rumor obsesivo de la voz del adhvaryu , nos precipitamos ahora en un íncip it fulgurante, que actúa como una descarga de muy alta tensión preparada por la acumulación de nubarrones en las casi dos mil páginas precedentes. Es como si tras una prolongada comprensión y concentración de energías se asistiese a su liberación en astillas luminos as, que instantáneamente se enlazan, sin siquiera quedar intercalad as por la cópula, cosa que el sánscrito permite: «Aurora la cabeza del caballo sacrificial, Sol el ojo, Viento el aliento, la boca abierta Fuego-de-todos-loshombres, el Año el Sí» (donde Aurora, Sol, Viento, Fuego son Uṣas, Sūrya, Vāyu, Agni, dioses fundamentales del panteón védico). Viene después la expansión irrefrenable del Brāhmaṇa, que contrapone a la condensación extrema del Upaniṣad. Así, se disparan las equivalencias: a la muchacha Uṣas se superpone, al surgir la aurora, la cabeza del caballo del sacrificio; el ojo - anticipando a Goethe- es el sol; el fuego y el viento se hunden en el cuerpo de cada hombre. A todo ello nos habían preparad o los «cien caminos» entrecruzados, sinuosos, intransitables, erizados, del Brāhmaṇa. Sólo después de haberlos recorrido aparecerá la visión en su pleno fulgor . Es indudable, en todo caso, que en las Upaniṣad se asiste a una progresiva desvalorización del conocimiento a través de las obras y a una paralela exaltación de un conocimiento escindid o de todo acto. Es la primera gnosis, modelo de todas las otras. Pero sería ingenuo e incoherente pensar que tal distinción no era clara ya para los autores de los Brāhmaṇa, como si fueran supersticiosos artilugios litúrgicos, desnudos de metafísica. Lo contrario era verdad, y a veces, con irónica sequedad, señalaban hacia aquello que se revelaría más tarde, a lo largo de los siglos, como el punto crucial: «Cuando dijeron “por medio del conocimiento o por medio de la obra”: es el fuego del conocimiento, es el fuego de la obra sagrada.» Glosa aparentemente superflua, que toca sin embargo a la cuestión más delicada. En tanto se afirman dos regímenes del conocimiento: el primero es el de un conocimiento que no tiene necesidad de combinarse con actos visibles; el otro es el del conocimiento como acción litúrgica. En este estadio, la novedad más impresionante estaba en el primer régimen, que se expandirá más tarde a la figura del renunciante, y de allí a toda teorética como condició n natural y suficiente del pensar . De hecho, lo que un día iba a volve rse el acto de filosofar , escindido de todo acto, sería el último eslabón de un largo proceso, en el curso del cual el pasaje decisivo fue la interiorización de la agnihotra , el primero y el más simple de los sacrificios. Lo que se podía hacer con la agnihotra se haría asimismo con el rito más complejo, que es la agnicayana , la construcción del altar del fuego. Pero este punto no sólo es importante por la discriminació n entre ambos regímenes del conocimiento. También lo es porque afirma que el objeto del conocimiento resulta, en ambos casos, el mismo: el altar del fuego. En el momen to en que el conocimiento se separa de todo acto litúrgico, volviéndose pura construcción y contemplación de relac iones, tales relacione s serán, a la vez, las mismas que se articulan en esa accidentada barrera de ladrillos, levant ada y más tarde abandonada en un claro del bosque. Esto es lo que los ritualistas védicos quieren que sea recordado, y éste será el punto de disenso con el Buda, quien sólo quería que el fuego quedara extinguido . Los autores del Brāhmaṇa trataban con meticulosa atención el mundo de los deseos (y del sacrificio en cuanto fundad o sobre el deseo), pero sabían perfectamente que la discriminación definitiva se enco ntraba entre ese mundo y el que se abría allí dond e el deseo ya no existía: «A esto se refiere el verso “A través del conocimiento ascienden al estado en que los deseos desaparecen”: allí no se llega con honorarios sacrific iales ni con los practicantes del tapas privados de conciencia.» En estas palabras, por primera vez, se dividen los caminos del conocimiento y del sacrificio. Este último, que nace del deseo («Prajā pati deseó», se dice en innumerables ocasiones, y cada sacrificant e lo repite), no puede llegar allí donde «los deseos desaparecen». El conocimiento, que hasta entonces coincidía con el sacrificio, se presenta en este punto como la vía que permite llegar allí donde nunca llegará el acto sacrificial. Estamos ya en el registro de las Upaniṣad, si con eso se entiende que las cuestiones del conocimiento se formulan ya en los térmi nos desde los cuales partirá el Buda (o Spinoza). ¿Cómo curar el error (que está siempre al acecho, en el gesto impreciso, en la palabra inapropiada)? Los dioses se lo preguntaron a Prajāpati. Éste respondió con una concisa y definitiva lección de método: «Uno cura el Ṛgveda con el Ṛgveda , el Yajurveda con el Yajurveda , el Sāmaveda con el Sāmaveda . Como uno encajaría una juntura con la otra, del mism o modo dispone juntas [las partes del sacrificio] que lo sana mediante estas palabras [las tres «esencias luminosas» que son bhūr, bhuvas, svar, correspondientes respectivamente a los tres Veda]. Si las cura de cualquier manera distinta de ésta, sería como si uno intentase hacer encajar una cosa rota con cualq uier otra cosa que también está rota, o como si se aplicase un veneno como bálsamo para una parte fracturada.» Regla que vale asimismo para el estudio y la interpre tación del Veda. Bergaigne lo tuvo en cuenta en su Religion védique , iluminando el Ṛgveda sólo a través del Ṛgveda . Del mismo modo, el Śatapatha Brāhmaṇa espera a que nazca el estudioso que lo sondee en su totalidad, como un enorme opusdedicado al opus del sacrificio. Pero los Brāhmaṇa tienen la singular característica de hacer que los hinduistas pierdan los estribos. Es una antigua tradición. Tan antigua como la obra de aquellos intrépidos estudiosos (Eggeling, Keith ) que dedicaron varias décadas a traducirlos y comentarlos. Se podría pensar que la imponente cantidad de estudios acumula dos a partir de la genial La doctrine du sacrifice dans les Brâhmaṇas (1988), de Sylvain Lévi, debería haber modificado radicalmente esa actitud. Pero no es el caso. A más de un siglo de distancia, esa actitud sigue intacta; paradójica mente, en un libro, por otra parte apasionante, de uno de los máximos conocedores de los Brāhmaṇa: Frits Staal. De acuerdo con Staal, los Brāhmaṇa son una masa indigesta de baratijas, en cuyo interior el ojo iluminado del estudioso deberá «desentrañar» (ferret out, el verbo se repite con pocas páginas de distancia) alguna rara pepita. El «más sospechoso» de todos es el Śatapatha Brāhmaṇa . Se percibe que Staal querría ir más allá en su desprecio de estos textos que contienen «mucho de eso que podríamos denominar magia pero que sería mejor definirlo , de modo más verdadero y con menos condescendencia o susceptibilidad, como mera superstición». En este punto el estudioso se detiene y se pregunta, con suprema benevolencia: «Pero ¿no deber íamos ser caritativos?» La respuesta viene enseguida, y no es precisamente benevolente: «Es verdad que deberíamos, pero incluso para la caridad hay un límite.» Se deduce que, a casi tres mil años de distancia, los Brāhmaṇa no tienen ya el derecho a la «caridad» del estudioso occidental. Sin embargo, ¿de qué textos, si no de los Brāhmaṇa, se ha obtenido gran parte del conocimiento que articula la obra de la mayoría de los más importantes estudiosos de la India antigua: Caland, Renou, Minard, Mus, Oldenberg, Malamoud, y hasta el propio Staal? Se puede preguntar por qué, de todos los Veda, son sobre todo los Brāhmaṇa los que suscita n una tal irritación. La respue sta reside probablemente en esa palabra que, con la vehemencia de su prosa, Staal quisiera expurgar no sólo del rito
  • 🔥 Ritual Beyond Meaning

  • 🧩 Ritual formalization exists in tension with semantic excess, particularly in Vedic traditions where Frits Staal controversially argues rituals operate without meaning, reducing them to pure algebraic sequences
  • 🌉 The identification principle in Brāhmaṇa texts creates equivalences between seemingly unrelated entities (like "grass is strength"), not as metaphors but as oscillations between multiple planes of reality
  • ⚖️ Myth and ritual form an inseparable, interdependent organism—neither precedes the other, but together they create a "dramatic representation" where gestures need stories and stories need gestures to manifest
  • 🔄 The line between fires (āhavanīya and gārhapatya) creates a sacred threshold where humans become visible to gods, transforming ordinary actions into meaningful ones through the power of desire crystallized as vow (vrata)
  • 🏕️ Sacred space emerges not from permanence but from temporary separation—the sadas (ritual hut) represents the original sacred architecture where humans approach divinity before returning to ordinary existence
  • 🌓 The waking state serves as the hinge of Vedic consciousness, but only becomes transformative within the continuous work (opus) of sacrifice, where humans transcend their ordinary condition
védico sino del rito en general: significado (la intención es declarada ejemplarmente en el título de uno de sus libros más importantes: Rules Without Meaning ). El presupuesto silenciado -pero cada vez más perceptible en el curso de los años- es que, en cualquier momento (es decir , no sólo en el ritual védico sino por doquier y siempre) en que se asoma el significado todo se enturbia y se encamina hacia lo arbitrario, destruyendo la noble transpa rencia de la ciencia. Hay, en Staal, un contraste violento y nada inocente entre la abnegación y la alta pericia que demuestra en el estudio del ritual védico y la desdeñosa impaciencia, que no consigue esconder , hacia los textos más antiguos que comentan y explican el ritual. Esa impaciencia nace de la hipertrofia del significado que caracteriza los Brāhm aṇa y lo induce a refugiarse en el extremo opuesto, en las regio nes de la algebrización y las formalizaciones, incontaminadas de ese huésped ingrato que es la semántica. Reducida a su fórmula más seca y provocativa, la teoría de Staal afirma que el rito acontece por el rito mismo , como si «el arte por el arte» tuviera una aplica ción retroactiva de algunos miles de años y sirviera de fundamento, incluso prelingüístico, de la actividad humana. Visión temeraria, que no se deduce de ninguna verificación. Staal la desarrolló al quedar sorprendido por el alto grado de formalización (y, tendencialmente, algebrización) que se encuentra en el ritual védico. Sus análisis de ciertas secuen cias rituales, sobre todo aquellas en las que se aplican procedimientos recursivos, siguen siendo deslumbrantes. Es evidente que en esa traba zón -anómala desde todo punto de vista- que es el ritual védico se da la presencia simultánea de dos elementos que de otro modo tienden a presentarse escindidos: por una parte, un exceso semántico, que induce a la prolifera ción de las interpretaciones y fácilmente puede hacerse pasar por residuo arcaico (como si se tratara de un mundo infantil en el que todo puede ser dicho ). Por otra, una formaliza ción rigurosa, como estamos habituados a asociar sólo con elaboraciones muy recientes (la noción misma de «sistema formal» es una adquisición del siglo XX). Si se expurga el significado de los Veda, como Staal sugiere, será necesario expurgar al menos otras dos palabras: religioso y sacrificio . Empresa ante la cual Staal, impertérrito, no se arredra. Su desenvoltura no se aplica sólo a los textos antiguos. Incluso cuando se trata de hinduistas modernos, en los casos excepciona les en que son citados con elogio, Staal no se ahorra las intervenciones correctivas, que orientan el texto hacia la teoría correcta: citando un importante pasaje de Renou acerca de la «prioridad de los mantra y de las formas litúrgicas que ellos suponen», Staal nos advierte con candor que sustituye la palabra «religioso» con la palabra «védico». Entonces, la palabra «védic o» puede significar o bien una vaga indicación cronológica o la pertenencia de algo al «saber», veda . Pero de tal «saber», Staal evidentemente quiere expurgar lo religioso, como si se tratase de un elemento ajeno y molesto. Cosa insostenible, más que en cualquier otra parte, en la India arcaica, donde sería vano buscar detalles, incluso mínimos, que no estén estrechamente ligados con lo religioso. Como en otra parte señala el propio Staal: «No existen, por ejemplo, una categoría ni términos hindúes que correspondan a las nociones occide ntales de “religión”.» Ahora bien, no existen en cuanto todo, en el ámbito védico, es religioso. Incluso en lo que respecta al léxico, Staal pretende intervenir presenta ndo su sugerencia como un obligado retoque técnico: «Prefiero usar el término “ritual” antes que “sacrificio”, porque reservo este último para designar los rituales que comportan la matanza de un animal.» Tono neutro, como si la cuestión no causara ningún problema. Pero ese retoque es suficiente para borrar innumerables pasajes de los Brāhmaṇa, donde se habla del rito del soma como una matanza. Matanz a de una planta y del rey del Soma, que es un dios, tendido en el suelo. Los Brāhmaṇa son incansables en su reafirmación de que todas las ofrendas, incluso la libación de leche en el fuego de la agnihotra , son sacrificios. Entonces, tres mil años más tarde, llega el hinduista Frits Staal, quien decide que no es así, que no debe ser así. Su celo lo impulsa al punto de corregir un célebre título de Hubert y Mauss: citado por Staal, el Essai sur la nature et la fonction du sacrifice se vuelve Essay on the Nature and Function of Ritual . Es la ciencia occidental, en su ingenuida d y en su arrogancia, quien lo ha decidido así (de hecho, Staal tituló su libro The Science of Ritual ). En la época de Keith (1925) también se podía declarar con cierto candor la sensación de que todo es posible (y por eso, a la vez, todo es arbitrario ) en los textos védicos: «Si las aguas pueden practicar la ascesis, no nos debe sorprender que la palabra hable permaneciendo de pie sobre las estaciones o que la consagración sacrificial pueda ser perseguida por los dioses con la ayuda de las estaciones o que la ascensión de los metros al cielo sea visible.» En conclusión, en el Veda anything goes , decretaba Keith casi contemporáneamente a la aparición del estruendoso musical . Lo que ofendía al sano Occidente eran sobre todo «las infames “identificaciones” de los Brāhmaṇa, antiguo hazmerreír de los estudiosos occidentales». Se trata de una «técnica de la identificación que establece vínculos, equivalencias, conexiones (o correlaciones) entre, o bien la identidad de dos entidades, cosas, seres, pensamientos, estados de la mente, etc. Dos entidades que carecen de relación entre sí, de acuerdo con nuestro modo de pensar». ¿Ejemplos? «Cuando el texto dice “la hierba muñja es la fuerza” y “el árbol udumbara es la fuerza”, o “Prajāpa ti es el pensamiento” y “Prajāpati es el sacrificio”, no está claro por qué cierto tipo de hierba (un ser viviente, o materia muerta) podría ser lo mismo que “fuerza” (ya se trate de una idea abstracta o de una fuerza que se ha experimentado); o, en el segundo caso, por qué y cómo el dios Prajāpati, “señor de la creación”, podría ser lo mismo que el “pensamiento/pensar” y, al mismo tiempo, el acto o la idea de ritual (“sacrificio”, yajña ).» Este pasaje se lee en el umbral de la rigurosa edició n preparada por Witzel del Kaṭha Āraṇyaka (raro caso de texto védico publicado en lo que podría llamarse una edición crítica). Queda clara su intención: ilustrar con tono neutral y ecuánime por qué el pensamiento védico sigue resultando tan desconcertante, sin caer empero en la tradicional deprecación, a la manera de Keith o de Eggeling o de Max Müller . Sin embargo, también en este reciente enunciado hay cosas que chirrían. ¿Cuál es, en efecto, «nuestro modo de pensar» (como si Occid ente fuese un bloque de puro buen sentido)? Los ejemplos de identificaciones peculiares que Witzel nos ofrece, ¿son en verdad tan inconcebibles? Decir que cierta hierba «es la fuerza», ¿suena en verdad más incomprensible que las palabras de Jesús en la Última Cena, cuando dice que un trozo de pan es su cuerpo y que el vino es su sangre? Decir que «Prajāpati es el pensamiento», ¿es más incoherente que hablar de un verbo encarnado? ¿Es posible que «nuestro modo de pensar» sea tan árido y débil como para no incluir en sí, al menos en cierta medida, el pensamiento por imágenes ? Queda por averiguar , en todo caso, por qué los textos védicos - sobre todo los Brāhmaṇa- continúan ocasionando tal sensación de vértigo y de oscuridad. No porque usen el pensamiento por imágenes (sin el cual todo pensamiento sería inerte), sino porque lo usan de modo incesante, con abnegación extrema, sin detenerse ante ninguna consecuencia, al contrario: asumiendo todas las consecuencias. Éste es el escándalo védico inacep table, que provoca tantas reacciones de repulsa y de temor . Respecto de las imágenes, la actitud occidental oscila entre la minimización (x es sólo una imagen, por lo tanto no vinculante) y la tentación de tomar al pie de la letra la metáfora (funcionamiento característico de diversas y fundamentales patologías psíquicas, ante todo la paranoia y la esquizofrenia). Para el pensamiento védico, en cambio, las identificaciones no son metáforas . Como ha precisado oportunamente Witzel, «la mayoría de las frases que establecen identificaciones son simples proposiciones nominales del tipo “x [es] z” o “x vaiz”, con frecuencia resumidas en un enunciado del tipo “x eva z”» (donde eva y vai son partículas que corresponden aproximadamente a «en verdad», «en efecto»). Por eso, la circunspección poco comprometedora de la metáfora queda excluida desde un principio. La identificación (o equivalencia) superpone dos entidades sin recurrir a ninguna circunspección. Aquí se siente aflorar ya la leve sonrisa de superioridad del occidental, similar a la de los científicos en el salón de Diotima, según la desc ripción de Musil. Una vez caída la metáfora, se crearía una confusión irremediable entre las dos entidades acerca de las cuales se afirma la equivalencia. Pero se hace evidente, por miles de señales, que los ritualistas védicos no corrían el riesgo de confundir los planos múltiples de aquello que es. Por el contrario, los percibí an a cada instante y dejaban que el pensamiento jugase en una oscilación continua entre lo uno y lo otro. Para protegerse -y adve rtir irónicamente que conocían bien los términos y los límites de ese juego- recurrían con frecuencia a la partícula iva, «por así decir», «en cierto modo». Mucho más sutil que el tosco «como», que en otras latitudes (Occidente) anuncia la entrada en el reino de la metáfora. Iva es más vago, y permite que lo desconocido y lo incierto resuenen en el momento mismo en que se afirma un nexo, un bandhu . Iva, svid, dos partículas que podrían también ser traducidas (como sucede con frecuencia) señalando que se está surcando el umbral de los pensamientos secretos. Según Renou y Silburn, «la partícula iva acentúa la indeterminación, evoca valores latentes». Así como svid acompaña ante todo las preguntas en las que se enuncian los enigmas. Eran dos modos para insinuar en el discurso la parte de la anirukta , de lo «no explícito» que está destinado a permanecer en ese estado, que siempre se desplaza pero siempre rodea la palabra como un halo. Porque el pensamiento procedía por identificación, corresponden cia, equivalencia, iva recordaba que todo lo que se decía era entendido «en cierto modo», sin clavarse en la identidad . Una identidad que no existe de por sí, o, en todo caso, sólo existe «por así decir», iva. En la compleja historia de los Brāhmaṇa, tras muchos ultrajes y vituperios llegó al fin el día de la legitimación. Sucedió en julio de 1959, en el congreso de hinduismo que se realizó en Essen- Bredeney . Un insigne hindoiranista, Karl Hoffmann, se levantó para pronunciar algunas palabras que sonaban como una sentencia del Tribunal Supremo, esperada durante largo tiempo: «Los monumentos de la prosa védica (los saṃhitā del Yajur Veda Negro y los Brāhmaṇa) son, como prueba desde ya lo imponente de las doce obras principales que la constituyen, el precipitado litera rio de una época significativa para la historia del espíritu y de la religión, que se sitúa entre el Ṛgveda , el monumento literario más antiguo de la India, y las Upaniṣad. El contenido de estos monumentos en prosa consiste en discusiones teológicas sobre el ritual del sacrificio védico. Las argumentaciones que allí se presentan y que con frecuencia parecen carecer de sentido, motivo por el cual Max Müller pudo describirlas como “murmullo de idiotas y desvarío de locos”, se explican, sin embargo, en base a la visión mágica del mundo que aquí domina (Stanisław Schayer). Constituyen, por otra parte, en cuanto “ciencia precientífica” (Hermann Oldenberg), la célula germinal del pensamiento especulativo de los hindúes.» Complejo, solemne, de una perfecta precisión. La escuela francesa, en verdad, de Sylvain Lévi a Mauss, Renou, Lilian Silburn, Mus, Minard o Malamoud, no había sentido la necesidad de emitir tal declaración de principios. Sabían que los Brāhmaṇa eran una interminable, y en buena medida inexplorada, cantera del pensamiento, y no se preocuparon de notificarlo. Se concentraban, en cambio, en el esfuerzo de sacar los textos a la luz y conectarlos. Pero se sabe que la ciencia alemana siempre tuvo necesidad de legitimación. Así, aquel día de julio, Karl Hoffmann asumió la tarea de acog er formalmente, después de casi tres mil años, el corpus informe y semiclandestino de los Brāhmaṇa en el conjunto de las obras del pensamiento imprescindibles de la humanidad. Era como si un puñado de pacientes fuera transferido de pronto desde un hospital psiquiátrico a la Academia. A princ ipios del siglo XX los antropólogos se dividían en dos hermandades enemigas: una afirmaba que el rito precedió al mito, la otra que el mito precedió al rito. Eran riñas pueriles, tal como iba a demostrarse años más tarde. Mauss las consideró como tales desde un principio. Para él era evidente que «el mito y el rito no pueden disociarse sino en abstracto», como escribía ya en 1903. Lo importante no era establecer precedentes ilusorios e infundados -de una parte o de la otra-, sino mostrar «la recíproca pene tración del rito y del mito para hacer visible el organismo viviente que forman gracias a su reunión». Treinta años más tarde dedicaría un curso entero a ilustrar , sobre la base de los documentos australianos de Strehlow , la casi perfecta interdependencia entre rito y mito, que mostraban «su solidaridad, su intimidad». Por una parte, el rito aparecía siempre como «representación dramática (verbal y gestual) del mito»; por otra, el mito, entendido como puro relato «desligado de la necesidad del culto», acababa por revelarse «sin fundamento real, sin jugo práctico y sin sabor simbólico». Era esto, precisamente, lo que exigía una explicación. ¿Por qué determinados gestos sólo adquieren sentido si se vincu lan a una historia? ¿Por qué ciertas historias necesitan manifestarse mediante gestos? Aquí se estaba cerca de una maraña que se esconde en las anfractuosidades de la mente. Es la maraña del simulacrum , del eídōlon , de la imagen que debe volverse visible para actuar . No se trata de una característica de ciertas culturas, sino de cualquier cultura, así como el teorema de Pitágoras, aunque formulado en Grecia en cierta época, y antes aun en Mesopotamia, no pertenece a la cultura griega ni mesopotámica más que a cualquier otra, dado que se aplica siempre y en todas partes. Pero es necesario que en un determinad o lugar y en un determinado momento se alcance determinado grado de lucide z acerca de determinadas relaciones. Sobre lo que Mauss definió como «intimidad» entre mito y rito, sobre el cruce entre liturgia y relato, quizá no se ha llegado nunca a la evidencia ni a la puesta en acto de modo más eficaz que en la época de la doctrina de los Brāhmaṇa. No debería ser, entonces, la antropología la que se incline benevolente sobre los Brāhmaṇa para extraer de ese fárrago alguna reliquia aún valiosa. Al contrario, podrían ser los propios Brāhmaṇa los que guiaran a la antropología a reconocer algo que está en el fundamento de su entera disciplina. X. LA LÍNEA DE LOS FUEGOS La condición inicial del hombre es informe, opaca, heterogénea e incluso «impura». El hombre es un ser que «dice la noverdad». Podría seguir viviendo de ese modo, pero sin dejar una huella significativa. Para hacerlo, debe componer un conjunto de gestos coligados, que constituyan una «acción», karman . La acción por excelencia, la que presupone y garantiza un sentido a esos gestos, es la obra sacrificial. ¿Cuál es el principio de esta obra cuya primera peculiaridad es la de constituir el modelo de toda otra obra? El deseo. Pero no el deseo genérico , ondeante, multiforme, que oscila -porque «muchos deseos tiene el mortal» y esta pluralidad de deseos lo habita desde el prime r hasta el último insta nte de su vida, inexorablemente-; sino un deseo singular , que quiere separarse de todos los demás, cortar sus vínculos con las redes de los otros deseos y encon trar la vía para cumplirse. ¿Cómo? Volviéndose un «voto», vrata . En el voto se entra como en otro espacio, el del deseo separado, que se vincula, se cierra respecto del exterior con una barrera y const ruye en el interior del nuevo espacio una secuencia de gestos que lo reafirman cada vez. ¿Cuál es, entonce s, el primero de esos gestos? Tocar el agua, pero no en cualquier parte. Tocarla en un punto de la línea invisible que rodea el fuego āhavanīya y el fuego gārhapatya . Es la línea de los fuegos . El fuego gārhapatya , «domé stico», es circular , situado a occidente. Allí se accede al fuego. Allí arden las brasas con los que se encenderán los otros fuegos. A no mucha distancia, a oriente, sobre un terreno cualquiera, que se ha barrido con ramas de palāśa (Butea frondosa , pero se debe entender que es el brahman ), se instala otro fuego, cuadrado, llamado āhavanīya . Sobre este fuego se ofrecían las oblaciones, y sólo podrá ser encendido con una brasa extraída del fuego gārhapatya . El fuego āhavanīya es el cielo, el fuego gārhapatya es la tierra (y es circular porque la tierra es un círculo en el centro de otros círculos). Lo que está entre dos fuegos es la atmósfera, en la que nosotros respiramos y nos movemos. Lo que está en medio es también «el tronco del cuerpo», donde late el corazón, la vida. Ahí habrá después otros fuegos, pero antes hay que establecer estos dos: āhavanīya y gārhapatya . Son las tensiones sobre las que todo sucede. Todo, en verdad, sucede sobre la línea invisible que los une. Sólo allí puede acontece r el prodigio que está detrás de todo lo demás: que las cosas adqu ieran significado. Si el hombre quiere salir de la no-vida en la que nace, y en la que estaría destinado a permanecer , debería pisar esa línea, tocar allí el agua y formular un deseo. Así entrará en el voto, en la arriesgada condición en la que se pued e decir la verdad, en la que el deseo puede cumplirse, en la que el gesto asume un sentido. Si cada sacrificio es un «barco que navega hacia el cielo», ambo s fuegos āhavanīya y gārhapatya serán los flancos de ese barco, los extremos entre los que deberá moverse ese piloto que es todo sacrificante, desde el momento en que comienza a realizar ciertos gestos: aquellos gestos, si suceden entre los dos fuegos , adquieren un significado que los diferencia de los golpes de mar y las resacas de las acciones humanas. La escena es observada también en la perspectiva de los dioses. Antes de que el hombre (cualquier hombre) atraviese la línea de los fuegos, los dioses lo ignoran. Entonces, «después de haber vagado en torno al fuego āhavanīya , viniendo del este, pasa entre ese fuego y el fuego gārhapatya . Porque los dioses no conocen a este hombre; pero cuando pasa entre los dos fuegos lo conocen y piensan: “Éste es el que está por hacernos una oblación”». Cuando se celebra la ceremonia, el hombre debe ante todo ser reconocido. Los dioses, hasta entonces, parecen no verlo. Su suerte les resulta indiferente; su esen cia, indefinida. Están agazapados en torno al altar, y eso es todo lo que saben, y les interesa, de la tierra. Para ser percibido, y después reconocido, el hombre pasa entonces entre ambos fuegos principales. Ésa es la línea en la que vibra la tensión que da el significado. Cuando los dioses ven a alguien que la atrav iesa saben de inmediato lo que está en juego. En ese momento el hombre es reconocido y existe por fin. Existe sólo en cuanto es aquel que presentará una ofrenda. De este modo, el hombre se sustrae a su originaria inconsistencia y se convierte en un ser con el que los dioses tienen algo que ver . Así es como se establecen las relaciones entre los hombres y los dioses. La primera preocupación del sacrificante será la de actuar en vano: las oblaciones son ofrecidas, la compleja maquinaria litúrgica se pone en movimiento, pero los dioses pueden estar en otro lado. Pueden no reconocer al sacrificante. Más que del reconocimiento hegeliano entre esclavo y amo, los hombres védicos estaban preocupados por el reconocimiento entre los dioses y el sacrificante. Por eso el diálogo que se produce entre adhvaryu y agnīdh , su asistente, el responsable de encender el fuego: «“¿S e ha ido, agnīdh?” , y con eso entiende: “¿Se ha ido en verdad?” “Se ha ido”, responde el otro. “Pide que lo escuchen.”» Los oficiantes son aquellos que tienen ya una familiaridad con el mundo del cielo. Es el fundamento de su existencia. Por otra parte, dependen de los honorarios del sacrificante, que sin embargo es un hombre cualquiera, alguien a quien los dioses pueden llegar a ignorar . El diálo go entre los oficiantes se lleva a cabo en un espacio baldío, delimitado por tres fuegos. Los oficiantes debían saber si el rito cuajaba . ¿Cómo hacerlo? Hablando de lo invisible. De algo que - acaso- estaba sucediendo entre los dioses, ellos mismos y el sacrificante, a lo largo de esa pista aérea que era el sacrificio. En esos momentos hubieran podido aparecer como absortos monologantes, partícipes de una alucinación común. Según Coomaraswamy , «el tipo más antiguo de la arquitectura sagrada hindú, cercado y cubierto de techo», es el sadas , la cabaña en la que el sacrificante o el iniciando pasan la noche antes de realizar los actos de la liturgia. «Lugar “aparte” (tiras, antarhita ) frecuentado por los dioses.» Lugar que permite comprender la razón de todo espacio cerrado: porque «los dioses son segregados respecto de los hombres y así también es secreto lo que se cierra por todos los lados». Allí duerme el sacrificante y, mientra s está allí, «en verdad se acerca a los dioses y se vuelve una de las divinidades». Pero no hay nada estable: terminado el rito, la cabaña es abatida. Sin embargo, en ese lugar vacío, frágil y precario se establece un contacto con los dioses, incluso antes que en un templo. Ese vacío y esa separación del resto del mundo son suficientes. Primera imagen de lo que un día será el estudio , no sólo de San Jerónimo sino de todo escritor: esa habitación ocasional que sirve a la escritura y la protege con «el manto de la inicia ción y del ardor». El presupuest o del sacrificio védico es que sólo mien tras lo prepara y lo celebra el hombre puede convertirse en algo más que humano. Hasta el momento en el que ha encendido un fuego, resulta indifere nte lo que haga, porque en todo caso será sólo humano. Por eso la noche antes del agnyādheya , de la «instalación de los fuegos», no hace falta ni siquiera permanecer despiertos: «Hasta que no ha encendido su fuego, él es simplemente un hombre; por eso puede incluso dormir , si quiere.» Es verdad que, como se dice antes, «los dioses están listos», y acercarse a los dioses implica que se participe en su vigilia. Pero sería en vano hacerlo si no se tiene ya un fuego propio, si no se ha entrado en ese opus que es el sacrificio. La vigilia es el gozne del mundo védico. Pero actúa sólo en el interior de esa obra ininterrumpida que se lleva a cabo cuando se enciende el propio fuego. Por otra parte, los hombres védicos saben que todo mal comienza por un estado tormentoso de la conciencia. A los propios enemigos-rivales desean infligir , antes que cualquier otra desgracia -hacían la lista: «carencia
  • 🔄 Truth and Ritual Duality

  • 🌓 Truth and non-truth form the fundamental metaphysical poles of ritual existence—gods inhabit truth (satya), while humans dwell in non-truth, with no middle ground possible between these states
  • 🔥 The sacrificial ritual creates a charged erotic tension between elements (water and fire) and transforms space into a battlefield where gods, demons, and humans negotiate power through precisely choreographed actions
  • 📜 Ṛta and satya represent complementary aspects of truth—ṛta connects truth to cosmic order (later evolving into dharma), while satya represents pure affirmation of what exists without reference to anything else
  • 👁️ The indistinct (anirukta) and the explicit (nirukta) create a fundamental tension throughout liturgy, with Prajāpati (sometimes appearing as the mysterious "Ka") embodying the indefinable source from which all forms emerge
  • 🧠 Mental discipline ("yoking" or "uncing") underlies all ritual action—the mind acting upon itself in a disciplined manner represents the distinctive thread running through Hindu thought from Vedas to Buddha
  • 🏃 The divine impulse to flee reveals a profound anxiety about existence itself—gods like Agni, Indra and Śiva repeatedly attempt to escape their cosmic responsibilities, modeling the later human rejection of worldly existence
de progenie, carencia de una casa, ruina»-, el que fueran atormentados por los «malos sueños». La prem isa de todo acto sacrificial es metafísica: al entra r en el rito se entra en la verdad, al salir del rito se vuelve a la noverdad. Afirmación perentoria que debería ser puesta junto a la enunciación de la Aletheia en el poema de Parménides. El estilo del ritualista es desnudo, abrupto, abrasivo. No se permite graduación ni atenuación. Tanto más penetrantes las palabras: «Doble es esto, no hay un tercero : verdad y no-verdad. La verdad son los dioses, la no- verdad son los hombres. Por eso, al decir: “Entro ahora desde la no- verdad a la verdad, él [el sacrificante] pasa de los hombres a los dioses. Él deberá decir sólo lo que es verdad. Porque los dioses observan este voto: decir la verdad. Por eso tienen esplendor . Esplendoroso es, por tanto , aquel que, sabiendo esto, dice la verdad.» Los extremos de la existen cia, los polos entre los cuales se establece la tensión son dos: verdad y no-verdad. Como ser y no ser en Parménides. Tertium non datur . El espacio en que esto se manifiesta tiene como extremos el cielo y la tierra, o, también, el fuego āhavanīya y el fuego gārhapatya . Pero enseguida observamos una peculiaridad: «verdad» y «no-verdad», en el texto, son satya y anṛta . Como si anṛta fuese la negación de otra verdad, designada por la palabra ṛta. Esto reaparece en una cuestión aún abierta: Heinrich Lüders, en su imponente e incompleto Varuṇa , dedicó páginas y páginas a demos trar que ṛta, traducido con frecuencia como «orden», significa en primer lugar «verdad». Su teoría parecería sustentarse en este pasaje, en el que satya y ṛta se presentan como equivalentes. Pero los sinónimos no existen. Satya es verdad en relación con «lo que es», sat. Ṛta esconde en sí una referencia al orden, a la articulación justa que está en la raíz ar- (de la que proviene el latín ars, artus , y también ritus). En ṛta, la verdad está todavía visiblemente ligada a una disposición de las formas, a cierto modo de conectarse. La liturgia del agnihotra , la libación de la mañana y de la noche, célula germinal de todos los sacrificios, arroja luz sobre la relación entre satya y ṛta. En un pasaje de la Maitrāyaṇī Saṃhitā se dice: «El agnihotra es ṛta y satya. » Bodewitz traduce «orden y verdad» y anota: «Éste es uno de los pasajes que muestran como ṛta, “orden”, que aquí aparece junto a satya , “verdad”, no significa “verdad”, como supone Lüders en Varuṇa II.» De este modo, en pocas y secas palabra s, parecería colapsar una vasta constr ucción de investigaciones. ¿Es así en verdad? ¿O acaso ambos estudiosos tienen razón en cierto modo , y nuestra concepción de la palabra «verdad» resulta demasiado estrecha? Consideremos ahora otro pasaje en la liturgia del agnihotra : antes de proceder a las oblaciones, el adhvaryu toca el agua y dice: «Tú eres el fulgor; aleja de mí mi mal. Desde el orden sagrado (ṛta) entro en la verdad (satya). » Así traduce P. E. Dumont. Willem Caland, en camb io: «Desde lo justo paso a lo verdadero.» Ṛta y satya , dirían los ritualistas védicos, son una pareja (tal como, lo veremos en otra parte, satya y śraddhā , «fe en la eficacia ritual») y su relación es dinámica: de la casi superposición se pasa a la contraposición. En ṛta la verdad se cruza con el orden, ante todo el orden del mundo vigilado por Varuṇa. En este sentido esta palabra, caída en desuso después de la época védica, será sustituida por dharma , donde el significado de «orden» queda envuelto por el de «ley» (estamos en el origen de law and order ). En satya , en cambio, la verdad es pura afirmación de lo que es, carente de cualquier otra referencia. Así de la orden (ṛta) se puede acceder a esta verdad (satya) , como de un grado a otro de la verdad misma, ya del todo depurado de referencias cósmicas. La traducción de ṛta seguirá siendo, en cualquier caso, un tormento para todo hinduista, como Witzel ratifica: «Simplemente no hay palabra inglesa, francesa, alemana, italiana o rusa que cubra el arco de los significados de esta palabra.» Sin embargo, existe una buena aproxim ación, al menos en la lengua materna de Witzel: Weltordnung , «orden del mundo». Para dar con ella habrá que pedir ayuda a Kafka. Quien quisiera introducirse en los significados de ṛta podría guiar su propia iniciación con la lectura del capítulo de El castillo dedicado al coloquio nocturno entre el consejero Bürgel y K. Coloquio que culmina en dos frases que podrían atribuirse a uno de los Siete Videntes: «Así el mundo rige su curso y mantiene el equilibrio. Ésta es una institución excelente, de una excelencia tal que parece inconcebible, aunque desconsoladora bajo otro punto de vista.» El propio Renou oscilaba, para traducir ṛta, entre dos fórmulas: «el Orden-cósmico » y «el “curso” regular de las cosas = ordo rerum », tal como observó Wilhelm Rau. Enseguida aparecen cuestiones de protocolo: ¿qué debe hacer el sacrificante una vez que haya formulado su voto? ¿Cuál será el comportamiento apropiado, que no contradiga su propósito? Ante todo, deberá ayunar . Despué s, la noche antes del principio del rito, deberá dormir en el suelo, en la casa del fuego gārhapatya . Son las dos primeras prescripciones del protocolo sacrificial. ¿Cómo se justifican? El voto es un modo de acoger a los dioses como huéspedes, y en cuanto tal es percibido de inmediato, porque los dioses ven todos los movimientos en la mente del hombre. Por eso el voto procura en primer lugar hacer espacio, tener despejado el espa cio en torno al fuego para que allí se sienten esos nuevos huéspedes, que son los diose s, a la espera de su alimento. Con eso basta para convertir el ayuno en una regla de protocolo: no comer nunca antes que el huésped. Después, en el momento de dormir , el sacrificante se tiende en el suelo, junto al fuego. Ésta es la primera escena de la nueva vida, posterior al voto: un fuego encendido, protegido por su casa; prese ncias invisibles -los dioses- que poco a poco se reúnen a su alrededor; un hombre que duerme en el suelo: es el sacrifican te, que de ese modo comienza a familiarizarse con los dioses. Respira junto a ellos, se calienta junto a ellos. Pero debe dormir en el suelo, también en esta ocasión, por una regla de protocolo, que equivale a reafirmar la distancia inconm ensurable entre esos nuevos huésped es y ese hombre tendido junto a su nuevo fuego: «Porque a un superior se lo debe servir , por así decir , desde abajo.» Una vez introducido el «voto», vrata ; introducidos los fuegos āhavanīya y gārhapatya ; introducidas la verdad y la no-verdad: ¿cuál es el paso siguiente? El gesto de uncir algo a otra cosa. El sacrificante «unce» el agua al fuego. Lo anuncia con voz «indistinta», anirukta . La unción de la que se habla es la misma que acontece en el yoga («yug o», «unción»). Es un gesto de apresamiento que la mente ejerce sobre sí misma. Eso presupone que la mente sea siempre una entidad doble, donde dos partes actúan y se someten una a otra. Éste es el ejercicio (la áskēsis , la «ascesis») que está detrás de todo lo demás. Cuando, en la Bhagavad Gītā, Kṛsna insiste en recomendar que la mente sea bien «uncida», yukta , se trata de lo mismo. La inmovilidad del renunciante solitario es sólo una última consecuencia de esta disciplina. Su primera manifestación está en el gesto, en la acción litúrgica. De hecho, toda liturgia presupone esa unción. En esa referencia a un gesto mental preciso radica quizá el rasgo distintivo, recurrente de todo el pensa miento hindú, de los Veda al Buda, y hasta el Vedānta. ¿Cómo sucede este acto con el que la mente (o dos elementos que la representan, como el agua y el fuego) comienza a actuar sobre sí misma? Ésta es la primera y última pregunta: «“¿Quién (Ka) te unce a este fuego? Aquél te unce. ¿Por qué te unce? Por él te unce.” Porque Prajāpati es indistinto (anirukta ). Prajāpati es el sacrificio: por eso él unce de este modo a Prajāpati, el sacrificio.» ¿Quién, Ka, realiza el acto? En la pregu nta se ofrece ya la respuesta: el que actúa es «quién», Ka, nombre secreto de Prajāpati, cuya gesta es contada en los Brāh maṇa. Así, se dice en otra parte: «Prajāp ati es el que unce, unció la mente para esa obra sagrada.» Sabremo s también que ese gesto, en la liturgia, es preliminar a cualquier otro: «Uncen la mente y uncen los pensamientos.» Pero, antes aun de presentarse en el nombre de Prajāpati, él se adelanta, como si su sombra lo preced iese, en el nombre de Ka, el más misterioso, el más indefinido, el que más radicalmente dice la diferencia entre este ser anterior a los dioses y los dioses mismos. El nombre de Ka aparece en el modo que más le conviene: murm urado con voz «indistinta», anirukta . Porque todo lo que es anirukta pertenece a Ka: es lo implícito que nunca podrá convertirse en explícito, es lo «inexplícito ilimitado» (según la fórmula de Malamoud), lo no dicho que no podrá nunca ser dicho, lo indefinido que huirá siempre de una definición. Toda la liturgia es una tensión entre la forma que se expresa (nirukta ) y lo indistinto (anirukta ), de la que surge. Este último es la parte de Prajāpati. Porque, además, Prajāpati está hecho de todos los otros dioses, sin que se pueda decir de él, sin embargo -comenta Sāyaṇa a propósito de Śatapatha Brāhmaṇa , 1, 6, 1, 20-, que es «esto y eso otro». En cada gesto, en cada pensamiento habrá que recordarlo, habrá que calcularlo. Cada gesto, cada pensamiento será un movimiento en la partida abierta entre esos dos modos del ser . Desde el primer y sencillo gesto de caminar llevando agua, el sacrificante podría pretender que ya ha cumplido con su obra, puesto que «mediante este primer acto conquista todo esto [el mundo]». La escena litúrgica comienza a definirse. Por otra parte, se dice del agua (āpas ) que «todo lo invade» -jugando con la raíz āp, «invadir»-, por eso lo alcanza todo, por eso se la usa como remedio para suplir los errores cometidos por los oficiantes, si en alguna ocasión no están en condiciones de cumplir con todo. Después se precisa que el agua es «un rayo», como se puede deducir observando que, allí donde corre, cava el terreno. En cuanto rayo, ya ha sido usada por los dioses para defenderse de los Asura y de los Rakṣas, esos demonios malévolos que continuamente querían molestarlos mientras celebraban sacrificios. Estos dos argumentos deberían ser suficientes para explicar el uso del agua. También su peligrosidad, porque tratar con el agua es como manipular el rayo. ¿Cuál será entonces la función del agua en el curso de la liturgia? Sexual, sobre todo. Una vez dispuesta al norte del fuego gārhapatya , empieza su coito fecundo con el fuego. Entonces, el acto sexual es el primer ejem plo de un gesto que al mismo tiempo unce y es uncido, gesto que subyace a todo lo que sucede en la obra sacrificial. Por eso se dice poco después: «Que nadie pase entre el agua y el fuego, para evitar que, con ese pasar , moleste el coito que está sucediendo.» El eros es un estado de tensión que se establece sólo si las distancias son precisas. Ahora bien, la relación más común entre agua y fuego no es de atracción erótica, sino de rivalidad. Si el agua fuera depositada demasiado lejos, más allá del punto que está exactament e al norte del fuego, el fuego mismo exhalaría su aversión. Detenerse demasiado pronto, antes de que la tensión erótica se establezca, sería, asimismo, un error y un peligro. Significaría, en efecto, no alcanzar «el cumplimiento del deseo (kāma ), por el cual él ha llevado el agua». La última de las palabras indispensables, tal como se perfila aquí, es «deseo», kāma . Enseguida se comprende su precariedad. Basta que un jarro de agua sea dispuesto en el punto equivocado para que el enorme edificio de los actos sacrificiales corra el riesgo de colapsar . El claro en el cual se celebraba el sacrificio era un escenario en el que a cada paso se corría el riesgo de ofender o molestar a alguna presencia. El agua se colocaba al norte del fuego, no demasiado lejos. Una breve línea invisible los unía. El oficiante debía estar bien atento de no atravesarla. Tan poderosa era la erotización del espacio -ante todo, de ese espacio desnudo en el que se movían los oficiantes- que se puede fácilmente vislumbrar por qué no existía la necesidad de plasmar simulacros. El aire estaba abarrotado de ellos. Pero el fuego y el agua no eran las únicas potencias que debían prestar atención. El área sacrificial estaba asediada por un tropel de intrusos: estaban los dioses y también los Asura, que eran sus hermanos enemigos. Estaban los oficiantes y también los Rakṣas. Estaba el sacrificante, para quien todos los demás eran sus rivales, sus enemigos en general. Nada les importaba más que interrumpir la obra sacrificial. Para hace rlos retroceder (una y otra vez, porque nunca se dejaban vencer del todo) hacían falta astucias diversas. La primera era el silencio: la liturgia tiene comienzo cuando la palabra se reprime, porque sólo el silencio garantiza una continuidad, no escandida por sílabas o formas verbales. En el silencio del discurso mental éstas existen todavía, pero como reabsorbidas en un elemento acuoso, del que afloran apenas para dejarse sumergir nuevamente. Otra astucia es el fuego. Acercar a las llamas los objetos litúrgicos es como dar curso al proceso del tapas , al ardor , a esa constante producción de calor , en la mente y en el acto litúrgico, que envolverá todo el rito y lo protegerá del exterior . Los intrusos serán rechazados, aplastados. La esce na del sacrificio es un claro despejado en leve pendiente, punteado por los fuegos y el altar. Hay que mitigar el duro choque de los elementos que está a punto de cumplirse. Las puntas de los haces de hierba están todavía húmedas: al apoyarse sobre la tierra humedecen a Aditi, la Ilimitada, que sostiene el conjunto. Otro haz de hierba, llamado prastara , es desatado: es el moño de Viṣṇu. Otro haz se deposit a en el altar, para que allí se acomoden los dioses y encuentren en él «un buen asiento». También el sacrificante y su mujer se sentarán sobre un haz de hierba, que tiene otro nombre. Finalmente, hay un haz de hierba cuyo nombre infunde sumisión (veda , «saber»). No está clara su función. Durante la cerem onia pasa de las manos de un oficiante a las de otro, hasta llegar a las del sacrificante e incluso a las de su mujer , en el momento en que un oficiante está recitando un mantra . La escena, que estaba desnuda y sobria, empieza a mancharse de hierbas blandas y húmedas. Como la Tierra fue tapizada por plantas, así la escena del sacrificio lo es por siete haces de hierba. También el altar -hermosa mujer de proporciones impecables, tendida en su desnud ez frente a los ojos de los dioses, que están sentados en torno a ella, y de los oficiantes- debe estar cubierto, con gracia, velado por un manto denso y sinuo so de hierbas en varias capas, por lo menos tres (el número, en todo caso, tiene que ser impar). A las cucharas y a los cazos, y a los siete haces de hierbas, se agregan ahora tres varillas alrededor del fuego āhavanīya. La escena ya se ha anim ado en una gran alucinación: el sacrificante reconoce su cuerpo en las cucharas y en los cazos, lo siente atrav esado por el soplo de la vida; reconoce el moño de Viṣṇu dispuesto en el altar, que los oficiantes se están encargando de vestir . Ve las hierbas multiplicarse, como en el principio de los tiempos, extendidas sobre el terreno para que en ellas los dioses encuentren un cómodo lecho. En fin, se agregan tres varillas que arman un recinto alrededor del fuego. ¿Quiénes son? Su cercanía al fuego hace pensar en algo importante y secreto. Son los primeros tres Agnis: los primeros dioses desaparecidos . Que, por otra parte, han desaparecido por miedo de sí mismo, del fuego. Por miedo de no llegar a soportar la naturaleza del fuego. Son el preanuncio de la muerte como pura ausencia. Es el ejemplo del modo en que los dioses restituyen lo disperso: bajo forma de varillas. Un alto pathos rodea las figuras de los primeros tres Agnis. Mudos, no quieren contarnos qué ha sido de ellos cuando desaparecieron. Ni siquiera Agni comentará ese gesto de restitución realizado por los dioses. Pero sabemos que se ha presentado, que ha asumido el puesto de hotṛ, de «invocador», y de su movimiento incesante depende la vida misma del sacrificio. La vida misma. Las tres varillas no contarán nunca sus huidas, sus terrores y sus padecimientos, pero comprenderán que los dioses las estaban usando. Sin su rígida presencia, Agni no hubiera asumido sus deberes. Por eso sintieron que podían pedir lo que los dioses suelen pedir: una parte del sacrificio. Tuvieron todo aquello que se pierde en el sacrificio , todo lo que accidentalmente se vierte. Solución sutilmente metafísica: a los perdidos va aquello que se ha perdido. Al mismo tiempo, gran alivio para los hombres, que viven en el terror de no poder ofrendar compl etamente lo que ofrendan, de perder - por torpeza, por ataques externos, por ignorancia- la parte esencial. Finalmente, hubieran sabido que nada se pierde: la tierra lo acoge y lo transmite a los tres hermanos que habían desaparecido dentro de la tierra misma. En fin, otros tres personaje s se destacan en la escena del sacrificio, cada vez más dens a y animada. Una vez más, tres trozos de madera: pero ahora están encendidos. El primero roza a uno de los tres hermanos de Agni. Mediante ese leve contacto, como de dos viejos amigos, se encien de el fuego invisible. Después está el fuego visible que debe encenderse: la brasa se acerca al centro del altar mientras un oficiante pronuncia una estrofa en el metro gāyatrī . Si no la pronu nciara, el fuego no podría encenderse porque sólo la palabra escandida en el metro da poder , da sentido a la acción. Al mismo tiempo, lo que la brasa enciende es la propia gāyatrī . A su vez, la gāyatrī encien de los otros metros, en una secuencia. Es el prodigio inicial: la ascensión de esos seres verbales -los metros- que transportarán, como pájaros poderosos, la oblación al cielo. Desde el cielo desce nderán hacia los hombres. Tan grande es este acontecimiento que los otros dos tizones deben imitarlo, en otras secuencias de ascensiones: el segundo enciende la primavera, que enciende las otras estaciones y pone en movimiento la circulación del tiempo. El tercer tizón, en fin, encenderá al brahmán, el último ser que deberá viajar con la oblación hacia los dioses; también él esperaba ser encendido. Un metro, una estación, un sacerdote: el fuego lo toca y todo se apresura a existir . Mucho antes de que el fuego causase miedo, había sido el fuego el que tenía terror de sí mismo, y de eso que los hombres (y los dioses) le habían pedido hacer . Los tres hermanos mayores de Agni habían preferido desaparecer , perderse para siempre, antes que asumir para sí las tareas del fuego. Sabían que la culpa y la angustia tienen su origen en ese comercio con los dioses que habrían debido alimentar con la llama del sacrificio. Al fuego le correspondería la labor , además, de señalar el camino, las múltiples estaciones entre el cielo y la tierra, las pistas que Agni tendría que recorrer incesantemente. Esto iba a ser la vida, el mundo. Agni, como también le sucedería a los otros dioses -incluso a Śiva, a Brahmā-, tuvo un impulso de rechazo. Trató de esconderse. Cada vez que se observa la vida nacer como fuego del agua -o incluso sólo como un fulgor en el agua-, se debe recordar que ésa es una huella del refugio de Agni, del que Agni fue arrancado. Esto debería bastar para comprender cómo el primer sentimiento divino hacia la vida -la vida tal como aparece sobre la Tierra- fue de pura angustia y rechazo. Si esto no queda claro, no quedará nunca claro por qué todos los actos ceremoniales se realizan en una atmósfera de terror latente, como manipulando algo altamente peligroso, de lo que uno quisiera desha cerse: la culpa, de modo semejante a las Bouphonia atenienses, cuando se pasa ba de mano en mano el hacha que había matado al primer buey . Con Indra -cuando mató a Viśvarūpa, el tricéfalo hijo de Tvaṣṭṛ, el Artífice- fueron los tres misteriosos Āptya los que aceptaron la labor de absorber en sí la culpa; pero no fue suficiente e Indra sufrió por largo tiempo, como una bestia abandonada, las consecuencias de su delito: el asesinato de un brahmán, la culpa más grave, que se clava en la garganta del asesino como un tizón ardiente. La loca carrera de la culpa, empujada por todo aquello que la toca, tiene su meta en la dakṣinā , ese «honorario» para los sacerdotes que es el origen del dinero y a la vez una forma de Vāc, Palabra. Es un misterio que aflorará por todas partes: puntual, penetrante, sutil. No sólo Agni, también Indra es presa del terror y huye, después de haber lanzado el fulgor sobre Vṛtra. Sabremos que incluso Śiva, en determinado momento, desaparece. No por miedo, claro - imposible atribuirle miedo a Śiva-, sino seguramente por rechazo hacia algo que podría ser el mundo. Indra, además, cede en el momento en que debería firmar su triunfo, el cumplimiento de su empresa. Frente a Vṛtra, Indra se siente más débil, no da fe a su propio fulgor . Quien se encargará de ir a buscarlo, de persuadirlo para que vuelva, es otro fugitivo, Agni, que a su vez no se había sentido en condiciones de asumir su papel de mensajero del sacrificio. Se diría que todos estos dioses se sienten ocasionalmente paralizados frente a la tarea de existir , y de tener una función. Fueron esos momentos -quiz á- el modelo de ese rechazo radical del mundo que más tarde iba a manifestarse de tantas maneras, entre los hombres, en India. «Después él se despoja del voto, diciendo: “Ahora yo soy aquel que en verdad soy.”» El sacrificio está cumplido. Centenares de gestos prescritos han sido ejecutados. ¿Qué hacer? La situación es delicada. Hay que tratar al sacrificio como a un animal asustado: en primer lugar , quitarle el yugo, que ya no cumple ninguna función, y al mismo tiempo verter agua -esa agua que se define praṇītāh, «llevada adelante»- porque «el sacrificio, en el momento en que es separado del yugo, al moverse podría herir al sacrificante». Después, el sacrificante deberá pensar en sí mismo. También él tiene un yugo del que separarse: el voto. ¿Cómo anunciarlo? El sacrificante sabe que, para describir exactamente lo que está haciendo, debería decir: «Paso de la verdad a la no-verdad.» Pero sería inconveniente reconocerlo después de la exaltación de la liturgia. Entonces recurre a una fórmula que puede parecer tautológica y en cambio es discreta y humildemente alusiva: «Ahora yo soy quien realmente soy.» Es decir: un hombre cualquiera, que se sabe ignorado por los dioses, y vuelve con cierto alivio,
  • 🌍 Sacred Rituals & Cosmic Connections

  • 🔥 Fire serves as the central metaphor connecting all existence—from celestial realms to human bodies, transforming ordinary actions into sacred acts through elaborate correspondences (bandhu)
  • 💑 Sexuality permeates Vedic ritual practice, with altars designed as women's bodies, oblations representing ejaculation, and divine encounters manifesting as erotic exchanges where even a glance constitutes sacred union
  • 🔄 Truth (satya) exists as a temporary state for humans, requiring specific rituals to enter and exit—the normal condition is non-truth, making the movement between these states a fundamental rhythm of existence
  • 🌊 The five oblations theory explains human creation through a sequence of transformations where waters eventually assume human voice—demonstrating how all elements are interconnected through sacrifice
  • 🪦 Death represents the ultimate tautology—the reduction of all symbolic correspondences to literal sameness, where "embers are just embers" and transformation ceases
  • 🧠 Knowledge transmission follows strict hierarchies that can occasionally be reversed, as when kings instruct Brahmins, revealing that esoteric understanding requires perpetual humility and renewed discipleship
aunque no se atreva a declararlo, a su vida anónima, dispersa, irrelevante. Pero, a la vez, sustraída a la coacción de los significados. ¿Cuál es el sobrentendido? La verdad es un estado innatural para el hombre. Sólo mediante el artificio del voto y de la larga secuencia de acciones a ella vinculada (los ritos) el homb re entra en tal estado. Pero no podría permanecer en él. Tan importante y delicado como el procedimiento para entrar en el voto es el procedimiento para salir de él. En cierto modo, el hombre ansía volver a la no-verdad, así como ansía el sueño después de la larga tensión de una vigilia. La verdad, cuyo nombre (satya ) envía a aquello que es (sat), para el hombre es sólo un estado precario, hacia el que se tiende y del que se vuelve a caer. La normalidad, la constancia del ser está en la no-verdad, que enseguida acoge al hombre cuando sale del voto, de la acción sacrificial. El pasaje más importante en la tarea de instalar los fuegos es el intento de transferir los fuegos del mundo exterior al fondo más recóndito del cuerpo del sacrificante. Sobre esta operación se apoya toda la doctrina del yoga , porque al principio «los fuegos son esta respiración: el āhavanīya y el gārhapatya son la espira ción y la inspiración». El origen de tan ardua transposición fue un episodio en la guerra entre los Deva y los Asura. Entonces los Deva no era aún dioses, por eso eran morta les, como también lo eran los Asura. Entre las dos formaciones enemigas había un solo ser inmortal, al que todos recordaban: Agni. Los Deva pensaron en infun dirlo en sí mismos. Se dejaron invadir por ese ser inmortal, así obtuvieron ventaja sobre los Asura. Todo había sido una cuestión de prefijos: habían preferido el ā-dhā- , «establecer dentro», al ni-dhā- , «establecer abajo» (es decir , en el mundo externo, donde se quema la hierba y se cuece la carne), al que se había n atenido obtusamente los Asura. Desde esa vez, hablar de adentro y afuera, de lo que sucede visibleme nte en el mundo y de lo que sucede invisiblemente en cada ser, se volvió mucho más sencillo. Cuidar del fuego era una única acción que podía cumplirse tanto rociando con manteca las llamas como pronunciando palabras verdaderas. Como dijo un día Aruṇa Aupaveśi: «El culto, ante todo, es veracidad.» Hay vida siem pre que algo es, a la vez, otra cosa. Hay muerte cuando algo es sólo sí mismo, rígida tautología. Ésta fue una de las implicaciones de la doctrina que le fue transmitida a Śvetaketu y a su padre Uddālaka por el rey de los Pañcāla. Ese día, un guerrero instruyó a un maestro brahmán y a su hijo. El rey no dejó de señalar la singu laridad del evento. No sólo Uddālaka no conocía la doctrina sino que, dijo el rey, «este conocimiento, antes de ti, nunca había llegado a un brahmán». Uddālaka había impartido a su hijo la doctrina que va más allá. Pero la vía de lo esotérico no tiene fin. Ahora le correspondía a Uddālaka presentarse como un discípulo, un brahmacārin a la par de su hijo. En cada ocasión era necesario comenzar desde el principio. Fue él mismo quien lo propuso: «Volveremos allí y nos presentaremos como discípulos.» De lo que suce dió ese día se conservan dos versiones, una en la Chāndogya Upaniṣad y la otra en la Bṛhadāraṇyaka Upaniṣad . Concuerdan, pero con leves y preciosas variantes. Las cinco preguntas que no un rey sino uno de su séquito formuló a Śvetaketu y a las que éste no supo responder se referían sobre todo a los dos caminos que se abren después de la muerte: el «cam ino de los dioses», devayāna , y el «camin o de los antepasados», pitṛyāṇa . Pero incluían también una extraña cuestión, aparentemente sin relación con las otras: «¿Sabes cómo, a la quinta oblación, las aguas asumen la voz humana?» Para explicar cuáles son los caminos para salir del mundo y cómo se alcanzan, el rey de los Pañcāla debió explicar , antes, el modo en que el mundo está hecho, empezando por el mundo celeste. Dijo que «ese mundo» estaba hecho de fuego. Pero también la lluvia, la tierra, el hombre y la mujer están hechos del mismo elemento, que es asimismo un dios: Agni. Todos están hechos de fuego. Era necesario, entonces, recordar de qué está hecho el fuego: de troncos, de humo, de llama, de brasas, de chispas. Si se quería explicar cómo el mundo celeste, la lluvia, la tierra, el hombre, la mujer eran fuego, era necesario mostrar de qué modo se vinculaban a cada una de sus partes. El pensamiento que obra mediante nexos, las correspondencias, los bandhu es preciso y exigente, no tolera vaguedades. Así, esa vez, se presentaron el hombre y la mujer en la visión del rey de los Pañcāla: «En verdad, oh Gautama [así solían llamar a Uddālaka], el hombre es Agni: las palabras son troncos, el aliento es el humo, la lengua es la llama, el ojo las brasas , las orejas las chispas.» En la versión de la Bṛahdāraṇyaka Upaniṣadalgunos términos varían, pero se confirman los nexos esenciales: «La palabra es llama, el ojo las brasas.» En cuanto a la mujer , su correspondencia con el fuego era del todo sexual: «Su vientre son los troncos, la llamada del hombre es el humo, la vagina es la llama, las brasas son el coito, las chispas son el place r.» Un compendio erótico. Pero no se debe pensar que la visión védica de la mujer se limite a esta imagen tan limitada, aunque aguda. Éste era el punto: la serie de equivalencias con Agni, que se referían , en el orden, al mundo celeste, lluvia, tierra, hombre, mujer , era al mismo tiempo una secuencia de oblaciones a Agni, y la mujer servía para poder pasar a la quinta oblación, porque en el fuego de la mujer es donde «los dioses ofrecen el semen; de esa ofrenda nace el hombre». Sólo en este momento -tras una quintaoblación - se podía comprender cuál era la respuesta a la misteriosa pregunta dirigida a Śvetaketu: «¿Cuál es la oblación durante la cual las aguas asumen el lenguaje humano, se levantan y hablan?» La respuesta de Śvetaketu hubiera debido ser: en la quinta oblación, porque entonces las aguas protegen el embrión durante varios meses, hasta que se convierten en la voz del ser humano que nace. Todo volvía. No sólo los nexos, las correspondencias con el fuego y con sus partes, sino también -no menos importa nte- con el orden ritual, es decir , con el orden de las oblaciones, que están encadenadas la una a la otra como una serie de ecuaciones. Pero había algo que las interrumpía: la muerte. El hombre es concebido, luego «vive lo que vive. Cuando muere, se lo pone en el fuego. Su fuego es Agni, los troncos son los troncos, el humo es el humo, la llama es la llama, las brasas son las brasas, las chispas son las chispas ». Hasta un momento antes parecía que las brasas y las chispas pudieran transformarse en cualquier cosa, que todo estuviera a punto de transfo rmarse en eso. Pero ahora, de golpe, eran sólo troncos y chispas, meras repeticiones de sí mismas. Ahora, en el momento de la cremación, se estaba obligado a descubrir que los troncos eran los troncos, la llama era la llama, y, aunque por delicadeza no se mencionara, el cadáver era el cadáver . Difícil imagina r una deducción de la muerte más dura, más despejada, más nítida que esta reducción a la tautología. «Después de lo cual él se aleja, a pie o en un carro; y, cuando llega a aquello que considera la frontera, rompe el silencio. Cuando vuelve del viaje permanece en silencio desde el momento en el que ve lo que cons idera la frontera. Aunque hubiera un rey en su casa, no se dirigiría a él [antes de haber rendido homenaje a los fuegos].» Detrás de la seca prosa del ritualista se entrevé todo el pathos del viaje: de cualquier viaje, como si Nerval o Proust encontraran aquí su fundamento. Sólo se ha partido en verdad, y por tanto se puede salir del silencio que es la contraseña del delicado pasaje de fase, cuando se han perdido de vista los fuegos, o, según otro comentador , el techo de una cabaña para los fuegos. Lo mismo sucede a la vuelta. La patria, la casa: son los fuegos. Si hubiera un rey en la propia casa, antes se debería rendir home naje a los fuegos. Hay algo tan íntimo, tan directo, tan secreto en esta relación de cada uno con sus fuego s que toda relación personal parece encontrar en ella un modelo. XI. ERÓTICA VÉDICA El altar es una mujer . Tiene las proporciones de la muje r perfecta: «Con las caderas anchas, los hombros un poco menos y la cintura estrecha.» Igual que una mujer, no debe estar desnudo. Se lo cubre de fina grava o con arena, para revestir su cuerpo con una película levemente brillante («la grava es sin duda un adorno, porque la grava es, ante todo, luminosa»). Después, con pequeñas ramas y con hierba. La mujer -el altarse embellece, es ayudada a embellecerse a la espera de que se presenten los dioses. Así pasa una noche. Finalmente entra su amante, el fuego, «porque el altar (vedi) es femenino y el fuego (agni) es masculino. La mujer yace envolviendo al hombre. Así acontece un coito fecundo. Por eso él levanta los dos extremos del altar sobre los dos costados del fuego». Cada acto sacrificial se entrelaza con un acto sexual. Y viceversa. Ésta es la constitución de lo que es. Predispuesta a atraer a los dioses, porque los dioses perciben el sacrificio. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo se puede volver «el altar agradable a los dioses»? Haciendo que se parezca lo máximo posible a una mujer bella. Por eso el altar no podrá ser sólo una piedra aproximadamente cuadrada. «Debería ser más ancho del lado occidental, más estrecho en medio y ancho de nuevo en el lado oriental.» Así, al mirarlo, los dioses no podrán evitar sentirse atraídos como por una bella mujer , parada en un claro. A la espera de su amante, de su oficiante, de su víctima. La esce na sacrificial era también una escena erótica. Donde no era necesario que la cópula sucediese bajo la mirada de una multitud, como en el sacrificio del caballo. A veces bastaba con la aparición de un ser femeni no para que el semen fuera vertido. Algunos de los ṛṣi más poderosos tuvieron este origen, que señala a la sobre abundancia de su vida mental. Nacieron, en efecto, sin que su padre tuviera necesidad de tocar el cuerpo de la madre. Tan invasivo era el deseo, kāma , que una vez Prajāpati -Kām a era otro de sus nombres- vertió el semen a la vista solamente de Vāc durante un largo sacrificio. Era un sattra de tres años, que estaba celebrando junto a los Deva y los Sādhya, los oscuros dioses que habían precedido a los Deva: «Allí, a la ceremonia de iniciación, llegó Vāc en forma corpórea. Al verla, simultáneamente fue vertido el semen de Ka y de Varuṇa. Vāyu, Viento, lo dispersó en el fuego a su gusto. Después, de las llamas nació Bhṛgu, y el vidente Aṅgiras de las brasas. Vāc, al ver a los dos hijos, al mismo tiempo que ella misma era vista, dijo a Prajāpati: “Que nazca un tercer vidente, además de estos dos, como hijo mío.” Prajāpati, a quien esas palabras fueron dirigidas, dijo a Vāc: “Que así sea.” Entonces nació el vidente Atri, igual en esplendor a Sol y Fuego.» No se trató, esa vez, de un caso singular , de los much os que formaron parte de la vida de Prajāpati. Al contrario, esa escena fue un modelo destinado a repetirse, una y otra vez. Episodios similares constelarían las historias de los Deva y de los ṛṣi. Si no es Prajāpati quien vierte el semen son cuatro de sus hijos -Agni, Vāyu, Āditya, Candramas- quienes lo vierten mirando a Uṣas, que pasa frente a ellos. Mitra y Varuṇa lo vierten en una vasija litúrgica, durante un rito del soma , mientras miran a Urvaśī. Son numerosas las historias de ṛṣi que vierten su semen mirando a una Apsaras (Bharadvāja mirando a Ghṛtācī; Gautama, a Śāradvatī; Nārada mirando a un grupo de Apsaras mientras se bañan). Entre los ṛṣi estas escenas muestran a un meditante solitario, sorprendido por la inesperada aparición de un ser femenino , generalmente una Apsaras. Entre los dioses, sin embargo, todo sucede durante un sacrificio, como si la ascensión erótica fuera siempre implícita y dispuesta a desencadenarse en cada escena litúrgica, precedida por la teoría. En muchas ocasiones, para justificar el silencio que debe acompañar a ciertas operac iones del rito, el Śatapatha Brāhmaṇa dice: «Porque aquí en el sacrificio hay semen, y el semen se vierte en silencio.» Desde el momento en que se instalan los fuegos hasta el final de la liturgia, nos encontramos en medio de un campo de tensiones eróticas, y los actos culminan en momentos de silencio en los que se vierte el semen. Los ṛṣi que nacieron de las llamas sacrificiales tienen una madre , porque las llamas son la vagina de quien ha seducido a ese dios o de aquellos dioses por los que han sido procreados. Por eso Vāc exigirá de Prajāpati tener otro hijo de esas mismas llamas que han engendrado a Bhṛgu y a Aṅgiras. Si se piensa con qué constancia, en India, hasta culminar en el tantrismo, se ha desarrollad o la teoría y la práctica de la retención del semen, tanto más sorpre ndente es la frecuencia con la que aparece, desde los textos más antiguos, la escena de la efusión del semen sin contacto. Ya el Ṛgveda lo testimonia con toda claridad a propósito de Mitra y V aruṇa frente a la aparición de Urvaśī: «Durant e un sacrificio del soma , excitados por las oblaciones, vertieron ambos simultáneamente el semen en una vasija.» Esta vez no son las llamas las que acogen el semen de los dioses sino un objeto litúrgico , el kumbha , vasija de arcilla en la que se contienen las «aguas durmientes», vasatīvarī . Por eso un día Vasiṣṭha, el sumo ṛṣi, sería llamado Kumbhayoni, «Aquel-queha- tenido-una-vasija-como-matriz». Pero de Vasiṣṭha se dice también, en el Ṛgveda , que había «nacido de la mente de Urvaśī». La vasija de arcilla o las hogueras sacrificiales eran también la mente de la diosa o Apsaras sobre la que se había vertido el semen de los dioses que la miraban. Indisociable mezcla entre mente y materia. El semen de los dioses brotaba mientras los dioses permanecían inmóviles. La mente de Urvaśī era la vagina y la vasija ritual en la que el semen era acogido. Así, el himno del Ṛgveda se dirige a Vasiṣṭha: «Tú, la gota brotada, todos los dioses fueron custodiados por la fórmula sagrada, bráhman , en la flor del loto.» Si cada acto de la vida deriva de un gesto litúrgico, ¿como pueden determinados gestos esenciales, que dan sabor a todo y se entrelazan con todo, pero tienen un carácter imprevisible y semiclandestino, aparecer en el rito, encontrar en su interior un lugar canónico? Por ejemplo, la mirada erótica, el encuentro de miradas entre un hombre y una mujer que no se conocen. El cine, la novela: éstos son los lugares en los que se tejen esas miradas, precisamente porque forman parte del flujo accidental de los acontecimientos. Pero los ritualistas védicos, en su voluntad de absorberlo todo en la retícula de los gestos prescritos, habían pensado también en eso. Había un sacerdote, el neṣṭṛ , cuya función principal era escoltar y guiar a la esposa del sacrificante -única mujer presente- hacia la escena del sacrificio. Sin embargo, la esposa no tenía reservada ninguna función importante. Sólo dos gestos, delicad os, eróticos, que el neṣṭṛ vigilaba. En tres ocasiones la espo sa cruzaba la mirada con el udgātṛ , el «cantor». Con eso bastaba para que sucediese la unión sexual, una de las numerosas que escandían el rito. Porque la mujer , en esos instantes, pensaba: «Tú eres Prajā pati, el macho, el que aporta el semen: ¡pon el semen en mí!» Después, la espo sa se sentaba y en tres ocasiones descubría el muslo derecho. En tres ocasiones se echaba allí, en silencio, el agua pannejanī , que había recogido esa mañana. Todos callaban, se oía sólo el leve fluir del agua. Después, la esposa volvía a quedar oculta detrás de una cortina. En un determinado momento el sacrificante ponía frente a su consorte una vasija con manteca clarificada y le ordenaba que la mirase. La mujer , así, «baja la vista hacia la manteca sacrificial». Entonces, se nos dice, «la manteca clarificada es el semen». Por eso lo que sucede en ese momento, entre el ojo de la mujer y la manteca, es «un coito fecundo». La mujer del sacrificante en ese momento traiciona, siguiend o órdenes del propio marido. Ahora bien, si el marido no le pidies e que mirase la manteca, la mujer sería excluida del sacrificio. Por otra parte, apenas la mujer mira la manteca, su coito la vuelve impura, por eso la manteca debe ser calentada de nuevo sobre el fuego gārhapatya , para alejar de ella la impureza antes de llevarla sobre el fuego āhavanīya . Ésta es la fórmula que permite eludir la dificultad: si la mujer no mirase la manteca, el sacrificio quedaría incompleto, por cuanto la mujer quedaría excluida; si la mirase sobre el fuego āhavanīya volvería irremediablemente impura toda la oblación. Por eso podrá mirarla, pero sólo sobre el fuego gārhapatya . El ritualista es, ante todo, aquel que enseña a eludir estas colisiones, a evitar estas alternativas paralizadoras. Mediante los detalles más variados se nos recuerda que lo que sucede durante la liturgia del sacrificio es, también, un acto sexual. El sadas , «cab aña», tiene mucha s funciones durante las ceremonias, entre otras la de acoger a los seis fuegos de los oficiantes, dhiṣnya . Es, asimismo, un secreto que se protege, porque escond e dentro de sí un coito entre marido y mujer , es decir , entre el sacrificante y la consorte: «Si un marido y una esposa son vistos durante el coito, huyen rápidamente el uno de la otra, porque hacen cosas inconvenientes.» Hay un único punto desde el que es admisible observar lo que sucede en el sadas : desde la puerta, «porque la puerta está hecha por los dioses». Cualquier otro punto de vista, cualquier otro ángulo de observación es ilícito, como el acto de un voyeur . La oblación viene precedida por un grito, una invocación, el vaṣaṭ : «¡Que Agni pueda conducirte hasta los dioses!» Ese grito es el orgasmo. Si la oblación fuera presentada antes del vaṣaṭ , sería como semen no vertido en la vagina, el grito del orgasmo no coincidiría con la eyaculación. Por eso «la oblación se hace simultáneamente con el vaṣaṭ o justo después de que éste se haya emitido». La eyaculación, como la inmolación, puede ser considerada el punto culminante de un proceso, pero señala también la interrupción, el inicio de una salida del placer . Si el placer no se interrumpiese, sería como si el sacrificante pudiera encerr arse en su nuevo cuerpo, intacto, en el cielo. Pero entonces debería dejar su otro cuerpo entre las mandíbulas de Agni y Soma, exhaustos frente al fuego āhavanīya . En la erótica divina, son frecuentes las seducciones múltiples: Agni con las mujeres de los Saptarṣi o Soma con sus hermanas o Śiva nuevame nte con las mujeres de los Saptarṣi. O Agni con las aguas: «Una vez Agni deseó las aguas: “Que pueda unirme a ellas”, pensó. Se unió a ellas; y su semen se volvió de oro.» Cuando Alberich sigue a las Hijas del Rin para apoderarse del oro, busca el semen de Agni, que está inmerso allí desde los tiempos remotos como sello de esa compenetración de los opuestos que hace posible la vida. Allí está «el ojo del oro que alternativamente vela y duerme», escribe Wagner en términos impecablemente védicos (Wellgunde en el preludio de El oro del Rin). Arrancar el oro de las aguas es funesto porque conduce al mundo a un estado de separación entre los elementos que no le permite regenerarse. Ni las aguas ni el oro consiguen volver a encontrar ese brillo que es la insignia de la vida inasible y eterna. Nada más equivocado que pensar en el Ṛgveda como en una obra dedicada solamente al tono sublime y al enigma, inadecuada para nombrar las cosas de manera directa. Incluso la irreverencia hacia los diose s está ya presente, junto a todo otro rasgo que se desarrollará a lo largo de la historia de la India. Ningún dios se presta a la irrisión y a la burla como el rey de los dioses, Indra. En el décimo ciclo del Ṛgveda , el más recien te y a la vez el más denso de algunos de los más altos himnos enigmáticos, se encuentra el himno de Vṛṣākapi, el hombremo no. Es un himno a varias voces, repartidas entre Indrāṇī (una suerte de señora Indra, a la que no le es conc edido un nombre propio), el propio Indra, el hombre-mono Vṛṣākapi y su mujer Vṛṣākapāyī (reflejo especular de Indrāṇī). No está claro quién es el hombre -mono, ni hasta qué punto es animal u hombre. Acaso es un bastard o de Indra, engendrado por una de sus concubinas, a quien el padre tiene junto a sí y lo proteg e. Pero el hombre-mono le falta al respeto (no se sabe de qué modo) a la dueña de la casa (Indrāṇī), que arremete contra su marido. Nada está tan cerca del tono de esta situación como una trama de comedia del arte, e incluso de la comedia napolitana, de Scarpetta a De Filippo. El trickster Vṛṣākapi podría ser un Polichinela. La escena es una riña familiar, llena de alusiones sexuales. La mujer del rey de los dioses, furiosa porque Indra no interviene contra el hombre- mono, lo increpa de este modo: «Ninguna mujer tiene un culo más bonito que el mío, ninguna folla tan bien como yo, ninguna aprieta más estrechamente, ninguna levanta tan alto los muslos.» No sorprende que el severo Leopold von Schroeder confesase a propósito de este himno que «contiene pasajes obscenos acerca de los cuales he dudado largamente antes de incluirlos en esta recopilación». En la traducción de Geldner el pasaje está sometido a eufemismos. En cuanto a Renou, en dos ocasiones y en la misma estrofa, recurre a puntos suspensivos. Por eso los modernos, convencidos estudiosos del estilo bajo, no deben preocuparse. También los videntes védicos lo conocían y lo usaban cuando tal era el caso. Conocían también el efecto cómico producido por la estridencia de tonos incompatibles. En el himno dedicado a las andanzas del hombre-mono, cada una de las estrofas se cierra con la exclamación « víśvasmād Índra úttaraḥ », «Indra über alles». En el Atharvaveda se dice que Tierra «tiene las rodillas negras» como un niño que juega, pero por otros motivos: porque se las ha lamido la llama, porque Tierra está «cubierta de fuego». Si se cierran los ojos, ¿cómo se reconoce a Tierra? Por el olor. Es el mismo perfum e que le ha tocado en suerte a los Genios y a las Ninfas, a los Gandharva y a las Aspsaras. Quien invoca a la Tierra quiere también adquirir ese perfume. Es un perfume ligado a memorias remotas: «Tu olor, que ha penetrado en el loto, el olor que a las bodas de Sūryā han llevado
  • 🌿 Sacred Earth and Divine Rituals

  • 🌎 Earth carries a primordial fragrance that connects humans to the divine, evoking the sacred marriage of Sūryā (daughter of the Sun) and King Soma—the archetypal wedding from which all human marriages derive their meaning
  • 👰 Every bride arrives at her wedding with three invisible divine lovers already in her psyche: Soma (the absolute), the Gandharva (erotic imagination), and Agni (fire)—making the human husband merely the fourth in this sacred sequence
  • 🔥 The libation ritual—pouring liquid into fire—represents the fundamental act of sacrifice across Indo-European cultures, connecting Greeks, Romans, and Vedic practitioners through the sacred gesture of deliberate loss
  • ⏳ The daily agnihotra ritual condenses thousand-year ceremonies into minutes, creating a cyclical offering where fire is offered to light and light to fire, allowing humans to transcend Death by standing firmly upon it
  • ☀️ The Sun itself embodies the paradox of being both the source of life and Death (Mārtāṇḍa, "Dead Egg"), revealing how the sacred path requires navigating between opposites—light and darkness, creation and destruction
consigo los dioses inmortales, oh Tierra, ese olor primitivo, hace que yo esté completamente perfumado.» El olor de Tierra evoca uno de los momentos más felices en la vida de los dioses: cuando Sūryā, hija del Sol, fue desposada por el rey Soma. Ese olor de Tierra, Bhūmi, no envolvía sólo a Sūryā, sino a todo esplendor de muchacha: «Ese olor tuyo que está en los seres huma nos, femenino o masculino, que es su suerte, su placer , que está en los caballos, en los guerreros, en los animales salvajes y en los elefantes, el esplendor , oh Tierra, que está en la muchacha, nos inunda también a nosotros, ¡que nadie desee nuestra desgracia!» Todas las bodas posteriores -y todas las que vendrán- fueron una copia atenuada de lo que sucedi ó el día de las bodas de Sūryā y Soma. Incluso el himno que en el Ṛgveda las relata empieza hablando de Tierra: «Tierra está constelada por Verdad.» ¿Cómo se podría descuidar a Tierra en una ocasión semejante? El himno nos dice enseguida que sólo gracias al soma , a esa planta embriagadora, Tierra, aquí llamada Pṛthivī , la Vasta, «es grande». La inmensidad de Tierra no sería para nosotros tal si el soma no nos ayudase a percibirla. Acto seguido aparece la esposa: «El día en que Sūryā fue hacia su marido su precioso vestido estaba enteramente recamado de versos. El cojín era Intelecto, el ungüento era Mirada, la cesta era Cielo y Tierra.» Junto a ella, dos jóvenes muy bellos, idénticos: los Aśvin, sus hermanos y padrinos de boda. Sūryā avanzaba: «Su carro era Pensamiento, y Cielo hacía de techo.» Arrastraban el carro los dos meses del verano. Por eso el verano es propicio a las bodas. Desde el momento de la llegada de Sūryā todos los gestos que se cumplimentaron repercuten hasta hoy, aunque ya no se recuerde a la hija del Sol. Desde ese día la psique de la esposa ha recibido su impronta, cosa que debe invitar al esposo a la humilda d. Si bien será el primero que toque el cuerpo de la esposa, no será sino su cuarto amante: «Soma la poseyó en primer lugar , el Gandharva la poseyó despué s, su tercer marido fue Agni, el cuarto fue el hijo del hombre.» Por mucho que el siglo XX atesore la psicología entre sus descubrimientos, ninguna investigación acerca de la psique de la doncella, de la kórē, ha alcanzado semejante precisión. Cuando llega a la boda, y aunque su cuerpo esté intacto, toda doncella tiene tras de sí una larga novela amorosa. Su primer amante fue Soma -o Hades-, porque es el soberano, blanco de luz lunar o negro como las tinieblas de los infiernos. Porque es lo absoluto y definitivo. Pero después de Soma viene el Gandharva Viśvāvasu, el Genio malicioso, la imagen mental del eros que asedia a la doncella en la soledad, en los sueños, en los juegos. Es un compañe ro tenaz y taimado, que sabe insinuarse en las habitaciones femeninas e invita a las fantasías. Para que la doncella pueda llegar a la boda deberá ser ritualmente expulsado: «“¡Vete de aquí: esta mujer tiene un marido!”: de este modo increpaba Viśvāvasu el regalo de mis cantos. “Búscate a otra doncella que viva todavía con sus padres: ése es tu destino, has de comprenderlo.”» Si el Gandhavara, tozudo, no se alejaba, había que decirle: «“¡Aléjate de aquí, Viśvāvasu! Te lo imploramos rindiéndote homenaje, búscate a otra que esté ansiosa. Deja que la esposa se una al esposo.”» El tercer amante es Agni. ¿Por qué? Agni es el amante de todas. Viejas y jóven es, las mujeres se disponían en torno al fuego y le mostraban la planta de los pies. Entonces la hoguera comenzaba a acariciarlas, después subía cada vez más, por debajo de los vestidos, hasta las nalgas. Si las esposas de los Saptarṣi los traicionaban con Agni, ¿cómo iba a resistirse una doncella cualquiera que todavía no había sido tocada, y que entonces era acariciada de ese modo, que nadie podrá nunca igualar? El cuarto es «el hijo del hombre». La jactancia viril sería, aquí, tan inoportuna como inconveniente. Por el contrario, sólo mediante una larga paciencia, sin pretensiones de dominio, podrá abrirse camino entre las memorias de aquellos amantes imborrables que lo han precedido y de los que intentará captar un reflejo para conseguir al fin ser, por lo menos, el cuarto. Nada cambiará cuando la doncella se convierta en una madre con muchos hijos. Como dice el himno, hacia el final, invocando a Indra: «¡Pon en ella diez hijos, haz que el esposo sea el undécimo!». XII. DIOSES QUE OFRENDAN LIBACIONES Hay un gesto que une de modo indisoluble a todo el orbe indoeuropeo. Es el gesto de la libación. Verter un líquido en un fuego que arde vivamente. Destruir una materia preciosa o común en la llama. Ya en la época minoica se encuentra la libación, sobre el sarcófago de Hagia Triada . Los héroes de Homero cumplen con mucha frecuen cia con ese acto, como preludio necesario a sus empresas. Los sacrificio s celebrados sin libación son extremadamente raros. Incluso los dioses del Olimpo son representados en muchas vasijas en el acto de ofrecer una libación. Erika Simon los ha estudiado y se ha formulado la inevitable pregunta: ¿a quién dedican la libación? ¿Por qué los dioses sienten necesidad de ella, no menos que los humanos? En India , la libación es omnipresente. Cada mañana, poco antes de la salida del sol, y cada noche, poco antes del crepúsculo, el brahmán está obligado a cumplir con ella. Es el rito más simple, el agnihotra , que dura aproximadamente un cuarto de hora. En centenares de ocasiones a lo largo de un año, miles y miles de veces en toda la vida. Pero, en la descripción de los Brāhmaṇa, incluso ese rito mínimo se descompone en casi cien acciones. Los textos, incansables, repiten que ese rito encierra en sí a todos los demás y lo definen como la punta de la flecha de todos los ritos: «Lo que la punta es para la flecha, eso es el agnihotra respecto de los otros sacrificios. Porque allí donde vuela la punta vuela toda la flecha: así, todas las obras de su sacrificio quedan liberad as de esa muerte gracias a este agnihotra. » No se trata de un rito social. Todo cabeza de familia lo celebra en soledad. No tiene necesida d de oficiantes, no es asistido por la consorte. La violencia, que deja siempre alguna huella, por mucho que se intente ocultarla, está aquí ausente. Pero está presente la destrucción, la irreversible cesión de algo a un invisible. Este gesto de abandonar algo es definid o como tyāga , y en muchas ocasiones es presentado como lo esencial del sacrificio, de todos los sacrificios. O también, como la condición previa para el sacrificio. Es el gesto que señala la aproximación de un individuo a un invisible, mostrando sumisión o, al menos, disposición a cederle el paso . Marcel Granet, en la obra en la que mejor brilla su genio, Danses et légendes de la Chine ancienne , defin ió la virtud del jang, indispensable para el Hijo del Cielo si quiere mantener la soberanía, como un ceder para tener , en el que es imprescindible que el gesto de ceder se realice antes que cualquier otro. Libación: el acto de verter un líquido en el fuego o sobre la tierra. Pérdida pura. Irreversibilidad . El gesto más parecido al correr del tiempo. Los latinos, expeditivos, tenían una palabra única para denominarlo: libatio . Los griegos, tres, sutilme nte diferenciadas: choē ´, spondē ´, leíbō. Spondē ´ era también el único modo, en griego, para decir «tregua» o «tratado de paz». Al principio de los Juegos Olímpic os, los heraldos recorrían Grecia gritando: «Spondē ´, Spondē ´!» Entonces todos los conflictos quedaban aparcados. Los hombres védicos usaban catorce términos para definir cierto tipo de libación, graha , en cierto tipo de liturgia: el sacrificio del soma . Pero sólo para las libaciones de la mañana. Las del mediodía requerían otros cinco nombres. Y cinco más las de la noche. Sin embargo, también ellos decían que no existe acto más simple, más inmediato para manifestar la actitud sacrificial. «La plegaria murmura da es una forma secreta del sacrificio; la libación, una forma manifiesta», se lee en el Śatapatha Brāhmaṇa . Porque la plegaria se murmura, mientras que el acto de verter un líquido no puede esconderse. Todas las mañanas, todas las tardes, los últimos hombres védicos cumplían con ese acto. Pero también los griegos, según Hesíodo, que recomend aba ofrecer libaciones «a la hora de acostarse y cuando vuelve la sagrada luz». Sobre ese único acto los hombres védicos constru yeron un inmenso edificio de otros actos rituales, y lo escribieron en vastos tratado s. Los griegos lo acogieron en su vida y en sus ritos sin teorizarlo. Homero habla con mucha frecuencia de libaciones, porque formaban parte de los actos que describía. Su significado estaba sobrentendido. Más allá de la más simple, la libación -si atendemos a Ovidioera asimismo la forma de culto más antigua. El agua había sido vertida antes que la sangre : «Hic qui nunc aperit percussi viscera tauri / in sacris nullum culter habebat opus.» «El cuchillo que hoy abre las vísceras del toro sacrificado / no fue utilizado durante el sacrificio.» Según Ovidio, la libación tenía origen en la India. La había introducido Dioniso, o bien Liber , al volver de sus expediciones orientales: «Ante tuos ortus arae sine honore fuerunt , / Liber , et in gelidis herba reperta focis.» «Antes de tu nacimiento los altares carecían de culto / oh Liber , y en sus fríos hogares crecía la hierba.» Pero Dioniso, «conquistado el Ganges y todo el Oriente », habría enseñado a ofrecer la canela, el incienso y otros libamina . De Liber proviene, así, el nombre libatio . Con su ayuda, la doctrina védica del sacrificio se encabalgaba sobre la romana. Libación: el irrenunciable gesto de la renuncia. Nunca tan lacerante como en el momen to en el que vemos a Antígona, frente al hermano muerto, mientras «lleva con las manos polvo seco y elevando una vasija de bronce bien forjada corona al muerto con libaciones vertidas tres veces ». No es necesaria el agua pura; no es necesario ni siquiera verter perfumes de Oriente. Incluso el «polvo seco» dispersado por Antígo na sirve para una «triple libación». La exasperante incongruencia entre ese «polvo seco» y la «vasija de bronce bien forjada» que Antígona usa para rendir homenaje a su hermano conecta con el origen de ese gesto, que es la pura celebración de lo que se pierde. Los dioses eran grandes expertos en el arte de extender o condensar los ritos. Porque el rito, como la poesía, tiene una capacidad muy alta de dilatarse y de contraerse. Después de haber celebrado un sattra que duraba mil años, los dioses y Prajāpati sabían muy bien que los hombres no estarían en condiciones de seguirlos. Dem asiado débile s, demasiado ineptos. Los dioses se dijeron: «Hem os conseguid o hacer esto con nuestros cuerpos divinos, inmortales. Los hombres no lo conseguirán nunca. Por eso intentaremos encoger este sacrificio.» Así, el sattra de mil años se convirtió en el gavāmayana , la «marcha de las vacas», que sigue siendo un sattra pero dura sólo un año. Sin embargo, no podía pretenderse que todos los hombres ocuparan la totalidad del año en ese rito. Por eso los diose s se cuidaron de predisponer otras reducciones, en escala decreciente. Desde ritos que duraban sólo tres días o dos días, o inclus o algunas horas. Y finalmente llegaron a los dos agnihotra , el de la mañana y el de la noche. Ése era el núcleo ya indivisible. El rito consistía en verter leche sobre el fuego. Nada podía ser más simple, aun cuando ese gesto estuviera ligado a decenas y decenas de otros gestos. Antes de ese rito, por debajo de ese rito no podía haber otra cosa que la vida informe. Mientras en esos pocos minutos estab an concentrados los miles de años del sattra de los dioses. «Por eso el agnihotra está insuperado. No será derrotado aquel que sabe eso […]. Por eso el agnihotra es ilimitado.» Todas las mañanas y todas las noches, justo antes de la salida del sol y de la aparición de la primera estrella, el jefe de familia vierte cuatro cucharadas de leche en una cuchara más grande y esto lo vierte sobre el fuego, por dos veces. De ese gesto , realizado por un individuo, con la ayuda de las sustancias más comunes, sin necesidad de asistencia de sacerdotes, surgen todas las formas del culto. Es algo que no tiene comienzo ni fin, porque interminables serían las disputas si se quisiera establecer la preceden cia de las libaciones de la mañana o de la tarde. Una envía a la otra, en un círculo perpetuo. Nada se acerca tanto a la continuidad de la vida. Por eso, «como los niños hambrientos se aprietan en torno a la madre, así los seres en torno al agnihotra ». El carácter elemental de este rito no hace más que aguijonear la audacia de las especulaciones a él ligadas. Ante todo, el carácter «ilimitado» de estos gestos asegura que se cumplen sobre lo ilimitado del propio ser, por muy circunscritas y humildes que puedan aparecer las manifestaciones: «V erdaderamente aquel que así conoce lo ilimitado del agnihotra , nace él mismo ilimitado en la fortuna y en la prole.» El anghiotra es la ocasión para que se cumplan las distinciones sobre las que se construirá todo lo demás. Por sencilla que pueda ser, la libación no será nunca una sola, sino doble. ¿Por qué? Porque una no es suficiente. Incluso en el origen se encontrarán al menos dos seres: Mente y Palabra, Manas y Vāc. Mente y Palabra en gran parte se superponen y se dejan tratar como «iguales (samāna )». Sin embargo, son «distintas (nānā )». Cuando actúan en el rito, uno y otro carácter son recordados: así, las libaciones se presentan una como la réplica de la otra, pero al mismo tiempo serán distintas, porque serán siempre dos, y por eso tendrán precedencia una sobre la otra. Así comienza a articularse la relación entre ambas potencias. Una vez que Mente y Palabra se desvinculan entre sí -cosa que sucede en el momento mismo en que la libación se duplica-, sigue el cortejo de todas las duali dades con las que estamos obligados a operar . En cada una de ellas se reproduce esa tensión entre lo ilimitado y lo limitado que está ya en la relación entre Prajāpati y los dioses. «Cualquiera que sea la divinidad para la que uno cumpla la libación, esa divinidad, estando aferrada a esa libación, atiende al deseo por el cual se la reclama.» Estas palabras apare cen en el pasaje en el que se explicita con mayor claridad el juego acrobático que atraviesa todo el Śatapatha Brāhmaṇa sobre la palabra graha . Usualmente traducible por «libación», graha está conectada con el verbo grah- , «aferrar» -del mismo modo a como, en alemán, begreifen , «comprender» (de donde Begriff , «concepto»), está conectado con greifen , «asir» -. La dificultad ulterio r viene dada por el conti nuo alternarse, en la palabra, del significado activo y pasivo: graha puede ser el que aferra y lo aferrado, el que consigue algo y aquello que es conseguido. Acerca de este punto, Eggeling precisa en una nota: «T odo el Brāhmaṇa es un juego sobre la palabra graha , en sus significados activos y pasivos de quien agarra, tiene, ejerce influencia; y del líquido obtenido, libación.» La libación es un medio de aferrar (de concebir) la divini dad. La divinidad se siente vinculada a ella, aferrada. Así sucede incluso con los nombres: son nuestras libaciones a la realidad. Sirven para aferrarla: «El graha es en verdad el nombre, porque todo es aferrado por un nombre. ¿Por qué sorprenderse, enton ces, si el nombre es el graha ? Conocemos el nombre de muchos, ¿y acaso no los aferramos por sus nombres?» Una equivalencia decisiva se establece entre Sol -«que arde allá»- y Muerte . La fuente de la energía no sólo puede ser causa de muerte, sino que es la muerte misma. Por eso la relación entre Sūrya y su esposa Saraṇyū muestra tantas analogías con la de Hades y Core: porque Hades no era, para los ṛṣi, aquel que reina sobre las sombras sino aquel que surca el cielo y difunde la luz. Yama, soberan o de los muertos, será sólo uno de sus hijos; una consecuencia de su ser , que ya en sí mismo es Muerte. Incansables tejedores de especulaciones, los ṛṣi pensaron que con Muerte se podía sellar un pacto. Había que encontrar el modo de ir más allá del Sol, es decir, de Muerte. ¿Cómo hacerlo? Gracias al agnihotra . Había que actuar sobre la relación entre el fuego y la luz, entre Agni y Sūrya. Así, instituyeron un sacrificio cíclico, en el que Agni y Sūrya se alternan en las ofrendas: el fuego se ofrenda a la luz y la luz se ofrenda al fuego; al principio de cada día, al principio de cada noche, permanentemente. Decían: «Por la tarde él ofrenda a Sūrya en Agni y por la mañana ofrenda a Agni en Sūrya.» Todo esto, como siempre, se remontaba a un episodio de los orígenes. Agni «apenas nacido trató de quemar todo aquí: así, todos trataron de refugiarse lejos». Los que entonces existían lo consideraron un enemigo. Entonces, «como no podían tolerar tal situación, [Agni] se dirigió al hombre». Le propuso un acuerdo: «¡Déjame entrar dentro de ti! Después de haberme reproducido, mantenme; y, como me habré reproducido y mantenido aquí, así yo te repro duciré y mantendré en el mundo de allá», entendiendo, por «el mundo de allá», el mund o celeste que se alcanza más allá del Sol. El hombre aceptó: sobre este acuerdo se funda el agnihotra , en este acuerdo se encuentra la única posibilidad, para el hombre, de ir más allá de Muerte: usando a Muerte como cabalgadura, al conseguir enca ramarse sobre su dorso, como un acróbata de circo. Así, en cada una de las dos libaciones cotidianas del agnihotra , al alba y al atardecer , el hombre debe apoyarse sólidamente sobre Muerte: por la tarde «se apoya sólidamente sobre Muerte con la parte anterior de sus pies»; mientras que por la mañana «se apoya sólidamente sobre Muerte con los talones». Queda implícito el pensamiento de que Muerte es el ciclo. Lo que destruye es la pura sucesión de día y noche. El nuevo día significa la destr ucción de la noche. La nueva noche significa la destrucción del día. Unidos, significan la destrucción de las obras cumplidas en el día y la noche. ¿Qué hacer para sustraerse al ciclo? Elevarse por encima, mirarlo desde lo alto, encaramados sobre el dorso del cielo: «Así como, cuando se está de pie sobre un carro, uno mira desde lo alto a las ruedas que giran , así él mira desde lo alto al día y la noche.» Ahora bien, ¿quién nos pued e elevar hacia lo alto? El agnihotra . Entonces el Sol, que es Muerte, podrá dejarnos elevar sobre su dorso, hasta que consigamos ver lo que está más allá del Sol, lo que ya no es tocad o por Muerte. ¿Cómo hacerlo? Para huir de Muerte es necesario apoyar sólidamente los pies sobre Muerte. Entonces comienza el viaje. El Sol se eleva y nos lleva consigo. Sólo apoyando los pies sobre Muerte -y sólo si muerte nos ayuda llevándonos en su grupa, como si fuese un gran animal, sin tirarnos- podremos ver ese mundo que se abre más allá de Muerte. El primer nombre del Sol fue Mārtāṇḍa, Huevo Muerto. Sucedió que Aditi, la Ilimitada, había dado a luz a siete hijos, que se convirtieron más tarde en los dioses mayores, los Āditya. Después, sin embargo, salió de su vientre un ser informe, «tan ancho como alto»: era Mārtāṇḍa, el Huevo Muerto. Los dioses decidieron no deshacerse de él porque, dijeron, «lo que ha nacido después de nosotros no debe perderse». Empezaron, entonces, a darle forma. Cuando se piensa en el sol como en el origen de toda vida, se mezcla con esa imagen el recuerdo de un ser informe, «una simple masa de materia corpórea». La muerte o lo informe, que persiguen a la vida a cada instante, están grabados en su origen: son el fundamento en el que se apoya Vivasvat, el Radiante, el Sol, cegándonos con su luz, que esconde, antes que a cualquier otra cosa, a él mismo. Si el Sol es Muerte, ¿qué será la noche? Una vez cumplida la libación de la tarde, se abre el vasto espacio de las tinieblas. Pero aquí, una vez más, los términos se invierten. La tiniebla aparece «rica de luces», porque la ceremonia la ha encendido con los tizones de Agni: «“Oh, tú, rico de luces, que yo pueda llegar indemne a tu límite”, murmu ra [el sacrificante] tres veces. Aquella que es rica de luz (citrāvasu ) es indudablemente la noche, porque, en cierto modo, ella reposa (vas-) después de haber recogid o las luces ( citra); por eso uno no ve claramente ( citram ) desde lejos. »Por medio de estas palabr as los ṛṣi alcanzaron indemnes el límite de la noche; por eso los Rakṣas no los encontraron; por eso también él [el sacrificante] llega indemne al límite de la noche; por eso los Rakṣas no lo encontraron. Esto es lo que él murmura mientras permanece de pie.» Antes de la canción de la Guardia Suiza («Notre vie est un voyage / Dans l’hiver et dans la Nuit, / Nous cherchons notre passage / Dans le Ciel où rien ne luit») que Céline puso como epígrafe a su Voyage , los ṛṣi habían murm urado largam ente palabras parecidas, y, tras ellos, todos los sacrificantes. Una emboscada siempre inminen te, un procedimiento en las tinieblas: ésta es la tensión que subyace a toda escena litúrgica: «Peligrosos en verdad son los caminos entre cielo y tierra.» Lo que se ve es poca cosa respecto del enredo invisible, en el que está emboscado el Enemigo, donde se abren las aguas celestes. Allí se internaban los ṛṣi, inciertos y aislados como el Bardamu de Céline, aferrado a palabras rituales que le señalaban el camino de huida. Sócrates pasó su último día -desde el momento en que su celda quedó abierta hasta la caída de la tarde- hablando con sus discípulos acerca de la facilidad con la que muere un filósofo. Es el polo opuesto de los dioses, que viven sin más. Apuntó también a un «obstáculo». Dijo: «La fiesta del dios puso un obstáculo a mi muerte.» Obedeciendo a un voto a Apolo, Atenas no permitía que, durante la duración del peregrinaje anual a su santuario de Delos, nadie fuera ejecutado por voluntad del Estado. La condena a muerte de Sócrates se había pronunciado un día antes de la partida de la nave hacia Delos. Así, en ese intervalo -un mes, según Jenofonte-, Sócrates compuso un himno a Apolo y algunas fábulas que imitaban las de Esopo. Todos se preguntaban el porqué. Sócrates respondió que un sueño lo había exhortado a «componer música». Sueño recurrente en su vida, que había interpretado siempre como incitación a practicar la filosofía, porque «la filosofía es la música más grande». Pero entonces, en ese tiempo suspendido antes de la muerte, Sócrates había llegado a una conclusión distint a: quizá el sentido verdadero del sueñ o era el literal. Sería «más seguro» obedecer al sueño sin superponerle ninguna interpretación. Así había compuesto un himno al dios cuya fiesta se estaba celebrando (y, más adelan te en el mismo día, habría
  • 🧠 Philosophical Transitions and Sacred Residue

  • 🏛️ Socrates' final day reveals a profound shift from logical discourse (lógoi) to mythical expression (mýthoi), interweaving philosophical inquiry with mystical elements as he faces death with remarkable composure
  • 🔄 The philosopher's request to make a libation with his poison—denied by the state official—exposes a fundamental rupture between ritual gesture and sacred word, marking a pivotal moment when "word stands alone, gathered into itself, orphaned and sovereign"
  • 🌊 Hindu tradition's doctrine of residue (vāstu, ucchiṣṭa, śeṣa) illuminates how any ordered system inevitably creates something that remains outside—a powerful remainder that both threatens and sustains the system itself
  • 🔥 The story of Rudra's exclusion from sacrifice demonstrates how the superabundant and the residual exist in tension with established order, requiring acknowledgment and integration rather than rejection
  • 💫 Vedic ritualists fought against discontinuity through uninterrupted recitation, revealing a primal fear more fundamental than death itself—the terror that the continuous fabric of existence might suddenly tear apart
incluso revelado que Apolo era su dios). Así, también -«porque un poeta, si quiere ser poeta, debe componer mitos y no razonamientos (mýthous all’ou lógous )»- se había dedicado a esos mitos que se encontraban «al alcance de la mano», las fábulas de Esopo. Pronunciadas ese día y con semejante calma, eran palabras que podían asombrar a los discípulos, e incluso a los sofistas curiosos y malévolos. Sócrates, como todos sabían, había pasado la vida componiendo discursos, razonamientos, argumentaciones: lógoi . ¿Por qué precisamente en ese momento debía dedicarse a los myˆthoi , a los que siempre había tratado con sarcasmo ? Sócrates no quiso dar respuesta: se pasó todo el día componiendo lógoi , ni más ni menos fuertes que tantos otros que sus discípulos habían escuchado en los años precedentes, para responder a una pregunta de Cebes, su discípulo más difícil de convencer: «¿Cómo es, Sócrates, que no está permitido atentar contra la propia vida y, sin embargo, el filósofo debe seguir a cualquiera que muere?» La pregunta estaba bien formulada. Si el filósofo está tan deseoso de morir no se entiende por qué condena el suicidio. La respuesta de Sócrates consistiría en una serie de lógoi , pero esta vez tejidos y cuajados de términos y fórmulas que pertenecen a otro orden: el de los misterios . No tardó en citar un lógos , pero en el sentido de «fórmula» que se pronuncia en aporrē ´tois, «en los indecidibles» (era una manera canónica para señalar a los Misterios). Sócrates la presentó como un ejemplo del «mitologizar sobre el viaje hacia allá», que proponía como la mejor manera «para pasar el tiempo hasta el atardecer». Parece como si su pensamient o, en este último diálogo, sufriera una torsión que lo expone a una luz radiante, de la que no se alcanza a adivinar el origen. Pero todo, ahora, parece transformarse. Ésta es la fórmula mistérica: «Nosotros, los hombres, estamos en una suerte de puesto de guardia (phourá ) y no debemos liberarnos ni escaparnos.» Alta oscuridad, reconoce enseguida Sócrates. Pero agrega: «Es una manera de expresar con claridad el hecho de que los dioses cuidan de nosotros y que nosotros, los hombres, somo s una de las posesiones de los dioses.» Brutal y a la vez devota definición: quien se suicida, entonces, sustraería a los dioses una propiedad que les pertenece. Por el mero hecho de existir , el hombre está en deuda con los dioses. Es éste el punto de máxima proxim idad, en Occidente, a la doctrina védica de las cuatro «deudas», ṛna, que constituyen al hombre. Por eso destacan aquí, también, las diferencias entre Platón y los ritualistas védicos. Para éstos, se trataba de una doctrina explícita y vinculante, mientras que Sócrates lo presenta como doctrina secreta y extrema, derivada de ese «componer mitos» con el que quiere ocupar sus últimas horas. Aunque poco después Sócrates volvería a conversar con sus discípulos, igual que había hecho en tantas otras ocasiones, el halo mistérico de esa fórmula inicial había envuelto esa «caza de lo que es», tal como definió la filosofía. La había acercado lo máximo posible a un katharmós , térmi no específico para designar la metamorfosis purificadora que se cumplía en los Mister ios. En un determinado momento, Sócrates llega a afirmar que «el pensamiento ( phrónēsis ) puede ser él mismo un katharmós ». Nunca como en esa frase la doctrina de Sócrates se había superpuesto a la doctrina, no divulgada ni divulgable, de los Misterios. Era acaso eso -mucho más que las argumentaciones, siempre impugnables, acerca de la inmortalidad del alma- lo que Sócrates quería dejar como legado a sus discípulos. Sin embargo, la relación de la filosofía con el culto -mistérico o común- escondía otros secretos. Durante siglos se comentaron - hasta Nietzsche y Dumézil- las últimas palabras de Sócrates: «Critón, le debemos un gallo a Esculapio; no te olvides de pagar esa deuda.» Palab ras en las que se vuelve a hablar de la deuda . En su desafío enigmático («“Así lo haré”, dijo Critón, “pero mira si tienes aún alguna advertencia que hacernos.” Sócrates no respondió») esas palabras oscurecieron el último gesto de Sócrates, que no era menos importante. Cuando el funcionario de los Once se presentó con la cicuta, Sócrates le hizo una pregunta, «mirándolo, como era su costumbre, de abajo hacia arriba con sus ojos de toro». Quería saber si estaba permitido hacer una libación con esa bebida. «Trituramos lo necesario para que sea bebida», respondió el funcionario. Dando a entender que era exactamente la dosis precisa para mata r. Sócrates asintió, y dijo que se limitaría a dirigir una plegaria a los dioses, «para que el cambio de residencia de aquí allí se cumpla del mejor modo posible». Las implicaciones de esta escena son inagotables. Sócrates quiso llevar hasta las últimas consecuencias la actitud sacrificial, que imponía, antes de beber , la ofrenda de una parte de la bebida. Costumbre arraigada, que iba más allá de las prácticas culturales y se respetaba en todo banquete. Mediante ese gesto se daba un lugar a lo invisible. Al mism o tiempo, al hacer esto, Sócrates pretendía ofrendar a los dioses un veneno mortal. Todo lo que, a lo largo de siglos, se escribiría contra él como disoluto e inadaptado es anticipado y desactivado por ese gesto. Mientras el funcionario, declarando que la poción se había servido en la medida exactamente necesaria para matar , revelaba que la ley del Estado estaba en contra de la regla primordial que imponía verter , destruir una parte de cualqu ier bebida para dedicarla a los dioses. «Speísas kaì euxámenos épie», «después de haber libado y rezado, bebe», dice Jenofonte, al hablar de Ciro. Pero la expresión aparece ya en la Odisea . Como toda fórmula homérica, está profundamente enraizada en la vida griega. El principio sobrentendido es: no hay plegaria sin libación, no hay libación sin plegaria. Era la más sólida alianza entre gesto y palabra, en dirección a lo divino. Así, la condena a muerte se revelaba como asesinato. A Sócrates sólo le quedaba la plegaria, la palabra. Pero toda la civilización ateniense presuponía que palabra y libación actuaban conjuntamente. Una exigía a la otra. Mientras que ahora resonaban sólo las descarnadas palabras para augurarse un tranquilo «cambio de residencia», metoíkēsis , como corres ponde a un filósofo; cuyo último deseo, además, le había sido negado. Deseo devoto y a la vez impío: ofrendar una libación, compartir un venen o con los dioses. Cuand o el funcionario de los Once se negó a atender la demanda de Sócrates, que era el último deseo de un condenado a muerte, quedó cortado, para los griegos, el nexo entre gesto y palabra. Desde entonces la palabra está sola, recogida en sí misma, huérfana y soberana. XIII. RESIDUO Y SUPERABUNDANCIA Allí el dios bendito, omnipresente, durmiendo sobre el océano, envolvió su noche en espesas tinieblas. Pero una sobreabundancia de cualidad luminosa lo despertó y vio el mundo vacío. Mahābhārata , 3, 272, 40-41ab Toda la tradición hindú, en sus diversas ramas, está atravesada por una doctrina del residuo, que se hace explícita en tres palabras, correspondientes a tres fases sucesivas: vāstu, ucchiṣṭa, śeṣa . Doctrina que tiene una funció n cardinal, semejante a la ousía en la Grecia clásica, por cuanto implica la insuficiencia del sacrificio (pero en lugar del sacrificio se puede también entender: de cualquier ordenamiento ) para regir el conjunto de lo existente. Algo queda siempre afuera; e incluso debequedar afuera porque, si quedara incluido en el orden, lo desestabilizaría desde dentro. Por otra parte, el sacri ficio o el orden sólo tienen sentido si se extienden al todo. Por eso era necesario establecer un compromiso con esa parte que había quedado afuera , que había quedado atrás . Así, Rudra se convirtió en Vāstavya, el soberano del lugar y del residuo. Se trataba del lugar que los dioses habían abandonado para alcanz ar el cielo. Pero ese lugar era la Tierra entera. Por tanto, la Tierra entera era el residuo. Contaron el pasaje de una era a la otra como un enorme incendio, un sacrificio fúnebre en el que el fuego investía a la tierra entera. Al final, quedaban cenizas flotando en el agua. Una vez más, el resid uo. Esas cenizas tomaron la forma de una serpien te, que se llamó Śeṣa, Residuo; y también Ananta, Infinito. Lo que al principio había sido descartado se revelaba como algo ilimitado, indomable. Las espiras de la serpiente se dispusieron en un blando jergón blanco para que Viṣṇu se acostara. El dios dormía, o meditaba o soñaba. Un día, una superabundancia de sattva , ese hilo de cualidad luminosa que se teje con lo existente, lo sacudió y despertó. Nació entonces otro mundo, mientras un largo tallo de loto despuntaba sobre su ombligo. En la punta se expandía una magnífica corola de pétalos de rosa. Encima de ella reposaba otro dios, Brahmā, que miraba alrededor con sus cuatro caras, perplejo, porque «senta do en el centro de esa planta, no veía el mundo». En todas las direcciones, sus miradas reconocían los grandes pétalos de loto y después las aguas y el cielo, en lontananza. Los pétalos impedían a Brahmā ver al otro dios, Viṣṇu, desde cuyo ombligo despuntaba el tallo. Un día Brahmā descendería al interior de esa fibra porosa para poner en marcha un nuevo mundo. La cues tión del residuo fue formulada en el momento en que, al fin, «por medio del sacrificio los dioses ascendieron al cielo». Podía haber sido el final feliz de su tormentosa estancia en la tierra. Pero no fue así, porque en ese momento empezó una convulsa y brillante secuencia que el Śatapatha Brāhmaṇa narra en su estilo magistral: «El dios que gobierna los ganados ha sido abandonado, por eso lo llaman Vāstaya, porque fue abandonado en el lugar del sacrificio (vāstu ). Los dioses siguieron practicando el tapas en ese mismo sacrificio con el que habían ascendido al cielo. Entonces el dios que gobierna los ganados y que había sido abandonado vio [todo esto y dijo]: “He sido abandonado: ¡me están excluyendo del sacrificio!” Los siguió y con su [arma] levantada ascendió hacia el norte, y el momento en el que esto sucedió fue el del Sviṣṭakṛt [Aquelque- ofrenda-bien-el-sacrificio]. Los dioses se dijeron: “¡No arremetas contra nosotro s!” Él dijo: “¡No me excluyáis del sacrificio! ¡Poned aparte una oblación para mí!” Ellos respondieron: “¡Que así sea!” Se retiró y no arrojó su arma, no hirió a nadie. Los dioses se dijeron: “Todas las partes del alimento sacrificial que habíamos preparado ya fueron ofrendadas. Tratemos de encontrar un modo de poner aparte una oblación para él.” Dijeron al oficiante: “Rocía los platos sacrificiales en la sucesión correcta; rellénalos haciendo una porción más, y haz que de nuevo estén listos para ser usados; y después separa una parte para cada uno.” El oficiante, entonces, roció los platos sacrificiales en la sucesión correcta y los llenó haciendo una parte más y los preparó de nuevo para ser usados y separó una parte para cada uno. Éste es el motivo por el que es llamado Vāstavya, porque un residuo (vāstu ) es la parte del sacrificio que permanece cuando las oblaciones han sido realizadas.» Ante todo, el sacrificio es un viaje para los dioses, su único medio para alcanzar el cielo. Pero ¿a quién sacrificaron los dioses cuando ascendieron al cielo? Los elementos del sacrificio habían sido adquiridos: el deseo, permanecer en el cielo; el tapas , que los dioses practicaban; la materia para las oblaciones (la manteca clarificada). Faltaba, sin embargo, el destinatario. El cielo, en apariencia, estaba vacío. Acerca de este punto los textos, tan expansivos sobre cualquier otro detalle, callan. Se puede sospechar , entonces, que la acción sacrificial era eficaz en la prescin dencia de su destinatario . Incluso se podía llegar a la consecuencia extrema: que fuera tanto más efica z por cuanto el destinatario estaba ausente. Un día, Kṛsna enseñaría, en el Bhagavad Gītā, una doctrina no menos paradojal: el sacrificio en el que fue cortado el deseo. Esta doctrina es suge rida como la vía para los hombres, una vía que no alcanza nunca la meta y por eso siempre recomienza. Los dioses se concentraba n en cambio en un viaje que debía suceder de una vez para siempre. Así, no quisieron renunciar al deseo. En todo caso, se preocuparon de otra cosa: de borrar sus huellas, para que los hombres no pudieran seguirlos: «Chuparon la linfa del sacrificio, como las abejas chupan la miel; después de haber secado y borrado sus huellas con el poste sacrificial, se escondieron.» Dioses malévolos. No menos malévolos habían sido con uno de ellos. Lo habían abandonado en la Tierra, en el lugar mismo del sacrificio. Era un dios que preferían no nombrar y que, de hecho, en todo el pasaje no es nombrado salvo al final, con una astuta prontitud, por lo que su nombre aparece como uno de sus epítetos: Rudra, Salvaje. De esto ya se puede deducir la extraña intolerancia, mezcla de temor y hostilidad, que los dioses sentían por dos figuras divinas: Prajā pati, en primer lugar , el Padre, quien al unirse con Uṣas había cumplido un acto que era «un mal a los ojos de los dioses» ; y Rudra, ese dios oscuro del que los dioses, por oscuras razone s que nunca se explican, quisieron desem barazarse en el moment o mismo en que se volvieron plenamente dioses, habitantes del cielo. Aunque los textos son reticentes acerca de Rudra más que sobre cualquier otro dios, los puntos nodales parecen claros: los Deva quisieron distanciarse de Rudra, quisieron dejarlo atrás en el lugar (vāstu) del sacrificio, que es también el residuo (vāstu) del sacrificio. Pero, una vez que los dioses ascendieron al cielo, toda la Tierra puede ser vista como un residuo del sacrificio. Este residuo es poderoso y puede atacar a los dioses. Así, su señor , que es Rudra , mantiene la capacidad de herir a los dioses, como amenaza con hacerlo arrojando su arma innombrada, presumiblemente una flecha. A los dioses, por tanto, no les basta cumplir con un sacrificio eficaz. Deberán además llegar a un pacto con Rudra, que de otro modo los atacaría. Un pacto, para los dioses, es siempre una nuev a división de las partes. Esta vez será necesaria una división que incluya la parte de Rudra: la part du feu. Tal parte será, por definición , lo superabundante , ese suplemento del que los dioses pueden separarse para conjurar el asalto de Rudra. La pregunta permanece: ¿cómo fue posible que los dioses pensaran en excluir a Rudra del sacrificio? ¿Por qué quisieron excluirlo? «No lo conocían de verdad», dice el Mahābhārata , desvelando así lo que los textos más antiguos habían callado. No lo conocían acaso porque en Rudra había un elemento refractario al conocimiento, de pura intensidad, anterior al significado. En tanto que los dioses habían fundado su obra -el sacrificio- sobre la omnipresencia del conocimiento mismo, sobre su transparencia. Excluyeron a Rudra porque tenían la sospecha, la sospecha fundada, de que habría destr uido su obra desde el interior mismo de ella. Pero no porque Rudra fuera en absoluto extraño ni hostil al sacrificio. Cuando Rudra apareció, aterrorizante, desde el norte del cielo, arco en mano, el cabello recogido sobre la nuca en una concha negra, los dioses vieron enseguida que esa arma mortal había sido compuesta con la sustancia misma del primero y del cuarto tipo de sacrificio. Vieron también que la cuerda estaba hecha de la invocación vaṣaṭ , que resuena cada día en los sacrificios. Podemos suponer todo eso, aunque ningún texto apunta al motivo de las exclusiones iniciales de Rudra. Motivo que, en cambio, será mucho más evidente cuando, en otro eón y ciclo de la historia, Rudra se convertirá en Śiva, y la historia de su exclusión se convertirá en la historia de la exclusión de Śiva del sacrificio de Dakṣa: otro acontecimiento que los dioses querían esconder , porque en él se narra su derrota. Aquí surgirá la sospecha de que el sacrificio prete nda ser todo pero no consigue serlo. Cada sacrificio deja fuera o abandona algo que se le puede volver en contra: su emplazamiento, su residuo. Śiva fue excluido por Dakṣa porque lesionó las reglas brahmánicas, faltándoles al respeto dos veces: al llevarse a su hija Satī y, en cierta ocasión, al no ponerse de pie delante de él. Al mismo tiempo, no hay posibilidad de entender a Śiva como contrario al sacrificio, ni tampoco a Rudra, definido como «rey del sacrificio» y «aquel que lleva a cabo el sacrificio». Parecería, entonc es, que al sacrificio cumplido por los Deva se oponga un sacrificio ulterior , el de Rudra y el de Śiva, que amenaza con herir y aniquilar al primero, y podría ser ése el que suced e en todo caso , el que está inscrito en la circulación de la vida, en su respiración, y puede arrasar con todo, incluso con los dioses. Invasivo y ubicuo, este sacrificio carece de doctrina, pero se cumple de todos modos. Esto sucede en todos los casos, se quiera o no, como la respiración en nosotros, que es un continuo retirarse del mundo exterior y una continua expulsión del mundo exterior , aunque no esté sujeto a la disciplina yóguica. Por eso puede ser entendido como un sacrificio ininterrumpido, coincidente con la vida. Cuando esta forma del sacrificio se perfila, no qued a más que llegar a un pacto, reconocer su parte irreductible. Sólo tal reconocimiento perm ite al común sacrificio de los dioses estar bien hecho , como implica el término Sviṣṭakṛt, que en este momento se aplica. En cierto modo, entonces, la figura de Rudra y, después, de Śiva, en quien Rudra se transforma, es la crítica más radical al sacrificio que se manifiesta en el mundo de los dioses. Pero es una crítica que no destruye, por el contrario, ratifica, expandiendo aún más el área del sacrificio a un todo que engloba en sí al residuo. Rudra es un nombre que debe evitarse. Si uno se ve obligado a pronunciarlo, es necesario rápidamente tocar agua lustral, para protegerse. Mejor llamarlo Vāstavya, soberano del lugar y del residuo. Vāstu significa, precisamente, ambas cosas: lugar y residuo. «Semantismo desconcertante», dice Minard , filólogo eminente. Si embargo, el latín situs es también motivo de desconcierto: situs es el sitio, el lugar , pero también el polvo, el detrito, el óxido, el moho, el mal olor que se acumula con el tiempo. Situs implica que la existencia, por el solo hecho de situarse en un determinado lugar , segrega un residuo. Hay algo de rancio en la existencia, por cuanto siempre es algo que ya ha suce dido. Esto puede insinuar la duda acerca de si la existencia misma, su sitio, no son un residuo, el detrito de un désastre obscur . Una vez ofrendadas las oblaciones queda todavía algo por hacer . De otro modo, quedaría el lugar de las oblaciones, barrido por el viento. Entre el orden y la cosa ordenada hay siempre un descarte, una diferencia que es un residuo: allí está Rudra. Cualquier orden comporta la eliminación de una parte del material origina rio. Esa parte es el residuo. ¿Qué hacer con él? Se lo puede tratar como el primer enemigo del orden, como la amenaza constante de una recaída en el estado anterior al orden. O, de otro modo, como algo que, excediendo el orden, garantiza la permanencia de un contacto con ese continuo que ha precedido al orden mismo. El soma que sale del cuerpo de Vṛtra es lo más precioso que el orden pued e ofrecer . Es, además, el recuerdo de algo que ya existía antes del orden, antes del asalto liberador de Indra. ¿Con qué criterios se pueden enfrentar dos órdenes? Dos órdenes pueden compararse como dos sistemas formales. O, de otro modo, pueden ser comp arados en relación con cómo disponen de superabundancia y resid uo. ¿En qué medida divergen? En el primer caso: se valora la diversa amplitud, funcionalidad y eficacia del orden, su capacidad de mantenerse íntegro. No mucho más se puede decir . Atribuir un significado a un sistema formal sería arbitrario. En el segundo caso: se está constreñido a atribuir un significado al orden, a valorarlo. ¿En relación con qué? Deberíamos tener , para ello, un orden de referencia que permitie ra atribuir significado y cualidad a todos los demás órdenes. Pero este orden no existe. O, al menos, ésta es la condición en que los modernos se encuentran, ésta es la situación en la que nos vemos obligados a pensar . Para los hombres védicos, al contrario, superabundancia y residuo eran el presupuesto que permitía juzgar el orden mismo del mundo, ṛta; o, también, cualquier orden agrietado y arruinado por los hombres ignaros de lo que hacen cuando tratan con lo superabundante y con el residuo. «El oficiante recita los versos de modo continuo, ininterrumpido: así hace contin uos los días y las noches del año, y así se alternan de modo continuo e ininterrumpido los días y las noches del año. De este modo él no deja al descubierto ninguna vía de acceso al rival malévolo; pero, de hecho, él dejaría descubierta una vía de acceso si recitara los versos de modo discontinuo: por eso los recita de modo continuo, ininterrumpido.» Aflora aquí, del modo más inmediato, la primera inquiet ud del oficiante védico: el miedo a que el tiempo lo destruya, a que el curso del día de improviso se interrumpa, a que el mundo entero permanezca en un estado de irreductible dispersión. Este miedo es mucho más radical que el miedo a la muerte. Incluso puede decirse que el miedo a la muerte no es otra cosa que una aplicación secundaria de aquél; podría decirse: una aplicación moderna. Hay algo que la precede: un sentido de la precariedad tan elevado, tan agudo, tan lacerante que hace aparecer como don improbable, y siempre a punto de ser revocado, la continuidad del tiempo. Por eso es urgente intervenir enseguida con el sacrificio, definible como eso que el oficiante tiende, extiende . Este tejido de materia no definida (el sacrificio) se debe «tender», tan-, para que se forme algo continuo, sin desgarros, sin interrupciones, sin lagunas en las que podría insinuarse el «rival maléfico» siempre al acecho ; algo que, por este carácter suyo de elaborada construcción, se oponga al mundo, que en el origen se presenta como una serie de desgarros, de interrupciones, de fragmentos en los que se reconocerán los despojos del cuerpo desarticulado de Prajāpati. Derrotar lo discontinuo: ésta es la meta del oficiante. Vencer a la muerte es sólo una de sus múltiples consecuencias. Por eso la primera exigencia es que la voz del hotṛ sea, en la medida de lo posible, extensa, una emisión continua de sonido. ¿Cómo, entonces, recuperar el aliento? «Si recuperase el aliento a mitad del verso sería una lesión del sacrificio.» Sería una derrota frente a lo discontinu o, que se metería como una cuña en medio del verso. Para evitarlo hace falta al menos recitar los versos de la gāyatrī , que es el metro más regular , uno a uno, sin retomar aliento. Así se creará una minúscula, indestructible célula de continuidad en la desmesurada extensión de lo discontinuo. Así, un día el metro gāyatrī se convirtió en el pájaro Gāyatrī y tuvo la fuerza para alzar el vuelo hacia el cielo para conquistar a Soma, ese líquido embriagador y envolvente en el que el oficiante reconocía la expansión suprema de lo continuo. Era tal el terror a lo discontinuo -de ahí la herida implícita en toda interrupción- que recurrieron incluso al arma extrema de la etimología para aclararlo: derivaron la palabra adhvara («culto», aquello a lo que es adepto el adhvaryu ) del verbo dhūrv- , «herir». Con ello entendiendo que «los Asura, aunque desearan herirlos,
  • 🌳 Sacred Residue & Renunciation

  • 🔄 Sacrifice forms an uninterrupted cosmic continuum where the world itself functions as a perpetual ceremony, connecting humans to the 33 gods through ritualistic exchanges
  • 🧩 The residue (what remains outside any established order) represents both the excluded and the superabundant—determining what to do with this "accursed and blessed part" gives meaning to the entire sacrificial system
  • 🐕 The image of a curled-up dog reveals profound metaphysical truth—sacrifice must be continuous and unbroken, connecting disparate elements just as the dog connects its extremities in repose
  • 🐄 The Sāhasrī (the thousandth cow) embodies the power of sacred speech and demonstrates how liberation emerges from abundance—when released rather than sacrificed, it becomes an omen determining the sacrificer's fate
  • 🌊 Pūrṇa (fullness) represents divine consciousness where "the full flows from the full"—this overflowing abundance makes all existence possible and distinguishes gods from humans
  • 🧘‍♂️ The saṃnyāsin (renunciant) emerges paradoxically from human sacrifice rituals—by internalizing sacrificial fires and walking into the forest without looking back, the first act of non-violence (ahiṃsā) becomes the foundation of spiritual liberation
no lo cons eguían, y fueron neutralizados; por esta razón el sacrificio es llamado adhvara , ileso, ininterr umpido». Así el adhvaryu : no puede sino murmurar , acompañando sus actos incesantes con un runrún en el que las palabras individuales son irreconocibl es. Si las articulara de una manera más clara, correría el riesgo de perder el aliento y la vida, porque las fórmulas son el aliento, y el aliento «reside en una morada silenciosa». En el adhvaryu se concreta la potencia de lo indistinto: «Todo lo que él hace en voz baja, cuando está terminado y completo se vuelve manifiesto.» Para que algo asuma la forma más nítida y neta debe nacer de algo impenetrable, opaco, sin márgenes. El residuo es el recuerdo, la presencia perdurable, el carácter insoslayable de lo continuo. Cualquiera que sea el orden que se establezca, en cualquier ámbito y cualquier género, ese orden dejará algo fuera de sí; debe rá dejarlo si quiere ser un orden. Ese algo que queda fuera del orden es el residuo, pero también lo superabundante. Residuo es lo que queda excluido, superabundante es la parte excluida que es ofrendada. El sentido del orden está, ante todo, y principalmente, no ya en la configuración del orden mism o, sino en lo que ese orden establece que debe hacerse con la parte que no pertenece al orden. ¿Ofrendarla? ¿Consumirla? ¿Echarla a los residuos? Ésa es la parte maldita y bendita. Según lo que se decida hacer con ella adquiere sentido el orden que acaba de establecerse. Tomados en sí, como pura configuración formal, todos los órdenes son equivalentes, por cuanto todos se ponen en el mismo plano, como cristales cortados en distintas formas. Tomados en relación con lo que es externo a ellos -residuo, superabundancia, pero también naturaleza, mundo-, todos los órdenes son diferentes e irreductibles, no menos de cuanto lo es el timbre de una voz respecto al de otra. Entre las disputas metafísicas, una de las más memorables es aquella en que quedó establecido que el sacrificio es un perro acurrucado. ¿Cómo sucedi ó? Desde hacía mucho tiempo los ritualistas vivían asediados por ciertas preguntas: «¿Cuál es el inicio, cuál es el final del sacrificio, cuál es su parte más sutil, cuál la más extensa?» No había acuerdo sobre las respuestas. Un día, un grupo de teólogos de los Kuru y de los Pañcāla, dos clanes de la Tierra de los Siete Ríos, disputaban sobre esos asuntos. «Entonces vieron un perro acurrucado. Dijeron: “En este perro reside lo que decidirá quién gana.” Los Pañcāla dijeron a los Kuru: “¿En qué medida este perro se parece al sacrificio? ” Éstos no supieron conte star. Entonces habló Vasiṣṭha Caikitāneya: “Como [el sacrificio] yace uniendo el verso vigésimo primero del yajñāyajñīya a los nueve versos del bahiṣpavamāna , así el perro yace acurrucad o, uniendo sus dos extremos. En esta posición, el perro es igual al sacrificio.” Gracias a estas palabras, los Pañcāla derrot aron a los Kuru.» Así fueron tratadas las cuestiones más arduas: se encuentra un perro acurrucado o cualquier otra cosa , y entonces se decide que allí debe haber una respuest a. Si una respuesta no se encuentra en cualquier cosa es porque tampoco estará en ninguna parte. Pero el teólogo de los Pañcāla era asimismo un sabio, y su respuesta aludía a una antigua historia. Al principio, cuando sólo existían las aguas, Agni cantaba los versos del agniṣṭoma para que esos versos hicieran que las aguas se retiraran y se descubriera el alimento para él. Fue entonces cuando centelleó ante él la sampad , la «equivalencia» o «correspondencia», que le hubiera permitido proceder a un canto ininterru mpido, impidiendo de ese modo que los otros dioses se apoderaran de su comida. Él vio que la temible laguna que se abría entre un determinado canto (el yajñāyajñīya ) y otro determinado canto (el bahiṣpavamāna ) podía ser eliminada: si el último verso de uno se hubiera convertido también en el primero del otro. Con ello, el bahiṣpavamāna venía a cons tar de dieciséis sílabas, transformándose en un metro virāj. Y virāj es el alimento, tal como se quería demostrar . De este modo, así como el alimento no iba a faltarle nunca a Agni, en el sacrificio no existiría nunca una cesura. A esto se refería Vasiṣṭha Caikitāneya. Pensó que el perro acurrucado frente a ellos era el sacrificio tal como se había vuelto después de que Agni tuviera aquella visión. Tal era, entonces, el precedente al que el teólogo se refería. Había algo más en esa respuesta al enigma. Ante todo, estaba implícito que el sacrificio no puede ser sino continuo . Cualquier laguna lo volvería vano, así como hubiera permitido a los otros dioses hurtar el alimento de Agni. No lo consiguieron porque ya entonces el sacrificio «era sin fin», dice el Jaiminīya Brāhmaṇa , y agrega: «Era también un tizón encendido en un recipiente.» Pero si el sacri ficio es continuo, sin fin y sin principio, eso significa también que no es una institución humana. No existe un momento cero, en el que un hombr e da inicio al sacrificio. El sacrificio es algo que está sucediendo siempre. Si es así, todo el mundo debe ser considerado el área en el que se celebra el sacrificio. Ésta es, ante todo, la diferencia entre dioses y hombres. Ciertos dioses -como Prājapati o Agni, que son el sacrificio- hicieron que el mundo llegase a funcionar como un sacrificio ininterrum pido. Los hombres son los últimos en incorporarse a la ceremonia y la hacen proseguir , mientras sus fuerzas se lo permiten. Ésta era una primera serie de pensamientos que, según Vasiṣṭha Caikitāneya, se podía elaborar ese día, observando al perro acurrucado que un grupo de teólogos de los Kuru y de los Pañcāla, mientras iban confabulando, había encontrado en la calle. Se puede conocer el mundo -y obrar en él- tan sólo con observar los intercambios que tienen lugar entre los hombres y los treinta y tres dioses. Si, además, se toma en consideración lo que permanece excluido de esos intercambios, porque es su fondo, el residuo que no pertenece a ninguna de las figuras individuales, entonces todo cambia, tal como cambiaría si en vez de tratar con figuras individu ales tratáramos con el fondo sobre el que éstas se van dibujando progresivamente. En todo caso, se podrá comprender mejor cuáles serán las implicaciones del residuo cuando se trate de la Sāhasrī (que significa «aquel que hace que el honorario ritual sea de mil [vacas]»). Es una vaca jaspeada, de tres colores. O, en su defecto, roja. Nunca tiene un toro cerca. Esa vaca es Vāc, Palabra, y apare ce junto a novecientas noventa y nueve vacas más. En total, tienen que ser mil -ni una más-, porque «con mil él obtien e todos los objetos de su deseo». Trescientos treinta y tres cada día. La Sāhasrī lo guía, avanz ando a la cabe za de la vacada, durante tres días. O bien las sigue en última posición. Esas vacas son también los himnos del Ṛgveda (por otra parte, poco más numerosos: son mil veintiocho). La Sāhasrī, la suma potencia de la palabra, es la vaca número mil: una vez más, el resto, el residuo. Entonces suce dió el gesto inaudito. No la sacrificaron, no la entregaron a los sacerdotes como honorario ritual, sino que «la liberaron». En ese instante todo el edificio sacrificial es puesto en peligro. ¿Cómo puede un animal doméstico, destinado a ser sacrificado y ofrecido como honorario ritual a los sacer dotes, ser liberado, volver a vagar como un animal del bosque? Si eso sucediera sería una ordalía . Así se pondría de manifiesto, sin intervención humana, la suerte del sacrificante, según la dirección escogida por la vaca liberad a: «Si, sin ser empujada por nadie, va hacia el este, que él sepa que ese sacrificante ha tenido éxito, que ha conquistad o el mundo feliz. Si va hacia el norte, sepa que el sacrificante se volverá más glorioso en este mundo. Si va hacia el oeste, sepa que será rico en siervos y cosechas. Si va hacia el sur, sepa que el sacrificante pronto abandonará este mundo. Éstas son las intuiciones que deben ser distinguidas.» Así como le sucedió a la mula de San Ignacio, a la que Ignacio, todavía profano y militar , dejó escoger entre dos caminos: uno significaba con seguridad el asesinato; el otro habría significado, al final, la santidad. Si la Sāhasrī se dirige hacia el sur, el sacrificante compren de que su muerte está cerca. El enorm e esfuerzo del sacrificio no ha sido en vano. Así, también, las nove cientas noventa y nueve vacas dadas como honorario a los sacerdotes. Todo porque esa única se ha movido en dirección sur. «Éstas son la intuiciones que deben ser distinguidas.» Por mucho que se proyectaran sobre él, Prajāpati seguía estando solo. Incluso cuando se contaban los dioses: «Hay ocho Vasu, once Rudra, doce Āditya; y estos dos, Cielo y Tierra, son el trigésimo segu ndo y el trigés imo tercero. Hay treinta y tres dioses y Prajāpati es el trigésimo cuarto.» La naturaleza supernumeraria de Prajāpati era su característica imprescindible. Prajāpati estaba siempre de más, y precisamente los ritualistas dedujeron de este rasgo el nexo entre lo superabundante y el residuo. Vieron que era la misma cuestión. La cuestión era el mismo Prajāpati. Prajāpati es lo que queda . Prajāpati es lo superfluo de donde nace lo necesario. Superabundancia y residuo son omnipres entes; en primer lugar , en el tiempo. El día fundam ental del año es el viṣuvat , el día que está de más. Sin ese día, el año se dividiría en dos partes iguales, en el que cada rito podría tener una contraparte especul ar. Pero el viṣuvat pone en pelig ro esta perfecta simetría. La cuestión es: «“¿El viṣuvat pertenece a los meses que le preceden o a los que le siguen?” Él debe responder: “Sea a los que le preceden, sea a los que le siguen.” » ¿Por qué? «Porque el viṣuvat es el tronco del año y los meses son sus miembros .» Un cuerpo no puede prescindir de su tronco; o, también: el año es una gran águila. Los primeros seis meses son un ala y los otros seis son la otra ala. El viṣuvat es el cuerpo del pájaro. Por eso ese día de más, el viṣuvat , es indispensable: sólo ese intervalo puede mantener unido al tiempo, puede permitir que se despliegue en dos alas perfectamente simétricas; sólo el día de más puede permitir al año ser una totalidad, en la que los ritos se dispongan cada uno en correspondencia con su contraparte, en la primera y en la segunda mitad. Sólo así se puede alcanzar , con la última ceremonia (la escalinata que asciende emergiendo del océano del rito), el «mundo del cielo, el lugar que sostiene, la abundancia». Apenas alcanzado el final de esta demostración capital, porque de ella depende la articulación de toda la liturgia, el ritualista se permite un aparte meditabundo, de tono grave, casi una confesión de quien se ha pasado la vida tratando esta materia con cautela y tenacidad: «Éstos son en verdad los bosques y los barrancos del sacrificio, y hacen falta centenares y centenares de días para recorrerlos con los carros; si algunos se aventuran en ellos sin saber , entonces el hambre o la sed, los predadores y los demonios malignos los asaltan, así como los demonios malignos asaltarían a los imprudente s que vagan en un bosque salvaje; pero si aquellos que saben lo hacen, pasan de una divinidad a la otra, como de un río a otro o de un lugar seguro a otro, y alcanzan la beatitud, el mundo del cielo.» A continuación, como si se hubiera permitido por un momento contemplar su vida y todo el pasado que conoce, y esto fuera ya una lesión de la regla, el ritualista retoma pacientemente el tratamiento detallado de la técnica de la liturgia, previendo respuestas para los ignaros y los capciosos que siempre están pidiendo razones de esto o de aquello. «Aquello está lleno, esto está lleno. / Lo lleno mana de lo lleno. / Incluso despué s de que lo lleno haya sido alcanzado por lo lleno / este lleno permanece lleno.» Es la «estrofa de la plenitud », que se encuentra al princ ipio del penúltimo adhyāya de la Bṛhadāraṇyaka Upaniṣad . Paul Mus le dedicó un magistral come ntario. Como las palabra s mismas anuncian, el objeto del que se habla es inagotable. Podría estar situado en el centro del pensamiento védico, aun cuando «pensamiento» pueda parecer , en este contexto, un término reductivo. La mejor aproximación a lo «lleno», pūrṇa , de la que aquí se habla es ofrecida por un pasaje del Śatapatha Brāhmaṇa , allí donde se lee: «Ciertamente los dioses tienen un solo dios; de hecho, quien sabe esto no es un hombre sino uno de los dioses.» La verdadera diferencia entre dioses y hombres no radica exclusivamente en la inmortalidad que los dioses han fatigosamente conquistado, y de la que son muy celosos. Radica en una especie singular de conciencia, que coincide con la alegría desbordante del fondo del Sí. El conocimiento último no es impasible ni inmóvil, sino que se parece al permanente despertar de la conciencia en el mundo. Hacia esta imagen converge el culto védico del conocimiento. «Cuando el mundo allí desborda, todos los dioses y todos los seres existen, y en verdad el mundo allí desborda para aquel que lo sabe.» Todo se vuelve posible -hasta la existencia de los dioses- sólo porque «el mundo allí» es superabundante. Su desbordar en el otro mundo, que es el nuestr o, ofrenda esa superabunda ncia sin la cual la vida no existiría. XIV. SOLITARIOS EN EL BOSQUE El saṃnyāsin , el «renunciante», en cuyos rasgos Louis Dumont tuvo la clarividencia de reconocer al arquetipo del sujetoen el sentido occidental, es una figura que no aparece en el estrato más antiguo de los textos védicos. El sistema es compacto y no deja resquicios. Una vez entrados, al nacer , en el proceso de los intercambios cósmicos, ya no se puede salir. Pero llegados a las Upaniṣad, que llevan al extremo el pensamiento de los ritualistas, se delinea el saṃnyāsin : primer tránsfuga, no porque rechace el complejo sistema de intercambios que se funda en el rito, sino porque pretende abso rberlo en sí, en su inaccesible espacio mental. Así, el agnihotra deviene prāṇāgnihotra , primer caso de interiorización integral de un acontecimiento, ceremonia invisible que se convierte en la «respiración», prāṇa , de un individuo. No hay ya un fuego, no hay ya la leche que es vertida, no se oyen ya las palabras de los textos. Todo eso, sin emba rgo, permanece: en el silencio, en el ejercicio de la mente. Así se delinea la aparición del hombre interior en la historia. Es el «hombre -fuera-del-mundo», que ha cortado los vínculos con la sociedad, y, al mismo tiempo, se revelará muy eficaz en la acción sobre la sociedad. Dumont reconoce en él la primera figura del intelectual , hasta sus manifestacione s más recientes, torpes y letales. El saṃnyāsin tiene todo el derecho de declararse hombre interior porque fue el primero en interiorizar los fuegos sacrificiales. Gracias a una sutil elaboración de correspondencias, los elementos que constituían la liturgia del sacrificio védico son traspue stos en el cuerpo y en la mente del saṃnyāsin , que se conv ierte así en el único ser que no tiene necesidad de alimentar los fuegos, porque los alberga en sí mismo. Con el advenimiento del renunciante, la violencia sacrificial no deja ya trazas visibles. Todo es absorbido en este ser solitario, demacrad o, errante, que al final se volvería la imagen misma de la India. No es el hombre de la aldea o de la casa. Es el hombre del bosque, en cuanto lugar de la doctrin a secreta, lugar ajeno a la coacción social. No hay referencia a los saṃnyāsin en el Ṛgveda . No se puede decir que dominen la escena en los Brāhmaṇa, surcados en cambio por figuras de brahmanes poderosos y temibles como Yājñavalkya, virtuosos guerreros acostumbrados a las arriesgadas disputas sobre el brahman , consejeros y rivales del rey. Pero, una vez más, precisamente en la literatura litúrgica -en particular en los Sūtra- se busca la respuesta a una pregunta esencial, que generalmente permanece sin formular: ¿cómo tuvo origen el saṃnyāsin ? La respuesta será desconcer tante si se tiene presente la imagen serena, ajena a toda forma de violencia, que nos ha llegado de este ser: el saṃnyāsin tiene su origen en el puruṣamedha , el sacrificio humano. Llegados a este punto, casi todos los estudiosos han intentado cubrirse las espaldas, declarando que debía tratarse de una ceremonia descrita en los Brāhmaṇa y en los Sūtra sólo por prurito de rigurosidad , en cuanto corresponde ncia con la arquitectura formal de los sacrificios, pero nunca practicada, o, en todo caso, sólo practicada en tiempos remotos y después abandonada. Todo lo cual es posible, pero no se puede confirmar o desmentir con certeza. Lo que permanece es sólo una serie de textos. Estos textos hablan del puruṣamedha en la misma medida que de otros tipos diversos de sacrificio. Pero esto tampoco implica una prueba de que los acontecimientos sucedieran. Es posible dudar del puruṣamedha como se puede dudar de que fueran celebrados otros ritos, si se tiene presente su larga duración y su complejidad. En cambio es más prudente, aquí como en todos los casos, seguir a los textos. En su áspera concisión, es el Kātyāyana Śrauta Sūtra el que desvela las conexiones. Ante todo, el puruṣamedha se modela sobre el «sacrificio del caballo», aśvamedha . Así, mientras las prescripciones para este último se articulan en doscientos catorce aforismos, las que se refieren al puruṣamedha no requieren más de dieciocho, como si se tratase de una variación secundaria (que a su vez se duplica inmediatamente a continuación en el sarvamedha , el «sacrificio del todo»). Tanto más significativas serán las diferencias. Para celebrar un aśvamedha hace falta ser un rey o tener un «deseo del todo»: es la máxima expresión de la soberanía. Para celebrar un puruṣamedha basta con ser un brahmán (o un kṣatriya ) y «desear la excelencia». Esto es, desde ya, una advertencia acerca de la determinación del individuo, que es definido sólo por su deseo. Otra advertencia nos viene de la especificación de que el sacrificante brahmán deberá dar, como honorario por el sacrificio, «todas sus pertenencias». ¿Qué será de él, despojado de todos sus bienes después de haber sacrificado a un hombre? Para encontra r la respuesta habrá que esperar al penúltimo aforismo: «Al final de la traidhātavi iṣṭi [un tipo de oblación, ofren dada al final del sacrificio], el sacrificante asume los dos fuegos dentro de sí, dirige plegarias a Sūrya y, recitando una invocación [que es precisada por el texto], se encamina al bosque sin mirar atrás, para no volver nunca más.» Éste es el instante en el que se manifiesta la figura del renunciante: cuando da el primer paso hacia el bosque, sin mirar atrás, sabiendo que nunca volverá. En ese instant e, el brahmán se separa de su vida anterior . Ya no deberá celebrar , a cada alba y a cada ocaso, el agnihotra , vertiendo leche en el fuego, cumpliendo un centenar de gestos prescritos, recitando fórmulas. Ahora el renunciante no deberá ni siquiera cuidar ni alimentar los fuegos sacrificiales, porque los custodiará dentro de sí. Ni deberá obedecer las otras innumerables obligaciones que comporta su vida de brahmán. Ahora no comerá otra cosa que bayas y raíce s, cuando las encuentre en el bosque. Su vida interferirá escasame nte en el curso de la naturaleza. ¿Cuál es el presupuesto de todo esto? Haber celebrado un puruṣamedha , haber querido que un hombre perdiera la vida en un sacrificio proyectado para afirmar su propia «excelencia» en cuanto sacrificante. No sabremos nunca si esto se ha aplicado, siquiera una vez. Acaso quedó sólo como prescripción, necesaria para el completamiento formal de la doctrina litúrgica. Pero el significado resalta todavía en el texto. Es la paradoja suprema de la «no- violencia», ahiṃsā . En el puruṣamedha las víctimas son escogidas entre todas las clases sociales, sin ninguna excepción: habrá un brahmán, un guerrero, un campesino, y también un śūdra . A continuación, el brahmán , que está sentado a la derecha respecto de estas víctimas atadas al poste del sacrificio, recita el himno del Puruṣa (Ṛgveda , 10, 90). Este detalle pued e, más que ningún otro, explicar por qué el nombre Puruṣ a -y no Prajāpatiaparece en el himno: porque puruṣa es el término que designa al hombre en cuanto víctima sacrificial, atado al poste exactamente como lo estuvo el Puruṣa primordial. Con cruel delicadeza, a esto apunta el himno. Después de lo cual se dice que los oficiantes «habían pasado con los tizones encendidos alrededor de las víctimas, que no habían sido inmoladas aún». En este punto sucede el prodigio, correspondiente a la voz del ángel de Yahvé que detiene la mano de Abraham levantada ya sobre Isaac: «Entonces una voz le dijo: Puruṣa, no acabes con estas víctimas humanas (puruṣapaśūn ): si tú acabas con ellas, el hombre comería al hombre. En consecuencia, apenas había pasado con el tizón alrededor de ellos, los liberaba y les ofrecía oblaciones a las mismas divinidades [a las que había ya ofrendado las víctimas humanas] y con eso gratificaba a esas divinidades, las cuales, gratificadas, lo gratificaban con todos los objetos de su deseo.» Ningún Kierkegaard, ningún Kafka se ha dignado comentar este pasaje, no menos arduo que la historia de Abraham e Isaac. Esta vez no es un individuo, no es el hijo del sacrificante, sino que son cuatro hombre s escogidos en las diversas clases de la sociedad los que esperan a ser sacrificados. Se los ha atado a un poste, junto a numerosos animales, atado s a otros postes, también ellos a la espera de ser inmolados. Han visto un oficiante acercarse a ellos y dar vueltas alrededor del poste con un tizón en la mano. Es el momento más temible: el anuncio de la inmolación. A partir de entonces, las víctimas pueden considerarse ya muertas: estranguladas o ahogadas. En ese momento se oye «una voz». ¿En qué términos se dirige al sacrificante? Lo llama «Puruṣa» y le pide salvar a los puruṣa , los hombres que están a punto de ser inmolados. Puruṣa, el ser primordial que los dioses habían destazado, había sido recordado poco antes en el recitado del himno 10, 90. Entonces el sacrificante, mientras se preparaba para inmolar a los cuatro hombres, era él mismo el Puruṣa que los dioses habían inmolad o. Por eso la voz se dirige a él llamándolo Puruṣa, y no por su nombre. El ritualista no se permite ni una palabra de comentario sobre este punto. Inflexible, procede a describir los actos ceremoniales posteriores. Podría ser un rito como tantos otros. ¿Se da cuenta, acaso, de la gravedad de lo que acaba de contar? Con los autores de los Brāhmaṇa sería un error pensar así. Contamos con una descripci ón de lo que sucede después de la ceremonia: «Tras haber asum ido los dos fuegos dentro de sí y tras haber celebrado al sol recitando la letanía Uttara Nārāyaṇa, él [el sacrificante] debe encaminarse en dirección al bosque sin mirar atrás; y ese lugar está, en efecto, lejos de los hombres.» Si esta descripción es, como parece, el principio del pasaje a la condición del vānaprastha , de quien se retira al bosque, estadio precedente a la condición del renunciante, ello significa que la primera renuncia es la renuncia a sacrificar a otro hombre. Una vez realizado ese acto, se puede -incluso, en cierto modo, se debe- salir de la sociedad, «sin mirar atrás».
  • 🔄 Ritual Transformation & Knowledge

  • 🌳 Renunciation transforms ceremonial practice into an act of knowledge, creating a powerful parallel between ancient saṃnyāsin and modern artists/scholars who channel intense inner energy (tapas) into creative offerings
  • 🔥 Ritual space requires precise boundaries and separation from ordinary life—creating a sacred enclosure where humans can approach the divine through carefully prescribed gestures that imitate the gods' own path to divinity
  • ⚖️ Cosmic order (ṛta) and debt (ṛna) form an endless cycle where all existence participates in the exchange of substance—even gods must sacrifice, as ritual permeates all levels of being
  • 🕰️ Time invasion occurs in extreme rituals like the sattra, which can consume entire years of life, revealing the tension between ritual's necessity for life and its tendency to overwhelm ordinary existence
  • 🧠 Ritual thinking resolves through action what thought cannot solve alone—providing practical solutions to metaphysical dilemmas through precise gestures that maintain cosmic balance
Si no se consigue hacerlo, el ritualista da a continuación unos consejos de comportamiento para quien quiera continuar viviendo en la ladea. Pero también para éstos hay una cesura. La línea divisoria que significa ese momento está señalada, con la usual sequedad, inmediatamente a continuación: «Este sacrificio no debe ser enseñado a todos, por temor a que se acabe por enseñar todo a todos, porque el puruṣamedha es todo; se debe enseñar sólo a quien se conoce y a quien conoce los textos revelados y a los seres queridos, pero no a todos.» La figura del renunciante muestra el camino a través del cual una minuciosa práctica ceremonial podía convertirse en imperceptible, transformándose en un acto de conocimiento. Así, el saṃnyāsin no atendía ya los fuegos y se retiraba fuera de la comunidad, al bosque. Pero continuaba siendo un sacrificante, exaltando ese rasgo de su carácter . ¿Con quién podemos comparar esa figura, a milenios de distancia? Con todos aquellos que actúan impulsados por una poderosa presión -y que por lo general no gustan de denominarla como un deber , sino como algo que creen deber a alguien; alguien que, además, es un desconocido- y concentran sus energías en una composición que a su vez es ofrendada a un ignoto. Son los artistas, son los estudiosos, y en la práctica de su arte o de su estudio encuentran el origen y el fin de lo que hacen. Son Flaubert, que ruge en la soledad de su habitación en Croisset. Sin preguntar se por qué motivo o con qué objeto; absorto en elaborar un ardor -un tapas - dentro de una forma. «Móviles son las aguas, móvil el sol, móvil la luna y móviles las estrellas; y, como si estas divinidades no se movieran ni actuaran, así será el brahmán el día en que no estudia.» El estudio es lo que sostiene el movimiento, lo que permite corresponder al incesante obrar de las divinidades en el cielo y en la tierra. Es la definición más aproximada de lo viviente, de lo que viola la inercia. El estudio puede además reducirse, como a su mínimo núcleo, a recitar un verso del Ṛgveda o una fórmula ritual. Con eso es suficiente para que no se rompa el hilo del voto, para que quede aseg urada «la continuidad del voto ( vrata )». Sutil diferencia entre renuncia y separación . Aceptar la vida del renunciante significa seguir un āśrama , un estadio vital como los tres que lo han precedido. Cada estadio comporta unas culpas y unos vínculos. La «separación», tyāga , es otra cosa: es un gesto de la mente que puede pertenecer a cualquier estadio de la vida. Suprema claridad, acerca de este punto, en Simone Weil: «Separación y renuncia: con frecuencia son sinónimos en sánscrito, pero no en la Gītā: quien “renuncia” (saṃnyāsa ) es la forma inferior que consiste en hacerse eremita, sentarse a los pies de un árbol y no volver a moverse. “Separación” (tyāga ) es “hacer uso de este mundo como si no se hiciera uso”.». XV. RITOLOGÍA Nada salía de él ni nada entraba desde ninguna parte -nada más había- y él [ese todo, tónde tòn ólon ] se nutría de sí procurando la propia destrucción, porque todo lo que sufría y obraba en sí y desde sí sucedía por arte ( ek téknēs ). El que lo había hecho consideraba, en efecto, que habría sido mejor si hubiera sido autosuficiente, no necesitado de otro. PLATÓN, Timeo , 33 c-d Todavía en la actualidad, en las salas de cualquier aeropuerto de India puede el viajero toparse con esta leyenda: «Hazme ir del no ser al ser. Hazme ir de las tinieblas a la luz. Hazme caminar de la muerte a la inmortalidad.» Los turistas la ignoran o la leen complacidos, como un signo de la eterna espiritualidad india. ¿Qué significan esas palabras? Pertenecen a una serie de fórmulas rituales que eran recitadas durante el sacrificio del soma y se llamaban pavamāna . Mientras un sacerdote entonaba un canto, el sacrificante pronunciaba en voz baja esas fórmulas, que como tales son citadas en la Bṛhadāraṇyaka Upaniṣad . Para la Upaniṣad, el sentido de esas palabras es claro: asat (no manifestado), tamas (tinieblas), mṛtyu (muerte) son todos, a la vez, muerte . El presupuesto es que toda vida en su estado bruto es una amalgama de no ser, tinieblas y muerte. Para salir de ella es necesario contar con una ayuda; para contar con una ayuda hace falta un rito. Fueron los dioses los que lo realizaron, en el curso de su lucha con los Asura por la supervivencia, o tal vez fue el propio Prajāpati, si atendemos al Taittirīya Brāhmaṇa . El gesto decisivo fue, en cualquier caso, el de dar estabilidad a la Tierra. Lo que hoy se nos presenta como «la grande (pṛthivī )», inmóvil y quieta, era al principio una hoja de loto sacudida por el viento. Ese inicio es el estado en el que se encuentra cualquiera antes de celebrar el sacrifi cio. Es un ser confuso, oscilante, a merced de rachas impredecibles. No puede apoyarse en nada. Entonces deberá imitar el movimiento de los Deva: tomará los guijarros y los apoyará en el borde de esa área donde va a encender los fuegos. Ante todo delimitar , circunscribir (es la misma concepción del témenos griego ). Así, la Tierra se volverá un «fundamento», pratiṣṭhā , para cualquier acción, para cualquier pensamiento. Hay un protocolo, en las relaciones con los dioses, que justifica ciertas operaciones sin las cuales nada sucede. Una de ellas es el cercado. Si es verdad que «toda la Tierra es divina» y que sobre cada una de sus partes se puede sacrificar , no es menos cierto que sólo después de haber sido aislado del resto, el lugar escogido podrá volverse el lugar del sacrificio. Lo mismo sucede cuando se construye la cabaña en la que permanecerá el sacrificante durante el tiempo de la consagración. «Entonces los dioses son apartados de los hombres y secreto es también lo que es cercado en todas sus partes: por eso lo cercan en todas sus partes.» ¿Cuál es el presupuesto? «Los dioses no hablan con cualquiera»; para acercarse a ellos es neces ario, antes, recurrir a una intuición: aislarse, así como ellos mism os son aislados de los homb res. Quizá entonces los dioses presten atención. Así debe hacer el consagrando, porque éste «se acerca a los dioses y se convierte en una de las divinidades». Una primera distancia respecto del resto de los hombres se obtiene mediante las operaciones preliminares al rito. Sólo sobre la base de esta distancia es posible establecer una relación con los dioses. El secreto, la necesidad del secreto nace de la segregación originaria de los dioses respecto de los hombres. Quien intenta violarla (el sacrificante) debe aceptar él mismo separarse de todos los demás. El secreto no es una actitud para esconder algo que de otro modo sería evidente para todos. El secreto señala que se ha entrado en una zona en la que todo, comenzando por el significado, es interior a un recinto. El secreto es el lugar aislado por el cercado, como el cuadro por el marco. Se entra en el rito como en un cerco en movimiento perpetuo. En cada punto se indica un gesto que debe cumplirse en el punto siguiente, hasta que se vuelv e al punto del que se ha partido. ¿Cuál es el principio, entonces? No existe, ésa es la respuesta. Porque la existencia, cada existencia, nace debiendo algo, que es ante todo la vida misma. Entre ṛna, «deuda», y ṛta, «orden del mundo», tiene lugar una oscilación sin pausa. Del orden nace la deuda, que es restituida al orden. De otro modo, el equilibrio de las cosa s quedaría dañado, la vida no podría continuar . Es un proceso que se desarrolla en todo momento, la elaboración y el intercambio de una sustancia que puede ser llamada anna , «alimento», y que engloba en sí a la palabra, el pensamiento y el gesto de la ofrenda, la «cesión», tyāga , de la sustancia misma. Ahora bien, si no existe un comienzo, ¿habrá un final? Tampoco, porque toda ofrenda deja un «residuo», ucchiṣṭa , y ese residuo es el origen de una ulterior cadena de actos . Tampoco se debe pensar que todo el proceso se limita a la relación de los hombres con los dioses. Porque incluso los dioses deben sacrificar , realizar actos rituales en el devayajana , «lugar de la ofrenda de los dioses», porqu e también ellos tienen antepasados, los pūrve devāḥ , los «dioses anteriores». La circulación de la sustancia no se limita a la tierra o al «espacio intermedio», antarikṣa , entre cielo y tierra, sino que invade el cosmos entero, hasta el «océano celeste», que se deja reconocer desde la tierra en la Vía Láctea. El espa cio ritual es delimitado con precisión porque sus confines son los de un mundo intermedio , que se pued e definir como el mundo de la acción eficaz. Donde chocan una irrefrenable pretensión de dominio y de control sobre todo, por una parte; y por la otra, una angustiosa y muy aguda sensación de precariedad. Los elementos homólogos se corresponden ciertamente, en los diversos ámbitos de lo que es, pero son a la vez despectivos, reacios a obedecer , elusivos. Por eso los rituales recomienzan siempre de nuevo, por eso se encaden an, por eso tienden a eliminar toda laguna tempor al en la que pueda insinuarse la inercia. Aquí se toca el obstá culo último: el rito sirve para que sea posible la vida, pero dado que el rito tiende a ocupar la totalidad del tiempo (ciertos ritos, como el mahāsattra , pueden durar hasta doce años), la vida misma se vuelve impracticable, porque no queda tiempo para vivirla, sin obligaciones, sin prescripciones. Para los liturgistas védicos cualquier lugar , como principio general, puede volverse escena ritual . Basta con que el agua no esté lejos y haya espacio suficiente para trazar las líneas entre los fuegos. Esto equivale a admitir que el opus ritual puede -e incluso debe- comenzar cada vez desde cero. El primer gesto es el de predisponer una superficie neutra, limpia. Para eso es necesario limpiar las huellas que el pasado pudo haber dejado en ese lugar . Limpiar el pasado, en la admirable literalidad védica, significa precisamente el gesto del oficiante que, en un claro, se pone a barrer el terreno con una rama de palāśa , como un ama de casa obsesiva: «Cuando va a instalar el fuego gārhapatya , antes barre el lugar escogido con una rama de palāśa . Porque cuando instala el gārhapatya , se radica en ese lugar; y todos los constructores de altares del fuego se han radicado sobre esa tierra; y cuando barre ese lugar, con ese acto barre a todos los que se habían radicado antes que él, pensando: “Para evitar radicarme sobre aquellos que se han radicado antes.” Dice: “¡Fuera de aquí! ¡Fuera! ¡Arrastraos fuera de aquí”, entonces: “¡Marchaos, salid de aquí y arrastraos fuera de aquí!”, dice a los que se arrastran sobre el vientre. “¡Vosotros que estáis aquí desde el tiempo antiguo y el reciente!”, ya sean, entonces, los que están aquí desde hace mucho y los que llegaron hoy.» Una rama de palāśa que barre un lugar llano, sin nada especial. Un gesto que, si fuera visto por alguien que pasara por allí, podría parecer un ritual doméstico realizado a los ojos de todos, en un lugar que no pertenece a nadie. Antes de cualquier inicio es necesario un gesto que borre todo gesto precedente, toda silenciosa ocupación de los significados por parte del pasado. Momento importante y decisivo, al punto de ser equiparado a un actuar por medio del brahman : «Con una rama de palāśa barre; porque el árbol palāśa es el brahman : por medio del brahman barre a aquellos que se habían asentado allí.» El gesto ritual es una imitació n. ¿De otros hombres, que vivieron en los orígenes ? ¿O de los dioses? En ese caso, ¿de qué gestos de los dioses? Se lo descubre cuando, durante la construcción del altar del fuego, hay que disponer ciertos ladrillos, llamados dviyajus , «que requieren una doble fórmula». En ese momento el sacrificante piensa en las siguientes palabras: «¡Quiero ir al mundo celeste siguiendo la misma forma, celebrando el mismo rito por medio del cual Indra y Agni fueron al mundo celeste!» No se trata aquí de imitar las empresas heroicas o eróticas acometidas por los dioses del cielo en el cielo o en diversas incursiones desde el cielo a la Tierra. Aquí la primera acción que se imita -acción primera significa rito- es aquella gracias a la cual los dioses tuvieron acceso al cielo. Lo que el sacrificante imita es el mismo hacerse dios del dios; algo mucho más seguro que cualquier otro acto que pueda atribuirse al dios una vez se ha convertido en dios. Lo que el hombre quiere imitar es sobre todo el proce so con el que se conquista la divinidad. Es altamente significativo que, para hacerlo de modo eficaz, el hombre quiera imitar la «forma» de los gestos realizados por los dioses. Esto se volverá, un día, el fundamento de esa actividad profana que es el arte. Imitar el proceso con el que se conquista el cielo tiene resultados imprevisibles. Acaso la imitación podría tener éxito al punto de permitir al hombre el definitivo acceso al cielo, como un nuevo huésped incómodo. Por eso los dioses miran los ritos de los hombres a la vez con complacencia y desconfianza. Siempre existe el riesgo de que los hombres vayan demasiado lejos , hasta el cielo, hasta los dioses mismos. En el panteón védico no hay un Apolo al que pertene zca la poesía como su dominio exclusivo. Si Bṛahspati es «poeta de los poetas», también son poetas Soma, Vāyu, incluso Varuṇa, el oscuro, lejano, temible Asura. Y hasta los dioses en su conjunto. ¿Por qué? Por un único motivo, que tiene vastas consecuencias. Alcanzados el cielo y la inmortalidad, los dioses habían seguido celebrando sacrificios. No nos es dicho qué «fruto invisible» esperaban -ahora que poseían todos los frutos concebibles-, ni qué deseo los movía. Pero quizá hay que resignarse: «El pensamiento misterioso con el cual los dioses se reúnen nosotros no lo conocemos.» Es cierto que, con mucha frecuencia, los himnos presentan a los dioses en el acto de sacrificar . Pero un sacrificio sólo puede ser eficaz si es acompañado de las fórmulas pertinentes, que solamente los kavi, los «poetas», saben elabor ar. Es necesario que Agni siga el culto como «vidente inspirado que lleva a cabo el sacrificio». Aquí el texto usa el término vípra , que designa el poeta que palpita por la tensión de la palabra. Por eso, si los dioses no hubieran sido poetas, su vida divina se hubiera vuelto inconcebible, inaceptable. El rito sirve ante todo para resolver mediante el gesto lo que el pensamiento no puede resolver . Es un intento -cauto, temeroso, consciente de la propia fragilidad- de responder a los dilemas que se presentan cada día, que nos asedian y nos escarnecen. Por ejemplo: ¿qué hacer con las cenizas producidas por el fuego sacrificial? ¿Tirarlas? ¿O usarlas de alguna otra manera? La cuestión se formulaba en estos términos: «Los dioses en ese momento tiraro n las cenizas del recipiente del fuego. Dijeron: “Si hacemos de estas [cenizas], tal como es, parte de nosotros, nos volveremos carcasas mortales, no liberadas del mal; y si las tiramos pondremos fuera de Agni esa parte de ella que perte nece a la naturaleza de Agni; averiguad entonces qué debemos hacer .” Dijeron: “¡Meditad!”» ¿Cuál fue el resultado de esa meditación? Es necesario deshacerse de las cenizas (de otro modo se aceptaría volverse materia que «se ha agotado»). Pero, a la vez, al deshacerse de las cenizas hay que evitar la pérdida de una parte esencial de Agni. ¿Qué hacer , entonces? Las cenizas son llevadas al agua. Se dice: «Oh aguas divinas, acoged estas cenizas y llevadlas a un lugar blando y fragante.» O incluso: «Llevadlas al lugar más fragante de todos.» Después se agrega: «Puedan las consortes, casadas con un buen señor , inclinarse frente a él.» Se entiende que las «consortes» son las aguas, que han encontrado en Agni a su «buen señor». Se escogen las aguas como lugar para las cenizas porque Agni nació del vientre de las aguas, y allí retorna ahora. Pero con este gesto las cenizas simplemente se dispersarían, aunque fuera en su preciso lugar . Permanecería la duda de haber perdido algo que pertenece intrínsecam ente a la naturaleza de Agni. Entonces el oficiante, pasando el dedo meñique sobre las aguas, vuelve a recoger una minúscula parte de las cenizas, que llevará otra vez al fuego. De este modo Agni no se pierde. Así el rito, el pensamiento, la vida podrán seguir adelante. Héroe anónimo de los ritualistas -y autor ideal de los Brāhmaṇa- es el adhvaryu , el oficiante que sin descanso, durante el rito, cumple los gestos prescritos y murmura las fórmulas sacrificiales. Sin él nada sucederí a, nada tomaría forma. Como un criado, pasa de un asunto a otro. No conoce el descanso, la liberación del canto. Sólo puede susurrar . Es el artesano de las liturgias, que obra humildemente, sin incertidumbres, bajo la mirada inflexible del brahmán, inmóvil y pronto a asumir todo error, toda incorrección, y a castigarla. Del adhvaryu se dice que «es el verano, porque el verano es, por así decir , ardiente; y el adhvaryu sale del ámbito sacrificial como algo ardiente». Abrasado y quemado por su continua agitación en torno al fuego, el adhvaryu fue el primero en poder decir , con Flaubert (e Ingeborg Bachma nn): «Avec ma main brûlée, j’écris sur la nature du feu.» El curso del sacrificio está punteado de momentos dramáticos, y también cómic os o tejidos de una sutil ironía. Así le sucedió por ejemplo a Indradyumna Bhāllaveya (del que no sabemos mucho, pero podemos suponer que fue un experto ritualista): «Sucedió que Bhāllaveya compuso la fórmula instigadora con un verso anuṣṭubh y la fórmula de la ofrenda con un verso triṣṭubh , pensando: “Así recibiré los beneficios de ambos.” Se cayó del carro y, al caer, se rompió un brazo. Se puso a reflexionar: “Esto me sucedió a causa de alguna violación, por mi parte, del curso preciso del sacrificio.” Por eso no se debe violar el curso preciso del sacrificio: así las dos fórmulas deberán tener versos del mismo metro, o ambas anuṣṭrubho bien ambas triṣṭubh. » El sacrificio es una forma que se va componien do en cada momento. El error en la forma puede deberse a cierta rapacidad del deseo, a una voluntad de conquistar demasiados beneficios mediante las formas mismas. La consecuencia es inmediata: Bhāllaveya se cae del carro y se rompe un brazo. Tal como el mundo exterior está listo para ofrecer el fruto del deseo, así también está dispuesto a castigar la forma que nace de un deseo viciado. La primera función del mundo externo es la ordalía. A consecuencia del metro que ha escogido y usado en una fórmula, Bhāllaveya sigue adelante o bien se cae del carro y se rompe un brazo. En el incidente ocurrido a Bhāllaveya se muestra con plena claridad la disposición del hombre védico hacia el mundo. Se dan tres pasajes, simultáneos e incluidos uno en el otro: todo hecho que acontece es significativo; su significado está conectado con un acto cumplido por el sujeto; la zona en la que, por excelencia, todo acto sucede es la escena del sacrificio. Allí sucede la acción de la que dependen las acciones posteriores. Bhāllaveya no piensa enseguida que el accidente se haya debido a sus actos censurables llevados a cabo en la vida normal. El primer pensamiento va hacia lo que ha hecho en la liturgia . Ésa es la zona vibrante de significado, la primera en la que piensa. La vida normal es una consecuencia secundaria. No sorprende, por tanto, que no se preocuparan de dejar testimonios y anales, que la historia en sí fuese ignorada. El sattra es el rito extremo, esotérico, omnipresente -por su concepción, por su forma- de la liturgia brahmánica. Fundado sobre el número doce, debe durar doce días como mínimo, o bien un año entero y en teoría doce años (en este último caso es definido como «gran sattra», mahāsattra ). Esta capacidad de invadir el tiempo, de llenarlo hasta los bordes invita a la reflexión. Caland y Henry , con su habitual lucidez, fueron conscientes de ello y se preguntaron: ¿Aquel que celebra un sattra dónde vive? ¿Cómo es su vida, fuera del rito, si el rito ocupa un año entero? Eran sólo las primeras preguntas: «En este punto se podría preguntar no ya qué interés tuvieran en celebrar este rito -porque sería irreverente considerarlos incapaces de una fe sincer a y de una piedad que basta por sí misma-, pero sí al menos de qué vivían estos hombres, quienes, absortos todos los días en la práctica de una devoción minuciosa y agotadora, no tenían ciertamente la posibilidad de crearse recursos por otros medios.» La invasió n del tiempo, hasta expulsar toda otra forma de vida, era sólo una de las singularidades del rito. En el sattra no hay sacri ficante: todos son sacrificantes y oficiant es al mismo tiempo. En consecuencia, no existe tampoco el honorario ritual para los sacerdotes. De este modo, los doce ofician tes deben pasar a través de la consa gración, que de otro modo quedaría reservada exclusivamente al sacrificante. Se presentan como un cuerpo compacto, una formación de seres que conforma n un único cuerpo. No existen divisione s por categorías o funciones. El rito alcanza su carácter absolut o: ocupa la totalidad del tiempo y es celebrado por seres que se dedican exclusivamente a llevarlo a cabo. Si un rito dura un año y de inmediato vuelve a comenzar , ¿dónde estará el tiempo en que se podrá vivir sin que sea parte de un rito? Los ritualistas entonces pens aron: si el juego se vuelve insostenible, se contraataca subiendo la apuesta. ¿Los hombres temían los ritos que duraban un año entero? Oigan entonces este episodio de la vida de los dioses: «Una vez los dioses estaban celebrando la ceremonia de consagración para una [sesión sacrificial] de mil años. Cuando pasaro n quinientos años, todo estaba agotado, es decir los cantos stoma , los cantos pṛsṭha y los metros. »Entonces los dioses percibieron el elemento inagotable del sacrificio y por medio de ese elemento obtuvieron el éxito en el Veda; y en verdad, para aquel que sabe así, los Veda están intactos y la obra de los oficiantes se cumple mediante ese inagotable y triple saber .» ¿Cuál será entonces ese elemento que permanece intacto? Todos estarán impacientes por saberlo. Impasible, el ritualista está dispuesto a responder . Se trata de cinco exclamaciones, que puntean determinados momentos de la ceremonia. Eggeling no las traduce, como si se tratara de simples interjecciones. Minard, en cambio, punti lloso en su voluntad de fijar «lo inagotable del sacrificio», las traduce de este modo: «¡Oh, vamos! ¡Escuchad! ¡Adora! ¡Nosotros, los que oramos! ¡Oh, arriba!» Es como asistir a una escena de artesanos trabajando. Sin embargo, son las células germinales del sacrificio, cargadas de potencia. Hay además un argumento ulterior, decisivo para el ritualista. El número de sílabas de las cinco exclamaciones, sumadas, era diecisiete. Prajāpati se compone de diecisiete partes. Es un caso ejemplar de sampad , esa «correspondencia» que es, ante todo, «equivalencia numérica». La sampad es el arma suprema del intelecto, esa a la que recurre al fin Prajāpati en su duelo con Muerte. Cuando se dieron cuenta de esto, los dioses se consideraron satisfechos. Habían aislado el elemento inagotable del sacrificio, y habían constatado, gloriosa confirmación, que
  • 🔄 Sacred Ritual Mechanics

  • 🌀 Sacrifice functions as a transformative journey between visible and invisible realms, requiring precise ritual sequences that compress cosmic time into manageable human ceremonies
  • 🔥 The Vedic ritualists understood sacrifice not as blood offerings but as vrata (vows) that nourish the gods through mental tension and commitment, establishing a delicate connection between human and divine
  • ⚖️ Every ritual contains built-in duality - truth/falsehood, order/chaos, benefactor/rival - acknowledging these opposing forces is essential for successful completion rather than dangerous omission
  • 🌊 Participants undergo profound transformation during rituals, symbolically dismantling and rebuilding their bodies while navigating between ordinary consciousness and sacred reality
  • 🕰️ The compression of time allows humans to participate in divine ceremonies (reducing thousand-year rites to three years) while maintaining cosmic correspondence between microcosm and macrocosm
  • 🚪 Rituals must properly begin and end - gods must be invited and then firmly dismissed, allowing sacrificers to return to ordinary life purified through the avabhṛtha (ritual bath) to avoid madness or death
sumando las cinco exclamaciones obtenían diecisiete sílabas. Era otro modo para decir que obtenían a Prajāpati, el Progenitor . Entonces, por una vez, se preocuparon por los hombres. Sabían que eran demasiado débiles para resistir . No habrían conseguido nunca celebrar un rito de quinientos años. Se dijeron: «Encontremos un sacrificio que sea un simulacro del sacrificio de mil años.» Empezaron a ingeniarse en la combinación y a comprimir las formas. Era una de sus actividades favoritas. Inventaron ritos acelerados , como un día se inventarían cursos acelerados para los estudiantes atrasados -y todos los hombres lo son-. Al final, con una sensación de alivio, fijaron la forma mínima del sacrific io, la más breve, adaptada a las energías humanas, articulada, a la vez, para corresponder , como miniatura, a la forma completa. Así se dijeron: «Cuando él [el sacrificante] pasa un año celebrando los ritos de la consagración, de este modo se asegura la primera parte de la ceremonia de mil años; y cuando pasa un año celebrando la upasad [un determinado rito del soma ], de este modo se asegura la parte central de la ceremonia de mil años; y cuando pasa un año exprimiendo [el soma ], de este modo se asegura la parte última de la ceremonia de mil años.» Ahora todo estaba claro. Los hombres ya no tenían por qué angustiarse. Los dioses habían encontrado la fórmula reducida de la ceremonia, ajustada a sus fuerzas. Bastaría con que sacrificasen durante tres años seguidos. Los dioses, en su magnanimidad, aceptarían esa ceremonia como si hubiera durado mil años. En la descripción de una secuencia del sattra , cuando se alcanza la copa mahāvratīya , «del gran voto», se dice: «Porque lo que el alimento es para los hombres, el voto (vrata ) es para los dioses.» Aquí finalmen te aparece, con la máxima nitidez, qué es lo que esperan los dioses de los hombres: alimentarse de sus «votos», vrata , a los que algunos se sienten obligados respecto a un invisible que se nutre de esa tensión mental. No en el humo ni en la sangre de los sacrifici os, como dirían un día los adversarios teológicos de los ritualistas védicos, sobre todo el autor de la Epístola a los hebreos, quien pretende todavía que los dioses paganos, e incluso el Dios mosaico, quedaban satisfechos «mediante la sangre de las cabras y los becerros». Los ritualistas védicos se preocuparon de dejar claro el hecho de que no hay modo de huir del sacrificio. El sacrificio es como una fórmula secreta que debe ser protegida por todos los medios posibles de la mirada de los enemigos. Esto no vale sólo para los hombres (sería una afirmación banal y drásticamente limitada): ya había sido así para los dioses. Mientras se lanzab an a sus reiterados e inciertos choque s con los Asura, los Deva pensaron: si alguna vez somos derrota dos, ¿dónde podremos proteger el sacrificio? Una similar inquietud debió preocupar a alguien durante la Segunda Guerra Mundia l, pensando en las fórmulas de las bombas nucle ares. Se respondieron: en la luna. Habría sido su refugio, en el caso de que resultaran vencidos en la T ierra. El sacrificio nos acompaña siempre. Lo encontramos incluso cuando levantamos la vista hacia la luna. ¿Qué son esas manchas oscuras en el disco lunar? Un lugar de culto. Así es desde que un día los Deva decidieron que algunos altares del sacrificio debían ascender a la luna. Los depositaron sobre el polvo blanco y quedaron impresos, con sus proporciones idénticas a las de un bello cuerpo de mujer . Desde allí nos miran, desde allí apuntan todavía a la Tierra y obran por ella. Los altares se elevaron en el aire hacia la luna mientras los dioses decían: «Elevando la tierra que da vida, antes de la batalla sanguina ria.» Repitieron: «Antes de la batalla sanguinaria.» El sacrificio era una «catástrofe controlada», según la nítida fórmula de Heesterman; para demostrarlo, bastan ciertas observaciones marginales: «Las casas del sacrificio podían fácilmente colapsar tras las espaldas de su adhvaryu cuando él se aleja [del carro ] con el sacrif icio, y podían aplastar a la familia [del sacrificante].» Aquí se perci be el agudo y punzante sentido de la precariedad que debía atravesar al mundo védico. Cuando el sacrificante pone en marcha la ceremonia, da la espalda al mundo precedente, que es el mundo de la vida cotidiana en la Tierra. Absorto en otro espacio, podría ignorar lo que deja tras de sí, en un primer après moi le déluge . El poderoso vacío que se abre entonces en el mundo podría actuar como un tornado que azota y destroza los refugios humanos. Pero el sacrificante sabe que un día deberá salir del sacrificio, y querría salir ileso, y encontrar ileso también al mundo que había dejado: su casa, en primer lugar . Por eso el sacrificante no se olvida de invocar: «¡Puedan aquellos que tienen puertas perma necer a salvo sobre la tierra!» A pesar de que ya lo afecta la ebrie dad de vagar en la «atmósfera», él sabe que un día no sólo esa ebriedad habrá terminado, sino que él mismo querrá salir de ella, para volver a su irresoluta y opaca vida profana, como a un puerto de paz. Tanto se trate de la celebración de un aśvamedha o de un sacrificio del soma , en cualquier caso todo termina con un baño purificador . Demasiada tensión, contaminación, culpa, horror y exaltación se han concentrado sobre el sacrificante. Ahora piensa sólo en liberarse, en despojarse de ese exceso de energía, en volver a ser una criatura cualquiera, que vive en la no-verdad. Al hacerlo, el sacrificante revela que hasta ese momento se ha sentido como la víctim a: la primera sensación que nombra es la de quien es «desatado del poste sacrific ial». Al mismo tiempo, no da a esa sensación más peso que a la de quien, acalorado, busca el refugio y la pureza del agua. Tan violento es el sentimiento de liberación que el primer pensamiento es el de abandonar las propias vestimentas a la corriente. Así se irán, para siempre. Sin duda, no eran posesivos los ritualistas védicos. Manipulaban pocos objetos, siem pre como vehículos provisionales, dispuestos a ser destruidos, abandonados o tirados apenas terminaran de servir al opus , a esa única secuencia que se dibujaba sobre lo invisible y hacía que volviera a fluir. Lo único visible que permanecía era un terreno hollado, con cenizas y troncos humeantes, y poco más. Mejor deshacerse de todo, comenzando por las propias vestimentas, piel disecada de serpiente. Un día -quizá todos los días- alguien se despertaba y concebía el «proyecto», saṃkalpa , de un sacrific io. Escogía un lugar adecuado, un espacio no lejano de un curso de agua, en leve pendiente. Trazaba y hacía trazar líneas sobre el terreno: rectángulos, trapecios. Ése era el lugar donde iba a decir: «Ahora paso de la no- verdad a la verdad.» Pero la ceremonia no era un hecho individual. Era obligatorio que hubiera dieciséis oficiantes, así como la mujer del sacrificante. Se agregaba, además, el śamitṛ , encargado de apaciguar (estrangular) a las víctimas fuera del área sacrificial. En fin, para celebrar un sacrificio hacía falta pagarlo, distribuyendo los honorarios de los oficiantes. Si faltaba uno cualquiera de estos elementos el sacrificio era ineficaz, incluso perjudicial. El sacrificio se volvía contra el sacrificante. Pero había otro riesgo, un impedimento que podía arruinar el sacrificio. Había que estar seguro de que ningún otro sacrificante estuviese celebrando un sacrificio en un lugar demasiado cercano. El Sūtra de Āpastamba da instrucciones precisas en este sentido: «Si la distancia de un día de viaje a caballo o una montañ a o un río a travé s de las montañas separan los dos sacrificios, o si una montaña se encuentra entre los dos o si los sacrificios son celebrados en dos reinos diversos, entonces no hay conflicto entre los dos sacrificios. El texto de un Brāhmaṇa de Kaṅkati dice: “No hay conflicto entre los dos sacrificios, siempre que los sacrificios no sean enemigos.”» Hay cierto sabor a múltiple delirio si se imagina un determinado número de claros, en las inmediatas proximidades de una comunidad (que no podía ser muy poblada), en la que decenas de oficiantes se agitan simultáneamente en torno a fogatas, recitando, cantando, murmurando, con el riesgo de superponerse, de interferir los unos con los otros. Los textos apuntan en diversas ocasiones a acontecimientos de este tipo, sugiriendo cómo comportarse, sobre todo en el caso en el que los sacrificantes sean rivales. Entonces se puede suponer también que están sacrificando con deseos opuestos, buscando cada uno la ruina del otro. El dese o que está en el origen del sacrificio encuen tra así diversos obstáculos: debe estar en condiciones de formularse (de comprenderse a sí mismo), debe estar en condiciones de pagar (por la propi a existe ncia), debe evitar la colisión con los deseos de otros. El sacri ficio surge de un individuo en soledad, pero desemboca en una comunidad, donde pued e ser tocado por los deseos adversos de otros individuos, demasiado cercanos (peligro de imitación) u opuestos (por eso los textos se refieren continuamente a los rivales malévolos ). Sin embargo, los ritualistas védicos eran demasiado sutiles para pensar que bastara, si querí an deshacerse del rival, exigir que se celebrara su sacrificio a considerable distancia. El rival es una presencia constante, anidada en el interior , mezclada con los gestos de los oficiantes. Entre los materiales del sacrificio -los sambhārāḥ , «atrezo», prescritos por la liturgia-, hay dos cucharas de madera idénticas. La primera se llama juhū, la otra upabhṛt . Ambas están colmadas de manteca clarificada. Ambas son acercadas al fuego. Pero la ofrenda es vertida por una sola de las cucharas, mientras el oficiante sostiene la otra justo debajo, con la mano izquierda. ¿Por qué? Responde el ritualista (en este caso Yājñavalkya): «Sin duda el sacrificante está detrás de la juhū y el que dese a su desgracia está detrás de la upabhṛt ; y si [el oficiante] hablara de dos cucharas, haría que el rival malévolo obstaculizara al sacrificante. Detrás de la juhū está quien come y detrás de la upabahṛt está quien debe ser comido; y si [el oficiante] debiera hablar de dos [cucharas], haría que aquel que debe ser comido obstaculizara a aquel que come. Por eso habla de una sola cuchara.» ¿Qué se verá, entonces? Frente al fuego de las oblacio nes, el oficiante está por verter con la derecha la manteca clarificada de una cuchara de madera, mientras que con la otra mano sostiene una cuchara idéntica, igualm ente colmada de manteca clarificada, pero se cuida muy bien de usarla. ¿Qué sentido tiene esta complicación? La segunda cuchara es la sombra de la primera, es el doble que emana del sacrif icante y no puede sino acompañarlo, amenazando con derrotarlo. En apariencia, la segunda cuchara es del todo superflua. Pero, si no estuviera allí, significaría que se ignora la presenci a del rival malévolo, volviéndolo aún más peligroso. Para que la obra sea perfecta y completa, hace falta que esté presente todo lo que es: el mal y el bien, la mentira y la verdad, el desorden y el orden. Descuidar una sola de estas potencialidades significa liberar su capacidad de hacer daño. Incluso la nirṛti, que Renou tuvo la audacia de traducir como «entropía», potencia antagonista del «orden», ṛta, potencia anonadante, que habita en las lagunas, las hendiduras, los agujeros, los intersticios, tiene derecho a sus oblaciones, presentadas con devociones no menores de las reservadas a cualquier otra diosa (porque así Nirṛti era evocada: como una diosa «de boca terrible»). Durante la fase en la que el sacrificante es consagrado e iniciado, deberá buscar una hendidura o una grieta en el terreno junto a la que encenderá un fuego destinado a presentar la oblación con las palabras: «Ésta, oh Nirṛti, es tu parte: ¡disfrútala, svāhā !». Es la única manera de evitar que Nirṛti pueda apresar al sacrificante, mientras se encue ntra en la situación extremadamente delicada de aquel que es consagrado e iniciado, y por eso retrocede al estado más inerme, el de embrión. No deberá sorprender , entonces, que los textos litúrgicos mencionen continuamente el peligro de la irrupción de un rival malévolo, o la posibilidad de que la ceremonia sea desviada en su favor . No hay que suponer , como querría Heesterman, que esto corresponda a una fase histó rica en la que el sacrificio, más que a una ceremonia religiosa, debía asemejarse a un torneo, con víctimas mortales en muchas ocasiones. Los ritualistas védicos estaban habitu ados a hablar de lo invisible como de lo que está evidentemente presente. Veían a los dioses agazapados en torno al altar (en torno a cualquier altar, de todos los sacrificantes que celebraran un rito, esparcidos por valles y llanuras). Asimismo veían a los enemigo s humanos, aquellos que tienen deseos opuestos a los del sacrific ante y no se proponen otra cosa que su ruina. Veían también, en cualquier grieta o depresión del terreno, la «boca terrible» de Nirṛti, la diosa que desarticula toda acción compuesta y completa, y la empuja hacia un lugar vertiginoso. Diosa que dispone de emis arios poderosos (y tal es cada sacrificante), durante los días de la consagración se abstenía del juego y del sexo. Al final del sacrificio, el sacrificante se ha vaciado, queda reducido a un envoltorio arrugado. El gesto que subyace a toda ceremonia es el tyāga , la «cesión», el acto de abandonar algo - tendencialmente, todo- a la divinidad. Sin embargo, lo que se ha abandonado no está perdido. Viaja, está buscando su «lugar», loka, en el cielo: allí recompone un cuerpo, un ser. Esta empresa se renueva constantemente. Entonces hay que preocuparse por permanecer en la Tierra, por salir indemnes del sacrificio. Éste es el momento para tres oblaciones que dan nuevo vigor al sacrificante. Los dioses están celosos y vigilantes: incluso ahora, cuando la ceremonia ha terminado, permanecen en el lugar y dicen, irritados: «Esto, en verdad, nos lo deberías ofrendar a nosotros.» Entonces el sacrificante insiste: «Aquel que se había vaciado vuelve a llenarse.» Así continúa la discusión entre hombres y dioses. En esta fase última de la liturgia aparecía muy clara la preocupación por desembarazarse de los dioses. Se consideraba que no querían despejar el campo. Habían sido invitados, habían recibido sus dones. Ahora, sin embargo, debían volver a sus venerables lugares. Dejar a los hombres librados a su vida. Algunos dioses habían venido a pie, otros en carros. Del mismo modo debían alejarse, cargados con sus presentes. El sacrificante, también en esta delicada fase, tenía necesidad de ayuda. Por eso, una vez más, se volvía hacia Agni: «Los dioses bien dispuestos que tú, oh dios, has traído aquí, que se encaminen cada uno hacia su residencia, oh Agni.» El sacrificante alcanzaba incluso a decir , como un huésped impaciente: «Todos vosotros habéis bebido y comido.» De este modo «él despide a las divinidades». Sequedad, argumentación, falta total de contrición y mojigatería: así hablaban los ritualistas védicos. En la India védica, cada rito sacrificial era un viaje inmóvil, un viaje en una habitación, si se considera el área sacrificial una gran habitación a cielo abierto. Fragmentado en centenares, en miles de gestos acompañados de fórmulas, de fórmulas sin gestos , de gestos sin fórmulas, se concluía con un «baño», avabhṛtha , que depuraba de todas las escorias acumu ladas en el viaje y permitía volver a la vida común. Ese retorno era obligado si se quería sobrevivir . Dice la Taittirīya Saṃhitā : «Si no descendieran a nuestro mundo, los sacrificantes se volverían locos o morirían.» Pero hay un rito que es un verdadero largo viaje, que dura exactamente un año. Si un hipotético sacrificante volviera a empezarlo inmediatamente después de haberlo terminado, su vida entera sería un viaje ininterrumpido. Es el sattra , uno de esos ritos en los que el sacrificante es también el oficiante. Por eso no hay honorarios rituales. Sería como recompensarse a sí mismo. Cuando los ritualistas hablab an de «aquellos de entonces» no se referían a hechos históricos, sino a diferencias en las prácticas litúrgicas. Los tiempos antiguos siempre resultaban más fuertes. Lo que entonces se podía hacer sería, hoy, superior a las capacidades de los oficiantes. Cada rito contiene momentos de máxima concentración y tensión. En un sattraque dura un año, «aquellos de entonces» solían celebrar durante tres grandes días, denominados mahāvrata . Pero ya en la época del Śatapatha Brāhmaṇa se celebraba sólo uno. Glosa amarga del ritualista: «Hoy , si alguien celebrara de ese modo [como los antiguos], sin duda se derrumbaría, igual que una vasija de arcilla cruda se desharía si se llenara de agua.» Así son los hombres nuevos: arcilla fresca, que se desmorona fácilmente. Sin embargo, aunque lo que se pueda hacer hoy es una versión atenuada de lo que se debería hacer , hay siempre un modo para establecer una precisa corres pondencia entre el débil presente y la intacta forma de otros tiempos. Para eso sirven los ritualistas, con su obra paciente y meticulosa. En los sattra que duraban un año los oficiantes se construían, pieza a pieza, miembro a miembro, un cuerpo nuevo. A cada segmento del rito correspon día una parte de ese cuerpo. Con la primera ceremonia se obten ían los pies, «porque con los pies se camina hacia delante». En el día álgido y solsticial, el viṣuvat , que dividía el año en dos, se procuraba una nueva cabeza. Como el año se componía de dos partes iguales, en la primera las uñas tenían «la forma de hierba y árboles», mientras que en la segunda asumían «la forma de las estrellas». Sabían muy bien que celebrar el rito que duraba un año era una empresa arriesgada. Los que eran consagrados para celebrarlo «atravesaban un océano». Por eso el rito de apertura «es una escalinata, porque con una escalinata se entra en el agua». Éste es el origen de los ghat que constelan todavía hoy en India cada sitio en el que se entra en el agua: en Varanasi, en el Ganges, pero también en otros innumerable s ríos o embalses. La escalera, que en Occidente evoca de inmediat o el ascenso al cielo, era en India, ante todo, el modo preciso para descender hacia las aguas, que son el origen. Así, el segundo segmento del rito, el día caturviṃśa , era un punto en el que aún se hacía pie y el agua llegaba a las axilas o al cuello. Un momento de descanso antes de entrar en el agua profunda. En las fases suces ivas, que duraban más de cinco meses, era necesario nadar sin interrupciones. Hasta que se alcanzaba un bajío, donde el agua se volvía cada vez más playa: primero llegaba a los muslos, después a las rodillas, finalmente a los tobillos. Era la señal de que se acercaba el solsticio, viṣuvat , que «es una base, una isla». Un momento de sosiego antes de meterse de nuevo en el agua y atravesar fases que correspondían, puntualmente, en espejo, a las de los seis primeros meses del rito. Después, de nuevo, había un bajío , y era entonces cuando se alcanzaba el mahāvrata . Otra cumbre. Despu és se salía del rito, una vez más, a través de una escalinata. T al como se había entrado había que salir . Un día Śvetaketu, a quien el padre Uddālaka Āruṇi había enunciado una doctrina en tres palabras que han atravesado los siglos: «Tat tvam asi», «Esto eres tú», dijo a su padre: «“Quiero hacerme iniciar por un rito de un año.” El padre, mirándolo, le dijo: “¿Conoces, tú que tienes larga vida, los bajíos del año?” “Los conozco”, respondió, porque él dijo esto como alguien que lo sabe.». XVI. LA VISIÓN SACRIFICIAL En cuanto al propio Numa, dicen que confiaba hasta tal punto en lo divino que un día, mientras estaba celebrando un sacrificio, le anunciaron que se acercaban los enemigos; entonces él sonrió y dijo: «Y yo sacrifico.» PLUT ARCO, Numa , XV, 12 El sacrificio es un viaje, conectado a una destrucción. Viaje de un lugar visible a otro invisible, ida y vuelta. El punto de partida puede estar en cualqu ier parte. Incluso el punto de llegada, con tal de que esté habitado por lo divino: un ser animado o inanimado. Pero siempre consi derado un ser vivo: animal o planta, o también un líquido que es vertido o una sustancia comestible o un objeto (un anillo o una piedra preciosa, o tal vez algo sin valor exce pto para el sacrificante). Ésta, en un mínimo de palabras, fue la doctrina de los ritualistas védicos, expuesta en los Brāhmaṇa en miles y miles de palabras. No se trataba sólo del modo hindú de practicar el sacrificio, que puede compar arse con otros muchos. Como el acto sexual, el sacrificio puede ser practica do de los modos más diversos, pero obedece siempre a un esquema inmutable. Los hombres cambian continuamente. La fisiología permanece. Si se quiere cumplir con una secuencia concatenada de gestos, ciertas modalidades serán constantes. El sacrificio no es como el acto de correr , de respirar o de dormir: es una secuencia de actos que se parecen a aquellos. No importa que las motivaciones sean complejas o extravagantes. En todo caso deberán seguir huellas preexistentes. Los ritualistas védicos compu sieron sus tratados entre el siglo X y el VI a. C. En ningún otro lugar la teoría del sacrificio fue elaborada, variada, expuesta con tal claridad. Todas las demás prácticas y descripciones, en Polinesia o en África, en Grecia o en Palestina, son casos particulares de lo que se encuentra en los meandros de los Brāhmaṇa. Sucedió un día, en el París de finales del siglo XIX, que un hinduista, Sylvain Lévi, se propuso describir con la máxima precisión la secuencia de los gesto s y pensamientos que estimulan el sacrificio segú n los Brāhmaṇa. Lévi se abstuvo -salvo en algún breve fragmento- de exponer su pensamiento acerca de esa doctrina. Estaba convencido de que la ética del estudioso lo obligaba a un solo deber: la exactitud. Poco después dos de sus discípulos, Hubert y Mauss, describieron una teoría del sacrificio -es decir , de todos los sacrificios en toda época y lugar-, con la premisa de que seguirían las líneas trazadas en los Brāhmaṇa y en el Pentateuco (aunque de hecho refiriéndose casi exclusivamente a los Brāhmaṇa). Esa declaración se presentaba como una advertencia metodo lógica que los autores querían enunciar en el umbral de su estudio. Pero era mucho más que eso. Casi cien años más tarde, Valerio Valeri observaría que «acaso más que ninguna otra obra acerca del sacrificio, la de Hubert y Mauss refleja una tradicional perspectiva sacerdotal». Observación no sólo verdadera sino que debe ser tomada al pie de la letra. Como antes Sylvain Lévi -pero extendiendo ahora la investigación a toda la historia-, Mauss hablaba como un ritualista védico, camuflado en joven sociólogo de la escuela de Durkheim. Los razonamientos volvían, aunque expuestos bajo la forma de la escritura científica occidental de los años del positivismo. Gracias a ese artificio, los ritualistas no podían omitir nada de su doctrina. Era la demostración de que tal doctrina poseía una inmensa vitalidad , y era capaz de acoger en sí cualquier otra forma de eso que los antropólogos llamaban «sacrificio», que para los rituali stas védicos era el obrar mismo (en latín se hubiera dicho operari , de donde el alemán Opfer , «sacrificio»). Basta con admitir una metáfora de las más comunes -«la vida es un don»- para quedar apresado en la tela de araña implícita en el acto del don. Hasta que se descubre que, al menos allí donde sucede un intercambio entre un sujeto visible y otro invisible, don y sacrificio se superponen, se amalgaman: «Agnaye idaṃ na mama », «Esto
  • 🔥 Sacred Sacrifice Unveiled

  • 🙏 Tyāga (the act of "ceding" offerings to the invisible) forms the essence of ritual sacrifice, evolving from simple ceremonies into a profound philosophical concept that permeates Hindu thought as the renunciation of the fruits of action
  • 🌿 Sacrifice operates through a delicate paradoxical balance where the sacrificer simultaneously identifies with and separates from the victim, creating a transformative space where destruction enables creation and objects become complete only through offering
  • 🩸 The ritual destruction inherent in sacrifice acknowledges a fundamental debt to the unknown, expressing gratitude for existence while recognizing that contact with the sacred is inherently dangerous and requires protective mediation
  • 🔄 Sacrifice functions as a cosmic breathing rhythm of dispersal and gathering (like solve et coagula), connecting humans to gods through a system that transcends mere social convention to become embodied metaphysics
  • 🧠 The sacrificial mindset represents not merely a primitive superstition but a sophisticated philosophical stance toward existence that continues to shadow modern thought, challenging our relationship with metaphor, meaning, and mortality
es de Agni, no mío». La fórmula del tyāga , de la «cesión» -o abandono de la ofrenda a un invisible-, resuelve de una vez para siempre, a partir del más sencillo de los ritos, el don al sacrificio. Staal glosa: «El tyāga es considerado la esencia del rito. El término tendrá un gran destino en el desarrollo del hinduismo. En el Bhagavad Gītā el tyāga designa el hecho de renunciar a los frutos de los actos y es encomendado como el fin principal de la vida humana.» ¿Cuáles son sus consecuencias? O el mundo que se define moderno renuncia a ciertas metáforas (lo que implicaría aceptar una suerte de mutismo respecto de las imágenes), o debe aceptar que arrastrará cons igo, junto con las metáforas, la red irreductible de todas sus cone xiones, que obligan a precipitarse muy lejos en el tiempo, alcanzando así un estado de cosas del cual nos quedan sólo esas metáforas , como si tuvieran el poder de cubrir la totalidad de la existencia. El sacrificio es un don que debe ser destruido. Si permaneciera intacto, sería algo vacío. Sólo la destrucción garantiza la exactitud de la ceremon ia. Sólo la destrucción permite no ser destruidos: «El sacrificante contrae una deuda con Yama en cuanto extiende hierbas sobre el altar; si se fuera sin haberlas quemado, lo cogerían por el cuello y lo arrastrarían hacia el otro mundo.» En el origen de la visión sacrificial está el reconocimiento de una deuda contraída con lo desconocido y de un don que se dirige hacia lo desconocido. Ninguna epistemología puede manchar esta visión. El concepto pasa junto a ella, sin tocarla. ¿Qué se le puede objetar a alguie n que se siente en deuda con lo desconocido y al mismo tiempo quiere ofrendarle un don? Como mucho, que se trata de un comportamiento insensato. Pero un sentimiento no se deja impugnar . Antes de convertirse en una liturgia y en una metafísica, la visión sacrificial fue un sentimiento, una reacción química que puede desarrollarse en quienquiera que esté expuesto a la existencia. Ese sentimiento está en el fondo de todo, y arroja una sombra sobre todo. Sólo si es débil puede ser disuelto por argumentos. A los que podría fácilmente sustraerse, como el animal que desaparec e en lo tupido del bosque en cuanto el cazador se acerca. Un sentimiento sólo puede ser suplantado por un sentimiento antagónico. Inútil oponerle consideraciones razonables. Mucho más eficaz, mucho más inmediato es el desahogo de un gran excéntrico, como John Cowper Powys: «Frente a las fuerzas que han convocado al abismo nosotros, hombres y mujeres, tenemos perfecto derecho de mostrarnos hostiles, vindicativo s, de ser blasfemos, de ser cínicos. Dedicar a estas fuerzas un culto marcado por la tierna solicitud es ridículo. Postrarnos ante ellas en un terror pánico es humillante y degradante. Tratar de granjeárnoslas, de ponerlas “de nuestra parte” es más natural; pero, en cuan to a saber si esto tendrá algún efecto, eso es otra cuestión. »No les debemos nada. Nosotros no pedimos nacer . Nosotros no les debemos más que a la lluvia cuando nos moja o al sol cuando nos seca. »Si tenemos que inventar los encantamientos para “ponerlas de nuestra parte”, eso no significa que debamos amarlas, ni aún menos admirarlas. Las cuentas entre nosotros están igualadas. Ellas persiguen sus fines. Nosotros, los nuestros.» Hay una deuda que se insinúa en todo sentimiento de gratitud. Si en determinado momento -como sensación que subyace a cualquier otra- el puro hecho de estar vivos suscita un sentimiento de gratitud, ello basta para establecer una relación con una innominada contraparte a la que ese sentimiento se dirige. Se trata también del perfil de una obligación, que podrá manifestarse en los modos más variados. Uno de ellos es el sacrificio. En el sacrificio se unen deuda y deseo . Potencias opuestas, que invitan una a dar, la otra a recibir . Al colisionar provocan destrucción. Más precisame nte: la destrucción de un ser vivo, aunque sólo sea una planta. Esa destrucción es el elemento del sacrificio que no puede ser eliminado. Al aceptar la destrucción el deseo se salva de sí mismo en esa separación . El sacrificio es un juego en el que las cosas no son nunca del todo lo que son. El sacrificante es la víctima, pero no lo es nunca del todo. Como escribió Malamoud: «El sacrificante busca simultáneamente mostrar que él es la víctima y es distinto de la víctima.» Cuan do la víctima es desmembrada, Agni es llamado a bendecirla y al mismo tiempo a bendecir al sacrificante. Pero el ritualista enseguida advierte: «“Uniendo las bendicione s, no los cuerpos.” Con eso, él entiende: “Unid las bendiciones pero no los cuerpos”; porque, si tuvieran que unirse los cuerpos, Agni quemaría al sacrificante.» Así, el sacrificante moriría, mientras el sacrificio debe exaltar y aumentar su vida. Pero el juego es tanto más perfecto cuanto más de cerca llega a rozar esa superposición. Cuanto más alto es el riesgo, tanto más justa es la obra. Este juego por el cual cada elemento, cada entidad que tenga un nombre es y al mismo tiempo no es otra entidad, a la que está ligada por un vínculo familia r, por un nexo, es el juego mismo del pensamiento en el Veda. Cada pasaje particular , cada gesto que es descrito, cada fórmula son una aplicación de ello. ¿Cómo se puede traducir todo eso en el léxico elaborado en Occidente? ¿Existe una palabra que, por lo menos, sea afín a ese juego y evite designarlo mediante torpes perífrasis? Esa palabra existe, es única: analogía. Más allá de una liturgia, más allá de una metafísica, el sacrificio es un personaje. «El sacrificio […] no es sólo un conjunto de actos, es asimismo una estructura, un organismo.» Cada tanto aparece como antílope en fuga, cada tanto oímos sólo su voz: «El sacrificio dijo: “Tengo miedo de la desnudez.” “¿Qué significa para ti estar desnudo?” “Que esparzan hierbas sacrificiales a mi alrededor .”» Nos preguntamos por qué el sacrificio tenía miedo de la desnudez, pero enseguida intuimos la razón: en la desnudez hay algo de espantoso, tanto más si es el sacrificio mismo lo que está desnudo, es decir , algo que en cierto modo no puede sino estar desnudo, porque se realiza al descubierto . La hierba sacrificial, que aquí invoca el sacrificio, atenúa el choque de la verdad, de su arista intolerable. Pero, a la vez, el sacrificio tiene «miedo de la sed»: entonces tiene miedo de desangrarse hasta el punto de quedar inerte y en consecuencia no llegar a actuar . El sacrificio es una alternancia de dos gestos: dispersar y recoger . Los dioses chuparon la esencia del sacrificio, que para ellos era dulce como la miel. Después dispersaron las cáscaras con un palo. No querían que los hombres los alcanzaran. Felices de la «victoria» que habían obtenido mediante el sacrificio, pensaron: «¡Sea éste, nuestro mundo, inalcanzable para los hombres!» Aparecieron entonces los ṛṣi, eterna contrapartida, y recogieron los disiecta membra del sacrificio. Ese «recoge r», sambhṛ- , significa también «preparar», predisponer los objetos -las cucharas, la espada de madera, las pieles de los antílopes y demás- que son los «atrezos», sambhārāḥ , del sacrificio. Ese acto de recoger , en la desolación, las cáscaras desechadas por el sacrificio, a las que se dedican los ṛṣi, es a la vez un acto de afinar los instrumentos del oficio, un ejercicio métrico, una secuencia de escalas al piano. El sacrificio es un alternarse, un combinarse, un superponerse de dos gestos -dispersión y recogid a-; por eso es inevitable e inmediato concebirlo como respiración, sístole y diástole, alquímico solve et coagula . Incluso después de haber conquistado el cielo gracias al sacrificio, los dioses siguieron celebrándolo. Esto puede inducir a pensar que el sacrificio es el modelo de todo acto que tiene su fin en sí mismo, como un día alguien pretenderá decir acerc a del arte. Toda forma de opus sería entonce s una oblicua descendencia de la obra sacrificia l. La cual -exactamente como en la alquimia- sólo puede llegar a ser eficaz si supera un determinado umbral de complejidad. Esto fue lo que Prajāpati enseñó a los hombr es cuando les dijo que sólo apilando de una determinada manera un determinado número de ladrillos estarían en condiciones de edificar el altar del fuego. La forma justa fue entonces una gracia, revelada por ese ser que los dioses intentaban corromper . Prajāpati se comportó con los dioses como un maestro de taller con sus aprendices. Aquí ponéis demasiado, aquí demasiado poco. Así nunca lo conseguiréis. Aunque los liturgistas védicos -Prajāpati en primer lugar- no hablaban nunca de arte, no se trataba de otra cosa. Cuando, en el polo opuesto de la historia, en lugares y tiempos remotos de toda liturgia, se empezó a hablar en términos absolutos a propósito del arte, se despertó una vez más la memoria de Prajāpati, de una manera congenial a él, como si estuviese envuelto por una nube informe, nutrid a por lo que Bloy llamó «inconsciencia profética». Estaba entonces hablando, y fue casi el primero en hacerlo, de Lautréamont, y escribió: «La señal irrefutabl e del gran poeta es la inconsciencia profética , la inquietante facultad de proferir , por encima de los hombres y los tiempos, palabras inauditas cuya importancia él mismo ignora. Éste es el misterioso sello que el Espíritu Santo deja en ciertas frentes, sagradas o profanas.» Una de las más tormentosas paradojas con las que debieron medirse los ritualistas védicos fue ésta: «Aquellos que presentaban oblaciones en los tiempos pasados tocaban el altar y las oblaciones en aquel momento, mientras estaban sacrificando. Así se volvieron más culpables.» Mientras que aquellos que rechazaban sacrificar no acrecentaban su peso de culpa. Esto era intolerable . Así, «la incredulidad se adueñó de los hombres: “Los que sacrificaban se volvían más culpables y los que no sacrificaban se volvían más prósperos”». Siguió una crisis muy grave: «Entonces a los dioses ya no les llegó el alimento sacrificial del mundo.» La vida misma corría el riesgo de extinguirse. Quien ayudó a salir de la encrucijada fue el capellán de los dioses, Bṛhas pati, que sugirió extender sobre el altar una capa de hierba darbha . De este modo, «gracias a la hierba sacrificial, el altar fue pacific ado». La vida retomó su curso, pero el episodio se inscribió en la memoria como uno de los momentos más peligrosos y de máxima incer tidumbre. En ese episodio se escondía un resquemor que permanecería siempre activo y que nada -ni siquiera la hierba darbhaconseguiría aplacar . Éste era el presupuesto: la sustancia del sacrificio -la oblación y el altar- está impregnada de culpa y es contagiosa. El sacrificio es, ante todo, el lugar donde habita el mal, por eso puede contagiarlo a quien entra en contacto con él. El brahm án, como se puede vislumbrar en este pasaje, es quien posee fuerza suficiente para asumir sobre sí el mal, transmitido por contacto. Brahmán es aquel que, más que ningún otro, acepta someterse a una temeraria exposición al cuerpo del mal. Sin embargo, con el correr del tiempo, el brahmán iba a convertirse en lo contrario: aquel que observa con más severidad que nadie las prescripciones que impiden el contacto con la impureza. Prosiguiendo sobre esta vía, quien evitaba exponerse al mal, es decir , aquel que evitaba sacrificar , podía volverse modelo del bien: el ser más carente de méritos, temeroso y banal. Así, la incredulidad se abrió camino: a través de la pureza. Pero en este punto la circulación entre dioses y hombres queda interrumpida: ejemplo de un camino ciego del que la liturgia debía enseñar a salir. ¿Cómo? Según la sugerencia de Bṛhaspati, volviendo al sacrificio, pero extendiendo una capa de hierba sobre el altar, como un cojín que impidiese el contacto inmediato con la culpa. Ésta es una de las tantas medias medidas sublimes con las que la liturgia enseñó cómo hacer y a la vez no hacer una cosa. Si no se aceptaba esta vía de salida a través del gesto, sólo quedaba la imposibilidad lógica, que paraliza e impide pensar más allá. Toda la India védica fue un intento de pensar más allá . Si ya nadie celebra los ritos, si ya no existen lugares apropiados para celebrarlos -sólo a campo abierto, pero la noción misma de «campo abier to» se ha vuelto un arcaísmo-, ¿qué queda del sacrificio? Los ritualistas védicos habían pensado también en esta eventualidad. Respondían: Quedan sólo dos sílabas, svāhā (invocaciones como «¡hola!», «hail!» ). «El svāhā es el sacrificio: así él apronta aquí todo lo necesario para el sacrificio.» Todas las diferencias, ramificaciones, variaciones nos reconducen, al fin, a una primera bifurcación; si en el pensamiento, si en el acto hay una disposición sacrificial o no, si el acto de una ofrenda a un invisible cualquiera tiene o no un sentido. Lo que señala la disposición sacrificial, antes que cualquier gesto, antes que cualquier pensamiento, lo que la encierra en sí como una célula sonora es una invocación a dos sílabas: svāhā . La presencia o la ausencia de esas dos sílabas manifiestan que el gesto, el pensamiento se han decantado por una o por otra de las dos direcciones fundamentales. Por eso se puede decir que «svāhā es el sacrificio»: esa mínim a vibración basta para anuncia r que se ha entrado en el mundo en que algo será ofrendado. Qué es lo que se ofrendará o a quién es, en cierto modo, secundario respecto al gesto de esa invocación preliminar . Por eso se puede decir también: «Sólo mediante la ofrenda un ladrillo queda entero y comp leto.» A la pregunta: ¿para qué sirve el gesto?, inevita ble frente a la profusión de gestos litúrgicos, una respuesta podrá provenir de esta palabra. Un objeto -incluso el objeto de la conciencia- no es nunca sólo lo que queda encerrado en un perímetro de materia o en los límites de una defin ición. Para ser completo, ese objeto debe incluir en sí también el gesto de la ofrenda, y la liturgia es, en sí misma, una entera variación sobre ese gesto. «Siendo el sacrificante el sacrificio, él cura el sacrificio por obra del sacrificio.» Escondida en una secuencia de invocaciones, encontramos una fórmula envolvente que dice la esencia de esa acción -el sacrificio- que declara ser todo. En este torbellin o autístico y tautol ógico, sólo un término se agrega: el verbo «curar ». El resto son variaciones gramaticales de la palabra «sacrificio». El hecho de que «curar» sea la única palabra superviviente nos indica ya que todo sucede en torno a una herida, que coincide con la vida misma. El sacrificio es una herida que se cura infligiendo otra herida, pero de una determinada manera . Dado que la herida se agrega a la herida, la herida no se cierra nunca. Por eso el sacrificio debe ser renovado continuamente. El sacrificio es un suicidio interrumpido, incompleto (Sylvain Lévi, con su magistral concisión: «El único sacrificio auténtico sería el suicidio»). Pero los ritualistas estaban habituados a pensar hasta el extremo. ¿Qué sucedería si, en ese viaje hacia el cielo y de regreso del cielo que es el sacrificio, alguien rechazara volver ? Se trataría de un rito nuevo, el sarvasvāra (los ritualistas eran asimismo inexorables clasificadores). Rito adecuado para un viejo «que desea morir». Se comienza con una serie de actos y de cantos que componen la primera parte del sacrificio, la que se dirige al cielo. Cuando ésta ha sido completada, el sacrificante se acuesta en el suelo, con la cabeza cubierta. Siguen otros cantos. Al final de los cuales el sacrificante deberá morir . ¿Y si no muere? Los ritualistas también han pensado en eso: «Si permanece con vida, deberá celebrar la última oblación del sacrificio del soma , tras lo cual buscará morir de hambre.» Hay aún otro caso: que alguien, antes de haber alcanzado la vejez, quisiera acceder al cielo a través del sacrificio y no volviera a la Tierra. Los ritualistas lo desaconsejan: «La gente dice: “Una vida de cien años conduce al cielo.” Por eso uno no debería ceder al deseo propio y morir antes de haber alcanzado el término último de la vida, porque eso no cond uce al cielo.» El motivo es conocido: a los dioses no les gustan los intrusos. En el pensamiento no hay evolución pero sí, en determinados lugares y periodos, ocas ional concentración, condensación, cristalización. Para la ousía , ello sucedió en Grecia, entre los siglos VI y IV a. C.; para el sacrificio, en India, entre los siglos X y VI a. C.; para la caza en algunas tribus, en varias partes del mundo, no se sabe cuándo. Fueron los más tenaces, los más lúcidos, los más obsesivos en el pensar lo que se esconde detrás de las palabras. Después, el tiempo sirvió sobre todo para desaprender y oscurecer los conocimientos. Sin emba rgo, éstos permanecen, a la espera de ser percibidos nuevamente, prolongados, reelaborados y conectados entre sí. El sacrificio es un sistema que puede tener innumerables e inescrutables variantes, perte necientes siempre al mismo conjunto. Éste, más que un sistema, es una actitud: la disposición sacrificial, que puede (o no) coincidir con cada momento de la vida del individuo. Segú n los Brāhmaṇa, está presente en la vida entera, en su pulsación perenne. En las teorías acerca del sacrificio se llega, tras recodos y meandros, a una última bifurcación: si el sacrificio es una intuición de la socieda d para aplacar ciertas tensiones o satisfacer sus exigencias, es necesario decir que es una institución feroz, arraigada a una ilusión colec tiva que se perpetúa de generación en generación; si, en cambio, es un intento de la sociedad de mimetizarse con la naturaleza, asumiendo en sí ciertas características irreductibles, habrá que considerarlo una forma de metafísica compuesta, celebrada y expuesta según una secuencia formalizada de gestos. En el primer caso, se trataría de una forma social que debería abandonarse sin lamentos; una sociedad que, para sostenerse, tenga necesidad de elegir víctimas arbitrarias, simplemente porque debe matar a alguien, es una sociedad que ningún pensamiento iluminado (o ilustrado) puede tomar como modelo. En el segundo caso, se tratará de una meta física, que habría que impugnar o acept ar. Una metafísica experimental, que se basa no sólo en ciertos enunciados, sino también en determinados actos. Rudra es la objeción más poderosa al orbe sacrificial de los Veda. Lo acompaña como una sombra, vigila su disgregación. En la Edad Negra esa obra paciente y noble de edificación sacrificial ya no será posible; entonces, Rudra el innombrado se convertirá en el siempre nombrado Śiva, multiforme en los nombres, dominador de todo culto. Porque sólo Śiva, oscuro como era oscuro el arquero primordial, el innombrado Rudra, se parece a la oscuridad del tiempo. Sólo Śiva puede absorber en el propio tejido del tiempo al tiempo que mata sin remedio. Śiva es el único que puede reducir a cenizas el deseo, Kāma, que revolotea con su arco de caña y sus cinco flechas-flores. Éste era el pensamiento obsesivo: el deseo que provoca acción, que produce frutos . Uno de estos frutos es el mundo mismo, su encanto. Quien puede reducir a cenizas el deseo es, por ello, el destructor del mundo. ¿Qué significa el hecho de que Śiva fuera enemigo del deseo? Demasiado simple, demasiado basta esta oposición. Al contrario: Śiva es asimismo aquel que, más que nadie, es susceptible de deseo, que lo exaspera continuamente, que lo impulsa al extremo, que es afín a sus venas, al punto de que en ocasiones se puede pensar que Śiva es el deseo, que Śiva es Kāma. Cuando Brahmā maldice a Kāma, lo incita a volverse hacia Śiva, porque sabe que sólo Śiva puede reducir a Kāma a cenizas. Como sabe asimismo que sólo Kāma puede herir a Śiva. Acercando Kāma a Śiva, Brahmā sabe que podrá vengarse de quien lo ha sojuzgado (Kāma) y de quien lo ha esca rnecido (Śiva). Con ello espera que se atormenten sin fin, como dos hermanos enemigos. XVII. DESPU ÉS DEL DILUVIO Noé bajó del arca, obedecien do a Elohim. Con él, todos los demás seres, uno a uno: innumerables parejas de animales de toda especie. Larga s procesiones , sobre todo la de los insectos. Los mismos que habían entrad o en el arca bajaron de ella porque durante la navegación ninguno se había reproducido. No era admisible acoplarse en momentos de calamidad. En los largos meses de la navegación, también la muerte estaba suspe ndida y no había golpeado ni siquiera a los seres de vida efímera. En el momento de dejar el arca, Noé ignoraba cuál era la voluntad de Elohim. Su última manifestación había sido una catástrofe que había borrado la tierra. Ahora su voz lo invitaba a poner pie en tierra nuevamente; en una tierra recién emergida. Pero ¿y si Noé estuviera equivocado, desde el primer momento? ¿Si hubiera incurrido en la ira de Elohim, como le había sucedido a todos los demás hombres de su generación? Noé decidió entonces hacer algo que nunca se había hecho. Erigió un altar. Sólo una piedra cuadrada. Pero hasta ese momento nadie había pensado en erigirla. Después Noé escogió «entre todos los animales puros y todas las aves puras» y los mató, uno a uno, junto al altar. Después dispuso los diversos trozos de carne sobre el altar para que se quemaran por entero. Así se debe suponer, porque el cronista dice: «Ofreció holocaustos en el altar .» Fue una singular y sistemática matanza de animales. Sus cuerpos fueron extendidos sobre la misma piedra. Yahvé lo apreció. El olor de esas carnes quemadas, horrible para los hombres, fue grato a su nariz. Cuando Utnapištim realizó los mismos gestos que Noé en Mesopotamia, después del diluvio, «los dioses como moscas se reunieron en torno al oficiante». Yahvé, en cambio, no se movió pero comenzó a pensar , ensimismado. Decidió que nunca más volvería a «maldecir el suelo por causa del hombre». ¿Había cambiado, acaso, su juicio acerca del hombre? No, entonces -como antes del diluvio- pensó que «las trazas del corazón humano son malas desde su niñez». Así estaba hecho el hombre. Pero no por eso debía ser destruido, él y el mundo, como casi acababa de suceder . El hombre, sin embargo, debería seguir ciertas reglas. Su vida debía someterse a ciertos cambios. Ante todo, sucedería que, desde ese día en adelante, los hombres infundirían «temo r y miedo» a todos los animales. Esto era una novedad porque, justo antes de crear a Adán, Elohim había pensado ofrecer solamente, a él y a sus descendientes, «autoridad» sobre las criaturas de la tierra. Entre «autoridad» y «temor y miedo» hay una clara diferencia. Pero se trataba ya de la época de después del diluvio , eso ya era una señal. Elohim anunci ó entonces otra novedad: «Todo lo que se mueve y tiene vida os servirá de alimento: todo os lo doy, lo mismo que os di la hierba verde.» Concesió n a la que estaba ligada una sola prohibición: «Sólo dejaréis de comer la carne con su alma, es decir , con su sangre.» Siguieron algunas palabras que trataban acerca del matar . Quien hubiera matad o a un hombre, a su vez recibiría la muerte. No se sabía de quién, por lo que no se trataba necesariamente de una venganza. Lo único cierto era que el que matara sería matado, inclus o el animal que hubiera matado a un hombre. El matar a un hombre era un círculo del que no se podía salir. Elohim agregó: «Porque a imagen de Dios hizo Él al hombre.» Eran las mismas palabras que Elohim había pensado antes de crear al hombre, pero que acaso no se las había dicho hasta ahora. Acerca de esto el cronista no nos da más información. Pero esas palabras eran dichas ahora a Noé,
  • 🌌 Divine Covenant and Sacrifice

  • 🩸 Blood forms the central element of sacrifice, carrying the essence of life itself and serving as the bridge between humanity and divinity in biblical tradition
  • 🔄 The complex relationship between sacrifice and murder creates an unresolvable tension—both acts involve killing, yet one sanctifies while the other condemns
  • 🧠 Consciousness and sacrifice are intrinsically linked, suggesting that becoming aware of transgressions necessitates the ritual killing of animals as expiation
  • 🌐 Correspondences between microcosm and macrocosm (exemplified by the Maori tiki) reveal an ancient analogical thinking system that structured societies across cultures
  • 🔍 The anthropological study of these ritual systems challenges traditional philosophy by uncovering deeper patterns of human thought that transcend geographical boundaries
justo después del momento en que Yahvé había pensado que «las trazas del corazón humano son malas desde su niñez». Entonces el ser que había sido forjado para parecerse a Elohim encerraba en el corazón el deseo del mal. Así era y así debía seguir siendo, pensó Elohim. Fue uno de sus pensamientos que más escapaba a los hombres. Al aprestarse a establecer una primera «alianza» con los hombres, Elohim se limitó a considerar dos actos: comer y matar . No habló de ídolos, adulterio, robo o respeto por los padre s, como si sólo en el comer y en el matar se concentrase la eventualidad de una culpa tan grave como para infringir la alianza. Incluso el comer entraba en el ámbito del matar , porque ahora Elohim permitía comer carne. Más precisamente, carne de animales que habían sido matados. Ahora bien: si de esa carne era eliminada la sangre, que es el alma, ese matar no sería un verdadero matar , según daba a entender Elohim en un razonamiento que era muy afín a los de ciertos ritualistas védicos a propósito del sacrificio. Finalmente, Elohim estableció que el arcoíris sería el sello de la alianza. Era un pacto constituido por unas reglas mínimas. Cuando, con el transcu rso de los años, Elohim sintió el deber de renovar la alianza, todo iba a ser ampliado. Pero en aquel momento , con Noé, no quiso agregar nada más, como si en esas escasas prescripciones estuvieran incluidas también las otras, que se iban a agregar en el futuro. En primer lugar , al hombre se le concedía el dominio sobre la naturaleza. Se le reconocía un excedente de fuerza sobre los demás seres. Al mismo tiempo, Elohim reservaba para sí la vida. Por eso el hombre no sería nunca autosuficiente. Por eso el hombre podía matar a los animales pero no comer su sangre. Por eso el hombre debía sacrificar , porque sólo después del sacrificio volvía a ser grato a Elohim. Había una dificultad evident e en estos preceptos, porque el hombre -ya sea para sacrificar o para comerdebía quitar la vida a otras criaturas. Pero Elohim pensó que esa dificultad podía superarse: para comer carne animal, bastaba con que el hombre la dejara desangrar . ¿Y en el sacrificio? Noé había celebrado un holocausto, donde el animal era quemado por completo. Más que perder la vida, desaparecía de la escena terrestre, y pasaba enteram ente a la parte de Elohi m. Por el momento, sobre esa base podía proseguir la vida de los hombres. Quien quiera acercarse al fenómeno del sacrificio a través de la Biblia se topará con dos interrogantes: ¿por qué Abel, «después de un tiempo» y después de que su hermano mayor , Caín, hubiera hecho «a Yahvé una oblación de los frutos del suelo», también él quiso hacer «oblación de los primogénitos de su rebaño y de la grasa de los mismos»? ¿Por qué Noé, apenas pone un pie en tierra firme, quiso matar ejemplare s «de todos los animales puros y de todas las aves puras» para ofrendarlos a Y ahvé? La palabra «ofrenda» y «obla ción» aparece por primera vez en la Biblia en refere ncia a Caín. La ofrenda de Caín -«frutos del suelo»- puede entenderse como el gesto de homenaje de quien ofrece a un huésped las primicias de las que dispone. En este tiempo se le había permitido al hombre alimentarse exclusivamente de los frutos del suelo. Por eso ofrendarlos a Yahvé era un gesto reverente y alusivo, como si Yahvé compartiera esos frutos con el hombre. Muy distinto es el caso de Abel. Hasta entonces la Biblia no había mencionado nunca el acto de matar . Yahvé no había permitido todavía comer carne. No está claro, entonces, por qué Abel sintió la necesidad de matar a algun os de sus animales para ofrendarlos a Yahvé. Si su gesto debía ser entendido como una imita ción de su hermano era como si Abel ofrenda se a Yahvé esa carne animal («con la grasa de los mism os»), que Yahvé mismo no había aún permitido comer al hombre. En tanto que la ofrenda va ligada al personaje que se volverá el malvado por excelencia, matar es el gesto de dos hombres acerca de cuya bondad no caben dudas. Al mismo tiempo, el gesto de ofrendar es característica esencial del hombre devoto, mientras que matar es el primero de todos los males. Sacrificio y asesinato, ofrenda y matanza: desde el principio, es una maraña que la historia no consigue desentrañar . La historia, al contrario , quedará escandida por intentos fallidos de desentrañarlo. El sacri ficio es poderoso, pero no llega a sanar todas las culpas. Si alguien peca «con descaro (be-yad ramah )», yendo deliberadamente contra la ley, los Números dicen que ningún sacrificio podrá rescatarlo. Entonces será «apartado» de la comunidad. Entonces el sacrificio expiatorio, ḥatṭa’t , puede servir sólo para remediar las culpas cometidas «inadvertidamente» por el individuo o por la comunidad. Pero ¿cómo podrá la comunidad entera cobrar conciencia de las culpas que ha cometido «inadvertidamente»? Ni el Levítico ni los Números lo aclaran. La respuesta está implícita. El sacrificio expiatorio presupone alcanzar la conc iencia. Incluso se puede afirmar que el sacrificio mismo es la conciencia, como si el acto de convertirse en consciente implicase también el acto de matar . Éste es el punto más arduo y misterioso del sacrificio. En consecuenc ia, también de la conciencia. ¿Por qué volverse consciente de algo obliga a matar a un animal ? Para las culpas de la comunidad era un novillo, para las del individuo un macho cabrío. Cuando se trata de culpa deliberada, el simple sacrificio de un animal, más o menos fuerte y grande según quién haya cometido la culpa, no será ya aplicable. Entonces se deberá traspasar la línea de frontera entre sacrificio y condena a muerte. Punto oscuro que una historia ejemplar , la más elocuente, la más cruel de Números, ilumina: «Cuan do los israelitas estaban en el desierto, se encontró a un hombre que andaba busca ndo leña un día de sábado. Los que lo encontraron buscando leña, lo presentaron a Moisés, a Aarón y a toda la comunidad. Lo pusieron bajo custodia, porque no estaba determinado lo que había que hacer con él. Yahvé dijo a Moisés: “Que muera ese hombre. Que lo apedree toda la comunidad fuera del campamento.” Lo sacó toda la comunidad fuera del campamento y lo apedrearon hasta que murió, según había mandado Yahvé a Moisés.» Este desconoc ido que osó recoger leña un sábado se convierte en el hito que marca la frontera entre el sistema sacrificial y el sistema judicia l. Frontera incierta e indefinida, que no permite en modo alguno suponer que dé paso a una región más iluminada y evolucionada. Es como si la condena por juicio de la comunidad no nos hiciera salir del sacrificio sino, al contrario, nos metiese en su núcleo más duro e inexplicab le. El episodio destaca en una brusca peculiaridad, situado como juntura entre dos discursos de Yahvé a Moisés, el primero dedicado a los diversos tipos de sacrificio requeridos al pueblo de Israel (sacrificio de los primeros frutos, oblaciones expiatorias, insuficiencia del sacrificio expiatorio para quien peca «con descaro»), el segundo dedicado a «los flecos en los bordes de los vestidos», siempre provistos de «un hilo de púrpura violeta», que los hijos de Israel deberán llevar por todas las generaciones futuras, en memoria de las órdenes de Yahvé. Entre uno y otro de estos dos discursos fundacionales, el texto de los Números abre una grieta recordando algo que sucede un día cualquiera en la vida de los hijos de Israel. Alguien es sorprendido juntando leña en sábado. Los hombres no saben qué hacer con él. Lo que sigue es una interv ención directa de Yahvé. Sería difícil colocarlo en una posición más visible. Por lo que parece, las instrucciones que Yahvé había dado acerca de determinados sacrificios no fueron suficientes para cubrir todas las eventualidades. Quedaban casos en los que los hijos de Israel no sabían qué decidir . Entonces Yahvé vuelve a hablar , antes incluso de que Moisés le pida instrucciones. El acontecimiento puede valer como ejemplo de lo que podría o debería suceder cuando los hombres no saben decidir por sí mismos. Es evidente que la ley divina no puede cubrir todas las eventualidades. Entonces interviene Yahvé y decide la suerte del recogedor de leña: «Que muera ese hombre.» Además, precisa el lugar y el modo del ajusticiamiento: «extra castra», como un día le sucederá a Jesús. Las prescripc iones sacrifici ales del Levítico y de Números carecen de ese carácter meticuloso, de ese inagotable afán clasificatorio y de esa complejidad metafísica que marcan los Brāhmaṇa. Incluso en la peculiar categoría de los sacrificios expiatorios, los términos se superponen y se mezclan, sin que se alcance a definir con segu ridad su ámbito de aplicación. Los estudiosos sufren mucho, sin grandes resultados, en el intento de distinguir el ḥatṭa’t del asham . ¿Serán unos «sacrificios por el pecado» y los otros «sacrificios de reparación»? Pero existen casos en que las atribuciones parecen invertirse y las diferencias se confunden. Un punto único permanece firme y es siempre precisado: la sangre. Qué hacer con la sangre. En las ḥatṭa’t , «si el sacrificio es ofrendado por el sumo sacerdote o por todo el pueblo […] el oficiante , tras haber recogido la sangre, entra en el Santo y realiza siete veces una aspe rsión frente al velo que oculta al Santo de los Santos, después unta de sangre los cuernos del altar de los perfumes que está frente al velo, y después vierte el resto a los pies del altar de los holocaustos. Son los únicos sacrificios cruentos en los que algo de la víctima es introducido en el interior del Templo». Esta última frase marca una breve pausa en la lista precisa que el padre De Vaux enumera acerca de lo que, en los diversos ritos llamados ḥatṭa’t y asham , sucede con la sangre. Porque ésta parece ser la verdadera diferencia: dónde y cómo se vierte y unta la sangre. Era una alta carnicería, de la que se daba razón. Imposible ignorar u omitir lo que se hacía con la sangre. Imposible olvidar las palabras de Yahvé a Noé y, más tarde, a Moisés: «Porque la vida de la carne en la sangre está, y yo os la he dado para hacer expiación sobre el altar por vuestras almas; y la misma sangre hará expiación de la persona.» La salvación o incluso sólo el nuevo equilibrio de las relaciones, siempre turbulentas, con Yahvé, vienen de la sangre. Son inconcebibles sin la sangre. Los judíos descubrieron que la sangre era indispensable para ser salvados la noche en la que Yahvé se saltó las casas que tenían los marcos de las puertas untad os de sangre, a la vez que procedía a exterminar a todos los primo génitos de Egipto, hombres y bestias. Fue ésa la Pascua histórica, y por eso única. Antes había sido una fiesta de pastores seminóma das, que se repetía cada año, al primer plenilunio de la primavera. Ya por entonces se untaba los marcos y arquitrabes de las puertas con la sangre del animal matad o. Pero no se sabía aún que esa sangre significaba la salvación, el adiós a Egipto. Se pensaba que protegía a las casas del mashḥit , el Destructor , la potencia maligna, siempre al acecho. Después sucede la historia -la historia sagrada que absorbe en sí la pluralidad indomable de las historias- y esa fiesta cíclica se convierte en una sola noche acontecida en un determinado momento de la historia. Del regreso se pasaba al recuerdo. Desde entonces todo padre, al comer el pan ácimo, podría decir a su hijo: «Esto es con motivo de lo que hizo Yahvé conmigo cuando salí de Egipto.» De pronto la fiesta que se repetía cada año, cuando surgía la luna llena del mes de Nisán, se volvía una noche única , que formaba parte de la vida de todo padre y era contad a al hijo primogénito, salvado por la sangre untada en los marcos de la puerta de su casa, en un tiempo remoto. XVIII. TIKI Las redes de las correspondencias constituyen un elemento fundacional de una sociedad: este pensamiento es reconocido y acogido en el ámbito académico más estricto desde principios del siglo XX, con el ensayo de Durkheim y Mauss De quelques formes primitives de classification (1903 ). Pero pronto se produjo un malentendido que reflejaba la naturaleza bicéfala de ese texto, fruto de la colabo ración entre un analogista nato (Mau ss) y un determinista nato (Durkheim) , ligados por vínculos familiares (Mauss era sobrino de Durkheim). Se establece así la tendencia a afirmar que antes estaba la sociedad y después las correspondencias. Las cuales, en consecuencia, resultaban determinadas por la naturaleza social. El reino de la analog ía era reconocido, en efecto, pero se consideraba una consecuencia de la causa fundamental, que era la sociedad misma. Así sucedió que el más extraordinario investigador y catalogador de correspondencias -Marcel Granet, que seguía las huellas de Mausspudo declarar en diversas ocasiones, como para cerrar la cuestión, que era indudable la dependencia y supeditación de toda forma del pensam iento respecto a la estructura de la sociedad. Se trataba, empero, de un círculo vicioso insuperable: las correspondencias presupon en la sociedad, pero la sociedad presupone las correspondencias. El pensamiento y la sociedad se modelan y se plasman por cuanto se apoyan (y gracias al hecho de que se apoyan) el uno sobre la otra, recíprocamente. En 1933, exactamente treinta años después del ensayo sobre las clasificaciones primitivas, y ya liberado de la tutela de Durkheim, Mauss volvería sobre su visión de las correspondencias (el reino de la analogía). Lo hizo en uno de sus escritos marginales, en los que, con frecuencia, engastaba sus pensamientos más audaces. Al intervenir en un coloquio en el que Granet había leído su admirable estudio sobre La droite et la gauche en Chine , Mauss tomó la ocasión para una poco disimulada retractación. Dijo: «Hemos cometido el error de ser demasiado ritológicos y estar demasiado preocupados por las prácticas.» Tal era el vicio durkheimiano original, porque las prácticas (fund amentalmente, los ritos) significaban terreno seguro, en cuanto instituidas y enraiz adas en la sociedad, mientras que todo el resto (en primer lugar , el mito) podía perderse en las nieblas de las creencias y las fábulas. Pero ahora, agregaba Mauss, la escena cambiaba: «El progreso cumplido por Granet consis te en introducir , en todo este asunto, un poco de mitología y de “representació n”.» Aprovechando el impu lso, Mauss llegó a otros resultados sorprendentes, que centelleaban entre las líneas escritas . Ante todo, movía decisivamente el eje de las investigaciones de la escuela durkheimiana, a la que, sin embargo, nunca había negado su pertenencia: «El gran esfuerzo que hemos hecho en la vertiente de la ritología queda descompensado porque no hemos hecho el esfuerzo correspondiente en la mitología.» Aquí, se introducía una palabra que hoy sería más preciosa que nunca («ritología») y se atacaban los fundamentos mismos del trabajo antropológico que se había practicado en París en torno a Mauss en los treinta años anteriores. Esa crítica se hubiera podido aplicar con igual pertinencia a la antropología anglosajona del mismo periodo. Se anunciaba así lo que años más tarde se definiría como un cambio de paradigma. Como último golpe teatral, se llamaba, para representarlo, a alguien que aparentemente no había respondido nunca a los presupuestos de esa escuela: Marcel Granet. A quien ahora Mauss convertía en algo altamente sospechoso: un mitólogo. Escribía Mauss: «Pero nos queda un mitólogo, y éste es, precisamente, Granet.» La referencia, aunque no declarada, era la obra maestra que Granet había publicado siete años antes: Danses et légendes de la Chine ancienne , ejemplo insuperado de cómo poner en escena una mitología. Había, además, otro aspect o que apremiaba a Mauss, en esa intervención extemporánea. Se trataba de las correspondencias. Esta subespecie muy vasta de las clasificaciones ha actuado de las formas más diversas para dar sentido al mundo, desde los orígenes hasta las tablas de las signaturae de Athanasiu s Kircher y Robert Fludd, por tanto en pleno siglo XVII, es decir , hasta ayer. «Estos modos de pensar y de actuar al mismo tiempo son, por otra parte, muy comunes a una gran masa humana», escribía Mauss, introduciendo otra fórmula preciosa (¿de qué hablan todos los Brāhmaṇa si no de «modos de pensar y de actuar al mismo tiempo»?). Pero ¿cómo encontrar el cabo de esta inmensa madeja que se había formado antes de cualquier historia documentada? Aquí Mauss intervenía con su potencia mitopoética, y apuntaba deliberadamente al hecho de que, para él, ese cabo existía: era una pequeña placa de jade, de colores entre el gris y el verde oscuro, que los maorís llaman hei tiki, y sus mujeres nobles llevaban en el pecho, como un talismán. Tiki era también el hombre del Progenitor de la raza humana, su equivalente a Prajāpati. ¿Qué representaban estos pequeñ os, deliciosos objetos? «Figuraban un feto -muy estilizado-, los más hermosos con un ojo de piedra roja.» No sólo eso: «Estos tikirepresentan también el falo, los primeros hombres, el acto creador; estos tiki son ante todo figuraciones del macrocosmos y el microcosmos, de Dios.» Cada vez que Mauss se refiere a estas placas de jade sentimos vibrar su ment e, como si tuviera en su mano la célula originaria de las correspondencias, condensada en ese objeto minúsculo e inagotable, que los invasores occidentales seguramente tomaron por un adorno y vendieron como bagatela exótica. Mauss había descubierto un día, trabajando en el British Museum con Hertz, en la tabla mencionada en el primer volumen de la Ancient History of the Maori de White, una reproducción de un Tiki, con la lista de las correspondencias vinculadas a las partes singulares de su cuerpo: «Hemos copiado con cuidado: Tiki […] era un hombrecillo con un mechón de cabello, desnudo, el miembro viril púdicamente escondido. Enseguida insertaron en su lugar los nombres de los dioses a su derecha y a su izquierda, el dios de la guerra y el dios de la paz. Además, los dioses de la inteligencia, de los sueños y del cielo que están sobre la cabeza, los dioses de los pies y de la magia […] etc. Éstos habían despertado vivamente nuestro interés.» Pero la historia no había terminado. Años más tarde, Mauss presenta una comunicación sobre Tiki a un congreso de antropología y quiso ir de nuevo al British Museum, dijo, «para volver a ver el texto que había citado. Entonces, para mi profundo estupor , a treinta años de distancia, me encontré frente a algo que iba mucho más allá que mi ficha. Tenía frente a mí una enorme tabla plegada, editada por experto s, que compendiaba los apodos de los grandes sacerdotes de Nueva Zelanda, por White, siguiendo las disposiciones de Grey . Son documentos que se remontan a los años 1859-1886. En consecuencia queda completamente excluida cualquier posibilidad de adulteración por parte de la etnografía profesional, por la etnología y por todas las sociologías que se quieran imagin ar [imposible avanzar sin un gesto de admiración y de delicia por este «todas las sociologías que se quieran imaginar»]. En torno a todos los miembros del Tiki, en esta gran tabla plegada, se despliega la clasificación completa del mundo, la de los tiempos y de los espacios y de todas las especies de las cosas con los dioses que las posee n. Por eso es la imagen del microcosmos, junto a la cual aparece el desarrollo completo del macrocosmos, ¡y no soy yo quien la ha hecho! No hay sombra de duda, es mucho más claro que todos los textos de los grandes teóricos de la adivinación de la Antigüedad y del Renacimiento. Con estas palabras, consigno el hecho a los materiales de René Berthelot. Los sacerdotes maorís han dibujado la figura del macrocosmos y del microcosmos». Esta escena de agnición, en la que primero Mauss y Hertz, después Mauss solo, inclinados sobre la tabla incluida en un libro, descubren el objet o del que provenían sus pensamientos más recónditos y más constantes, fue relatada por Mauss en 1937, durante la discusión que siguió a la conferencia de Paul Mus, La mythologie primitive et la pensée de l’Inde , en la Société Française de Philosophie. Esa vez Mauss no lo dijo explícitamente pero pareció insinuar que Prajāpati, el Puruṣa que dominaba, solitario, la escena de los Brāhmaṇa, podía tener , aún más a oriente, en Nueva Zelanda, una réplica en esos colgantes de jade que las mujeres nobles maorís llevaban en contacto con el pecho, mientras el Prajāpati védico no había dejado de sí ninguna imagen tangible. En la India, todo comenzaba y terminaba con el fuego. Cuatro años antes, en respuesta a la conferencia de Granet (siempre es significativa la ocasión en que se establece un nexo entre Mauss y otro estudio so), lo implícito en el tiki se había declarado más extensamente. Entonces Mauss había dicho con la máxima claridad qué era aquello de lo que el tiki podía considerarse el cabo y hasta dónde -muy lejos- se podía llegar , desha ciendo esa madeja. El tiki, escribía Mauss, «es en sentido propio la imagen del mundo, una suerte de edición bárbara de una de las nociones fundamentales de Oriente y de Occidente, como las de macrocosmos y microcosmos, en figura humana. Porque, como en nuestros antiguos sistemas de signaturae , a las extremidades del tiki y del hombre les “corresponden” seres, cosas, acontecimientos y partes del mundo. Todo se reparte entre “potencias y naturalezas” no sólo a derecha e izquier da, sino además en lo alto y lo bajo, delante y detrás, en relación con un centro». Se advierte una vez más, en estas líneas, las emociones de quien está convencido de haber encontrado finalmente -se diría, incluso, tocado con la mano- la «edición bárbara» de un abigarrado e inmenso texto del pensamiento. Y no sólo del pensamiento, sino de toda la experiencia. En pocas palabras se decía aquí que, en Oriente y en Occidente -es decir , sin limita ción geográfica alguna, a despecho de todos los santos príncipes de la antropología-, cierta modalidad de la mente había guiado a «una gran masa humana». De las placas de jade de los maorís hasta las tablas de las signaturae en los tomos de los últimos pansofistas del hermético siglo XVII -y más allá, hasta las correspondances de Baudelaire-, un abigarrado cortejo de seres había poblado el vasto reino de la analogía, dond e continuame nte las correspondencias resuenan y «los perfumes, los colores y los sonidos se responden». ¿De qué se había hablado? De pensamiento; sin duda, de un pensamiento del que no se encontraba huella, sino ocasional, en las historias de la filosofía. ¿Por qué? Mauss no formuló nunca la pregunta, pero le dio una de esas respuestas de genio que encontramos dispersas en el polen de sus escritos: «La filosofía conduce a todo, a condición de salir de ella.» Frase aplicable en todas las direcciones, hacia el pasado y hacia lo que, en el momento en el que Mauss la pronunciaba (1939), era el futuro. La filosofía - por lo menos en la forma que ha asumido en la universidad después de la Revolución Francesano es el pensam iento, sino sólo una de las muchas formas del pensa miento, una suerte de trampolín: tal era el presupuesto callado de la más ambiciosa antropología del siglo XX. Presupuesto que sin embargo no se declaraba bajo ningún concepto. Consigna ejemplar mente respetada hasta Lévi- Strauss. El propio Mauss fue quien desv eló la ambición escondida de sumodo de entender la antropología: «Me atrevo a decir que la antropología comprendería en sí esa historia del espíritu humano que la filosofía presupone.» Si
  • 🔄 Sacred Correspondences Unveiled

  • 🧩 Systems of correspondence across cultures reveal sophisticated cosmological frameworks that transcend simplistic "primitive vs. civilized" distinctions, as demonstrated by Mauss's analysis of Maori jade pendants containing "all the skies, all the worlds"
  • 🌀 The violence of mind against itself drives our fundamental impulse to connect seemingly disparate elements, creating elaborate networks of meaning that extend far beyond mere social functionality
  • 🎭 Knowledge arranges itself in stratified layers like a shaman's nested masks, with each level revealing deeper truths accessible only to those prepared to recognize the profound connections between seemingly unrelated phenomena
  • 🌍 Mythological systems form a single interconnected tree-forest, with Maori cosmology potentially offering the most coherent framework for understanding all other mythological traditions, challenging Eurocentric intellectual hierarchies
  • 🩸 Sacrifice emerges as humanity's response to our fundamental disruption of natural order—when humans became predators through mimesis and technology, ritual killing became our way to restore cosmic balance through prescribed gestures
  • 🧠 The metrical structure of ritual transforms mere slaughter into sacred act, distinguishing the ordered cosmos from chaotic violence through precise numerical correspondences that connect physical actions to divine principles
un colgante de jade que adorna el pecho de las mujeres nobles maorís puede conde nsar en sí todos los cielos, todos los mundos, y hasta a Dios -como Mauss se atrevió a decir-, ¿qué será de las diversas distinciones entre primitivos y civilizados, entre pueblos sin escritura y pueb los con escritura, entre simplicidad y complejidad? Todo estaba pensado y nombrado de otro modo. Ese «hombrecillo» de piedra durísima no habría sido sólo un talismán para las mujeres nobles de los maorís sino también para el antropólogo francés, criado en la época y bajo el influjo del positivismo, que lo contempla ba en una gran hoja desplegada en el British Museum . Se puede decir que toda la obra de Mauss, su incansable, abrupta, ramificada investigación en la dirección de una «antropología completa» había encontrado en ese pequeño ser su demonio protector . Si los maorís, que los predecesores de Mauss habían considerado ejemplarmente primitivos, habían desarrollado «una clasificación completa de las cosas de un tipo no menos nítido e incisivo que cualquier otra de las mitologías cosmológicas producidas por el mundo antiguo», ¿de qué modo podían juzgarse esos sistemas de correspondencias? Ante todo los maorís se ponían al mismo nivel no sólo que la China arcaica y las civilizaciones mesopotámicas, sino que la tradición hermética europea. Una prodigiosa mezcla de tiempos, lugares y circunstancias se imponía. Enseguida afloró una pregunta: ¿cómo se puede evaluar , según qué criterios, los sistemas de correspondencias? Insuficiente era la respuesta usual entre los antropólogos, para quienes esos sistemas debían ser juzgados en relación con su funcionalidad social. Porque era evidente que, en su sutileza y complejidad, ellos iban mucho más allá de cualquier aplicación en la sociedad. Había en ellos una irreductible superabundancia de pensamiento. Exactamente como en las prescripciones de los ritualistas védicos. Esos sistemas eran una modalidad de la mente. Eran sustancia de pensamiento. Ese pensamiento sólo estaba a la espera de ser apreciado como tal: del mismo modo en el que se considera y se somete a juicio el pensamiento de Spinoza o de Leibniz. En este punto aparecía evidente lo subversivo del gesto hacia el orden canónico del pensamiento que había realizado Mauss al ponerse bajo la protección de Tiki. Acaso se podía empezar a entender hasta el fondo lo que se escondía en ciertas frases suyas, aparentemente inocuas. Como éstas: «Las filosofías y las ciencias son lenguajes. En consecuencia, se trata sólo de hablar el mejor lenguaje.» El primer paso radica en el reconocimiento de la vastedad, complejidad, precisión, agudeza y articulación sobre múltiples planos de los sistemas de correspondencias. El segundo está en preguntarse por qué, en situaciones y tiempos tan distintos, el pensamiento ha sentido la necesidad de asumir esas formas. Mauss intentó también dar este segundo paso, pero sólo apuntó el gesto. Apenas acogido en la Société de Philosophie (las circunstancias son siempre elocuentes en la vida de Mauss), se encontró -según dice él mismo- teniendo que «pagar [ese honor] dando el espectáculo de dos sociólogos que se devoran entre sí». En este caso, se trataba de Lévy-Bruhl, que había leído una comunicación sobre «La mentalité primitive», la que Mauss se disponía a atacar con dureza. Para Lévy-Bruhl, la palabra que abría todas las puertas era «participación». Precisamente sobre ella Mauss haría su objeción. No porque la palabra no apuntase en la dirección justa, sino porque Lévy-Bruhl la usaba con una vaguedad y una nebulosidad que consideraba, erróneamente, parte de la noción misma. Esto dio a Mauss la ocasión para tocar el punto neurálgico: «La “participación” no es sólo una confusión. Ella presupone un esfuerzo por confundir y un esfuerzo por encontrar similitudes. No es una simple semejanza sino una homoíōsis [asimilación]. Desde el orige n hay un Trieb [una pulsión], una violencia de la mente sobre sí misma para superarse a sí misma; desde el origen hay voluntad de vincular .» Recurriendo por una vez, curiosamente, a un término freudiano como Trieb, Mauss se estaba lanzando hacia el manantial de los bandhu , esos «nexos» que componen las redes de las correspondencias. En esa voluntad de conectar , desc ubrió una violencia de la mente hacia sí misma. Momento de suspensión, de estupor , de temor , como si se estuviese pisando un territorio prohibido. Aquí se acercaba a la amnesia infantil del conocimiento, barrera de fuego y de tinieblas. Mauss no dijo una palabra más, en esa ocasión. Pero recurrió a un objeto etnográfico, como sucedería con el tiki maorí. Cuando se encontraba frente a una articulación decisiva del conocimiento, que amenazaba con poner en crisis el orden, Mauss recorría a una singular estrategia, sin declararla: abandonaba las vestes del antropólogo para asumir la de un guía que señala algunos restos en una vitrinas. Esta vez no le iba a tocar a las joyas de jade sino a las máscaras: «En el museo del Trocadéro se pueden ver determinadas máscaras del noroeste americano sobre las cuales se han escu lpido unos tótems. Algunas tienen una ventanilla doble. Se abre la primera y detrás del tótem público del “chamánjefe” aparece otra máscara más pequeña que representa su tótem privado, y después una última ventanilla revela a los iniciados de rango más alto su verda dera naturaleza, su rostro, el espíritu humano, divino y totémico, el espíritu que encarna. Puesto que, ha de quedar claro, en ese momento se supone que el jefe está en estado de posesión, de éktasis , de éxtasis, y no sólo de homoíōsis . Hay arrebato y confusión al mismo tiempo.» Mauss no se detiene a señalar las implicaciones de su argumento a través de la imagen . Sin embargo, esas secuencias tienen largo alcance. En primer lugar , porque señalan hacia un conocimiento que se dispone por estratos, en diversos niveles, como pasando de uno a otro rostro velado de la máscara. Cada uno de esos niveles está sólidam ente conectado con el otro, porque se trata de rostros del mismo chamán: ejemplo elocuente de muy sólidas correspondencias. Pero hay un punto ulterior: refiriéndose al uso de la máscara chamánica, que se usa en ceremonias marcadas por la posesión, Mauss insinúa que la homoíōsis , el proceso de «asimilación» a través del cual la mente vincula lo similar con lo similar , no sería el gesto primero del pensamiento sino casi la consecuencia de un estado : la posesión. El arrebato, la fusión de lo similar con lo similar encuent ran así su motor en una agitación de la psique. Por otra parte, que la posesión es el origen del conocimiento era el funda mento mismo de Delfos. Mauss, incluso en la estenografía del dictado, va aún más allá. Si la «participación» de Lévy-Bruhl se remonta, en definitiva, a la posesión, no es ya porque se trata de una forma rudimentaria («prelógica», hubier a dicho el mismo Lévy-Bruhl) del conocimiento. Sino que incluso la santa Razón de los instituteurs kantianos y comtianos (bien representados por Durkheim) tendría el mismo origen. Aquí Mauss asestaba el golpe más duro a sus interlo cutores, a su disciplina y a su eximio pariente, aunque manteniendo una formulación impec ablemente neutral: «La “participación” no implica así sólo una confusión de categorías, sino que ella es, desde el origen, como entre nosotros, un esfuerzo por identificar las cosas e identificar las cosas entre ellas. La razón tiene el mismo origen voluntario y colec tivo en las sociedades más antiguas y en las formas más incisivas de la filosofía y de la ciencia.» Pertenece a la más deliciosa ironía de la historia el hecho de que Marcel Mauss, en los inicios de su carrera académica, haya sido escogido como titular de la cátedra de Historia de las religiones de los pueblos no civilizados. Desde la octava línea de su lección magistral el nuevo docente declaraba, reforzando las palabras con una cursiva: «Los pueblos no civilizados no existen. » Mauss había sido llamado a enseñar una materia que él mismo declaraba inexistente. Treinta años más tarde, enseñando su curso en el Collège de France, Mauss iba a permitirse, en cambio, no sólo evitar toda referencia a esa engorrosa expresión «no civilizados», sino abolir incluso una palabra más pertinaz: «primitivos». Precisaba: «Todo el resto de la humanidad, que se llama primitivo y vive aún, merece en todo caso el nombre de arcaico.» Despejados esos groseros restos de la visión positivista y progresista, quedaba por ver qué dignidad y fuerza de pensamiento debían disponerse para reconocer lo arcaico . Incluso lo arcaico podía ser concebido como una basta prueba general en función de algo ulterior o como confuso repertorio al que, después, convertida en compos sui, la historia alcanzaría. Así era como Durkheim explicaba el interés de los estudios por la religión que, de otro modo, hubiera sido difícil de justificar , y lo dice en el verdadero manifiesto de la escuela sociológica francesa, el Prólogo de 1898 al Année sociologique : «La religión contiene en sí, desde un principio, aunque en un estado confuso, todos los elementos que, al disoc iarse, determinarse y combinarse en mil modos entre ellos han dado origen a la diversas manifestaciones de la vida colectiva.» El presu puesto de las palabras de Durkheim, difícil de socavar , es la convicción de que lo complejo se explica mediante lo simple, lo superior mediante lo inferior , lo perfecto mediante lo imperfecto. Si hay un dogma al que los modernos no están dispuestos a renunciar , es precisamente éste. Haría falta la lucidez de Simone Weil para arrojar arena -una arena fatal- en los mecanismo s de esa maquinaria especulativa: «Lo imperfecto procede de lo perfecto y no al revés.» Mimetizadas entre los balanc es del Annuaire de l’École Pratique des Hautes Études -generalment e compuesto como un pensum para justificar la actividad didáctica-, pocas palabras dan noticia del hecho de que, para el curso 1934-1935, «el director [Mauss] ha conseguido adquirir la recopilación de White Ancient History of the Maori (seis volúmen es más uno de tablas)» y así las lecciones se dedicaron al estudio de la cosmología maorí. Seguían algunas palabras reveladoras, a pesa r del contexto austero: la obra de White contenía «uno de los cuerpos de mitos cosmogónicos más coherentes que conocemos». Por ejemplo el ciclo de Tiki, «macrocosmos y microcosmos, gran dios macho, falo y feto, creador del Todo», se presentaba como «más importante y mejor coordinado, y en el fondo casi mejor documentado que cualquier otro ciclo de cualquier otra mitología conocida». Afirmación cargada de consecuencias. Lo que se vislumbraba era una inversión copernicana: no ya las mitologías egipcia, griega, mesopotámica y védica deberían ofrecer asideros para comprender ciertos rasgos de la rudim entaria y oscura mitología maorí, sino que podía decirse -al contrario- que el inmenso y bien articulado corpus de la mitología maorí era capaz de albergar en sí, como casos y desarrollos particulares, los sistemas mitológicos de la más altas civilizaciones. Disponiéndolos, por otra parte, en su lugar , como una secuencia ordenada. Al menos, eso parecía implicar una frase tan audaz como ésta: «Todos los temas de las grandes cosmogonías antiguas han encontrado aquí su ubicación lógica.» Palabras que bastarían para hacer estallar los presupuestos de la antro pología, la de entonces y la de hoy. Aquí las mitologías se presentan como un único árbol: un árbol-bosque, compuesto de otros innumerables árboles, dispuestos en una relación razonada y consecuencial entre ellos. La máxima aproximación que nos sería concedida, en el intento de percibir este árbolbosque en su plena extensión, se encontraría en los documentos de la mitología maorí. De este modo Nueva Zelanda, siempre mencionada como ejemplo de lugar perdido, por cuanto privado de conexiones con las civilizaciones altas , sería el lugar al que cond ucen, como a una matriz, algunos de los más grandiosos sistemas mitológicos y cosmológicos. Mauss no tuvo manera de hacer pública esta concepción, que lo habría puesto seguramente en una situación difícil con sus colegas. Pero resulta que pensó en ella con frecuencia, como lo demuestra el hecho de que la figura de Tiki y de los tikis -del dios y de los collares de jade que lo manifiestan- sigue estando presente aún en un texto de 1937-1938, que se ha perdido. Mauss usó cada vez menos los términos del mínimo convenido. Así, las declaraciones que diseminó sobre Tiki y sobre los tikis equivalen a un ensayo programático, que habría podido desarrollarse aproximadamente en estas direcciones: la mitología es una modalidad particular e irreductible del conocimiento. Su material son las imágenes, las historias y sus combinaciones, así como la ciencia newtoniana es una determinada modalidad del conocimiento que usa como materiales los números, las funcion es y los procedimientos de cálculo. Pero, a diferencia de la ciencia newtoniana, que se practica todos los días, la mitología es algo cuyo uso se ha perdido . Sus imágenes, su historia se han vuelto «vanas palabras». ¿Cuál es, entonces, el cometido del antropólogo? Esotéricamente: indagar el nudo inextricable entre todas las formas de la vida y de sociedad que las sustenta, obedeciendo a un único principio: «Los mitos son instituciones sociales.» Objetivo alcanzable, que Mauss era capaz de desarrollar con brillantez. Pero al mismo tiempo lo usaba como cobertura para lo que de verdad le importaba: la investigación esotérica, que apuntaba a rastrear los elementos de ese conocimie nto pedido, del que dan testimonio los fragmentos dispersos de las mitologías, los ritos y los sistemas de correspondencia. Empresa , esta vez, muy difícil y casi desesperante, y que impulsaba a Mauss a tristes reconocimientos: «Estamos todavía en la fase de preparación de los materiales de una mitología y con frecuenc ia no estamos en condiciones sino de demostrar que los mitos son fenómenos sociales.» En este punto, Mauss se encontraba practic ando un doble oficio: por una parte, el de riguroso científico de la sociedad , ese ser omnipresente que nunca había sido estudiado en todas sus ramificaciones; por la otra, el de un cham án o medicine man de una tribu desaparecida, cuya doctrina trata de reconstruir , paso a paso. Precisament e por esta superposición de las prácticas, la obra de Mauss libera aún una energía secret a con la que la antropología misma, en sus diversas escuelas y ramificaciones, parece haber perdido contacto. Cuando nos acercaba a Tiki, Mauss podría haber resultado algo brusco. ¿Qué podía ofrecer Occidente, en comparación? La Teogonía de Hesíodo. Pero, si se acercaban ambos textos, ¿qué resultaba? «Se han hecho comparaciones con la Teogoníade Hesíodo. La versión maorí (y, en general, polinesia) parece más coherente, mejor elaborada, más cercana a las instituciones vivas que esa especie de compilación griega.» Qué atrevimiento… No sólo los maorís y los griegos se presentaban sobre el mismo plano, sino que, encima, la parte basta del informe era atribuida a Hesíodo, o a «esa especie de compila ción» que aparece bajo su nombre. Era la inversión de las concepciones wilamowitzianas de la Antigüedad clásica, la liquidación de toda pretensión hegemónica de Europa en las cosa s del espíritu. ¿Dónde se declaraba este acontecimiento de época? En el resumen (de media página) del curso de Mauss del año 1937-1938, dedicado a las «relaciones entre ciertos juegos y ciertas cosmologías arcaicas», en el Annuaire du Collège de France . No fueron muchos los que tomaron nota. XIX. EL ACTO DE MATAR Si ya al cavar la tierra para el altar se temía herir la tierra y sus criaturas, la matanza del animal debía aparecer como un horror . JULIUS SCHW AB, Das altindische Thieropfer La pregunta a la que respon der: ¿por qué el desequilibrio entre lo divino y lo humano se corrige con una matanza? El hombre es el único ser del reino animal que ha abandonado su naturaleza, si por naturaleza se entiende el repertorio de comportamientos del que cada especie aparece provista desde su nacimiento. Fuerte, pero no tanto como para no tener que reconocer su carácter inerme frente a otros seres -los depredadores-, el hombre decidió en un determinado momento, que puede haber durado cientos de miles de años, no oponerse a sus adversarios sino imitarlos . Fue entonces cuando el depredado se convirtió en depredador . Tenía dientes y no colmillos, y uñas insuficientes para rasgar la carne. No podía disponer de un veneno produc ido por su organismo, como las serpientes, temibles predadoras. Debía entonces recurrir a algo de lo que nadie disponía: el arma, el instrumento, la prótesis. Así nacieron la esquirla de sílex y la flecha. En este punto, se habían cumplido dos pasos decisivos que todo el resto de la historia trataría de razonar , hasta hoy: la mímesis y la técnica. Si se mira atrás, el desequilibrio producido por el primer paso -el de la mímesis, por el que los hombres decidie ron imitar , entre todos los seres, precisa mente a aquellos por los que eran, con frecuencia, matados- es incomparablemente más radical respecto de cualquier paso posterior . El sacrificio fue una respuesta a ese trastorno. De este modo, un comportamiento incongr uente con cualquier otro reconocible en el reino animal acabó por manifestarse por doquier . El sacrificio era la respuesta a esa enorme perturbación en el interior de la especie, el intento de dar nuevo equilibrio a un orden que había sido para siempre lesionado y violado. La matanza es omnipresente en la cadena alimenticia que atraviesa el interior del reino animal. En cada eslabón, ciertas especies deben matar a otras especies para sobrevivir . Con el hombre la cadena no se interrumpe, se expande. Pero el hombre es, además, el único ser que reflexiona sobre la matanza, que elabora el acto en una secuencia de gestos prescritos. Como dicen los ritualistas védicos, el hombre es la única entre las víctimas sacrificiales que celebra también sacrificios. Esto sucede no ya porque el hombre ocupe la posición culminante en la cadena alimenticia. Por encima de él se ciernen los depredadores alfa, que durante milenio s lo han aterrorizado y cazado, y aún ahora pueden vencerlo. La capacidad de reflexionar acerca de la matanza es, por tanto, una anomalía en la cadena alimenticia, una bifurcación imprevista que se produce sólo en ese eslabón de la cadena. Por encima y por debajo de ella, todo sigue y procede como siempre, sin variaciones. El repertorio de los gestos está fijado anticipadamente e ignora la historia. Una historia que es precisamente la de esa anomalía: la transformaci ón de un ser fundame ntalmente vegetariano en un ser omnívoro. Historia de los diversos modos en los que la anomalía se ha manifestado en actos y en gestos. Si la cadena alimenticia fuera observada desde una distancia astral, la historia humana aparecería como un eslabón deformado, que asume formas múltiples y variables respecto de la fijeza, geométricamente rigurosa, de todos los demás. El mayor riesgo del sacrificio es el de parecerse demasia do a la simple matanz a de un animal. Hay que responder a esta pregunta: ¿para qué inventar la muy compleja ceremonia del sacrificio, si al final se reduce a una repartic ión de piezas de carne? Así responde el Aitareya Brāhmaṇa : la víctima sacrificial deberá ser dividida en treinta y seis partes, porque la estrofa bṛhatī está compuesta de treinta y seis pies: «Al dividir la de este modo, se hace de la víctima un ser celeste, mientras que quienes actúan de otro modo la laceran como bandidos y malhechores.» Cuando se alcanza la máxima proximidad entre la ceremonia sacrificial y el basto, indomad o, informe curso de las cosa s, la última barrera defens iva, la única capaz de mantener todavía separados el comportamiento que obedece a un orden del comportamiento propio de «bandidos y malhechores » es el metro. Aquí se comprende la elevada funció n que el metro desarrollaba en el Veda, en cuanto primera escansión de una forma, primera conciencia eficaz para apartarse de la sucesión insensata y arbitraria de lo existente. Por eso la incansable elaboración de correspondencias entre los metros particulares y los dioses particulares. Donde se enuncia, entre otras cosas, que «la bṛhatī es la mente». Así, si la mente envuelve en sí las treinta y seis partes de la víctima sacrificial, esto bastará ya para transformar esos trozos de carne en fragmentos de una unidad que tiene una vida propia, y acaso es asimismo «un ser celeste». Es verdad que la diferencia es tremendamente sutil. Pero surge la duda acerca de si esto era un elemento esencial del juego. En el fondo, era mucho más noble y mucho más sencillo verte r algo -un líquido común, como la leche- para dedicarlo a los dioses. Ceremonia solitaria, muy poderosa, incruenta, de la que brota todo sacrificio. Habría sido entonces concebible que, incluso cuando se dedicaba a los dioses un líquido precioso como el soma , se estaba reproduciendo el gesto del agnihotra . Pero no era así. Los ritos del soma deben ir acom pañados por el sacrificio de animales. Era como si de ese modo el sacrificio quisiera ponerse a prueba, quisiera mostrar lo cercano que estaba a lo que necesariamente sucedía en la vida normal , no ritual, que es siempre una vida de «bandidos o malhechores». Y, al mismo tiempo, lo lejano que estaba, como demostraba la vertiginosa complicación de todo el agniṣṭoma , el sacrificio del soma donde la matanza de animales era precisamente una de las numerosas secuencias de los gestos prescritos. Puruṣa es una figura altamente misteriosa. Con frecuencia traducida como Hombre (incluso por Renou), en el Ṛgveda no es, sin embargo, una palabra utilizada generalmente para designar al hombre. Por otra parte, en los Brāhmaṇa, el sacrificio humano se llama puruṣamedha (término que no aparece en el Ṛgveda). Manu es mucho más frecuente en el Ṛgveda , y resulta mucho más claro el origen de la palabra (de man- , «pens ar»). Puruṣa, en cambio, se muestra en el himno 10, 90, donde se cuenta cómo su cuerpo dividido en trozos en el sacrificio dio origen a las diversas partes del universo, pero en el resto del Ṛgveda la palabra aparece sólo en otros dos himnos. En cuant o a su raíz, la única plausible es de pūrṇa , «lleno ». Asoc iable, por lo tanto, a la «estrofa de la plenitud» en la Bṛhadāraṇyaka Upaniṣad . El Ṛgveda presenta a Puruṣa y el descuartizamiento de su cuerpo una sola vez, para mostrar cómo se ha establecido el orden: «Éstos fueron los primeros ordenamientos.» Del mismo modo, Prajāpati aparece una sola vez, en el himno 10, 121, para responder a la pregunta sobre ka, sobre quién debe ser el destinatario del sacrificio. No es indiferente el hecho de que la última estrofa, donde su nombre es pronunciado, se haya agregado con posterioridad. Resulta decisivo que sólo se hable en uno de los mil veintiocho himnos del Ṛgveda de la figura de la que todo depende, ya se trate de Puruṣa o Prajāpati. En compensación, en las vastas y accidentadas llanuras de los Brāhmaṇa y de las Upaniṣad, se trata acerca de Puruṣa y de Prajāpati en innumerables ocasiones. Se puede decir que, en el Ṛgveda , ambas figuras sirven en primer lugar de soporte a dos frases que tienen una increíble capacidad de expansión, como demuestran en todo el resto del Veda. Para Prajāpati, es la pregunta que viene repetida al final de cada estrofa, antes de que se pronuncie su nombre: «¿A qué dios debemos ofrecer la oblación ?» Para Puruṣa, la frase resuena en la última estrofa: «Los dioses sacrificaron el sacrificio mediante el sacrificio (yañéna yajñám ayajanta devā ´s)». La fórmu la es particularmente densa y solemne, como queda señalado en el hecho de que se repite idéntica, en todo el verso siguiente, al final del himno 1, 164, el vertigino so himno de Dīrghatamas, el ṛṣi Larga- Tiniebla. También aquí, frente a la audacia de la fórmula, los intérpretes parecen retroceder . Geldner traduce: «Con el sacrificio los dioses sacrificaron el sacrificio.» Pero yajñám es un acusativo, no un dativo. Por
  • 🔄 Sacred Sacrifice Paradox

  • 🩸 Sacrificial acts form the foundation of existence, creating a circular system where the sacrificer, the sacrificed, and the divine recipient become entangled in profound self-reflection
  • 🏃‍♂️ The essence of sacrifice (medha) constantly flows and transforms throughout all beings—from humans to animals to plants—making every ritual killing part of an unbroken continuum where "celebrating a sacrifice implies the killing of sacrifice itself"
  • ⚖️ Ritual procedures navigate irreconcilable contradictions: the victim must both consent and be killed, the sacrificer must both touch and not touch the victim, and the gods themselves feel guilt yet cannot escape participation
  • 🌊 The guilt of killing cannot be eliminated, only transformed or displaced—like radioactive material that continues to emit—requiring elaborate rituals to manage the moral burden without truly resolving it
  • 🤝 Even Mitra (the Friend) accepts complicity in killing to avoid exclusion from sacrifice, revealing the fundamental truth that all action springs from desire, and accepting desire means accepting the necessity of death
otra parte, la forma media del verbo yaj- permite también esta lectura. Renou traduce: «Los dioses sacrificaron el sacrificio mediante el sacrific io.» El significado, obviament e, cambia. Pero también en Renou hay una elusión. Así comenta el verso: «En otras palabras , el Hombre es al mismo tiempo el objeto ofrecido (víctima) y el objeto al que se mira (divinidad).» Se impone, al menos, una glosa ulterior: en el verso védico se delinea el círculo vicioso de autorreflexión, que los hombres se han visto obligados a recorrer desde entonces, hasta Gödel y más allá. Círculo vicioso que no es un defecto del pensamiento, sino el fundamento del mismo pensam iento. Los ṛṣi tenían esta certeza: «A esto se atuvieron los ṛṣi humanos, nuestros padres, cuando el sacrificio originario nació en los tiempo s primordiales. Con el ojo de la mente me parece verlos, aquellos que por primera vez sacrificaron este sacrificio.» En cuanto a Puruṣa: es verdad que los dioses se comportaron con él como los oficiantes que ataron la víctima al «poste», yūpa . Lo dice explícitamente: «Cuando los dioses, al extender el sacrificio, hubieron atado a Puruṣa como víctima.» Es verdad, también, el pasaje siguien te: que los dioses cortaron a Puruṣa en pedazos, como sucede con toda víctima animal («cuando hubieron destazado a Puru ṣa»). Al mismo tiempo, Puruṣa era ya el sacrificio, como explican ampliamente los Brāhmaṇa. Había surgido, junto a Prajāpati, del huevo de oro que flotaba sobre las aguas: «En el plazo de un año, nació Puruṣa, este Prajāpati.» Prajāpat i, como se repite con insistencia, es el sacrificio. Por eso los dioses, que operaban sobre su cuerpo, no eran otra cosa que sus instrumentos. Así, un día, serían los hombres, que imitan a los dioses en sus actos. Sólo esto podía aligerar la culpa de haber matado a aquel del cual, pieza a pieza, había nacido todo: los metros, las estrofas, los cantos, pero también el cielo, el sol, la luna. Culpa que los dioses derramaron sobre los hombres, antes de que los hombres , a su vez, la revirtieran sobre los dioses. En sus interminables vicisitud es, Prajāpati parecía en ocasiones ignorar lo que él mismo había hecho. Después de haber engendrado el mund o de los hombres y el de los dioses, los miró como si fueran algo extraño y desconocido: «Prajāpati deseó: “Si pudiera conquistar los dos mundos, el mundo de los dioses y el mundo de los hombres.” Vio estos animales, los domésticos y los salvajes. Los tomó y, por medio de ellos, tomó posesión de estos dos mundos: por medio de los animales salvajes tomó posesión del otro mundo: porque este mundo es el mundo de los hombres y el otro es el mundo de los dioses. De este modo, cuando toma a los animales domésticos, con eso toma posesión de este mundo, y cuando toma a los animales salvajes, con ello toma posesión del otro mundo. »Si completase el sacrificio con los animales domésticos, los caminos convergerían, las aldeas tendrían límites cercanos unas con otras, y no habría osos , hombres tigre, ladrones, asesinos ni bandidos en los bosques. Si él completase el sacrificio con los animales salvajes los caminos divergirían, los límites de las aldeas serían distantes y habría osos, hombres-tigre, ladrones y bandidos en los bosques. »Respecto de esto dicen: “Sin duda esto, es decir el animal salvaje, no forma parte del ganado y no debería ser ofrendado: si él lo ofrendara, esos animales, en breve tiempo, arrastrarían al sacrificante muerto hacia el bosque, porque los animales salvajes pertenecen al bosque; y, si él no ofrendara a los animale s salvajes, sería una violación del sacrificio.” Por eso liberan a los animales salvajes inmediatamente después de haberlos hecho pasar alrededor del fuego: así, no es una ofrenda ni una noofrenda, y así no arrastran al sacrificante muerto al bosque ni existe violación del sacrificio». Prajāpati parecía olvidar momentáneamente que era él quien había producido el mundo, que él se presentaba desde el principio dividido en dos: éste y aquél, mundo de los hombres y mundo de los dioses. O bien: mundo de la no-verdad y mundo de la verdad. Prajāpati quería encontrar al mundo para apoderarse de esos mundos. Entonces «vio» a los animales. Ese ver tiene en este caso una vibración inquietante, porque se vincula necesariamente con una acción. La acción es una sola: la matanza. En ese «vio» se reconoce aún la percepción del cazador prehistórico. Para acceder a la conquista del mundo de los hombre s y del mundo de los dioses era necesario servirse de los animales. Los animales son el teclado de ambos mundos. Al mismo tiempo, entre los anim ales hay una grieta que se corresponde perfectamente a la que existe entre los hombres y los dioses: unos equiv alen a los animales domésticos y otros a los salvajes. Se podría pensar , entonces, que Prajāpati (modelo del sacrificante) se aprestase a un doble sacrificio. Pero no era así. Por una parte, el único modo de la acción es el sacrificio. Por otra parte, el sacrificio del anim al salvaje llevaría a la ruina del sacrificante: la víctima, demasiado poderosa, mataría a quien lo mata y lo arrastraría hacia su mundo. Aquí salta la chisp a metafísica, como siempre en el momento en el que nos acercamos al choque con la contradicción indisoluble. En este punto, el razonamiento se bloquearía y no osaría dar ni un paso más. No así la liturgia. La solución encontrada -liberar a la víctima, pero antes hacerla girar alrededor con un tizón encendido, gesto realizado como preludio a la inmolación- no es un pueril intento de acomodamiento ni la señal de una derrota especulativa. Al contrario, es la señal de que el pensamiento ha encontrado, en su investigación sobre la vida, algo que no admite solución unívoca, sino que exige dos respuestas contrastantes. Por una parte, el sacrificio no puede sino ser total -e investir , por tanto, incluso el ámbito de los animales salvajes-, porque el sacrificio coincide con la vida misma. Por otra parte, el sacrificio de los animales salvajes implicaría el final del sacrificante, y, en consecuencia, la interrupción de la actividad sacrificial. Esta situación se contrasta con la que encontramos en el mundo contemporáneo respecto de un hecho que se superpone con lo que aquí se trata: la matanza de los animales. Por una parte se da una práctica ilimitada de tales matanzas, sobre la base de una firme necesidad social (no es posible imponer por decret o la dieta vegetariana). Por otra, cada intento de dar una justificación ética al hecho fracasa miserablemente, incluso en el interior de una civilización que se precia de dar una explicación ética a todo. El contraste es evidente y estridente. Pero no parece que así se perciba en la conciencia común. Más bien al contrario, el tema es arrinconado como algo molesto. Habrá que esperar a una provocadora profesional como Elizabeth Costello para llevarlo a la sede académica, como cuenta Coetzee, su cronista. La reacción es una serie de pequeños golpes y toses incómodas. El primer gesto del sacrificio , en cuanto personaje, es la fuga. Fuga de los dioses antes que de los hombres. La fuga de los dioses sucede cuando los dioses no son todavía dioses. Sólo el sacrificio, en efecto, podrá volverlos plenamente tales. No se nos dice nunca con precisión por qué el sacrificio huye. Pero sabemos que ser el sacrificio implica ante todo aceptar que se va a recibir la muerte. Hay una revuelta profunda, en todo ser, frente a esto: antes que en cualquier otro, en ese ser que es el sacrificio mismo. No hay nada inmediato ni seguro en el sacrificio; éste es el resultado de una acción de reintegración, de un reclamo por medio de la palabra. Los dioses debieron implorar al sacrificio: «¡Escúchanos! ¡Vuelve con nosotros!» El sacrificio, entonces, asintió. Ese asentimiento seguía, sin embargo, a un brusc o rechazo. Conscientes de la delicadeza de la empresa, los sace rdotes se pasan de mano en mano -«como un cubo de agua», comenta Sāyaṇa- ese ser frágil como una semilla. Así se instituye una tradición. El sacrificio es un animal dispuesto a huir. Mantener el silencio es como cerrar a ese anima l en un recinto. Eso da la impresión de poseerlo. Pero si el sacrificio huye, volviéndose palabra articulada, entonces la fórmula sagrada -ṛc o yajus - revelará su naturaleza de remedio extraído del mal mismo: «Cuando él contiene la palabra - porque palabra es sacrificio-, con eso cierra en sí el sacrificio. Pero cuando, después de haber contenido la palabra, emite un sonido cualquiera, entonces el sacrificio, dejado en libertad, huye. En ese caso, entonces, él debería murmurar o una ṛc o un yajus dirigido a Viṣṇu, porque Viṣṇu es el sacrificio; así captura de nuevo el sacrificio; éste es el remedio para esa transgresión.» En el centro del sacrificio se encuentra una palabra oscura: medha , la esencia sacrificial que circula en el mundo como el agua y se aden sa en cien seres, adecuados para el sacrificio. «Esencia» aquí no se entiende (solamente) en sentido metafísico: medha significa «médula», «jugo», «linfa». «Al principio los dioses ofrecieron al hombre como víctima. Cuando fue ofrendado, la esencia sacrificial, medha , salió de él. Entró en el caballo.» Después del caballo, en el buey , en la oveja, en el macho cabrío, finalmente en el arroz y en la cebada . La sustitución sacrificial implica, por tanto, que una sustancia vivificante siga fluyendo, aunque se aloje en receptáculos diversos. El pasaje del animal al vegetal es sólo uno de tantos. No se debe pensar que eso sucede porque el sacrificio se vuelve cada vez más inocuo. Al contrario, es su carácter de matanza lo que se reivindica también en el arroz y la cebada. Todo lo que posee la esencial sacrificial, medha , es matado. El arroz y la cebada no menos que el hombre o el buey . El procedimiento es único, la circulación es la misma, para «aquel que sabe así». «Cuando extienden el sacrificio, celebrando, lo matan; y cuando exprimen al rey Soma, lo matan; y cuando hacen que la víctima consienta y la despedazan, la matan. Por medio del mazo y el mortero, y con dos piedras de moler matan la ofrenda de grano.» En diversas ocasiones los Brāhmaṇa han sido acusados de ser «agotadoramente monótonos». Sin embargo, en el interior de esos textos se encuentran a veces -con suficiente frecuencia para hacer vana la acusación de monotoníafrases o secuencias de frases que dicen con completa claridad y máxima concisión lo que otros en otros lugares se muestran reacios a formular . Acerca del acto de matar los textos litúrgicos de las civilizaciones más dispares se muestran siem pre reticentes . Se diría que es la ocasión predilecta para el eufemismo. No sucede así en el Śatapatha Brāhmaṇa . El acto de matar , connatural al sacrificio en términos generales, es aquí aplicado ante todo al sacrific io mismo: celebrar un sacrificio implica la matanza del sacrificio. No queda del todo claro qué se entiende por eso, pero se puede deducir de las historias en las que el sacrificio, en forma de caball o o de antílope, huye de los dioses. El sacrificio puede ser una abstracción; entonces huye delan te de otras tantas abstracciones, como la «soberanía sacerdotal». Al mismo tiempo, puede ser matada una planta que es un rey: Soma. O también una simple ofrenda de granos de cebada. O una víctima animal. La mayoría usarían la palabra «matar» sólo en relación con ésta, mientras que para los ritualistas védicos la matanza de la víctima animal es sólo un caso entre muchos en una secuencia de matanzas. Este procedimient o podría ser leído como lo opuesto del eufemismo. En vez de edulcorar el acontecimiento violento, se lo expande, aplicándolo a todo. Porque cuanto acontece en el sacrificio inviste el todo de la existencia y se encuentra en todos sus niveles, tanto entre las abstracciones como entre las plantas. En sánscrito, en griego y en latín la matanza era definida como la «aceptación» del animal de ser inmolado. En India, la matanza acontecía fuera del área sacrificial y no debía ser vista por nadie excepto por el śamitṛ , el matarife que seguía el acto. Incluso en el caso en que se sacrificaba una sustancia vegetal como el soma , el mazo debía golpearla en presencia de un personaje con los ojos vendados. En los coberti zos de los cultivos intensivos, en este instante, millones de animales pasan un intervalo tortuoso de vida, apiñados en espacios que les impiden moverse antes de ser matados del modo más expeditivo. Según la ideología de la industria alimentaria eso equivaldría a la «aceptación», consent , de los animales mismos, que en esas condiciones se sentirían más seguros . Cuando se llegaba a ciertos pasajes cruciales, algunos gestos servían para esquivar o superar una contradicción que de otro modo hubiera tenido un efecto paralizante. Cuando el animal elegido como víctima es conducido a la inmolación, el sacrificante, ¿deb e tocarlo o no? No debe tocarlo, se dice, porque es conducido a la muerte. Debe tocarlo, se dice también, porque esa «víctima que [conducen] al sacrificio no es conducid a a la muerte». ¿Cuál es la verdad? Ambas. ¿A cuál hacer caso? Si el sacrificante toca a la víctima tiene contacto con la muerte. Si no la toca, será apartado del sacrificio. ¿Qué hacer? Observando la escena sacrificial, se vería el pratiprasthātṛ que guiaba a la víctima tocándola desde detrás con dos estoques, el adhvaryu sosten ía un borde del vestido del pratiprasthātṛ y, en fin, el sacrificante sostenía un borde del vestido del adhvaryu . Avanz ando en fila, en silencio, como los ciegos de Brueghel. Un tanto inclinados, concentrados. Ese modo de proceder era la solución: así el sacrificante al mismo tiempo tocaba y no tocaba a la víctima. Así creyeron evadir la lógica mediante el ritual. En el momento de la inmola ción, se aparta la mirada. El animal es matado fuera del trazado sacrificial, junto al śāmitra , el fuego donde se cuecen los miem bros de la víctima, externo al área trapezoidal preparada para el sacrificio, hacia el nordeste . Como en la trage dia griega y en perfecta correspondencia con el significado; la matanza es lo que sucede fuera de la escena . El rito o la tragedia son complejas operaciones ceremoniales que permiten elaborar ese acontecimiento intratable, al que no está permitido asistir . Éste es el momento principal en el que se manifiesta el eufemismo inherente al sacrificio. Antes de golpear a la víctima no se puede decir: «¡Mata!», porque «ésa es la manera humana». Hay que decir: «¡Haz que acepte !» Algunos juzgan una hipocresía esta prescripción; otros, algo sublime. Es las dos cosas a la vez. Sobre todo, es lo que sucede en cualquier caso, siempre que el acto mudo se reviste de palabras. Sería ingenuo pensar que los ritualistas védicos se preocuparan de cubrir o atenuar algo. No se correspondería en absoluto con su estilo. Llegado el caso, sabían precisar con la misma claridad: «Cuando hacen que la víctima acepte, la matan.» La fórmula brahmánica está en precisa correspondencia con el ritual romano, que exigía el dócil consentimiento de la víctima para que la ceremo nia fuera impecable. Ya el oráculo de Delfos había reconocido que «si un animal acepta inclinando la cabeza hacia el agua lustral […] sacrificarlo es justo». El resquemor continúa incluso después de la matanza, o el asentimiento, si preferimos usar la manera de los dioses. En ese momento la víctima se ha convertido en alimento para los dioses. Pero «el alimento de los dioses es viviente, inmortal para los inmortales», mientras que la víctima es un animal exánime, estrangulado o degollado. La contradicción se adensa sobre todo en torno a la matanza de la víctima sacrificial, como nudos que afloraran en diversos puntos de un tejido, arruinándolo. ¿Qué hacer , entonces? Se veía adelantar se a la mujer del sacrificante . Se volvía hacia el sacrificio, lo loaba. Después se acercaba a la víctima y comenzaba a limpiar con agua los orificios. Por allí pasab an -habían pasado- los espíritus vitales. Pero «los espíritus vitales son agua». Ahora, apenas humedecido, ese cuerpo inmóvil volvía a ser «verdaderamente viviente, inmortal para los inmortales». Se había sorteado otro obstáculo. La primera forma tangible del mal es producto de la congoja de la víctima que está a punto ser ejecutada. Esa congoja se deposita en el corazón. Pero la primera característica del mal es que, como la energía, no se deja eliminar , sólo transformar , desplaza r. De este modo, el mal pasa del corazón de la víctima al estoque que la hiere. ¿Qué será de ese estoque? Los oficiantes querrían que se lo tragara la corriente, cerca del terreno sacrificial. Así se acercan, cautos, a las aguas; buscan conmoverlas, pidiéndole que sean amigas. Las aguas, sin embargo, apenas los ven acercarse con el estoque, se retraen. Entonces comienza una negocia ción. Los oficiantes saben que debe n llegar a un pacto con las aguas. Aceptarán no arrojar el estoque después del sacrificio a Agni y Soma, ni tampoco, después de eso, sólo a Agni. Obtendrán, a cambio, que una vez sacrificada la vaca estéril, al final de la ceremonia, entonces se podrá arrojar el estoque al agua. Los ritualistas se consideraron satisfechos de este resultado, porque con la vaca estéril «el sacrificio se completa». Lo que concluye, pensaron, por su posición estratégica tiene el poder de transfigurar todo lo que lo ha precedido. Liberándose de esa extrema parte del mal, podían creerse liberad os de todo el mal. Habría sido difícil sacar más que eso. El sentido de culpa por el sacrificio era muy agudo incluso en los dioses. Cuand o la primera víctima fue sujetada, un sentimiento de temor los invadió: «No se sintieron inclinados a eso.» Sabían que lo que estaba por llevarse a cabo era el modelo de toda culpa. Cosa que iban a transmitir a los hombres. Así, cualquier especulación sacrificial se sobrepondría un día a la culpa, hasta vagar en la abstracción en los lugares más remotos del cielo o de los orígenes; al final de la ceremonia, esa percepción de la culpa volvería a aflorar , aún más aguda, imperiosa, y concentrada en un objeto: el estoque que hiere al corazón. ¿Cómo eliminarlo? La culpa no se degrada, no se dispersa, no se atenúa. Como un material radiactivo, continúa irradiando. Una vez más, se trataba de una solución a lo insoluble: «Sepultará el estoque en el punto en el que se encuentran lo seco y lo húmedo.» Punto misterioso, que no se pued e precisar . Punto, se puede suponer , en el que los elementos se neutralizan, en el que la congoja permanecería suspendida, inoperante, aunque no eliminada. Esto es lo que se puede alcanzar: un precario equilibrio. La congoja permanece. Desembarazarse del estoque en cuanto la vaca estéril ha sido sacrifica da: ése es el pacto vigente, hasta hoy. La medida más eficaz ha sido la de olvidarlo. Al final del sacrificio se necesitan los ritos para salir de él. Ritos que responden punto por punto a los celebrados para entrar en el sacrificio. La forma A-B-B-A, conocida para cualquiera que haya estudiado música, tiene aquí su origen. Así, también toda estructura en la que el fin debe corresponderse con el principio. Dado que al principio, en el lugar del sacrificio, no había nada, se tratará en primer lugar de destruir , eliminar , borrar huellas. Se queman las hierbas que han servido de cojín para los dioses invisibles, se destruyen las diversos herramientas, se quema el poste sacrificial. Sólo un objeto permanece intacto, aunque es escondido: el estoque que ha herido el corazón de la víctima, porque «el instrumento del crimen o del dolor deber ser escondido». El dilema último del sacrificio se mostró cuando se mató a Soma. Entonces hubo un intercam bio entre los dioses y Mitra, que el sacrificante rememora en el momento en que mezcla el soma con la leche: «Él lo [el soma ] mezcla con la leche. La razón por la que lo mezcla con la leche es ésta. Soma en verdad era Vṛtra. Entonces, cuando los dioses lo mataron, dijeron a Mitra: “¡Mátalo también tú!” Pero él no quería, y dijo: “Y o soy ciertamente amigo ( mitra ) de todos; si no soy amigo me convertiré en noamigo (amitra ).” “¡Entonces te excluiremos del sacrificio!” Él dijo: “Yo también mato.” El ganado se alejó de él, diciendo: “Él, que era amigo, se ha vuelto no-amigo.” Él permaneció sin ganado. Mezclando [el soma ] con la leche, los dioses entonce s le proveyeron el ganado; y de modo similar ahora este [oficiante] lo provee [al sacrificante] mezclando [el soma ] con la leche. »A propósito de esto dicen: “Seguramente no les gusta matar .” Por eso la leche que hay en esta [mezcla] pertenece a Mitra, pero el soma pertenece a V aruṇa: por eso se mezcla con leche.» Sacrificar no puede ser sino complicidad con el acto de matar . Sólo así se puede evitar quedar excluidos del sacrificio. Ésta debe ser una amenaza grave si hasta Mitra, el Amigo, aquel que representa la pureza del brahmán, acepta participar en la matanza con tal de no quedar exclui do del rito. ¿Qué pierde quien queda excluido del sacrificio? Todo, por cuanto lo que se puede tener es el resultado de una acción, y esa acción es desencadenada por el deseo. Quien acepta la acción -y el deseo que la mueve- acepta también la matanza. Es la regla inflexible de la sociedad sacrificial, en este símil con -y acaso modelo de- toda sociedad secreta, toda sociedad criminal. El grupo se basa en la complicidad; la complicidad más cerrada viene dada por el acto de matar . Y no tiene por qué ser tranquilizador el hecho de que la muerte sea el resultado de exprimir el jugo de una planta. Más bien al contrario, deja entrever que el reino en el que obra la matanza es más grande de lo que se puede pensar , tan grande como el mundo. Cuando, en época védica, se dice: los invisibles , no debe entenderse como una alusión metafísica sino como referencia a una situación que recurre en todos los ritos «solemnes», śrauta . Los presentes pertenecen a cuatro categorías: el sacrificante, a beneficio del cual se celebra el rito (asiste pero no actúa, una vez que ha pasado a través de la consagración); los oficiantes (dieciséis: los hotṛ, los udgātṛ , los adhvaryu ), que deben pronunciar los versos del Ṛgveda , canta r las melodías del Sāmaveda , murmurar las fórmulas del Yajurveda , y a la vez cumplir con los innumerable gestos que componen la ceremonia (este último es un cometido exclusivo del adhvaryu ); el brahmán, sacerdote que observa todos los detalles e interviene sólo si se cometen errores y si no debe mantenerse en silencio. Existe también un último grupo entre los presentes: los dioses, los invisibles. Más precisamente: aquellos que están agazapa dos alrededor del fuego āhavanīya , sobre capas fragantes de hierba kuśa , todos invisibles excepto Agni y Soma. Agni es siempre visible, porque es el fuego. Rey Soma es visible en el agniṣṭoma , porque en ese rito es el soma mismo lo que se ofrenda. Después de haber sido purificado gracias al pavitra -el «filtro», que en este caso está hecho de estelas de hierba sagrada-, porque «impuro, en verdad, es el hombre: está podrido por dentro en cuanto dice la no-verd ad», el sacrificante dobla los dedos hacia la palma de uno en uno, evocando para cada uno una potencia diversa, porque quiere aferrar el sacrificio. El come ntarista agrega: «No visiblemente, de hecho, ha aferrado el sacrificio, como este bastón o una vestiment a,
  • 🦌 Sacred Invisible Hunt

  • 🔄 Sacrifice exists in perpetual tension between the 🌍 visible and 🌌 invisible realms, requiring meticulous ritual precision to bridge this fundamental fracture in reality
  • The black antelope (🦌 mṛga) embodies profound paradox—it defines civilization's boundaries, cannot itself be sacrificed, yet "the black antelope skin is the sacrifice" and essential for ritual completion
  • 🩸 Ritual killing serves as necessary violence that acknowledges the unbridgeable gap between discrete and continuous existence—sacrifice must die to fulfill its purpose, creating a temporary healing of cosmic wounds
  • The celestial drama of Prajāpati (as antelope) struck by Rudra's arrow (visible as Orion's constellation) reveals hunting as sacrifice's ancient foundation—humans sacrifice because they hunt, layering one necessary guilt upon another
  • 🏃 The sacrifice repeatedly flees as antelope—both when gods attempt to sacrifice it and when rituals fail to encompass totality—yet is always struck by the arrow, demonstrating that while sacrifice may be interrupted, the act of killing cannot
  • Śiva's dual nature as both hunter (mṛgavyādha) and prey (mṛgākṣa) represents the complete sacrificial cycle, embodying the totality that sacrifice must embrace to avoid being reduced to mere slaughter
sino que invisibles son los dioses, invisible el sacrificio.» Cada práctica sacrificial, bajo todos los cielos, implica la relación con lo invisible, pero nunca como en la India de los ritualistas védicos esa relación ha sido declarada, celebrada, estudiada hasta en los más mínimos detalle s, hasta incluir el movimiento de los meñiques. Así descubrimos que los meñiques son los primeros dedos en moverse, en el gesto de aferrar el sacrificio y representan nada menos que a la mente. Esta continua oscilación entre lo ínfimo y lo enorme, con igual atención a ambos, es la primera característica de la liturgia védica. Tanta es la tensión y la precisión de esa relación -muy tupida, incesan te- con lo invisible que no sorprende el hecho de que lo visible de la vida védica haya perma necido tan desnudo, tan poco vistoso, tan ajeno a toda monumentalidad; ni que sus habitantes se hayan preocupado tan poco por dejar una huella suya que no fuera textual, que no encontrase su objeto en esa invisibilidad que no se puede aferrar como un bastón o el borde de un vestido, y sin embargo se aferra. Como en un tiempo el animal del bosque, lo invisible es la presa que la liturgia enseñ a a cazar , persiguiéndolo, espiándolo, aferrándolo. Finalmente lo mata, como sucedía en la caza y entonces se repetía en los actos del sacrificio. Después de todas las otras , se formula una última pregunta acerca del sacrificio: ¿por qué lo que es ofrendado a lo invisible debe ser tamb ién matado? Estrangular al animal, exprim ir el soma , moler el cereal: se trata siem pre de matar . Esto implica, desde ya, una agudización del pensamiento, un esfuerzo de explicitación que, en otras latitudes, no fue tenido por necesario. Para los ritualistas védicos con eso se había llegado sólo a la penúltima pregunta. Con ésta se encadenaba otra, que insistían en formularse: ¿por qué la celebración de un sacrificio es además la matanza del sacrificio? ¿Por qué, en el caso del sacrificio, la ejecución del acto no puede ser sino la ejecución capital no sólo de la víctima sino del sacrificio mismo? ¿Por qué el sacrificio es un acto que no sólo mata sino que se mata? Se entra aquí en la zona más oculta de la especulación litúrgica védica, una zona en la que se vuelve cada vez más arduo encontrar paralelos con otra civilización. Es una zona en la que hay que moverse con cautela, porque «los dioses prefieren el secreto», como repiten incansablemente los textos, apenas se franquea el umbral de lo esotérico. ¿Por qué, entonces, el sacrifi cio mismo debe morir , cada vez que se cumple? ¿Por qué debe volver a cumplirse? El sacri ficio no es nunca, no podría ser nunca un acto individual. El acto individual es el ases inato; el cuchillo que descuartiza un cuerpo, la flecha que lo hiere. El sacrificio es, en cambio -no podría no ser-, una secuencia de actos, una composición, un opus . Todo converge lentamente, meticulosamente hacia la oblación o la inmolación. Horas, días, incluso meses (o años) por una parte; pocos instantes -o un solo instante- de la otra. El sacrificio exige tiempo, exige el tiempo , la articulación en la duración. Sabemos por las vicisitudes de Prajāpati que la articulación en la duración equivale a la desarticulación del Progenitor , a su desmembramiento en el Año, es decir a su muerte: «Cuando [Prajāpati] se desarticuló, el aliento vital salió de su interior», y, cosa aún más grave para el Progenitor de los dioses, Prajāpati sintió terror de la muerte: «Después de haber creado todas las cosas existentes, se sintió agotado y tuvo miedo de la muerte.» La vida de lo Bajo requiere la muerte de lo Alto, así como la vida de lo Alto exige la muerte de lo Bajo. Para que los dioses sigan viviendo se debe cumplir con una matanza. Para que los hombres sigan viviendo es necesario que el Progenitor se haya desmembrado en el mundo. Esto es el ṛta, el «orden del mundo», o, por lo menos, es uno de sus principios reguladores. Sin embargo, tampoco esto es suficiente, y apunta a otra cosa. Entre lo visible y lo invisible no puede haber una circulación fluida, un intercambio tranquilo. Hay un desnivel brusco entre esos dos polos, que puede superarse solamente a través de precisos y complejos acuerdos. Tan complejos que pueden ocupar la vida entera. La matanza sacrificial es el más evidente y el más grave de ellos. Si las ofrendas circularan intac tas entre cielo y tierra, si no corrieran el riesgo de ser acompañadas por un acto violento, entre lo visible y lo invisible habría una correspondencia inmediata. Lo invisible se trasluciría permanentemente en el mundo, perdiendo así su opacidad, su dura mudez. Inmensamente más fácil sería la vida, y también menos aventurada. Pero no es así. A cada despertar corresponde una incertidumbre radical sobre el todo, y, si el agnihotra debía ser celebrado cada día inmediat amente antes de la salida del sol, era también porqu e nada garantizaba que ello sucediera. Tal vez Sūrya, Sol, necesitaba ayuda. La violencia -aunque circunscrita, atenuada, convertida en eufemismo- no era suprimible, en cuanto única señal adecuada, por irreversible, de ese hiato, de esa discrepancia entre lo visible y lo invisible que nada hubiera podido sellar . Entre ambos extremos había una cavidad, una herida abierta. Ésta podía ser - provisionalmente- sanada sólo a condición de reafirmarla en la acción violenta del sacrificio: «Él cura así el sacrificio por obra del sacrificio.» Si esto sucedía, los impracticables barrancos del sacrificio se transformaban en pistas celestes. Entonces se alzaba en vuelo ese halcón que hasta un instante antes había sido un altar edificado con diez mil ochocientos ladrillos, tantos como horas tiene un año. Un altar hecho de tiempo. Al tiempo no se le podía sustraer la potestad, ni tampoco la obligación de matar . El hecho de que entre lo visible y lo invisible haya una distancia, una divergencia, una fractur a, que lo visible permanezca hasta el final suspendido en el vacío no queda explícito en ningún pasaje de los textos védicos. No toda la doctrina del bosque (expresión usada para designar la enseñanza esotérica) era dicha, o podría ser dicha en determinados términos. Quedaba algo pendiente, incómodo, que correspondía a la constitución de lo que es. Si el sacrificio fuera sólo la ilusión de algunos grupos de hombres que vivieron en épocas y situaciones remotas, la vida que lo ignora no se encontraría obligada a record arlo y reencontrarlo, camuflado, solapadamente recurrente y huidizo, como un antílope negro en medio de los coches. Algunos pensamientos de los ritualistas védicos podrían exponerse sin recurrir a sus categorías y argumentaciones, sino usando palabras aceptables también en un aula universitaria del siglo XXI. Por ejemplo: la relación entre lo visible y lo invisible se superpone a la que existe entre lo discreto y lo continuo. Como lo visible no llega rá nunca a penetrar en lo invisible, por mucho que se expanda y se vuelva cada vez más transparente y significante, del mismo modo lo discreto no llegará nunca a coincidir con lo continuo, que lo envuelv e y lo supera . Existe un punto de fractura entre las dos series, que con frecuencia se reconoce por un rastro de sangre. Lo invisible y lo continuo pertenecen a la mente y manifiestan su soberanía. Lo visible y lo discreto son el despliegue de lo que es externo a la mente, inervado en la mente pero irredu ctible a la mente. Todo lo que acontece es un intercambio y un pasaje ininterrumpido entre los cuatro ángulos de este cuadrado. El punto en el que se cruzan y se encuentran las huellas es el centro del quincunx , la quinta piedra sobre la que se disponen las estelas del soma antes de que otras cuatro piedras las golpeen, las laceren, para que pueda colarse el jugo embriagador . XX. LA CARRERA DEL ANTÍLOPE NEGR O El antílope negro es considerado por muchos el más bello de los antílopes debido al elegante pelo negro y blanco del macho, y a los largos cuernos en espiral. En otro tiempo, la especie vagó en grandes manadas por los bosques y las tierras cultivadas de la India, cosa que lo convertía en la especie más visible y cazada de la fauna local. Ahora esas grandes manadas ya no existen y el animal se mueve en lo que queda de esos prados, en pequeños grupos dispersos. G. B. SCHALLER, The Deer and the T iger Mṛga es el antílope negro por excelencia. Pero la palabra designa a cualquier animal selvático. Lo que le pasaba al antílope negro implicaba a todo el mundo de los animales no domésticos, el mundo que otrora había sido sinónimo de caza . Hablar del antílope negro despertaba la sensación de un entero orden de la vida y del pensar , que ya en época védica había sido sometido, y sin embargo continuaba estimulando todo pensamiento. Karl Meuli fue excesivo en su intento de derivar el fenómeno del sacrificio, en su totalidad, de la caza. Pero, si no abarca también la caza -y la época de los cazadores-, toda teoría del sacrificio no puede sino quedar trunca. Āryāvarta, «la tierra de los Arios», es el espacio donde «por naturaleza vaga el antílope negro», lo que lo convierte en «país idóneo para el sacrificio». La civilización es el lugar del sacrificio, el sacrificio se puede celebrar sólo allí donde vaga en libertad el antílope negro, animal no sacrificable. Al mismo tiempo, en seis ocasiones el Śatapatha Brāhmaṇa afirma : «La piel del antílo pe negro es el sacrificio.» Los ritualistas no derrochaban palabras. De hecho, el antílope negro no es sacrificado, pero se lo mata de todos modos, y en la escen a de su primordial matanza es visible todas las noches en el cielo, donde el antílope es Orión, herido por la flecha de Sirio. Entiéndase: donde el antílope es Prajāpati herido por la flecha de Rudra. Pero «entonces», cuando el antílope fue herido por Rudra, «los dioses lo encontraron, le sacaron la piel y se la llevaron consigo». En esa ocasión, se dice, «el sacrific io huyó de los dioses y, convertido en un antílope negro, se puso a vagar». La emboscada de Rudra a Prajāpati era ya un sacrificio. Además, la piel del antílope, animal no sacrificable, pertenece al sacrificio, e incluso es usada «para que el sacrificio sea completo». Sin apoyarse sobre esa piel, el sacrificio fracasaría. Le faltaría, precisamente, lo que al sacrificio le está prohibido . Sin embargo, si el sacri ficio no se extiende a todo no es eficaz. La aporía no parece tener solución . ¿Para qué sirve el rito, sin embargo, sino para resolver con el gesto aquello que el pensamiento no puede resolver? Así, la piel del antílope se volverá «el lugar de la buena obra». El hech o de que cualquier acontecimiento pertenezca al menos a dos mundos -el cielo y la tierra, lo invisible y lo visible- queda sobrentendido en cada momento de las ceremonias. Pero ¿cómo mostrárselo a aquel que es consagrado? ¿Cómo hacer para que se apoye a la vez sobre ambos mundos? Se extenderán en el suelo dos pieles de antílope negro, «juntadas por el borde, así como estos dos mundos están, en cierto modo, juntados por el borde ». Como si se tratara de mundos, en apariencia, de extensiones semejantes y no disímiles en su aspecto, que son cosidos a lo largo del borde y se comunican después violentamente a través de agujeros por los que se hace pasar un lazo. Son las dos modalidades del contacto: la adyacencia osmótica, a lo largo de los bordes del mundo, donde las cosas parecen pertenecer no ya a uno sino a dos mundos; y la irrupción (los agujeros), que explica el improviso torbellino ocasionalmente ejercido por un mundo sobre el otro. Sólo si el sacrificante se apoya sobre esas dos pieles de antílope cosidas podrá ser consagrado. En un determinado momento el sacrificante tomará una piel de antílope negro y se sentará: «Sus pelos blancos y los negros representan los versos ṛc y los versos sāman : y precisamen te los blancos el sāman y los negros el ṛc; o, al revés, los negros el sāman y los blancos el ṛc. Los marron es y amarillos, en cambio, representan las fórmulas yajus. » Sentarse sobre una piel de antílope negro: sólo este gesto permite que el sacrificio se complete. Dado que el sacrificio lo es todo, el todo no puede ser incompleto. Por eso la inquietud frente a lo incom pleto es aguda y siempre recurrente: ¿tendrá sentido el sacrificio? O, en todo caso, ¿será completo? Estas preguntas repican, pulsan. Sólo el acto de sentarse sobre la piel del antílope negro puede dar una respuesta tranquilizadora. ¿Por qué? Hay una historia detrás, naturalmente: una antigua y oscura historia. Entre los dioses y el sacrificio el acuerdo no es inmediato, más bien al contrario: «La naturaleza divina […] no presenta ninguna afinidad particular con el sacrificio.» Los dioses, empero, saben que sólo mediante el sacrificio podrán vencer a sus adversarios: los Asura, los Rakṣas. Saben también que sólo deben al sacrificio el hecho de que sean inmortales. Pero el sacrificio no es un conocimie nto que se revela y se deja poseer de una sola vez. No es ni siquiera un corpus bien definido. Por su naturaleza, el sacrificio se expande en todas las direcciones : ¿hasta dónde? En todo caso, «los dioses vieron el sacrificio uno a uno», dice la Maitrāyaṇī Saṃhitā . Fue una conq uista gradual, inciert a y fatigosa. Con frecuencia, allí donde los dioses no podían, podían los ṛṣi; como le sucedió, entre otros, a un ṛṣi serpentino, Arbuda Kādraveya, que enseñó a los dioses cómo beber el soma sin caer en la ebriedad. Entonces los dioses debieron seguir humildemente lo que un vidente había intuido antes que ellos. Así fue la vida por largo tiempo, antes de que aparecieran los hombres, e intent aran también ellos alcanzarlo todo mediante el sacrificio. El camino fue mucho más tormentoso. Si el sacrificio había huido de los dioses, tanto más sucedió con los hombres. ¿Por qué, desde el principio, el sacrificio había huido y, «volviéndose un antílope negro, se había puesto a vagar»? Ningún texto da una respuesta satisfactoria. Pero hay que recordar un sobrentendido: el antílope no es un animal sacrificable. El antílope es, por excelencia, el animal salvaje, la presa de los cazadores. Mientras que sólo son sacrificables los animales domésticos; más precisamente, cinco entre ellos, uno de los cuales es el hombre. Por otra parte se afirma en varia s ocasiones que «la piel del antílope negro es el sacrificio». Éste es entonc es el estado de las cosas: el animal que «es casi el emblema del sacrificio» no puede ser sacrificado. Al mismo tiempo, se dice que «allí donde por naturaleza vaga el antílope negro es el país idóneo para el sacrificio; fuera de él se encuentra el país de los bárbaros». O también, resumidamente: «Escuchad las leyes del país donde está el antílope negro.» La carrera libre del antílope negro traza los límites de la civilización, que coincide con los lugares donde se practica el sacrifici o. Sólo un animal salvaje puede trazar el perímetro de los lugares de la ley . El antílope huye porque los dioses quieren sacrificarlo (el antílope, en efecto, es el sacrificio), y el antílope sabe que es un animal que no puede y no debe ser sacrificado. El antílope tiene sólo dos oponentes invisibles : el depredador y el cazador . Dos seres singulares, que matan de manera fulminante, sin obstáculos ceremoniales, con sus garras o con sus flechas. Son lo inmediato mismo. El opuesto, entonces , a una multitud de seres -los dioses- que escogen a su víctima y en torno a ella arman una larga ceremonia, que se sigue según una secuencia de actos. En el pensamiento de los ritualistas, según las palabras luminosas de Malamoud, «la ejecución, en el sentido de actuación, del sacrificio equivale a la ejecución, en el sentido de matar , no sólo a la víctima, sino al mismo acto sacrificia l». Por eso el antílope se sustrae a los dioses. Nadie nos ha contado qué pasa después, cuando los dioses lo persiguieron . Pero un día volvieron con una piel de antílope negro. Lo habían matado y desollado igual que los cazadores. Desde ese momento no se dieron nunca más a la caza. Pasaban el tiempo ideando y celebrando sacrificios. En cuanto a los oficiantes, debían ceñirse la ijada con una piel de antílope negro. O, al menos, tenerla al alcance de la mano y tocarla, como para recordar algo. O bien el iniciando tenía que sentarse encima de ella, como si el contacto con el suelo estuvie ra mediado por esa piel de animal, en la que declara ban reconocer los metros. El contacto con la piel del antílope no servía sólo para recordar esa fuga y esa persecución que nadie nos ha contado. Hay, empero, otras persecuciones, otras fugas, de las que alguna escena nos ha sido narrada, o insinuada. Entre todos, destacan dos episodios. Prājapati se acercó al cuerpo de su hija Uṣas y, mientras la tocaba, se transformó en un antílope, igual que Uṣas. Fue entonces cuando Rudra lo hirió con su flecha de tres nudos. Parecía una escena de caza, y en ese momento Rudra se volvió mṛgavyādha , «aquel que hiere al antílope». Prajāpati, que «es el sacrificio», se elevó entonces , llagado, hacia el cielo. Huía de los dioses, sus hijos, que se habían conjurado en su contra. Huía de Rudra, el Arquero, que lo había herido en el momento más alto del placer . El antílope que era Prajāp ati huía, demasiado tarde, de una emboscada. Esto no formaba parte de una ceremonia: sus hijos -ahora sus adversarios- querían sencillamente matarlo, como una de las tantas bestias del bosque. El sacrificio huía frente a la pura, instantánea muerte, la que alcanza a la presa mediante el cazador . Huía demasiado tarde. Prajāpati tenía una meta: un gajo del cielo, en el que se arrellanó formando una constelación: Mṛga, el Antílope, la misma a la que los griegos llamaron Orión. No sólo la presa, también el cazador se movió hacia el cielo. El Arquero se convirtió en Sirio, el Cazador del Antílope. Las tres estrellas en las que los griegos recono cieron el cinturón de Orión eran la flecha de tres nudos disparad a por Rudra. Así, esa escena se volvió el trasfondo de cualquier otra escena. Así, pudo también iluminar toda escena: de noch e, el Antílope, Mṛga, señalaba el camino, la «pista», mārga , para sus comp añeros que vagaban en el bosque. Desde entonces hasta hoy, los significados de esa escena no se han agotado. Todavía alzamos los ojos para contemplarla y descubrimos algo. Por lo que se refiere a la historia de los hombres, uno de los significados era éste: la caza es el trasfondo del sacrificio. El sacrificio es una respuesta a la caza: es una culpa que se superpone a la culpa de la caza. El hombre sacrifica porque ha cazado, porque caza. Caza porque ha reconocido en la matanza un acto irreparable e insoslayable, al menos desde que empezó a comer carne, imitando a los depredadores por los que hasta entonces había sido devorado. De este modo se volvió más poderoso, pero se expuso, a la vez y para siempre, al «peligro más grande», que consiste en esto: «El alimento de los hombres está hecho completamente de almas. Todos los seres que debemos matar y comer , todos aquello s a los que debemos golpear y destruir para hacer nuestros vestidos tienen alma como nosotro s, que no desaparece junto con el cuerpo y que debe ser pacificada para que no se vengue de nosotros, desde el momento en que nos llevamos su cuerpo.» Así habló Aua el esquimal a Knud Rasmussen, con inigualada lucidez. Éste era el punto oscuro, que nadie quería nombrar , porque causaba demasiado terror , y porque nada conseguiría nunca borrarlo. Era un umbral cegador , el lugar de la culpa, donde las ceremonias impulsaban a los hombres a volver una y otra vez para hacerles cometer otra culpa -el sacrificio- que curara la primera culpa: el acto de matar . El oficiante que continuamente toca, sin aparente razón, la piel del antílope negro, durante la ceremonia, oscuramente recorre todo eso, como si la historia entera de los hombres se condensase en ese gesto suyo. La parte más remota, la más larga, la más pertinaz de esa historia era la que, principalmente, se dejaba advertir en el contacto con la piel del antílope negro. Hubo además otra fuga del antílope. Sucedió durante el sacrificio de Dakṣa, ese sacrificio que fue una catástrofe, latente en todos los demás sacrific ios posteriores . Dakṣa, el oficiante, no quiso invitar a Śiva, seductor y raptor de su hija Satī. Quería que el orden sacrificial subsistiese sin ese dios, que lo atraviesa por completo. Esta invitación nega da fue el origen de la ruina. Por otra parte, nunca hubo un oficia nte tan impecable como Dakṣa; ningún sacrificio se preparó nunca con tanto cuidado y grandiosidad. La precisión y la orden rigurosa no bastaron, sin embargo. Excluir es precisamente lo que el sacrificio no puede hacer . Si el sacrificio no abraza el conjunto de lo que es, no es más que una masacre. Es decir: queda reducido a una masacre. Así los dioses, flagelados por la furia de Śiva, se arrastraron por la tierra, sangrantes y doloridos en torno al altar. Entonces el sacrificio huyó, horrorizado, junto con el fuego. No ya, esta vez, porque estaban por sacrificarlo, sino porque el sacrificio fraca saba, revelaba no estar en condiciones de sostener el todo de lo que es. Por eso se refugiaba en el cielo. Sin el fuego sacrificial, ningún rito iba ya a ser posible. Se vio al antílope levantarse del altar de Dakṣa y correr hacia el cielo, y seguir corriendo en el cielo. Allí fue alcanzado, una vez más, por la flecha de Rudra. El sacrificio podía interrumpirse, suspenderse, huir; pero no así el acto de matar . Éste era el mensaje que se clavaba junto con la flecha en la carne del antílope. Se imponía, en este punto, una constatación: del sacrificio se quiere huir siempr e. O bien porque el sacrificio se cump le, o bien porque no llega a cumplirse. En todo caso, se es alcanza do por una flecha. ¿Es una vuelta a la caza? ¿Es una extensión del sacrificio mismo? ¿Tiene sentido preguntarlo? Lo que perm anece está escrito en el cielo; allí eternamente la flecha alcanz a al antílope. Bajo esa imagen vivimos nosotros, testigos de la fuga y de la herida. Heredero de Rudra en otro eón, Śiva mantiene una estrecha relación con el antílope. Acostumbra a sentarse sobre una piel de antílope negro . Después de la serpiente, el antílope es el único animal con el que Śiva tiene contacto físico. En los bronces se lo encuentra frecuentemente, entre los dedos de la mano del dios, preparada para salir corriendo. Cuando Śiva vaga en el bosque como un mend igo, con frecuencia un antílope se le acerca y levanta la cabeza hacia él, que le ofrece hojas con la mano izquierda, mientras con la derecha sostiene una escudilla que es la calavera de Brah mā. Como Rudra, Śiva es llamado mṛgavyādha , «el que hiere al antílope», pero también mṛgākṣa , «el que tiene ojos de antílope». Es el cazador y la presa. No porque alguie n llegue a golpear a Śiva (¿cómo podría ?), sino porque Śiva es la totalidad del sacrificio: el que se desarrolla según los ritos, cerca de la aldea; y el
  • 🌿 Soma: Divine Intoxication

  • 🍷 Soma represents the paradoxical heart of Vedic civilization—a sacred intoxicating plant juice that grants divine ecstasy while simultaneously functioning as the foundation of cosmic and social order
  • 🌙 Existing simultaneously as plant, liquid, king, moon, and deity, Soma embodies the ultimate sovereign power that transcends boundaries between earth and heaven, quality and quantity, visible and invisible
  • 🦅 The dramatic theft of Soma from heaven establishes the fundamental metaphysical equivalence of Word-Woman-Exchange, revealing how the most sacred substance becomes the foundation of all value and commerce
  • 🔥 Soma and Agni (fire) share a profound connection as the only visible gods, both born in celestial darkness but manifesting on earth, representing the hidden forces that make sacrifice and consciousness possible
  • 💫 The transformative power of Soma allows consciousness to expand beyond all barriers—"I extend beyond the sky and this great earth"—creating a state where the drinker experiences divine omnipotence and cosmic vision
  • ⚔️ The text reveals the eternal tension between priestly and royal power, with Soma representing both the substance that kings require for legitimacy and the divine king himself who betrays the brahmanical order
que se desarrolla sin reglas, en el bosque del mundo. La carrera del antílope negro fue también la carrera de un pensamiento extremo, que atravesó los desfiladeros de Afganistán para detenerse en la llanura del Ganges. Aparentemente no quisieron ir más allá. Continuaron venerando una planta que crecía en montañas lejanas. Era cada vez más difícil encontrarla. Cada vez con menor frecuencia podían exprimir el jugo. Mediante esa planta, veneraban la ebriedad. Era lo último a conquistar . Allí donde vaga el antílope negro está la civilización. El antílope negro huyó del sacrificio, que funda la civilización. Por eso la civilización se extiende hasta donde circula un ser que ha huido de la civilización, que no quiso dejarse matar por la civilización. XXI. EL REY SOM A Hay miles de páginas de los Brāhmaṇa dedicados al soma y a sus ritos; y todos los himnos del noveno ciclo del Ṛgveda . Entre los escasos realia a los que se hace referencia en los textos, el soma es el más presente. Pero no sabemos con certeza qué era, sólo sabemos esto: era un «zumo», soma , que producía ebriedad. Los intentos de identificarlo, desde mediados del siglo XIX en adelante, han sido torpes y poco certeros. Por otra parte, no explican por qué motivo, ya en época védica, se hablaba del soma como de algo del pasado, que había sido sustituido en los ritos. ¿Cómo se puede sustituir la ebriedad? Ésta es la ironía más hiriente -entre muchas otras- con que se encuentra quien se acerque al mundo védico. No por casualidad fue descuidada o ignorada por muchos estudiosos que siguen tratando el soma como un signo algebraico: lo importante, dicen, es reconstruir con precisión los gestos que celebraban el soma , menos importante es conocer qué era lo que celebraban. Los modernos en general se muestran orgullosos cuando enuncian preceptos por el estilo, indiferentes hacia cualquier sustancia, preocupados sólo por dejar claros los procedimientos. Creen, con eso, haber llegado a un alto grado de la escala evolutiva. No saber qué es el soma es como no saber qué es el fuego. Porque Agni y Soma son dos dioses, pero también una llama y una planta, y, mediante esa llama y esa planta, son los únicos dioses que están continuamente en viaje entre la tierra y el cielo, entre el cielo y la tierra. No saber nada más sobre esa planta llamada soma es una amputación fatal del conocimiento. La expansión de la mente provocada por el soma no se detenía frente a los flammantia moenia mundi , a los muros quemados del mundo. Iba más allá. La mente vibraba más allá de toda barrera y miraba todo desde lo alto: «Me extiendo más allá del cielo y de esta gran tierra», proclamaba Indra (o quien se sienta parecido a Indra). Mientras que al final de cada estrofa repite, como un murmullo obsesivo: «¿Quién ha bebido el soma ?» Quie n habla no está ya dentro del mundo, sino que lo observa desde el exterior , como un juguete o un escenario de títeres. Ebriedad, omnipotencia, facilidad: «Quiero poner esta tierra aquí o allá», «Rápido quiero empujar esta tierra aquí o allá». Los ritualistas védicos proporcionaron la potencia a esa sensación. En la vida normal, vivían en casas provisionales y emigraban con sus rebaños. Pero, cuando probaban el soma , toda la tierra y el cielo se convertían en sus súbditos fieles, dispuestos a dejarse moldear o aniquilar por un toque soberano. Cuando hablaban del poder , no se referían a imperios, que ignoraban, o a armas, palacio s o ejércitos, que ignoraban asimismo, sino a esa sensación de un individuo, de todo individuo que hubiera participado en un sacrificio del soma y hubie se bebido un sorbo de una de esas copas de madera cuadrangulares, camasa , según los principios litúrgicos. Pueril y grandi locuente, Indra era el primer cantor del soma ; sólo el soma podía infundirle esa exaltación que les permitía cumplir sus empresas heroicas. Una de las cuales fue precisamente la conquista del soma , gracias a una inversión de los tiempos que era intrínsec a a la lógica védica. Los otros dioses, irritados, excluyeron a Indra del soma . Pesaban sobre él demasiadas culpas, comenzando por la decapitación del tricéfalo Viśvarūpa, que después de todo era un brahmán. Si Indra era excluido del soma , tanto más lo hubieran sido los kṣatriya . El zumo que da sensación de soberanía quedaba prohibido para el dios mismo de la soberanía y para los hombres que se moldeaban a su imagen. Mientras tanto, los brahmanes bebían el soma , y callaban. Indra celebraba el soma , y no podía ya beberlo. De pronto afloraba, en un destello, el conflicto secreto, sordo, eterno entre las dos soberanías, entre el sacerdote y el rey, que por otra parte debían actuar conjuntamente. El Veda, a diferencia de todo el mundo que le seguirá, estuv o siempre desequilibrado, aunque no parezca muy visible, en favor de los sacerdotes. ¿Quién es noble? Quien puede jactarse de una «serie de diez antepasados que bebieron el soma ». Para beber el soma hay que estar invitado. La culpa de Indra -mayor que cualquier otra- fue la de haber querido beber el soma de todos modos. Tvaṣṭṛ se había negado a invitarlo. Comprensiblemente, porque Indra acababa de matar a su hijo. Si no por Tvaṣṭṛ, Indra habría sido invitado por otro brahmán. Ésta es la debilidad principal de los kṣatriya : su rey necesita ser invitado para beber el soma . Sólo un brahmán puede invitarlo. Se trata de la ebriedad, pero también del más puro poder . De los brahma nes que beben el soma se dice que pueden matar con la mirada. La vida de Soma -«el dios menos comprendido de la religión védica», escribió Lommel- permaneció en la sombra porque muchos se consideraro n satisfechos con su identificación con la planta del soma o con la identificación (más tardía) con la luna. Sin embargo, ser a la vez un zumo embriagador , un cuerpo celeste, un rey y un dios no tiene en sí nada que turbe el pensamiento védico. En su manifestación real, Soma fue fundador de una dinastía -la dinastía lunar - que atravesa ba toda la historia mítica de la India hasta el Mahābhārata . El padre de Soma fue uno de los Saptarṣi: Atri, el Devorador . Durante tres mil años había ejercido el tapas con los brazos levantados. Parecía «un trozo de madera, un muro o una roca». Tal era la agudeza de su conciencia que no parpadeaba nunca. De sus ojos, un día, empezó a brotar un líquido que iluminó todos los rincones: era Soma. Las diosas que custodiaban en todas las direcciones se reunieron para acoger ese fulgor en su vientre. Pero la luz rebosaba . El feto de Soma cayó a tierra y Brāhma lo depositó sobre un carro tirado por caballos blancos, que comenzó a vagar por los cielos, difundiendo una claridad perlada. Dijeron: «Es la luna.» En aquel tiempo Dakṣa, sumo brahmán, debía casar a sus sesenta hijas. Levantó la mirada hacia la radiación lunar y decidió confiar veintisiete de ellas a Soma. Iban a acogerlo, noche tras noche, en su carrera hacia el cielo. Cada una iba a gozar de él en igual medida. Se convirtieron en las casas lunares, el primer cuerpo de baile con paillettes platead as. Después Soma fue consagrado rey con las celeb raciones de un ritual grandioso, donde el futuro soberano ofreció los tres mundos como honorario a los ṛṣi, que habían oficiado el sacrificio. Al final, Soma se purificó en el baño avabhṛtha , que marcaba la conclusión del rito. De pronto se sintió aliviado, ligero, finalmente inconsciente. Todos los dioses, todos los ṛṣi lo habían reverenciado. Era el soberano de todo. ¿Qué faltaba? El arbitrio. Esa extraña ebriedad que brota del arbitrio. Sintió que en su ment e rompían nuevas olas: arrogancia y lujuria. ¿Cuál era el ultraje más grave? Raptar a la mujer de un brahmán. Soma sabía que «una mujer puede haber tenido diez maridos no brahmanes pero si una vez un brahmán le ha tomado la mano entonces él será su esposo exclusivo». Nadie podía sustraerse a Soma, el fluido que penetra por doquier y lo vuelve todo deseable. Así, su ojo se fijó en Tārā, consorte de Bṛhaspati, capel lán de los dioses. No fue difícil raptarla y fue excitante unirse a ella, de exquisito rostro redondo, lunar . La cons ecuencia del rapto no podía ser otra que una guerra, en el cielo. Fue la quinta guerra entre los Deva y los Asura. En medio de las repetida s masacres, mientras los destinos estaba n aún por decidir , muchos habían olvidado el origen del conflict o. No así Bṛhaspati, a quien llamaba n «el buitre» por la agude za de su mirada. Se dio cuenta de que el vientre de Tārā (que en el ínterin le había sido asignada) se estaba redondeando. La miró con desprecio y le dijo: «Nunca podrás tener un feto en tu seno, que me pertenece.» La conminó a abortar . Pero Tārā era tozuda y nada odiaba más en el mundo que la arrogancia brahmánica, de la que Bṛhaspati era el modelo. No le obedeció. Interrogada por los Deva, reconoció que estaba a punto de parir un hijo de Soma. Cuando Budha nació, concentraba en sí la belleza luminosa de la madre y del padre. Mientras tanto, Soma se agotaba. El soberano de los cielos, el amante perfecto, el receptáculo de la ebriedad sufría de consunción pulmonar . Se sentía débil , su luz se atenuaba. Entonces volvió con el padre. Inmóvil y seco como una vara, Atri no le dirigió ni una mirada. A continuación, poco a poco, mientras servía humildemente a ese ser inmóvil y silenci oso, Soma sintió que se estaba curando. La linfa volvió a correr , lentamente, por las venas del cosmos. La traición de Tārā fue tanto más blasfema y ultrajante cuanto el rey Soma era el único rey para los brahmanes, por tanto para Bṛhaspati. Para el rey kṣatriya todo puede convertirse en alimento excepto el brahmán, porque «su rey es Soma». Así, los brahmanes no pueden ser tocados por los kṣatriya , pero son engañados y escarnecidos por su propio soberano: Soma. El enemigo más insidioso es interior a la propia potencia, aunque fuese también el brahman . «Spirit ualia nequitiae in coelestibus», dirá un día Pablo. La máxima impiedad proviene del dios soberano. Hay una postura reveladora: «Por eso el brahmán, durante el rito de la consagración del rey, se sentó bajo el kṣatriya […]. El brahmán es la matriz de la majestad (kṣatra ), por eso, aunque el rey alcanza la posición más alta, al final no puede sino apoyarse sobre el brahman , su matriz. Si debiera perjudicarlo, perjudicaría también a su matriz.» Mezcla indisociable entre subordinación (el brahmán se pone bajo el rey) y preeminencia (el rey no puede nacer sino del brahman ). Soma es la cualidad pura que está en el umbral del reino de la cantidad. Sólo gracias a soma la cantidad justifica su existencia: «Puesto que él compra al rey, todo aquí se puede comprar»; «Puesto que mide al rey existe una medida, ya sea la medida entre los hombres o cualquier otra» . El dinero, la medida: para entrar en el mundo tienen necesidad del rey Soma, la única materia que es sólo calidad, inconmensurable, insustituible, origen de toda medida, de toda sustitución. Si se cercena este nudo el orden se deshace. El intercambio es un acto violento porque entre cielo y tierra no hay una fluidez segura, garantizada. La corriente es obstaculizada, desviada continuamente. El sacrificio, y en consecuencia el intercambio, sirven para restaurarla, pero mediante una acción que tiene algo forzado, chocante, una restauración que presupone una herida y agrega otra nueva. Se acercaban al soma con deseo pero también con miedo: «No me aterrorices, oh rey, no traspases mi corazón con tu fulgor .» Se notaba el riesgo a cada instante. Soma , el fuego líquido, debía dirigirse hacia la cabeza, donde lo esperaban, agachados, los Saptarṣi, los soplos que iban a ser exaltados. Mientras tanto, se le suplicaba: «No vayas bajo el ombligo.» En ese caso, habrían sido derrotados. El primero que abusó del soma fue el mismo que lo conqui stó: Indra. Ávido, impaciente, desconsiderado, arrancó el líquido a Tvaṣṭṛ y lo bebió sin ritos, sin mezclarlo, sin colarlo. Su cuerpo «se desarticuló por todas las partes». El líquido embriagado r salía por todos sus orificios. Después Indra vomitó. No sabía qué hacer; entonces «recurrió a Prajāpa ti». «Indra yacía en el suelo, deshecho. Los dioses se reunieron a su alrededor y dijeron: “En verdad era el mejor de los nuestros; el mal lo ha golpeado: ¡tenemos que curarlo!”» Eso obligaría a los hombres, un día, a instituir el rito de la sautrāmaṇī , para sanar el malestar y la culpa de Indra hacia el soma . Desde entonces, los hombres invocan los sorbos del soma agregando una petición concreta: «Como los arreos al carro, así vosotros mantenéis juntos mis miembros.» No se privaron de precisar , humildemente: «Estos zumos me protegen de romperme una pierna y me preservan de la parálisis.» Ebrios y precisos. Soma y Agni están vinculados por una afinidad más poderosa y secreta que cualquier otra, ante todo porque son los únicos entre los dioses a los que se permite hacerse visibles: Agni en cada fuego que flamea; el rey Soma en cada planta de soma que alguien coge en las montañas impracticables y después vende para que sea ofrecida en sacrificio. Están ligados además por su orige n, cuando ambos perten ecían aún a los Asura y respiraban en la «larga tiniebla», dice el Ṛgveda , que era el vientre de Vṛtra. Nacidos del monstruo o bien matados por él, a quien después Indra mataría haciéndose ayudar por el Soma mismo («Los dos queremos golpear a Vṛtra , ¡sal fuera, Soma!», los había conminado Indra). Pero la historia podía volverse aún más desconcertante, si se descubría que Soma no sólo había huido del vientre de Vṛtra, sino que era Vṛtra. El Śatapatha Brāhmaṇa no deja dudas : «Soma era Vṛtra: su cuerpo es el de las mont añas y el de las rocas donde crece la planta llamada Uśānā, así dijo Śvetaketu Auddālaki. “Van a buscarla y la exprimen; y por medio de la consagración de las upasad , gracias a los tānūnaptra [ceremonias que forman parte del sacrificio del soma ] y al fortalecimiento hacen el soma .”» Son palabras en las que se condensa la entera vida del Soma, desde que se había ocultado a sí mismo dentro de sí mismo hasta que se había vuelto una planta transportada entre los hombres y por los hombres transformada y matada. Por su origen y por sus vicisi tudes, Agni y Soma son el elemento más oculto, que es arrancado de las tinieblas, y a la vez el más manifiesto, el que aparece visiblemente en el sacrific io, en los fuegos y en las oblaciones predilectas de los dioses y de los hombres. Berg aigne, con propiedad, destacaba a Agni y Soma del conjunto de los Deva, no sólo porque Soma es «el fuego en estado líquido », no sólo porque las características de ambos dioses son en buena medida intercambiables, sino además porque su entera existencia pertenece al estrato más secreto de lo que es, así como la ebriedad invade la conciencia aportándole algo más remoto, arrasador e indescifrable. Respecto de Agni y Soma, los Deva tienen algo de los parvenus : nacidos en la Tierra, han alcanzado el cielo mediante el sacrificio, es decir , a través de Agni y Soma. Éstos, en cambio, han nacido en el cielo y desde allí fueron transportados a la Tierra: Soma en cuanto śyenabhṛta , «llevado por el águila»; Agni, entregado por Mātariśvan, el Prometeo védico. El Ṛgveda lo recuerda así: «Mātariśvan ha traído al uno [Agni] del cielo, el águila ha arrancado al otro [Soma] de la montaña [celeste].» Hay, entonces, un movimiento cruzado, entre los dioses, que corresp onde a dos linajes. No menos que los hombres, los dioses podían ser distintos por nacimiento . «Entonces Soma estaba en el cielo y los dioses estaban aquí en la Tierra. Los dioses desear on: “Que venga ese Soma a nosotros: podríamos sacrificar con él, si viniera.” Crearon esas dos apariciones ( māyā ), Suparṇī y Kadrū. En el capítulo sobre los fuegos dhiṣnya se expone lo que les sucedió en aquella ocasión a Supa rṇī y Kadrū. »Gāyatrī voló hacia Soma, enviada por aquellos dos. Mientras lo estaban llevando, el Gandharva Viśvāvasu se lo robó. Los dioses se dieron cuenta: “Soma ha sido traído desde allí, pero no viene hacia nosotros, porque los Gandharva se lo robaron”. »Dijeron: “A los Gandharva les gustan las mujeres: mandémosle a Vāc y ella volverá a nosotros trayendo a Soma.» Le enviaron a Vāc y ella volvió a ellos con Soma. »Los Gandharv a la seguían y dijeron: “Soma para vosotros, Vāc para nosotros.” “Que así sea”, dijeron los dioses. “Pero si ella prefiere venir aquí, no os la llevéis por la fuerza: cortejémosla.” Así, la cortejaron. »Los Gandharva le recitaron los Veda, diciendo: “Mira qué bien los conocemos, mira qué bien los conocemos.” »Los dioses entonces crearon el laúd y se sentaron a tocar y cantar diciend o: “Así te cantaremos, así te divertiremos.” Ella se volvió hacia los dioses; pero, en verdad, ella se volvió hacia ellos por frivolidad, porque, para ir hacia la danza y la canción, se alejó de aquellos que cantaban himn os y rezaban. Por eso, hasta hoy las mujeres no son sino frivolidad: porque fue así como Vāc volvió, y las otras mujeres hacen como ella hizo. Es por eso por lo que fácilmente se encaprichan de quien baila o canta. »Así Soma y Vāc estaban con los dioses. Ahora, cuando alguien compra Soma para tenerlo, es para sacrificar con el [Soma] obtenido. Quie n sacrifica con un [Soma] no comprado, sacrifica con un Soma que no ha sido en verdad obtenido.» Con la sobriedad usual -y sin desdeñar un reenvío propio de erudito occidental a otro pasaje en el que se expone en detalle lo que le sucedió a Suparṇī y Kadrū- se cuenta aquí la conquista de Soma, presupu esto de toda acción litúrgica. ¿Qué sería del rito si no tuviera en su centro esta sustancia irradiante, que es también el huésped celes te más deseado sobre la Tierra? Los primeros cuya vida perdería sentido son los dioses. Los dioses, por sí mismos, no conseguirían conquistar el Soma. Necesitan de la ayuda de un ser que es al mismo tiempo un metro y un animal: Gāyatrī, que aparece como un gran pájaro. El poder de la forma había sido (y será) declarado así temerariamente como en este pasaje: los dioses no conseguirían distanciarse de la tierra si no fueran socorrid os por una secuencia de veinticuatro sílabas que es un ser viviente. El relato de cómo sucedió está conquista será retomado más adelan te. Aquí el acento está puesto sobre qué sucedió después de la conquista. Ante todo, el obstáculo celeste: los Gandharva, que viven en el cielo, no dejan escapar a Soma. Así, Viśvāvasu lo arrancaba a Gāyatrī. De nuevo, los dioses no sabrían qué hacer , si no recurrieran a la ayuda de otro ser femenino: Vāc, Palabra. El acontecimiento que sigue no es sólo la primordial comedia de los sexos, que acaso sólo Aristófanes sabría poner en escena con comparable sabiduría. Aquí se juega una partida metafís ica, y, por primera vez, con suma claridad y con concisión, se afirma una equivalencia: Palabra-Mujer-Dinero. A la misma conclusión llegará el iluminista Lévi-Strauss en las Structures élémentaires de la parenté . ¿Acaso no habla allí la cienc ia occidental, en su versión más noble? Equivalencia llena de ambigüedad y de trampas, así como de enorme potencia. Es la vía de acceso a toda modernidad: bastará con que el intercambio se expanda y se emancipe de toda consideración; entonces estaremos ya en el mund o nuevo, predeterminado y quizá tamb ién perfilado en el molde del antiguo. Cosa que sería , ya en sí misma, sorprendente; pero aún más lo es la crítica corrosiva que la civilización fundada sobre el brahman ejerce aquí sobre sí misma. Si la frívola Vāc no aceptase de buen grado ser usada para un trueque como una putain au bon cœur ; si los dioses -para exaltar aún más la insolencia de la escena- no hubieran elegi do bailar y cantar para reconquistarla, en lugar de entonar los Veda, como hacen los Gandharva, conmoved ores en su candor , Soma, que es la hipóstasis de los Veda, nunca habría llegado a los dioses; en fin, si Soma no fuera comprado -precisa al final, puntillosamente, el ritualista-, no sería el verdadero Soma, el Soma eficaz, el Soma «obtenido», que permite «obtener». La escena delicio samente erótica y socarrona de la disputa por Soma entre los ignar os Gandharva -ignaros y enamorados de las mujeres como sólo pueden estarlo los celestes- y los taimados dioses es, también, la escena que introduce al reino del valor de cambio, muy conocido por el lector mode rno. No hay intervalo entre la azarosa llegada a la tierra de Soma, sustancia autosuficiente y radiante, y la instauración universal del intercambio, en el que Soma asume, además, la función de garante y retorno oculto, como el oro respecto de la moneda para Marx. Lo arcaico y lo flamante se dicen aquí conjuntamente, con las mism as sílabas. Quizá éste es el secreto del metro Gāyatrī. El texto del Śatapatha Brāhmaṇa ya lo había advertido: «En el capítulo sobre los fuegos dhiṣnya se expone cómo sucedió aquel acontecimiento de Supraṇī y Kadrū.» Por fin se llega -y se escucha: «Entonces Soma estaba en el cielo y los dioses estaban aquí [en la Tierra]. Los dioses desearon: “Pudiera el Soma venir a nosotros; podríamos sacrificar con él, si viniera.” Produjeron dos apariciones, Suparṇī y Kadrū; Suparṇī era en verdad Vāc (Palabra) y Kadrū era ésta [T ierra]. Provocaron discordia entre ellos. »Ellos entonces discutieron y dijeron: “Aquella de nosotras dos que alcance a ver más lejos tendrá a la otra en su poder .” “Que así sea.” Kadrū dijo entonces: “¡Mira allí!” »Entonces Suparṇī dijo: “En la ribera opuesta de este océano hay un caballo blanco cerca de un poste, yo lo veo, ¿lo ves tú también?” “¡Claro que lo veo!” Después Kadrū dijo: “Su cola cuelga [del poste]; ahora el viento la agita, lo veo.” »Entonces, cuando Suparṇī dijo: “En la ribera opuesta de este océano”, el océano en verdad es el altar, con eso quería decir el altar; “Hay un caballo blanco cerca de un poste”, el caballo blanco, en verdad, es Agni y el poste significa el poste sacrificial. Cuando Kadrū dijo: “Su cola cuelga; ahora el viento la agita, lo veo”, esto no es nada más que la cuerda. »Suparṇī enton ces dijo: “Ven, volemos hacia allí para ver quién de nosotras ha ganado.» Kadrū dijo: “Vuela tú, tú dirás quién de nosotras ha ganado.” »Suparṇī entonces voló hasta allí; vio que todo era como Kadrū había dicho. Cuando regres ó, ella [Kadrū] le dijo: “¿Ganaste tú o yo?” “Tú”, respondió ella. Ésta es la historia de Suparṇī y de Kadrū. »Entonces Kadrū dijo: “He ganado tu Sí (ātmānam ); allí está Soma en el cielo; ve a cogerlo para los dioses, y con eso te redimirás de la muerte.” “¡Que así sea!”, respondió [Suparṇī]. Entonces produjo los metros; y esa Gāyatrī raptó a Soma en el cielo. »Él [Soma] estaba contenido en dos copas de oro; los bordes cortantes se cerraban a cada parpadeo; y esas dos copa s eran, en verdad, Consagración y Ardor (tapas ). Los guardianes Gandharva lo
  • 🌿 Sacred Debt and Exchange

  • 🧠 Existence becomes fully realized only in the presence of soma, the sacred substance whose acquisition forms the foundation of all Vedic narratives—a liberation that simultaneously redeems a cosmic debt
  • 💫 Humans are born with four inherent debts (to gods, sages, ancestors, and fellow humans) that must be repaid through sacrifice, study, procreation, and hospitality—all originating from the primordial debt to death itself
  • 🔄 The ritual exchange system between humans and gods operates through perpetual imbalance—humans offer sacrifices to postpone their debt to death while gods become indebted to humans through these offerings, creating the circulation that sustains life
  • 🏔️ Soma, though representing pure quality and mental intensity, paradoxically establishes the foundation for all measurement and commerce in the material world—it must be purchased because it was originally stolen from heaven
  • 🔥 The sacrifice reveals a fundamental tension: the irreplaceable is treated as replaceable through ritual exchange, where violence is concealed beneath the illusion of equitable transaction
custodiaban: ellos son estos hogares, estos sacerdotes de fuego. »Ella [Gāyatrī] arrancó una de las copas y se la dio a los dioses. Ésta era la Consagración; así los dioses se consagraron. »Después arrancó la otra copa y se la dio a los dioses. Ésta era el ardor : así los dioses practicaron el ardor , o sea las upasad [triple ofrenda de manteca clarificada a Agni, Soma y Viṣṇu], porque las upasad son ardor .» Lo que Kadrū (Tierra) ve y su hermana Suparṇī (Palabra) no ve - en la lejanía más allá del océano donde aparece ese caballo blanco que es Agni- es la cuerda que ata el caballo al poste sacrificial: «Nada más que la cuerda.» Respecto a Tierra, Palabra es aquello que no ve con total precisión. La total precisión es una cuerda que ata a la muert e. Por eso Kadrū desafía a su hermana a cumplir la acción que puede redimirla de la muerte: el robo del soma . Es como si Kadr ū dijera: dado que eres así -y no ves lo que te ata a la muerte-, deberás volar hasta el cielo y cumplir con la única empresa audaz que puede redimirte de la muerte. De otro modo , no ver la cuerda que ata al poste del sacrificio significa estar ya muerta, o, como mínimo, haber perdido el propio Sí. La existencia se vuelve plenamente existencia sólo en presencia del soma . Por eso la historia del rapto del soma es, para los hombres, el presupuesto de cualquier otra. Historia de una liberación que es al mismo tiempo una redención, de un don que es al mismo tiempo la extinción de una deuda. Por eso no sorprende que en la historia de Suparṇī esté engastado el principio que rige la vida de todos desde entonc es: «Apenas nace, el hombre nace en cuanto person a como una deuda debida a la muerte; cuando ofrenda sacrificios, redime su persona de la muerte, así como Suparṇī se redime de los dioses.» En estas pocas líneas, y con la máxima concisión, se dice el motivo de la abismal diferencia de presupuestos que separa a la India védica de Occidente. O por lo menos de lo que, tras una larga elaboración y maceración, ha terminado por convertirse en el presupuesto callado, el buen sentido occidental: la visión del hombre como tabula rasa, la tablilla de cera de la que hablaba Locke. Éste es el único presupuesto que permite funcionar a la compleja maquinaria de la vida social (¿y para qué otra cosa -dicen algunos- debería servir el pensamiento? ). Es cierto que Occidente es también Platón, para quien un equivalente de la «deuda» védica es la memoria a reconquistar . Pero aquí se habla de presupuestos que rigen la vida social. En particular , de aquellos que se han vuelto explícitos al principio de la era moderna (es decir , en la époc a de Locke). En ese momento se vuelve evidente lo que operaba de modo oculto ya desde antes, y que converge en la idea fundamental del empirismo: el individuo como aparato perceptivo sin predeterminar , un ser que toma forma sobre la base de lo que progresivamente golpea sus sentidos, y nada más que eso. «Deuda», ṛna, es palabra-bisagra para el hombre védico. Su vida entera es un intento siempre renovado de saldar cuatro deudas, que pesan sobre él desde su nacimiento: la deuda hacia los dioses, hacia los ṛṣi, hacia los antepasados y hacia los hombres. Serán saldadas, por este orden, con el sacrificio, el estudio del Veda, procreando y ofreciendo hospitalidad. El hecho de que las deudas sean cuatro no debe llevarnos a engaño. Su origen es único: la deuda con la muerte y con su dios, Yama. El texto aquí no nombra al dios sino que habla sólo de «deuda hacia la muerte (ṛnaṃ mṛtyoḥ )». La vida es un bien que la muerte ha dejado a todo hombre en depósito (un usufructo). Un bien del que la muerte pedirá restitución, haciendo que el hombre regrese a la muerte. Éste es el presupuesto de toda vida, su desequilibrio congénito. Pero a este desequilibrio corresponde un contrapeso, por parte de los dioses: cuando el hombre ofrenda la oblación a ciertas divinidades, «cualesquiera que sean esas divinidades, ellas consideran que es una deuda suya el atender al deseo del sacrific ante en el momento en el que hace la oblación». Se perfila aquí otra palabra clave: śraddhā , «fe en la eficacia ritual». Ése es el modo védic o de enunciar nuestra «creencia». Más allá de todo, como ha observado Benveniste, «la exacta correspondencia formal entre el latín cre-do y el sánscrito śrad-dhā asegura una herencia antigua». En su debilidad de deudor congénito, el sacrificante ofrece su oblación confiado, en cuanto piensa que en ese mismo momento los dioses empiezan a reconocerse en deuda con él. Sólo la instauración de una doble obligación -de los humanos hacia los dioses y de los dioses hacia los humanos- hace posible esa circulación que es la vida misma. Procurándose un crédito hacia él, el hombre (es decir , el sacrificante) retrasa , pospone, aplaza el instante en el que deberá saldar su deuda con la muerte. Sobre este doble desequilibrio se funda toda acción. Sobre la base de este desequilibrio toda acción adquiere sentido. Malamoud observa que la palabra ṛna, «deuda», aparentemente no tiene etimología. Las cuatro deudas congénitas y la categoría misma de deuda se presenta n de modo abrupto, sin justificaciones, y están destinadas a recorrer un largo camino, vivas y poderosamente visibles todavía en el interior del mundo, mucho más tardío, de la bhakti , de la «devoción» que pretende prescindir de la ortodoxia ritual. Acerca de esto, Malamoud agrega, como en paralelo, que «no existe una mitología del endeudamiento ». Lo cual es cierto, en efecto, con una excepción: la historia de las dos hermanas Kadrū y Suparṇī (o, en otros textos, Vinatā), y de la conquista de Soma. Historia que, no por casualidad, es el presupuesto de todas las otras historias védicas. Es suficiente esa historia para fundar el sistema de intercambios, siempre desequilibrado, entre los hombres y los dioses. También, entre la vida y la muerte. ¿Cómo puede n los hombres imitar el complejo escenario de la conquista de Soma? Reproduciendo el último pasaje: el trueque entre Vāc y Soma. Ofrendarán una vaca a un oscuro personaje (el mercader que lleva el soma sobre su carro) para comprar ese tesoro. Todo sucede gracias a una equivalencia: la vaca es Vāc. La vaca es leche. La leche es oro: «Leche y oro tienen el mismo origen, porque ambos nacen del semen de Agni.» La repetición humana no tiene nada de la desbordante teatralidad divina. Sin embargo, desvela un punto que antes había estado oculto: ese trueque -entre un ser femenino y una susta ncia- es más precisamente una venta, que se realiza mediante el oro, fuente de toda moneda . El primer intercambio, la primera sustitución sucede con lo que es insustituible por excelencia: soma , la sustancia que es un estado del ser, un estado de la mente que sólo se puede alcanzar a través de él. Sin embargo, no todo se resuelve con la adquisición del soma . Se incorpora una escena, como preludio grotesco y enigmático. La primera venta era una venta falsa. Así como Vāc había sido ofrecida en trueque a los Gandharva para obtener a Soma, pero después - gracias a una estratagema del cortejo- había vuelto al campo de los dioses; así la vaca que los hombres usan para comprar el soma del mercader al final vuelve a ellos. ¿Cómo? Porque, al final del regateo, el vendedor de soma es apaleado y le quitan la vaca. Lo que sobre la escena divina era una deliciosa y falsa discusión, en la escena human a se vuelve un acto de pura violencia. Es como si el gesto de la venta fuera dema siado grave para ser aceptado hasta el fondo. Un acto brutal debe, a continuación, borrar las consecuencias. Cosa que, sin embargo, no hace más que exaltar el carácter del pasaje fatal. La venta y la medición, dos gestos irreversibles, sólo pueden cumplirse después de la llegada del huésped real, la planta del soma sobre el carro del mercader , como si sólo el soma estuviera en condiciones de ofrecer un patrón absoluto, al que todo intercambio, toda medida puedan referirse: «Él [el adhvaryu ] abre el tejido doblado en dos o en cuatro , con la orla hacia el este o hacia el norte. Con este tejido mide al rey: porque él mide al rey, por eso hay una medida, ya sea la medid a de los hombres o sea cualquier otra medida.» Soma, el ser que es pura cualidad, perceptible sólo como intensidad de la mente, exaltada por el zumo de esa planta, garantiza y funda el mundo de la cantidad, en el que todo se mide y se vende. ¿Qué pasaría sin el soma ? Se seguiría vendiendo y midiendo, pero con la insignia del «peso falso», como diría Joseph Roth. El adhvaryu que oficiaba en la ceremonia del soma tenía un trozo de oro atado a un dedo. ¿Por qué? En el mundo de los hombres, que es el mundo de la no-verdad, el soma irrumpe como una verdad palpable, única sustancia emisaria del otro mundo, del mundo de los dioses, que son la verdad. Esto justifica las cautelas, los cuidados que se utilizan para acercarse a él. Como alrededor de un núcleo ardiente se mueven los oficiantes. Saben que cada gesto puede perjudicarlos, pero puede también perjudicar a la verdad, que está frente a ellos, inerme como una planta cualquiera , como un invitado. Por eso antes de tocar el soma con los dedos lo tocan con el oro, intermediario divino en cuanto semen de Agni, «de modo que [el sacrificante] pueda tocar las estelas [del soma ] con la verdad, de modo que él pueda manipular el soma con la verdad». Para tratar el soma , para no golpearlo, los hombres tienen que transformarse en portadores de la vedad, yend o contra su propia naturaleza. Para eso sirve el rito. Tanto más se destaca, en contraste con estas delicadas atenciones, la brutalidad que ha marcado la adquisición del soma , cuando el mercader que lo había vendido terminab a por ser apaleado. «Él compra al rey; como compra al rey, todo aquí se puede comprar . Él dice: “Vendedo res de soma , ¿el rey Soma está en venta?” “Está en venta”, dice el vendedor de soma . “Te lo compro.” “Cómpralo”, dice el vendedor de soma . “Te lo comp ro por una decimosexta parte [de la vaca].” “Rey Soma sin duda vale más que eso”, dice el vendedor de soma . “Sí, rey Soma vale más que eso: pero grande es la grandeza de la vaca”, dice el adhvaryu. » Ésta es la escena fundadora de toda economía. ¿Por qué el soma debe comprarse, y si no se compra no es eficaz? ¿Por qué, si no para dejarlo claro, el texto precisa en varias ocasion es que se está hablando del «soma compra do»? Porque la deuda está antes que el don. Se nace con la deuda, se ofrece y se recibe después -en el tiempo, en el rito- el don. El mercader representa a los Gandharva que intercepta n a Soma, primordial incidente entre cielo y tierra. Esto nos recuerda que ni siquiera para los dioses Soma llega como simple don. Debieron antes redimirlo de los Gandharva. Debieron volverse «sin deuda» frente a ellos. Antes aún, el soma mismo había sido raptado por Gāyatrī para redimir a Suparṇī (o Vinatā) de la escla vitud. Siempre hay un rescate antes de la conquista. Porque entre el cielo y la tierra nada sucede sin obstáculos. Siem pre hay, al menos, una flecha que vibra, algo que es arrancado. Las consecuencias de ese acto pesan después sobre la vida terrestre. Quien ignora esto no conoce el cielo. En dieciséis ocasiones el sacrificante se acerca a un sace rdote y le ofrece su honorario virtual . La dakṣiṇā puede ser de cuatro tipos: «El oro, la vaca, el tejido y el caballo.» La distribución de los honorarios está escandida según un orden riguroso. El último en recibir el don es el sacerdote pratihartṛ , a quien se le confía la misión más sencilla: retener a las vacas, «así él [el sacrificante] no las pierde». Observando esta escena, en su meticulosa escansión, se podría pensar que se trata de la parte más reciente del rito, como un agregado que se destina a sellar el cierre de la ceremonia con la ofrenda de una compensación a los sacerdotes que han participado de ella. Visión moderna, ingenua. El primero que distribuyó los honorarios rituales fue Prajāpati. Entonces apenas existía el mundo, los dioses y los hombres. Porque todas acababan de salir del sacrificio de Prajāpati. Éste se preocupaba igualmente de distribuir los honorarios rituales, como si el intercambio coincidiera casi con el origen. A tal punto que esa distribución de honorarios podía manchar el mundo, o tal vez agotarlo, si no fuera interrumpido. Eso, al menos, fue lo que pensó Indra, el rey de los Deva, siempre temerosos de ser desplazados por otros, ya sea por sus hermanos Asura o por los hombres que quieren llegar al cielo mediante el sacrificio, o, incluso, como ahora se descubría, por la desconsiderada magnanimida d del Progenitor: «Indra pensó para sí: “Ahora vender á todo y no nos dará nada.”» En ese momento Indra advirtió que la potencia del intercambio y de la sustitución, cuando se abandona a sí misma, es incontrolable y corrosiva, como la de un Banco Central que no parara de imprimir moneda. Entonces intervino con su rayo, que en este caso fue una simple fórmula: la invitación a dirigirles una plegaria. La satisfacción que Indra obtuvo por sus fatigas fue modesta comparada con la solemnidad y severidad del deber derivado de los honorarios rituales, cuyo principio es afirmado y remacha do de esta forma: «No debería hacerse ninguna ofrenda, como dicen, sin un honorario ritual.» Esta frase es casi un postulado. Innumerables son las consecuencias que se extraen de esas pocas palabras abarcadoras y persuasivas. El postulado mismo es sólo ocasionalmente recordado, cuando es el caso, y siempre acompañado de ese «como dicen», que es el modo más sobrio y expeditivo para apelar a la autoridad de la tradición. Se afirma, de este modo, que no es admisible ofrendar nada, es decir , cumplir un gesto (incluso el gesto) por excelencia gratuito, sin dar al mismo tiempo una dakṣiṇā , que es exactamente lo contrario: un honorario, la comp ensación por una obra precisa realizada por otro. Así se dejaba ver que la gratuidad tiene un precio. No sólo lo tiene sino que debetenerlo . La gratuida d debe estar ligada a un intercambio (porque el honorario es intercambiado por la obra, es decir , por trabajo del sacerdote). El intercambio no puede sino surgir del acto gratuito, con la pura ofrenda , con el tyāga : la decisión de «ceder», de aban donar algo, de hacer que desaparezca en el fuego, mientras se lo mira con atención. En toda la historia del rey Soma, quien resulta defraudado, finalmente, es el pueblo de los Gandharva. Precisamente aquellos que habían tenido como principal misión la de ser guardianes de Soma ahora se convertían en guardianes del vacío. Era una situación que debía corregirs e, si el mundo quería mantener cierto equilibrio. Así sucedió: «Los dioses oficiaban con él [el hombre]. Esos Gandharva que habían sido guardianes de Soma lo siguieron, y dando un paso adelante dijeron: “Dejadnos tener una parte del sacrificio, no nos excluyáis del sacrificio; que nosotros también tengamos una parte del sacrificio.” »Dijeron: “Entonces, ¿qué será de nosotros? Como en el mundo de allí abajo hemos sido sus guardianes, así seremos sus guardianes sobre la tierra.” »Los dioses dijeron: “Que así sea.” Diciendo: “[Que sea] para vosotros la retribución por Soma”, y les adjudica a ellos el precio de Soma.» El soma debe ser comprado porque ha sido robado del cielo; el precio a pagar sirve para compensar a sus guardianes, los Gandharva. Antes, una violencia desestabilizadora; después, un intercambio que ofrece una ilusión de equidad: ésta es la relación con el cielo, no sólo de los hombres sino también de los dioses, cuando todavía no habían conquistado el cielo. El intercambio aparece en relación con una lesión. No para sanarla sino para ocultarla. La violencia desencadenada en el cielo con el rapto del soma no puede permanecer sin respuesta, pero la respuesta no puede ser sino razonable y engañosa: un precio por algo que no puede reempla zarse. La sustitución se manifiesta en relación con aquello que no puede sustituir . La hýbris del intercambio se desvela plenamente allí donde pretende obrar la sustitución de lo insustituibl e. ¿Qué es lo insustituible? El soma . Sólo en relación con el soma el intercambio se muestra en su avidez de dominar la totalidad de lo que es. Si nos preguntamos qué son, esencialmente, los metros, será necesario responder que son huellas. Huellas en las que alguien va a meter el pie y, al meterlo, entra en el ser de quien ha dejado la huella. Esto sucede con las huellas de la vaca que sirve para conquistar el soma : «Él la sigue, entrando en siete de sus huellas; así él toma posesión de ella.» Esa vaca es Vāc, Palabra: como mujer esplendorosa encantó a los Gandharva y al final los abandonó, prefiriendo a sus píos cantos litúrgicos las frívolas canciones de los dioses. En todo caso, Vāc es cortejada y así también la vaca que se vende para conquistar el soma . Entre sus dones está precisamente éste: haber escandido un primer ritmo, un paso, que los hombres después imitarán. Pero es esencial que tal medida sea externa al hombre, que provenga de otro ser. La palabra es una mujer deseable o un animal que se usa como moneda. En todo caso, ese sonido que irrumpe desde lo profundo del hombre, y parecería pertenecerle como un gemido, es sin embargo exterior a él, es el prime r ser visible que él desea, aunque de ella sólo quede una serie de huellas. Para conquistar a esa mujer que es Palabra se vieron obligados a seguir secuencias de gestos que podían plausiblemente aparecer insensatos y sin embargo eran rigurosos: después de haber puesto el pie en seis huellas sucesivas, se sentaban en círculo alrededor de la séptima huella dejada por la pata anterior derecha de la vaca que iba a ser vend ida para conquistar el soma . Después tomaban un trozo de oro y lo ponían en el interior de la huella. Vertían encima manteca clarificada, hasta llenar la huella. Si no hubiera estado el trozo de oro en medio de la huella, no habrían podido hacer ofrendas, porque la ofrenda sólo se hace en el fuego. Ahora bien, el oro -como la leche- es el semen de Agni. Por eso verter manteca encima del oro significaba verter manteca en el fuego. Y, como la manteca clarificada es un rayo, la vaca en cuya huella se vertía la ofrenda quedaba liberada, porque el rayo es un escudo. Todo consecuente, una vez más. Al final, sacudían el polvo de la huella encima de la mujer del sacrificante. A continuación hacía n de modo que la vaca mirara a los ojos a la mujer del sacrificante. Parecía que se cruzaran las miradas entre dos seres femeninos. No era así, sin embargo. La vaca es femenina pero el soma es masculino. En tanto la vaca era intercambiada por el soma , la vaca era el soma . Por eso su mirada se volvía la mirada de un macho. Al cruzarse con la de la mujer del sacrificante, tenía lugar un «coito fecundo». La mujer del sacrificante entonces recitaba: «He visto ojo en el ojo la divina dakṣiṇā de la amplia visión: no os llevéis mi vida, no me la quitéis; que pueda tener un héroe bajo tu mirada.» «Un héroe», agregan los ritualistas, que significa «un hijo». El soma comprado y cargado sobre un carro llega y es acogido como un huésped real. Cuando el oficiante manipula una planta, que es el soma , la viste, la mueve y mientras tanto le habla. La planta es el rey, el hués ped, el amigo. Cuando la acomoda sobre su muslo derecho, que ahora es también el muslo de Indra, el soma es «el amado sobre el amado», «lo propicio sobre lo propicio», «lo blando sobre lo blando», porque «las maneras de los hombres imitan a las de los dioses» . También el sacrificio, en este punto, se presenta como una celebración obliga da para el huésped de alto rango: «Así como para un rey o un brahm án se pondría al fuego un gran buey o una gran cabra, así se prepara para él [Soma] la ofren da para el huésped.» Un rey difícilmente se presenta solo. ¿Quién forma su cortejo? Los metros. Como los ayudantes de K. en El castillo , los metros van donde va Soma: «Los metros permane cen a su alrededor como sus asistentes.» Lo que se ve es un carro que transporta las estelas de una planta que «está en la montaña». Quien sabe mirar ve también, junto a ese carro, el resplandor de los metros, semejantes a los rayos alrededor del sol. Como al caballo, poco antes de ser matado en el curso del aśvamedha , le son susurr adas palabras dulces, afectuosas, a fin de persuadirlo de que nadie quiere hacerle daño y de que no sufrirá, así a la planta del soma , al huésped real recién llegado, se le explica por qué se lo compra. Para otro fin, sin duda, aunque sea oscuro: para «la suprema soberanía de los metros». A continuación se dice: «Cuando lo exprimen, lo matan.» La adyacencia de estas dos frases es de puro estilo védico. Primero la fórmula esotérica (la «suprema soberanía de los metros», de la que el texto no ha dicho en absoluto qué cosa es); después, la descripción seca, áspera, diáfana: «Cuando lo exprimen, lo matan.» Es la tensión misma de todo el pensamiento litúrgico. Antes de llegar al momento del exprimido se presentaban problemas de protocolo. El rey era subido al carro y acomodado sobre piedras que podrían aplastarlo. Las piedras están ávidas, tiene ya la boca abierta. Rey Soma, que es la nobleza, baja hacia el pueblo de las piedras. Se insinúa en ello una duda en el ritualista: ¿invitar a rey Soma a ese descenso no será excesivo, no irá contra las buenas maneras? Sin duda, y (aquí se advierte el suspiro del ritualista), «como consecuencia, el pueblo hoy confunde lo bueno con lo malo». Cada lamento por el deterioro de los tiempos parece tener origen en este breve aparte . Enseg uida el ritualista se repone: a esta excesiva magnanimidad del rey Soma, que desciendehacia su pueblo, en definitiva para dejarse matar , deberá responder un gesto del pueblo: debe mantener las distancias, ponerse por debajo . ¿Cómo? Arrodillándose: «Por eso, cuando un noble se acerca, todos estos sujetos, el pueb lo, se arrodillan, se sientan por debajo respecto de él.» Ahora las piedras rodean al soma con la boca abierta. La plegaria del sacrificante se dirige sucesivamente a Agni, a los cuencos del soma , finalmente, a las piedras mismas, por cuanto conocen el sacrificio. Se habla sólo a quienes saben. «Las piedras saben.» «Sabe n» porque las piedras son Soma. No sólo Soma es matado, sino que es matado por su propio cuerpo, por fragmentos de su cuerpo, astillas de roca separadas de la montaña que lo constituyen («esas montañas, esas rocas son su cuerpo»). ¿Qué sucede? ¿Un asesinato o un suicidio camuflado? En este momento solemne es cuando, precisamente, se
  • 🌊 Cosmic Sacrifice and Rebirth

  • 🐍 Vṛtra, the primordial serpent-monster, contained within his body the divine soma - the intoxicating substance that grants both ecstasy and truth, linking mortals with immortals
  • 🔱 The cosmic drama between Indra and Vṛtra established the fundamental pattern of existence: creation requires destruction, purity emerges from impurity, and all meaningful action carries inherent guilt
  • 💨 Breath (Vāyu) serves as the ultimate purifier and filter, transforming putrid substances into sacred elixirs - establishing respiration as the bridge between material existence and spiritual transformation
  • 🌿 The ritual sacrifice recreates the primordial cosmic events, allowing participants to temporarily access divine consciousness before returning to ordinary existence - cleansed like "a newborn without teeth"
  • 🏹 Reality exists because of infinitesimal delays in cosmic arrows - those split-second gaps between intention and completion that allow superabundance to flow from wholeness into manifestation
  • 🔄 The Vedic worldview presents a radical alternative to modern secularism - a perspective where every gesture connects to the invisible realm, addressing fundamental questions that Enlightenment thinking struggles to comprehend
nos recuerda que «Soma era Vṛtra». El rey, el noble ser raptado del cielo para difundir ebriedad sobre la tierra, Soma, había sido también (en cierto modo, ¿de qué modo?) el monstruo de los orígenes, el obstáculo de la vida. Hay siempre algo antes de los dioses. Si no es Prājapati, del que tuvieron origen, es Vṛtra, masa informe, montaña, serpiente sobre la montaña, odre, receptáculo que encierra la sustancia embriagadora: el soma . Los dioses sabían que su potencia era demasiado joven y precaria respecto de ese ser indefinido. Tampoco Indra, que asumió la tarea del duelo con Vṛtra, estaba seguro del resultado cuando lanzó el rayo sobre él. Temía seguir siendo el más débil. Enseguida se escondió. Los dioses se agolparon en su espalda. Por una parte Vṛtra agonizaba. Por otra parte, los dioses, asustados, se escondían. Mandaron en avanzadilla a Vāyu, Viento. Sopló sobre el cuerpo inconmensurable de Vṛtra. No hubo bramido. Entonces los dioses, más tranquilos, se arrojaron sobre el cadáver . Cada uno quería una porción de soma más grande que las otras. Agitaban los graha , las copas, para colmarlas hasta el borde. Pero el gran cuerpo de Vṛtra, sobre quien los dioses trepaban como parásitos, emanaba ya un intenso hedor . Esa sustancia embriagadora, que sacaban del cuerpo inerme , debía ser filtrada, mezclada con alguna otra cosa, para volverse asimilable, incluso para los dioses. Era necesaria la ayuda de Vāyu , de una brisa que se mezclase con el líquido soma . Ésta fue la versión védica del Espíritu que vivifica: Vāyu que disipa el hedor de Vṛtra y transforma el líquido contenido en su cuerpo en una bebida embriagadora y luminosa. Así Vāyu terminó por conquistar el derecho a algunos de los primeros sorbo s del soma . Indra se sintió ignorado. El héroe era él, el único que había aceptado el desafío, temblando. Era él quien había descarg ado el rayo. Sin embargo debía ceder el paso a ese frívolo de Vāyu. Sometieron la disputa a Prajāpati. Ésta fue la sentencia: un cuarto de la parte de Vāyu debía ser siempre para Indra. Éste dijo que deseaba, a través del soma , el lenguaje, incluso la palab ra articulada. Por deseo de Prajāpati, desde entonces, de todos los lenguajes que surcan el mundo sólo una cuarta parte es articulada, por tanto inteligible. El resto es indescifrable, desde los trinos de los pájaros a las señales de los insectos. Así, no se reconoció el predominio de Indra. Bajó la cabeza, melancólico. Por otra parte, esta sentencia coincidía con una regla general: que la mayor parte permanezca escondida. También de Puruṣa afloró sólo una cuarta parte. También del brahman . Lo no manifie sto es mucho más vasto que lo manifestado. Lo invisible que lo visible. Así también para el lenguaje. Nosotros debemos sabe r, cuando hablamos, que del lenguaje «tres partes, depositadas en el secreto, son inmóviles; la cuarta parte es la que usan los hombres». Gracias a que proyecta una sombra mucho más grande que sí misma e inaccesible a la palabra, la lengua conserva y renueva su encanto. Son esenciales al culto ciertos filtros llamados pavitra : dos estelas de hierba kuśa , usadas para purificar el agua, o bien dos tiras de lana blanca, usadas para el soma . Su función presupone el drama cósmico entre Vṛtra e Indra. La naturaleza de Vṛta era la de cubrir (vṛ-), envol ver, cerrar en sí, obstaculizando cada «evolución» , palabra que en sánscrito correspondería a pravṛtti , el término que designa la vida en su desenvolverse. Este monstrum por excelencia, porque incluía en sí el todo, incluía asimismo el sumo saber -los Veda- y la bebida de la ebriedad, el soma . Matarlo significaba, para Indra, no sólo hacer posible la vida, sino conquistar aquello que puede hacer posible la vida inextinguible, el conocimiento. Significaba asimismo hacer que fluyeran las aguas, inundando el mundo, donde producen esa superabundancia que es la vida misma. Sin embargo, aunque el gesto de Indra fue salvíf ico, no por eso dejaba de constituir una culpa, una culpa enorme, proporcional a la enormidad de su víctima. El primer signo de la culpa es la impureza que desde entonces brota en el mundo, mediante la herida de Vṛtra. Ese líquido es precioso y a la vez pútrido. Basta para contaminarlo todo, salvo las aguas que, disgustadas, se alzaron para huir del contacto maléfico, convirtiéndose así en la hierba kuśa . Inmediatamente contaminad as, las aguas huyen -al menos en partede la impureza. Por eso serán usadas para rociar , y por tanto consagrar , todos los elementos. Así se formula una sutil cuestión teológica: ¿cómo pueden consagrar , ellos que no han sido consagrados? También ésta es una culpa por la que el oficiante «pide reparación»: desde ya, una primera señal de la culpa se extiende hacia la cúspide de la pureza. La presencia de los filtros permite comprender que el mundo es una masa impura. Si no fuera así, por otra parte, no viviría, sino que estaría encerrado todavía en el vasto vientre de Vṛtra. Entonces, si también las aguas son ambiguas, porque en parte están contaminadas, ¿cómo se podrá recuperar la pureza? Es necesario filtrar el mundo, así como es necesario filtrar incluso el prodigioso soma , que de otro modo no conseguiríamos tolerar . Aquí suced e un pasaje decisiv o: el único elemento que puede ayudarno s, en este escenario de ciénaga cósmica, es el aleteo del viento. El viento que «sopla purificando (pavate )» coincide con las dos estel as de hierba que filtran, pavitra ; pero ¿por qué las estelas son dos mientras que el vient o es uno? Sigue aquí otro pasaje decisivo para la teología védica: los filtros son dos porque son los soplos fundamentales (inspiración y espiración) que, al entrar y salir del cuerpo, le permiten vivir. Así, el viento es esos soplos y esos soplos son los dos filtros de hierba kuśa . Con esta fulmínea ecuación se introduce la supre ma función de la respiración (de la que desciende n el yoga y las innumerables reflexiones sobre el aliento) y se justifica como nunca que el mundo, este informe y fétido amasijo de elementos en el que se sigue colando aún hoy el líquido que estaba hospedado en el cuerpo llagado de Vṛtra , tenga necesidad de un soplo para filtrarse, para animarse, para poder ser utilizado en un acto ceremonial. Al principio, los dioses perdieron el soma ; los hombres no lo poseyeron. Sin embargo, se encontraron cumpliendo los mismos gestos, cuando se trataba de recuperarlo (o de comprarlo): practicar el tapas , ayunar, con mayor rigor cada vez. Mientras tanto sucedió, tanto a los hombres como a los dioses, que «sintieron su sonido», el sonido del soma . ¿Cuál fue este sonido, para los dioses? No se nos dice. En compensación, lo conocemos por lo que respecta a los hombres. El sonido del soma perdido decía: «En tal día sucederá la adquisición.» Para los dioses un sonido indefinido; para los hombres, el anuncio de un intercambio, de una venta. Éste es el pasaje de lo divino a lo humano: brusco, chocante. Nos da a entender que, sin el intercam bio, el hombre no existe. O, al menos, no podrá nunca obtener el soma . En cuanto a la inmortalidad , sería ingenuo pensa r que para los hombres ésta se trate de una duración inagotable. Por eso se precisa: «Ésta es en verdad la inmortalidad para el hombre: cuando él alcanza la vida entera.» El imperativo, para el hombre, consiste en dar forma a la vida, volviénd ola entera, perfecta, así como entero y perfecto debe ser el altar del fuego. No hay respuesta a la pregunta que siempre persiguió a las criaturas de Prajāpati: ¿la vida perfecta incluye en sí a Muerte? Acerca de esto no se tiene respuesta, ni positiva ni negativa. La «comedia de la inocencia» vale tanto para el oso que los cazadores están a punto de herir como para Soma. Cuando las piedras están por caer sobre las estelas de la planta divina para sacarles el jugo, la intención de matar debe volverse hacia cualquier enemigo o hacia un ser que se odia. Entonces el sacrificante podrá decir: «Así yo golpeo a x, no a ti.» La culpa residiría entonces no en el acto -la matanza de Soma-, sino en la visión mental que lo acompaña. ¿Y si no se tuvieran enemigos? ¿Si no se odia a nadie? Entonces el pensamiento se vuelve, con odio, hacia una brizna de hierba: «Si no se odia a nadie, se puede también pensar en una brizna de hierba, y así no incurre en culpa alguna.» Corolario: el acto es una necesidad, un paso inevitable. Es en sí una culpa. Quien no quiera acrecentar su propia culpa, que reside ya en el mero acto de existir , debe distanciar la mente del acto, volverla hacia un objeto que atenúe la culpa. La brizna de hierba señala que nos estamos acercando a lo inexistente y a lo invisible. ¿Existe algo más allá de la brizna? La distancia que Kṛsna enseñará a Arjuna en la Bhagavad Gītā, la no adhesión al acto. Éste es un escalón más alto respecto del puro desvío del acto sobre otro objeto. «Él [Soma], en cuanto es engendrado, lo engendra [al sacrificante]»: fórmula que repica tres veces. Porque apunta a un asunto delicado y esencial: la generación recíproca. De rigor entre los dioses, ahora encuentra su contrapartida ritual. Nada existe de por sí, todo es el resultado de una obra. Así también el soma : la planta descendida del cielo no existe hasta que no es exprimida, filtrada, rociada por el sacrificante y por los demás sacerdotes. Pero, en el momento en que el soma está, éste produce al sacrificante. La existencia del soma comporta una metamorfosis en aquel que con sus gestos lo ha hecho ser . Como al final de la ceremonia el rey Soma será un haz de estelas atorme ntadas, reduc idas a un «cuerpo no apto para ser ofrendado», así el sacrificante, exhausto, se encamina como un payaso descom puesto hacia el agua que fluye un poco más abajo del claro sacrificial. Allí lo espera el baño purificador , avabhṛtha . El soma y el sacrifica nte: ambos anhelan una linfa nueva. Quieren sumergirse en esa agua, olvidarse. «Entonces ambos [el sacrificante y su mujer], tras haber descendido, se bañan y friegan la espalda el uno al otro. Tras ser envueltos en vestidos nuevos, salen: así como una serpiente abandona su piel, así él se libera de todo el mal. En él no hay ya más culpa que en un bebé todavía sin dientes.» Quien entra en el rito se carga de gestos, de actos, de karman , tal es, al pie de la letra, el karman : acción ritual. No hay duda: se alcanza la luz, lo inmortal, se tocan los dioses. Al final, de todos modos, agotado, se quiere olvidar . Se quiere volver a la normalidad opaca, no resonante, no inminente. El sacrificante y su esposa recorren las mismas huellas que han pisado para llegar al lugar del sacrificio. Se bañan en agua corriente. Los accesorios del sacrificio son arrojados al agua, como si nadie quisiera recordar su existencia. Ahora todo debe ser nuevo. La inocencia del neonato no es nunca algo dado. Al contrario, se conquista con dureza, y es de muy breve duración porque, enseguida, la acción vuelve a empezar . La acción, toda acción, es ante todo la acción sagrada que permite acceder a la luz a través del soma , es culpa. No ya porque dañe o hiera a algo o a alguien, si bien inevitablemente daña y hiere, sino simplemente porque es acción. Por otra parte, sin esa acción toda vida es informe y vacía. Es necesario volver periódicamente a esa falta de forma, a esa insignificancia, porque no soportamos demasiado sentido, demasiada luz o demasiada culpa. El sacrificante no se ciñe ya sus propios vestidos. También éstos pertenecen a una fase ya enterrada. ¿Cómo se vestirá ahora? Se ciñe con la tela en la que estuvieron envueltas las estelas del soma , con la que habían aparecido en ese tiempo muy lejano, pocas horas antes, cuando todavía el soma debía ser exprimido. La cons orte en cambio se ciñe con la tela que había envuelto las telas en las que se encontraba el soma . Después se alejan, silenciosos, indiferentes, limpios, vacíos. De lo que ha acontecido permanece sólo una fragancia apenas perceptible -y acaso percepti ble sólo por ellos-, que eman a de esas dos telas que habían contenido al soma durante algún tiempo. «Cuando Gāya trī voló hacia Soma, un arquero sin pies, después de haber tomado la mira, cortó una pluma, o de Gāyatrī o del rey Soma; la pluma, cayendo, se convirtió en un árbol parna. » Del misterioso arquero sin pies, que aquí aparece, conoceremos el nombre por otro pasaje: Kṛśānu, pero no mucho más. Su figura y su gesto nos hace n entrever un ser en el umbral de lo no manifestado, o de lo «lleno», pūrṇa , que es otro nombre suyo. Como otro arquero -Rudra-, Kṛśānu se opone a una empresa que perjudica el orden del mundo y da origen a la vida tal como la conocemos. En el caso de Rudra, el incesto de Prajāpat i y Uṣas. En el suyo, el rapto del soma , que permitirá a los hombres embriagarse. Esta naturaleza de Kṛśānu está quizá implícita también en su ser «sin pies», apād , carácter que lo vincula a otra figura enigmática: Aja Ekapād, el Macho Cabrío sobre una sola pata. Si se remonta hacia el «no- nato», aja, hacia el «autoexistente», svayambhū , las últimas dos figuras que se dejan reconocer , pero en destellos y deslumbramientos, sin que sean nunca descritas, son un Macho Cabrío (Aja Ekapād) y una Serpiente (Ahí Budhnya). No hay nada que se distinga más allá de ellos. El Macho Cabrío debe mantenerse erguido porque es el «sostén del cielo», pero si se lo mira bien se ve que se apoya sobre una sola pata (ékapād ). En ocasione s parece una columna de fuego manch ada de negro, el negro de las tinieblas de las que emerge. ¿Qué hay debajo de él? La Serpiente del Fondo, Ahi Budhnya. Ningún texto osa decir nada más. Se evoca sólo su nombre. Cinco veces, en los himnos védicos, junto al del Macho Cabrío, como si en estas dos figuras se perfilase lo que no puede ir más allá: el No-nato, el Fondo. El inevitable y casi imperceptible cauce de todo lo que existe. El mundo debe su existencia al retraso infinitesimal de una flecha. O de dos flechas: la de Rudra que se clavó en la ingle de Prajāpati, pero no consiguió impedirle que vertiera el semen; la de Kṛśānu, que rozó el ala del halcón portador del somae hizo caer una pluma sobre la tierra, pero no consiguió impedir que el soma llegara a los hombres . Esa partícula de tiempo era todo el tiempo, con su potencia irrefrenable. Era la salida de la plenitud cerrada en sí misma, el pasaje a la plenitud desbordante en otra cosa, en el mundo mismo. Esa superabundancia se había vuelto operativa sólo gracias a una herida. Los ritos que los hombres védicos quisieron instituir fueron, ante todo, un intento de cuidar y sanar esa herida, renovándola. Quemando una parte de la superabundancia que le daba vida. Soma no sólo inducía la ebriedad, sino que favorecía la verdad. «Para el hombre que sabe, esto es fácil de reconocer: la palabra verdadera y la falsa se chocan. Entre las dos la verdadera, la justa, es la que Soma favorece. Combate a la no verdadera»: así, el himno 7, 104 del Ṛgveda . Este doble don -de la ebrie dad y de la palabra verdadera- es lo que distingu e el conocimiento védico. Lo mismo le sucede a aquel que acoge a Soma en la circulación de su propia mente. Dionis o caía en la ebriedad y usaba el sarca smo hacia cualquiera que se le opusiera. Nunca proclamó una pretensión de tener la palabra verdadera. Era como si la palabra se mezclara en su cortejo de Ménades y Sátiros, pero sin hacerse notar demasiado. Dioniso era la intensidad en estado puro, que atravesaba y desquiciaba todo obstáculo, sin detenerse en la palabra , ya fuera verdadera o falsa. Poseído por el dios, Baco intimaba: «Que todos salgan y se muestren, / que no contaminen su boca con palabras.» «Ahora hemos bebido el soma ; estamos frente a los inmort ales; hemos alcanzado la luz, hemos encontrado a los dioses.» Formulaciones ardientes, inmediatas: lo contrario de esa secuencia de enigmas que compone, en buena parte, el Ṛgveda . Para que los hombres puedan encontrar a los dioses, tienen necesida d del soma ; pero los dioses, a su vez (y antes que nadie su rey, Indra), tienen necesidad del soma para ser diose s. Un día han escogido el soma como su bebida embriagadora, porque al soma se debe «la fuerza de los dioses». Si el soma es deseado igualmente por los dioses y por los hombres, se volverá también su elemento común. Sólo en la ebriedad diose s y hombres pueden comunicarse. Sólo en el soma se encuentran : «Ven hacia lo que hemos exprimido, bebe el soma , tú, bebe dor de soma. » En esos términos se dirigen los hombres a Indra, en el primer himno dedicado al dios en el Ṛgveda . Sólo en la medida en que los hombres consigan ofrecer la ebriedad a los dioses pueden pretender atraerlos a la tierra. Lo que los hombres ofrecen al dios es lo que el dios ha conquistado para ellos -y para los otros dioses-, manchándose de la culpa más grave, el brahmanicidio, cuando cortó las tres cabezas de Viśvarūpa. Hay un pacto oculto entre Indra y los hombres, porque Indra es el dios más parecido a los hombres (también por eso será, a veces, objeto de escarnio): ha matado a un brahmán para obtener el soma , así como los hombres matan al rey Soma para que fluya el líquido embriagador del que está hecho. La matanza, el sacrificio y la ebriedad están anudados, tanto para el dios como para los hombres. Esto los vuelve cómplices, obliga a los hombres a celebrar los largos y extenuantes ritos del soma . A la vez, es el único modo de alcanzar una vida -durante algún tiempo- divina. ANTECEDENTES Y CONSECUENTES Cuando vosotros, dioses, estabais en las olas, estrechamente apretados unos contra otros, entonces se alzaban de vosotros densas espumas, como de bailarines. Ṛgveda , 10, 72, 6 Este libro tuvo su origen, hace ya no pocos años, en el irreflexivo propósito de escribir un comentario al Śatapatha Brāhmaṇa , el Brāhmaṇa de los cien caminos . El Śatapatha Brāhmaṇa es un tratado sobre ritos védicos que se remonta al siglo VIII a. C. y se compone de catorce kāṇḍa , «secciones», conformando un total de 2.366 páginas en los cinco volúmenes de la traducción de Julius Eggeling, publicada en Oxford entre 1882 y 1900, dentro de la colección de los Sacred Books of the East. Esta traducción es la única completa hasta hoy (la de C. R. Swaminathan sólo llegó, hasta ahora, al octavo kāṇḍa ). Los Brāhmaṇa -el Śatapatha Brāhmaṇa es sobresaliente en ese género - contienen pensamientos inevitables desde siempre, que sin embargo raramente han encontrado acogida en los libros de filosofía, y que fueron tratados, con mucha frecuencia, con intolerancia, como a intrusos. El Śatapatha Brāhmaṇa es un antídoto poderoso para la existencia actual. Es un tratado que muestra cómo se puede vivir una vida totalmente dedicada a pasar a otro orden de cosas, que el texto osa llamar «verdad». Una vida invivible, porque se agota casi completamente en el esfuerz o de ese pasaje. Una vida que algunos, en un tiempo remoto, exper imentaron, y de la que quisieron dejar testimonio. Era una vida basada esencialmente en determinados gestos. El hecho de que algunos de esos gestos sobreviva n aún hoy en la India y estén difundido s entre multitudes que, con frecuencia, nada saben de sus orígenes, mientras grandes civilizacion es no han dejado ninguna herencia comparable, no debe llamarnos a engaño: la civilización de los ritualistas védicos no se sustrajo al choque del tiempo, se perdió, quedando en buena medida como algo lejano e incomprensible. Sin embargo, todo lo que aún se trasluce tiene una potencia tal que sacude a toda mente que no esté del todo sometida a lo que la rodea. Las religiones dan mucho que hablar a principios del siglo XXI. Sin embargo, muy poco de religioso, en sentido estricto y riguroso, subsiste en el mundo. No tanto en los individuos como en las estructuras colectivas. Ya se trate de iglesias, sectas, tribus o etnias, su modelo es un informe superpartido, que permita hacer todo lo que la idea de partido permití a, y más, en nombre de algo que suele definirse como «identidad». Es la venganza de la secularidad. Después de haber vivido durante centenares y miles de años en una condición de sometimiento, como sierva de poderes que se imponían sin justificarse, ahora la secularidad -no sin sarcasmo- ofrece a todo lo que todaví a denomina lo sagrado la manera de actuar más eficaz, más actualizada, más mortal, más adaptada a los tiempos. Éste es el horror nuevo que debía aún cristalizarse: todo el siglo XX ha sido el largo periodo de incubación. Para que se pueda hablar de algo religioso es necesario establecer cierta relación con lo invisible. Es necesario que exista el reconocimiento de poderes situados más allá y fuera del orden social. Es necesario que el orden social mismo quiera establecer cierta relación con eso invisib le. Todo esto no parece ser la primera preocupación de las autoridades religiosas, a principios del siglo XXI. En las altas jerarquías de la cristiandad y del islam, o entre los pandit del hinduismo, es fácil encontrar prudentes sociólogos e ingenieros de la sociedad que usan los nombres santos de las respectivas tradiciones para imponer o para sostener cierto orden de costumbres. Sería arduo, sin embargo, encontrar a alguien que supiera hablar la lengua del Maestro Eckhart, o de Ibn ‘Arabī o de Yājñavalkya, o que al menos reconociera el timbre. Frente a esto, el Śatapatha Brāhmaṇa ofrece la imagen de un mundo constituido solamente por lo religioso y en aparienc ia privado de curiosidad y de interés por todo lo que no sea tal. Como lo entienden los Brāhmaṇa, lo religioso invade cada mínimo gesto, incluyendo todo lo que es involuntario y accidental. Para los ritualistas védicos, un mundo que no tuviera tales características habría parecido insensato, exactamente como para los lectores de hoy suelen aparecer sus textos. La incompatibilidad entre ambas visiones es total. Es inconme nsurable, por otra parte, la disparidad de las fuerzas : por un lado, una concatenación de procedimientos que llega por primera vez a cubrir , con una imperceptible malla, digital, la totalidad del planeta; del otro, un conjunto de textos, en parte accesibles sólo en una lengua muerta y perfecta, que hablan de gestos y de entidades que no parecen tener ya relevancia alguna. En su, en ocasiones, abismal excentricidad, el pensamiento de los ritualistas védicos tenía, empero, esta particularidad: ponía siempre cuesti ones cruciales, frente a las cuales el pensamiento de ascendencia iluminista se muestra torpe y desprevenido. Los ritualistas no ofrecían soluciones, pero sabían aislar y contemplar los nudos que no se desatan. No está claro que el pensamiento pueda hacer mucho más que eso. Sería pleonástico usar la palabra símbolo en un mundo en el que cada viruta implicaba significados ulteriores. Por ejemplo, ¿de qué podría ser símbolo el agua en el Veda, si no de -casitodo? Aplicar la noción occidental
  • 🌌 Vedic Thought and Sacrifice

  • 🧠 Analogy dominates Vedic thinking as the sovereign pole of the mind, creating connections (bandhu) between disparate phenomena through affinity and resemblance, in stark contrast to our modern digital world built on substitution and coding
  • 🔄 Human cognition operates through two complementary modes: the connective/analogical (continuous, amalgamating) and the substitutive/digital (discrete, quantifiable) - both permanently active in every mind despite cultural preferences for one over the other
  • 🔥 Sacrifice represents the most elaborate expression of Vedic thought, requiring three essential elements: a formalized sequence of acts, an invisible recipient, and the destruction or separation of something from its original state
  • 🌿 While modern secular society has largely abandoned ritual sacrifice, the concept stubbornly persists in our language and thinking - revealing how the sacrificial worldview sees all life as an exchange of energy between interior and exterior
  • 🧿 The Vedic tradition survives remarkably where other ancient systems have vanished - mantras still recited, rituals performed, and gods worshipped in the same places, demonstrating the enduring power of this analogical approach to reality
de «sím bolo» al mundo védico conduciría rápidamente a una condición de completa insignificancia por exceso de significados . De hecho, no existe en sánscrito una palabra que corresponda con precisión a «símbolo». Bandhu, nidāna, sampad : son palabras que indican una afinidad, un ligamen, un vínculo, una correspondencia, un nexo, una asimilación, pero no pueden ser reconducidas a tareas de representación , como sucede en efecto con el símbolo. En la común mentalidad occidental, tal como se ha formado durante un proceso secular hasta llegar a producir escuadras enteras de anónimos Bouvard y Pécuchet, el presupuesto es que la amplia mayoría de las cosas puedan rápidamente ahorrarse el compromiso de ser símbolo de otra cosa, excepto para algunos casos bien circunscritos, en los que se admite la legitimidad -incluso la utilidad- de esa función. La bandera es un buen ejemplo. El mundo védico sería, en ese caso, una ilimitada extensión de banderas. Al mismo tiempo, aunque con cierta fatiga -encontrándose a veces frente a obstáculos que parecen insuperables-, una mente occidental de hoy consigue abrirse camino en los textos védicos u encontrar algo vital, que en otros lugares no encuentra. Y las dificultades que encuentra no son mucho mayores de aquellas a las que debe enfrentarse un indio de hoy. La distancia entre las culturas contemporáneas india y occidental, obviamente notable, se vuelve sin embargo irrelevante respecto de la distancia astral de ambas con el mundo védico. ¿Qué vía de acceso podría llevar a un contacto posible? La vía analógica. En las silenciosas llanuras del pasado, el Veda es con toda probabilidad el área más amplia, más compleja y ramificada en la que se haya vivido concediendo la soberanía y el predominio a un solo polo de la mente: el analógico. Polo que actúa perpetuamente (que no puede no actuar) en cualquier ser, de cualquier tiempo, del mismo modo que su equivale nte, que es el polo digital. Bajo el reino de este polo digital vive hoy el mundo en su totalidad, condición experimental que no tiene precedentes. A pesar de ello, no ha desaparecido el polo analóg ico. De hecho, no puede sino seguir operando, porque la fisiología misma lo impone. Opera a veces de modo clandes tino o bajo vestiduras falsas, o incluso sin dejarse reconocer . Así, hasta la digitalidad estaba presente y activa, aunque embridada y sometida, en el mundo védico. No puede ser de otro modo, porque así está hecho nuestro cerebro y nuestro sistema nervioso. Esto implica, entre otras cosas, que, como principio general, nada puede imped irles el intento de reaccionar y actuar según la modalidad que en una época, durante algunos milenios, han experimen tado. En la escala del cerebro, esos tiempos no son ni siquiera demasiado lejanos. Detrás del Ṛgveda , detrás del pulular de los dioses, detrás de los videntes que vieron los himnos, detrás de los actos rituales se entrevé algo que, por aproximación, debería llamarse el pensamiento védico . Si este pensa miento fue el intento más osado y consecuente de ordenar la vida obedeciendo exclusivamente a la modalidad analógica, ese intento no podía subsistir , y no deja de sorprender que haya conseguido sobrevivir en determinados lugares y en ciertos años, como un cuño de materia ajena. Es asimismo cierto que ese intento, tan altamente vulnerable, ha tenido el poder de mantener vivas determ inadas características propias siglos después, cuan do otras grandiosas construcciones han quedado sumergidas. Los dioses griegos y sus ritos hablan hoy en Grecia sólo mediante el silencio de las piedras. Lo mismo vale para Egipto, la más juiciosa de las civilizaciones. Los mantras védicos, sin embargo, siguen siendo recitados y entonados, intactos, a veces en los mismos lugares donde surgieron, incluso en Kerala. Ciertos gestos rituales , a los que el pensamiento había dedicado una obsesiva atención, siguen realizándose en los saṃskāra , en las ceremonias sacramentales que escanden todavía innumerables vidas en India. Los dioses viven allí donde siempre han vivido. Sobre la tierra se han perdido ciertas señales que había en esos lugares. O no se sabe ya encontrarlas en viejas hojas abandonadas y dispersas. La vida, mientras tanto, procede como si nada pasara. Algunos piensan que esas hojas un día serán reencontradas. Otros, que no han tenido nunca un interés particular . Otros ignoran incluso que hayan existido nunca. La humanidad no dispone de una superabundancia de modos de pensamiento . Dos se destacan como hermanos enemigos: conectivo y sustitutivo . Fundados cada uno sobre un enunciado: «a conexo con b» y «a está en lugar de b» (donde «aimplica b» es un subconjunto de «a conexo con b»). No hay forma de pensamiento que no pueda ser subsumida en uno u otro de estos dos enunciados, que se encuentran entre ellos en relación de sucesión cronológica, porque el conectivo está siempre y en todas partes precedido del sustitutivo , si se entiende el conectivo como referido a los bandhu védicos, es decir , a esos «vínculos» o «nexos» que ligan los fenómenos más dispares por afinidad, semejanza y analogía. Cuanto más maduro -en el sentido de multíplice, envolvente, preciso- es el pensamiento, tanto más practicará hasta el fondo, hasta el extremo de sus posibilidades, ambos modos. Escoger uno u otro, como si fueran dos partidos, sería pueril. Es indispensable, en todo caso, distinguir los respectivos campos de aplicación. Ni el conectivo ni el sustitutivo tienen la capa cidad de extenderse a todo. En ciertos ámbitos, se vuelven vacuos e inertes. Tanto más sutil y eficaz se vuelve la actividad de uno de los modos del pensamiento cuanto más sabe reconocer y delinear con exactitud las zonas a las que aplicarse. Conectivo y sustitutivo : ambos modos de la mente pueden ser así definidos en referencia a su carácter dominante. Pero si se refiere a la puesta en acto de sus operaciones, podrían también definirse analógico y digital , por cuanto el medio princ ipal de la sustitución es la codificación ; el número es lo que le perm ite actuar con la máxima facilidad y eficacia. El modo digital se aplica ante todo al reino de la cantidad, donde el resultado de una operación es un número con que se sustituye el número inicial. Mientras que el modo analógico se basa en la semejanza, es decir , en la conexión entre entidades de cualquier especie. Convención y afinidad son otros términos útiles para definir ambos polos de la mente. Convención significa que, cualquier cosa que sea a, se puede decidir que «está en lugar de b»; es decir , que lo sustituye. Principio impositivo, no fundado sobre un razonamiento, e inmensamen te eficaz. Afinidad significa que, por motivos no necesariamente claros o evidentes, en a hay algo que lo une a b, por eso cualquier cosa que se diga de b por alguna vía implicará a a. Es un terreno oscuro en buena medida, al principio, y destinado a permanecer en cierto modo así incluso al final de las investigaciones. La percepción de la afinidad es interminable. Se puede decir dónde empieza el proceso pero no dónde se puede detener . La convención , en el polo opuesto, tiene origen y conclusión en el acto en el que se instaura. De esto estamos hechos. Igual que la numeración binaria, en su carácter elemental, permite aplicaciones incontables, así los dos modos de la mente se prestan a sostener las más diversas construcciones, combinándose, mezclándose u oponiéndose. Permanentemente se reclaman la una a la otra. Cada decisión que pretenda escindirlas o declarar el predominio de una sobre la otra es vana, porque ambas continúan operando, conscientemente o no, a cada instante, para quienquiera y en quienquiera. El modo conectivo y el modo sustitutivo corresponden a dos elementos irreductibles de la naturaleza, y de la mente que la observa: lo continuo y lo discreto. Lo continuo es el mar; lo discreto, la arena. El modo conectivo se asimila a lo continuo, por cuanto incesantemente produce una amalgama, una banda ininterrumpida de figuras que salen la una de la otra. El modo sustitutivo multiplica indefinidamente los granos que, vistos a cierta distancia, componen una sola figura bien distinta, así como la retícula permite que las cosas fotografiadas puedan ser reconocidas. Más que categorías, lo continuo y lo discreto son dimensiones con las cuales la mente opera sin tregu a. Con ella opera el mundo. Son «los polos de una complementariedad fundam ental del pensamiento de todos los tiempos». De ese fondo oscuro, inagotable, extraen a la mente y al mundo, como artesanos en el mismo taller . No hay nada bello en la imagen de alguien que toma un animal para atarlo a un poste y después estrangularlo o ahogarlo o degollarlo. Sin embargo, ese gesto estuvo en el centro de los ritos solemnes, en India y en otras latitudes. Es evidente que debía ser considerado necesario, inevitable. En lugar de esconderlo, lo ostentaron, rodeándolo de especulaciones audaces y misteriosas. Después, a partir de cierto punto de la era posterior a Cristo, ese mismo gesto se volvió inaceptable, en cuanto gesto público. Sin embargo, el número de los animales que eran matados cada día - estrangulados, ahogados, degollados (y los otros modos de matar que se fueron incorporando con el tiempo)- no disminu yó nunca, más bien fue creciendo regularmente. No se hablaba ya de sacrificio sino en los libros. Sólo en los laboratorios los animales utilizados en los experimentos se decían sacrificados . Todas las prácticas sacrificia les tienen un aire de familia , ya se celebren en Camerún o entre los aborígenes de Australia, en el noroeste amer icano o en el templo de Jerusalén, en México, Irán o en la Roma imperial. Contemplando los testimonios o los repertorios, es imposible negar que sabemos -oscuramente- de qué tratan. Son palabras o partes de frases que pertenecen a los dialectos de una misma lengua, cuya gramática y sintaxis nunca fue tan elaborada, hasta llevarla al grado de la perfección, como en la India de los ritualistas védicos. Del sacrificio védico se puede decir lo que se ha dicho del Mahābhārata : que en él se encuentra todo lo que existe en otras latitudes, y lo que allí no se encuentra no existe en ningún lado. Cada detalle de los ritos sacrificiales de todas las partes del mundo puede ser iluminado por un pasaje en el sistema del sacrificio védico, mientras que hay muchos detalles del sacrificio védico que sólo pueden ser iluminados por sí mismos. Detrás de las diferentes, ramificadas, discordantes prácticas del sacrificio -tan dispares y tan discordantes que varios estudiosos de hoy, por timidez especulativa, quisieran tratar el sacrificio mismo como una invención de los antropólogos-, se deja reconocer una visión sacrificial que, allí dond e está presente, lo inviste todo. Ubicua y pertinaz, esa visión posee, además, esta característica: si no se la acepta puede disolverse al instante. Nada obliga a describir , a entender el mundo en términos sacrificiales. Nada impide pensar prescindiendo por completo de la visión sacrificial. El sacrificio mismo puede fácilmente ser descrito como una corriente psíquica. Sin embargo, su léxico no se deja expurgar . Tercamente permanece y retorna. Han desaparecido las prácticas del sacrificio. La palabra, sin embargo, continúa siendo usada, y todos parecen entenderla enseguida, incluso sin ser antropólogos. En el extremo opuesto, en la India védica el sacrificio era como la respiración. Es un fenómeno que subsiste aunque no sea consciente, incluso como condición implícita de nuestra vida misma, siempre y en todas partes. En el choque entre la actitud sacrificial y la a-sacrificial el resultado más probable habría sido que la primera quedara gradualmente derrotada, arrinconada, reprimida, olvidada, hegelianamente superada. Quedaría, en todo caso, en el estado de supervivencia arcaica (de casi todo se puede decir que es una supervivencia arcaica) y algún erudito se encargaría de detectar sus huellas. Pero no sucedió tal cosa. En su variante védica -la más compleja, articulada, sutil, vertiginosa- la actitud sacrificia l contiene una implicación de muy largo alcance: se puede fácilmente ignorar el pensamiento mismo del sacrificio y el mundo seguirá siendo -pase lo que pase- un inmenso taller sacrificial. En palabras de Paul Mus: «A partir de Śatapatha Brāhmaṇa 10, 5, 3, 1-12, una profundización de la doctrina sacrificial demuestra cómo, si el sacrificio es la razón de toda vida, una vida, aun cuando no sea redimida por aquél, es como un sacrificio que se ignora.» Ahora bien, si cualqu ier vida es «un sacrificio que se ignora», toda derrota del sacrificio se revelará ilusoria. ¿Por qué el mundo entero debería ser un taller sacrificial? Simplemente porque está fundado -en cada una de sus partes- sobre un interc ambio de energía: de lo exterior hacia el interior y del interior hacia el exterior . Eso es lo que sucede para toda respiración. Igualmente para la alimentación y para las excreciones. Interpretar el intercambio fisiológico como sacrificio es el pasaje decisivo, del que todo lo demás depende. Es un pasaje que, reducido a su forma más elementa l, implica sólo que entre todo interior y todo exterior existe una relación, una comunicación que puede cargarse de sentido, y de los sentidos más diversos, hasta la exaltación hipersignificante del V eda. La actitud sacrificial implica que la naturaleza tiene un sentido, mientras que la actitud científ ica nos ofrece la pura descri pción de la naturaleza, de por sí desprovista de sentido. Esta ausencia de sentido en la descripción no se debe a un estado imperfecto del conocimiento, que un día podría superarse. De hecho, la descripción no podrá nunca desemboca r en el sentido. El conocimie nto de un trazado neural , por perfecto que sea, no se traducirá nunca en la percepción de un estado de conciencia. Éste es el obstáculo último, insuperable, que en cambio la actitud sacrificial depone al primer paso. Acaso arbitrariamente. Mejor dicho: sin duda arbitr ariamente, en lo que respecta a las minuciosas correlaciones que pretendía establecer . ¿No es acaso un gesto asimismo arbitrario el que, a partir de cierto punto de la investigación científica, se pretenda introducir un sentido en aquello que es descrito? El sentido es obra de la mente -se diría que la mente está obligada a estar siempre acompañada por aquello que fue la duda del origen, cuando «al princip io este [mundo], por así decir, existía y no existía: entonces sólo estaba esa mente». Para los Veda, «mente», manas , tiene una posición soberana, pero sólo en cuanto corresponde a un estado en el que el mundo mismo no sabía si existía o no. En cierto modo, el absolutismo védico de la mente está mucho más dispuesto a acoger la duda radical sobre sí misma que el empirismo de la ciencia, que ofrece siempre sus resultados - provisionales y perfectibles- como una transcripción verificada (es decir verdadera ) de lo que es. En tiempos y en lugares muy dispares se practicó un rito en el que se obraba la destrucción de algo en relación con una contrapartida invisible . Si falta uno de estos tres elementos no hay sacrificio. Si los tres están presentes, los significados de la ceremonia pueden ser muy variados, incluso contrapuestos. Sin embargo, todos tendrán en común al menos esta característica: la separación , la cesión, el abandono de algo a una contrapartida invisible. Si tal acto se cumpliera sobre un escenario, la mitad del mismo permanecería vacío: la mitad que debía albergar a los destinatarios del sacrificio. A esto se agrega el hecho de que el sacrificio no puede prescindir de un elemento destructivo . Si algo no queda consumido, perdido, expuls ado, vertido no puede haber sacrificio. En un elevado número de casos la ceremo nia exige una muerte, una efusión de sangre. Comprender el sacri ficio implica comprender por qué, en la ofrenda de algo a una entidad invisible, se deberá matar eso que se ofrenda. Mientras que el acto de ofrendar en sí podría ser justificado sin demasiada dificultad (ofrenda por miedo, por reverencia, para corromper , para establecer una relación), el motivo que justifica el acto de matar no resulta nada evidente. En primer lugar , no queda claro por qué la entidad a la que el sacrificio se dirige exige que la ofrenda sea destruida. Por otra parte, tampoco resulta claro por qué, incluso cuando el sacrificio tiene en su centro la ofren da de una sustancia preciosa (el soma ), esa ofrenda deba ir acompañada de la matanza de diversos animales. No hay teoría del sacrificio que consiga comprender el fenómeno en su totalidad . El rito es demasiado plástico, mutable, adaptable a los motivos más diversos. Pero el hecho es que todos esos actos, realizados en tiempos y lugares remotos, son igualmente designados como sacrificios . Lo que los mantiene unidos no es tanto el significado específico cuanto algunos presupuestos, que no pueden faltar . Son éstos: todo sacrificio es una secuencia formalizada de actos que se dirigen a una parte invisible; todo sacrificio implica una destrucción: algo debe separarse de aquello a lo que pertenecía y perderse. Se puede tratar de la vida, para el animal que es matado; o de dinero, para el contribuyente que es invitado a hacer «sacrificios» (en este caso no se trata ya de ritos, pero la palabra sigue siendo usada en sentido extenso); o se puede tratar de un líquido, incluso simple agua, que es vertido, como en las libaciones; o de un perfume, como el incienso, que se difunde; o de la vida misma del sacrificante, como en la devotio romana. Innumerables y sutiles son las variantes. Sórdidos o sublimes, los motivos. Muy antiguas o improvisadas las ceremonias, que el Śatapatha Brāhmaṇa definía como «acción suprema (śreṣṭhatamaṃ karma )». En todo caso, sigue sin entenderse por qué, en el curso de milenios y en los lugares más distantes y aislados entre sí, se ha advertido la necesidad de dirigirse a algo invisible componiendo una secuencia de gestos que incluye, sin excepción, una destrucción, y la separación de algo del ser animado o inanimado al que pertenecía. Sacrificio es en primer lugar una cesura , en el sentido originario de la palabra, que deriva de caedo , verbo técnico para la matanza sacrificial. Si el sacrificio introduce una cesura en la vida (en cualquier vida) , habrá que preguntarse qué sucede si esa cesura falta. Se dará entonces otra cesura , pero esta vez en el sentido de interrupción , tras una serie incalculable de actos. Toda la historia de los hombres puede ser observada desde esta perspec tiva, si se piensa que se encuentran huellas de sacrificio desde el Paleolítico y preceden en mucho a cualquier testimonio verbal. En ciertos lugares, en ciertos días, todavía hoy se siguen realizando sacrificios cruentos. Abdellah Hammoudi, profesor de antropología en Princeton, marroquí de familia sunita, decidió, un día de 1999, llevar a cabo el peregrinaje a La Meca, tal como lo habían hecho innumerables parientes, conocidos y compatriotas suyos. Quería comprender , como antropólogo; y, de paso, descubrir qué quedaba en él de su educación de fiel islamista. El peregrinaje a La Meca implica varias obligaciones, entre las cuales la de elegir y degollar un cordero en la Fiesta del Sacrificio. Hammoudi quería evitarlo. Pagó a una «cofradía de caridad» para que ejecutase el acto en su lugar . Hammoudi sólo sería espectador . Cuando se acercaba el día, «en Mina las majadas tenían el aspecto de un gigantesco campo de concentración para animales; dos, tres, cuatro millones de cabezas, quizá más. Una inmensa masa de peregrinos se disponía a cumplir con la obligación del sacrificio a título de “ofrenda” , al que se agregaban los sacrificios de expiación o de limosna […]. Estábamos todos reunidos para salvar nuestras vidas, y nuestra salvación nos imponía matar a esos animales. La masa de los peregrinos, llegados al colmo de la abnegación después de la “estación” en Arafa, la oración en Muzdalifa y la lapidación en Mina, iba a suprimir millone s de vidas […]. La modernización del peregrinaje tenía, sin duda, su importancia: áreas optimizadas, superficies acotadas, distribución ortogonal del espacio, infalibles sistemas de seguridad y de vigilancia. A cada reino de la naturaleza le era asignado un campo: las masas animales en sus recintos y, no lejos, las masas humanas en sus campamentos, rodead os de altas verjas de hierro, a lo largo de calles de trazado geométrico […]. La circulación de los coches de policía y la ronda incesante de los helicópteros completaban el cuadro. Ese orden iba a permitir a la masa humana aniquilar a la masa animal en nombre de Dios». En cuanto a la sociedad secular , no se admiten ceremonias sacrificiales. Aunque la palabra sigue en uso, como una serpiente venenosa que por error es usada con fines terapéuticos. Por eso siempre se pronuncia en contextos altos, en referencia a nobles gestos de abnegación y de renuncia. Durante las guerras vuelve a ser de uso frecuente y oportuno, para nombrar a los caídos, a todos los caídos, incluso a aquellos que menos dispuestos estaban a morir en una guerra. La pregunta última que formula el sacrificio es: ¿por qué, si se quiere estable cer un contrato entre lo humano y lo divino, es necesario matar a un ser vivo? ¿O, por lo menos, destruir - quemando o vertiendo- cierta cantidad de alguna materia? Curiosamente, es justo esta pregunta, que está en la raíz de todas las demás, la que se elude en las diversas y opuestas teorías del sacrificio. Girard no la elude, pero entiende el sacrificio como puro hecho social, donde lo divino es sólo una fachada conveniente. Entonces la violencia sacrificial se convierte en la desembocadura de una violencia difusa. Sin embargo, si lo divino, tal como lo entendían los antiguos teólogos, fuera algo existente -si fuera, incluso, la plenitud de lo existente-, ¿cómo se explicaría la continua repetición de actos cruentos que le son dirigidos? En su pureza, la sociedad secular ignora los ritos. Pero no es fácil desembarazarse de ellos. Para llegar a esto, escua drones de protestantes debieron despejar el terreno, dejando en herencia, entre otras cosas, las guerras de religión, modelo de toda guerra civil, y cierto modo de comportarse, modelo de esa quime ra que fue llamada «moral laica». En las sociedades seculares los ritos sobreviven para ciertas nece sidades jurídicas: el juramen to durante los juicios, las fórmulas fijadas para el matrimonio. Todo lo demás está hecho de costumbres inveteradas, como los cumpleaños. Así, los desfiles militares o las alocuciones de los jefes de Estado el día de Fin de Año. Costumbres revocables, costumbres a las que -si se quiere- se puede incluso no prestar atención. En rigor, del nacimiento a la tumba, con un poco de astucia se podría evitar tomar parte en ningún rito. Para la muerte no hay ritos. Ni siquiera para los funerales. En esos momentos incluso las costumbres inveteradas parecen particularmente débiles. Despertarse, en una mañana pálida o radiante, y saber que no se tiene ninguna obligación hacia nadie. Prepararse un café, mirar afuera por la ventana. Sentimiento de una duración informe, sin compromisos. Indiferencia. Para llegar a esto han tenido que pasar varios milenios. Nada queda de ellos, sin embargo, si no una cortina opaca por ambos lados. Nadie celebró el hecho como una conquista. Era la normalidad, finalmente alcanzada. Un estado carente de características propias, anterior a los deseos. Una sorda base de la existencia. No faltaría el tiempo para que se formaran los caprichos, los planes, las medidas para la supervivencia. Éste era el punto decisivo: el tiempo no estaba ya ocupado, escandido, herido de gestos obligatorios, a falta de los cuales se temía que todo pudiera deshacerse. Esto habría podido producir una sensación excitante. Pero no fue así. Al contrario, la primera sensac ión fue de vacío. De cierto tedio, también. El animal metafísico miraba a su alrededor sin saber a qué aferrarse. Así, la sociedad secular no supo apreciar sus descubrimientos. No ha experimentado una sensación de aligeramiento. En
  • 🌐 Secular Society's Ritual Void

  • 🔄 The decline of rituals created a profound vacuum in society, replaced by technical procedures and causes that lack the depth, precision, and aesthetic richness of canonical gestures embedded in physiological memory
  • 🛫 Secular society spans the globe through shared procedures (from airport security to complex financial systems), forming the first truly universal society despite its internal civil wars and fundamentalist enclaves
  • 🩸 While modern society proudly rejects sacrifice, its foundational concepts (substitution, exchange, value) originated in sacrificial practices, revealing an uncomfortable contradiction at civilization's core
  • ⚔️ War language absorbed sacrificial terminology ("victim," "consecration," "redemption"), culminating in the misapplication of "holocaust" to describe the Jewish genocide—signaling a disturbing blurring between archaic and modern
  • 💥 Contemporary suicide terrorism mirrors ancient Roman devotio rituals, representing sacrifice's transformation into a new form of warfare where voluntary death becomes the ultimate weapon against technological superiority
  • 🏙️ Today's dominant faith is the religion of society itself, where secular culture has become a self-referential system wrapped in digital hallucinations—paradoxically making our "secular" world the least secular of all
cambio, al mirar se a sí misma, se encontró inconsistente. Ensegui da sintió la necesidad de alguna causa a la que adherirse, para darse ánimos y una reconquistada solidez. Y, con las causas, volvieron las obligaciones. Una red de significados predeterminados ha vuelto a adentrarse en el mundo. ¿Por qué entonces abandonó los ritos? Las causas son siempre más bastas que los ritos. Son otras tantas parvenus del significad o. Mientras que los ritos, por lo meno s, implican todo el pasado, ciertos gestos repetidos innumerables veces, hasta entrar en la fisiología, y una extraña fe en su eficacia. La caída de los ritos trajo consigo también una fuerte decadencia estética. El gesto libre era siempre más torpe, más impreciso, respecto del gesto canónico. Las formas tendían a volvers e inciertas e inertes, ahora que podían expandirse casi sin obstáculos. La sociedad secular (se trataba, potencialmente, del planeta entero) perdió una gran ocasión. Hubiera podido reencontrar una condición de estupor frente al mundo, pero ya a una distancia de seguridad, que lo protegiese de su injerencia. Pero ocurrió algo más. Se formó una poderosa mezcla entre procedimientos técnicos e ignorancia de las potencias, que ha impreso su carácter sobre la vida común. ¿Cómo definir a la sociedad secular ? Antes de recurrir a complejidades teóricas se puede decir que son tales las sociedades que comparten los procedimientos de embarque en los aeropuertos. Es decir , una red de sociedades que cubre el planeta. Para definir a la sociedad secular es esencial aceptar cierto número de procedimientos. Las de los aeropuertos se incluyen entre los más sencillos, pero en otros casos los procedimientos pueden alcanzar una muy alta y vertiginosa complejidad, ante todo allí donde se trata de dinero. Una vez aplicados, los procedimientos pueden asociarse a las formas más diversas de sociedad: tribales, policíacas, cosmopolitas, libertinas, comunistas, teocráticas, democráticas, feudales. Es vasto el catálogo, con imprevisibles posibilidades de hibridación. Sin embargo, la base no cambia, y está constituida por los procedimientos. Ésta es la novedad decisiva, respec to de toda forma anterior de sociedad. En cuanto a las formas sociales en sí mismas, puede n también considerarse incompatibles y enfrentarse con prácticas letales. Sin embargo, tendrán en común mucho más de lo que están dispuestos a admitir . Esa base común podría tener incluso un peso específico superior a todas las diferencias religiosas e ideoló gicas. Desde el punto de vista de los procedimientos, la sociedad secu lar es la primera sociedad universal , surcada por guerras civiles que parecen formar parte, desde un principio, de su fisiología. Sustitución, intercambio, valor: otros tantos goznes sobre los que bascula el mundo que se ha definido como moderno. Su origen está en las prácticas sacrificiales. No hay sacrificio que no implique un intercambio; no hay sacrificio que no admita la sustitución; y no hay sacrificio que no tenga su centro en un valor . ¿Qué sucede, entonces, cuando el sacrificio ya no es admitido, tal como el mundo moderno se enorgullece en anunciar? ¿Adónde irá a parar? ¿A las supersticiones? ¿Cómo justificar el hecho de que las tres categorías (sustitución, intercambio, valor), de las cuales nadie se atrevería a decir que son supersticiones , hayan nacido y se hayan formado en el interior de una misma superstición? La prohibición de la práctica del sacrificio cruento en las sociedades occidentales nace y se desarrolla en paralelo a la prohibición de las ejecucione s capitales. Este último es un asunto jurídico que se acompaña de vastas y apasionantes discusiones y se cristaliza en los códigos. Mientras que la prohibición del sacrificio cruento no se menciona casi nunca. Se da por sobrentendido; se evita el asun to, con cierta incomodidad. Sin embarg o, si una determinada etnia, obedec iendo a sus prácticas tradicionales, pretende hoy, en Londres o en Nueva York, practicar abiertamente un sacrificio cruento, intervendría de inmediato la policía. ¿Para aplicar qué leyes? Debería recurrir a prescripciones contra la crueldad hacia los animales. Esas prescripciones se encuentran en los márgenes de las leyes, como medidas elementales de orden público. No hay una literatura jurídica de alto nivel que afronte la cuestión. El sacrificio cruento es algo que está arrinconado, si es posible sin acompañamiento de palabras. Matar animales debe ser prerrogativa de quienes traba jan en los mataderos, así como sólo la policía está autorizada a usar la violencia. Toda decisión que tenga que ver con el monopolio de la violencia es constitutiva de la sociedad y es tratada con meticulosa atención a los detalles (la policía puede recurrir a la violencia sólo en ciertas circunstancias formalmente definidas), mientras que lo que sucede en los mataderos se sustrae a todo control (más allá de cierto cuidado humanitario -el mero térmi no es estremecedor- hacia los animales) y es regulado únicamente según la eficacia y funcionalidad. Existe, hoy, una impor tante omisión en lo que respecta a la matanza de los animales. Para descubrir a qué sutilezas y vericuetos puede llegar el pensamiento al tratar la cuestión, no hay vía más directa que la lectura de los textos védicos. Textos de una remota civilización que celebraba innumerables sacrificios, incluso los cruentos. La tesis dominante en la antropología del siglo XX, agudizada hasta el extrem o en el pensa miento de René Girard, es la siguiente: toda sociedad, para sobrevivir , tiene necesidad del sacrificio, como institución que produce un efecto homeostático o como mecanismo que permita concentrar la violencia producida en su interior sobre una víctima, expulsada de la sociedad misma. La tesis de los Brāhmaṇa: el mundo se basa en el sacrificio, que se ejecuta quemando la superabundancia de energías disponibles. La sociedad védica intenta coincidir , punto por punto y momento por momento, con este proceso, y dedica la energía quemada a potencias que tienen un nombre. Las diversas maneras que una sociedad escoge para quemar la superabundancia terminan por dibujar un perfil. Los dos mecanismos tienen en común una zona: aquella donde se desa rrolla la culpa. En el caso de la sociedad según Girard, la culpa se basa en el hecho de que la víctima es inocente, y quienes la matan lo saben. En el caso de los Brāhmaṇa, la culpa se basa en el hech o de que cada destru cción de excedentes es una matanza. La matanza recuerda el pasaje decisivo en la constitución de la sociedad: la transformación del animalhombre, que pasa de ser presa a ser depredador . Antes de convertirse en cazador , el hombre había sido animal cazado. Antes de convertirse en ser sedentario que vive de la agricultura, el hombre había sido un cazador , que vivía de la carne de los anim ales que mataba. Esto se vincula con otro pasaje decisivo en la memoria de la especie: el pasaje a la dieta cárnica, por la que un primate fundamentalmente vegetariano se había transformado en animal carnívoro, asumiendo una característica peculiar de sus propios enemigos. Fue una transformación radical, que se inscribió para siempre en la psique. Por eso existe una memoria de cómo se formó el sacrificio. Esa historia secreta , empapada de culpa, deja una huella en los actos del sacrificio. Así, la culpa constituye el fondo del sacrificio, en cualquiera de sus versiones. La ilusión de Girard consiste en pensar que el sacrificio , en la versión brahmá nica, es un camuflaje de otro sacrificio, que busca la expulsión de un chivo expiatorio. Así, con la intrepidez de un desmitificador , la misma que mostró Freud en otros tiempos y también Voltaire -intrepidez de la que se enorgullece Occidente, como una condición suya singular e insustituible-, Girard procedió a desenmascarar , en un primer momento, la tragedia griega, y progresivamente otras formas literarias y religiosas, incluyendo también las especulaciones de los Brāhmaṇa. Obedeciendo a esta ilusión , Girard no hizo sino recup erar el movimiento interno de la sociedad secularizada, que no logra ya ver la naturaleza ni ninguna otra potencia más allá de sí misma, y que cree ser equivalente al todo. Movimiento que aún hoy está en curso y ha llevado al mundo a ser una totalidad secular cuajada de islas y franjas de religiones fundamentalistas. En este punto, hay un buen motivo para considerar inclinado al fundamentalismo incluso el mundo secularizado, por cuanto adora a la sociedad misma como único interlocutor al que prodigar ofrendas. Ofrendas que deben fortalecerlo y lustrar su brillo: en primer lugar , la publicidad, el haz ininterrumpido de imágenes que envuelve la epidermis del todo y se renueva sin tregua, único taller que no conoce pausa y cubre la totalidad del tiempo, como un sattra . A la religión de la sociedad , que es la forma suprema de la superstición, la atención del pensamiento no se ha dirigido todavía, excepto por deslumbramientos, como a veces en Simone Weil. Sin embargo, sería éste el enorme objeto de contemplación que nos desafía, tan desmesurado y omnipresente que ni siquiera es percibido como objeto. Para el hombre metropolitano, la naturaleza es una variación meteorológica y cierto número de islas arboladas dispersas en el tejido urbano. Aparte de esto, es material para producción y escenario de esparcimiento. Para el hombre védico, la naturaleza era el lugar en el que se manifestaban las potencias y en el que se producían los intercambios entre las potencias. La socied ad era un cauteloso intento de insertarse entre esos intercambios, sin enturbiarlos demasiado y sin dejarse aniquilar . La guerra -cuando se vuelve total, inmensamente más sanguinaria que cualquier guerra precedente en cuanto a número de muertos y potencia de las armas- ha absorbido en sí la herencia lexical del sacrificio. Víctima, abnegación, consagración, redención, prueba de fuego: son palabras y expresiones recurren tes en los partes de guerra. Donde el término dominante es el «sacrificio» mismo. Fenóm eno que alcanzó su cumbre, como si la historia europea convergiera hacia ese punto, con la Primera Guerra Mundial. Nunca se había hecho tanto derroche de lenguaje sacrificial en ausencia de ritossacrificiales . La Segunda Guerra Mundial expandiría aún más la potencia de las armas y el número de los muertos. Agregando un elemento nuevo: el exterminio de los judíos y de otros adversarios, por razones raciales, por parte de la Alemania de Hitler . Durante algunos años, inmediatamente después de la guerra, el lenguaje dudó: no sabía cómo denominar esos acontecimientos. Ya en 1948 Raul Hilberg había empezado a trabajar en un libro que se convertiría en uno de los más importantes sobre el tema, que se titularía sencillamente The Destructions of the European Jews y que fue publicado en 1961. El lenguaje, en ese momento, no ofrecía nada mejor que la palabra «destrucción». Pocos años más tarde, empezó ya a insinuarse otra, que iba a extenderse hasta hoy: holocausto . Palab ra que no pertenece al lenguaje corrie nte y que designa uno de los dos tipos fundamentales de sacrificio judío: olah, la ofrenda «que sube» hacia el altar y donde la víctima es completamente quemada. Sacrificio que se opone a los «pacíficos», shelamim , ceremonias en las que a los oficiantes les era concedido alimentarse de una parte de la carne sacrificial. Así, el exter minio de seis millones de judíos por parte de los nazis era designado con el término que indicaba ciertas ceremonias sagradas, celebradas desde los tiempos de Noé por los antepasados de los asesinados. Aunque no faltó quien observara que se estaba cometiendo una enormidad, no fue escuchado y la fuerza del uso impuso la palabra en las diversas lenguas europeas. Algo irreversible había sucedido: en los hechos, que se iban descubriendo en todos sus horrendos detalles, el exterminio de los judíos se había realizado no como una operación de guerra, sino como una empresa de desinfección. Ahora esa empresa, de la que los judíos habían sido víctimas, era designada con el término que los judíos mismos, en cuanto oficiantes, habían usado para ciertas ceremonias caras a Yahvé. La inmensidad de ese malentendido fue la señal de que la historia había entrado en una fase en la que la conmixtión y la equivocidad entre lo arcaico y lo actual llegarían muy lejos, más que nunca. Sin embargo, en la elección inapropiada y evidente de la palabra «holocausto» para designar el exterminio de los judíos obraba una mano invisible, que no era sólo la mano de la ignoranc ia. En esa palabra se apuntaba a algo que oscuramente se estaba perfilando. La guerra había suplantado al sacrificio, y ahora el sacrificio estaba a punto de suplantar a la guerra. El exterminio de los judíos, en sus procedimientos, había sido algo entremedio entre la masacre y el saneamiento. Hubiera podido tener lugar en tiempos de paz, como una gigantesca operación de liquidación de residuos. Por eso los términos militares no eran ya pertinentes. Por eso, de modo horriblemente espontáneo, se recaía en la terminología sacrificial. Algunos años más tarde, el siglo XXI abrió los ojos observando el colapso de las Torres Gemelas. También esta vez, incertidumbre en las palabra s. Los autores de los atentados fueron rápidamente tachados de «cobardes». Pero la cobardía es la más incongruente de las acusaciones que se pueden dirigir a quien se mata con plena determinación y con la máxima violencia. Los autores de los atentados suicidas fueron también definidos como kamik azes. Pero los kamikazes japoneses llevaban a cabo acciones de guerra, en tanto que los autores de los atentados de Nueva York eran civiles que actuaban en tiempos de paz. También esta vez actuaba una solapada voluntad de desviar la atención, fijándola sobre una palabra exótica e inadecuada. Habría sido mejor consultar la obra de Tito Livio y constatar que los asesinos-suicidas islámicos tenían mucho que ver con una oscura institución sacrificial de la antigua Roma: la devotio . El sacri ficio puede convertirs e en una nueva forma de la guerra, como muestra la experiencia cotidiana en el principio del segundo milenio. Los asesinos-suicidas islámicos retoman, con variaciones, el rito romano de la devotio testimoniado por Tito Livio mediante los acontecimientos de la vida de Decio Mus, el cónsul que en 340 a. C., combatiendo contra los latinos bajo el Vesubio, después de haber hecho votos a los dioses inferiores, se arrojó a caballo contra las filas enemigas y, herido varias veces, cayó «inter maximam hostium stragem». Su muerte tenía el fin de arrastrar al ejército entero de los latinos a la ruina, por contagio. Más que la guerrilla, fue la figura del asesino-suicida la que puso en dificultad todo el aparato tecnológico-militar de los Estados Unidos y sus aliados. Esto es así debido a que el arma letal del sacrificio es la muerte voluntaria. Tanto más temible cuanto esconde en sí la sustitución . La devotio , por principio, estaba reservada a quienes ejercían el supremo imperium , como en el caso del cónsul Decio. Tito Livio precisa: «Illud adiciendum videtur , licere consuli dictatorique et praetori, cum legiones hostium devoveat, non utique se, sed quem velit ex legione Romana scripta civem devorare; si is homo qui devotus est moritur , probe factum videri.» «Parece oportuno recor dar que el cónsul, dictador o pretor que formula la devotio para las legion es del enemigo, puede también designar para la devotio no necesariamente a sí mismo, sino a cualquier ciudadano escogido entre quienes forman parte de una legión romana. Si este hombre designado para la devotio muere, todo parece haberse desarrollado de manera correcta.» El único inconveniente podría nacer si el soldado al que el jefe designa para la devotio al final no muere. En ese caso se prescribía recurrir a un sacrificio expia torio: «Una imagen del hombre es sepultada a siete pies bajo tierra y se debe matar a una víctima expiatoria.» La devotio reúne en sí las dos posibilidades extremas del sacrificio, las más devastadoras: el sacrificio de aquel que tiene el carisma del poder , y la sustitu ción de una víctima humana, cualquier víctima humana. Hoy la única forma de sacrificio universal visible en las pantallas, con ritmo casi cotidiano, es esta última variante de la devotio . La devotio de Decio Mus tuvo lugar durante una guerra que, según Tito Livio, se asemej aba mucho a una «guerra civil». Los romanos y los latinos eran demasiado parecidos «en la lengua, las costumbres, las armas y las formaciones militares». Ocasión ideal para que se manifestara la devotio . La guerra civil se define por la desaparición de toda línea del frente. El frente está por todas partes, y el ataque puede provenir de cualquiera, como sucede en Irak y Afganistán después de las Torres Gemelas. La devotio intentaba arrastrar a la ruina a un ejército entero, mágicamente contaminado por la muerte de un enemigo. Mientras que los asesinos-suicidas islámicos provocan la muerte instantánea -y simultánea a la suyade un grupo de personas similares «en la lengua y las costumbres» a quien realiza el atentado. El cónsul romano -o quien lo sustituía- debía batirse hasta la muerte. El asesino-suic ida se hace estallar . La ordalía es sustituida por la muerte que golpea a ciegas, como por un decreto inescrutable. La devotio no será ya un acto particular que golpea a una formación en particular . Ahora lo esencial es la plural idad de los actos, su multiplicación en todas las direcciones. Esto implica que la forma exclusiva de la devotio será la de varios individuos ignotos que, en una sucesión, sustituyen al jefe ausente. En la guerra contra los latinos, el impulso para llevar a cabo la devotio había surgido del silencio de una noche, cuando ambos cónsules fueron visitados por la «aparición de un hombre más grande y augusto de lo que era habitual entre los hombres , quien dijo que, por una parte, el comandante de una fila y, de la otra, el ejército adversario debían ser ofrendados a los Dioses Manes y a la Madre Tierra; y que ese ejército y ese pueblo cuyo jefe había llevado a la muerte a las legiones enemigas a la vez que a sí mismo sería el victorioso». Siempre se evoca un nombre divino a la hora de invitar o instigar al acto. Se sigue recurriendo a los nombres de los dioses, como por una invencible atracción, cuando se trata de armas que se consideran resolutivas. Saturno y Apolo fueron rápidamente reclutados por la NASA. Agni es un misil indio de largo alcance. Si, para Saturno, podía valer su aura funesta y para Apolo su epíteto de «aquel que golpea desde lejos», hekatēbólos , para Agni la correspondencia es aún más apremiante. Agni es Fuego, por tanto el eleme nto mismo que constituye el arma. Es el primer mensajero, aquel que teje una perpetua circu lación entre la tierra y el cielo, entre el lugar de los hombres y el lugar de los dioses. Hacia el cielo, de hecho, apunta todavía hoy Agni. Pero, una vez desaparecido de la vista y convertido en un imperceptible grano en la atmósfera, Agni invertirá su ruta y buscará su objetivo en la tierra. El viaje vertica l, hacia lo alto de lo alto, que era el presupuesto del sacrificio, se ha vuelto un desplazamiento horizontal, en el que el cielo sirve solamente como terreno despejado de obstáculos. Ésta es la parábola -también en sentido geomé trico- que representa mejor el estado actual de las cosas: la tendencia a recurrir a los dioses, pero expurgán dolos de lo existente y utilizando sus nombres para evocar una potencia mortal. Actitud de infieles que no renuncian a usar el blasón de la familia. La religión de nuestro tiempo, dentro de la cual también la cristiandad o el islam son inmensos enclaves , es la religión de la sociedad. Su heraldo no del todo consciente fue Émile Durkheim, quien cristalizó la doctrina en un libro de 1912, Les formes élémentaires de la vie religieuse , en la que, más que de las formas elementales de la vida religiosa, se trataba de la transformación de la socie dad en religión de sí misma. El hecho de que la religión de la sociedad no quiera definirse y reconocerse como tal pertenece a su naturaleza. Su modo de actuar es asimilable al de la religión de otros tiempos: penetrante, omnipresente, como el aire que se respira. Según Durkheim, el «ascendente moral» de la sociedad, gracias a la presión que ejerce sobre cada individuo, sería suficiente para explicar el origen de las religiones. En cuanto a la religión misma (cualquier religión, no sólo la de los aborígenes australianos, de los que había tratado poco antes), Durkheim la define como «el producto de cierto delirio». ¿Qué pasaría si la religión se extingue? No por ello se extinguiría el delirio. Durkheim es consecuente -nadie puede negarlo- y a continuación se atreve a escribir: «Acaso no existe una representación colectiva que, de alguna manera, no sea delirante.» Incluida la representación laica y desencantada que, a principios del siglo XX, sustentaron quienes se proponían explicar esa «inexplicable alucinación» que consideraban la religión misma. Visto casi un siglo después, ese modo de ver, expuesto en una prosa áspera y austera, podría a su vez ser plausiblemen te descrito como un sosegado delirio. La sociedad es más viscosa e inminente que nunca, y sin embargo resulta difícil reconocerle un «ascendiente moral». No se ve, por ejem plo, en virtud de qué argumento tal «ascendiente moral» podría negársele a la Alemania de Hitler . ¿No era acaso una sociedad como tantas otras? Por el contrario, parece indudable el hecho de que la vida se desarrolla, cada vez más, en el interior de un «tejido de alucinaciones», que son la secreción irrefrenable de la sociedad misma (de cualquier sociedad, así como Durkheim se refería a cualqu ier religión): estratos sutiles y cada vez más tupidos de píxeles que envuelven el mundo más vece s que una momia de nueva especie, en la que el cuerpo mismo tiende a esfumarse bajo las múltiples vendas. Lo que Durkheim describía no era la explicación de cada fenómeno religioso como producto inevitable de la sociedad («el dios no es sino la explicación figurada de la sociedad»). Al contrario: era la carta fundacional de la transformación de la sociedad misma en un nuevo culto que todo lo envuelve, respecto del cual toda forma anterior debería parec er inadecuada y pueril. Pero éste era precisamente el grandioso fenómeno histórico que en los años de Durkheim se estaba perfeccionando, y todavía domina el planeta. Tan omnipresente y tan evidente que resulta imperceptible. Paradoja: la sociedad completamente secularizada es la menos secularizada de todas, porque lo profano, en el momento en que se expande sobre el todo, asume en sí aquellas características alucinatorias, fantasmagóric as y delirantes que Durkheim había identificado con el fenómen o religioso en general. De esto, sin quererlo y sin reconocerlo, hablaba Durkheim cuando escribía: «Así, existe una región de la naturaleza en la que la fórmula del idealismo se aplica casi al pie de la letra: el reino social.» La «fórmula del idealismo» era un modo anticuado para designar lo que, poco antes, Durkheim había definido, con mayor perspicacia, como un «tejido de alucinaciones». El punto decisivo era otro: estaba todo en ese «casi al pie de la letra». Desde entonces, y cada vez más, la vida acontece en el interior de un «reino social» en el que las alucinaciones se interpretan «casi al pie de la letra». ¿Qué son los ritos? Eso se pregunta Durkheim con la actitud de quien está espiando ciertas secuencias de gestos incom prensibles. Agrega a continuación: «¿De dónde puede haber venido esa ilusión de que, con algún grano de arena arrojado al viento, alguna gota de sangre esparcida sobre una roca o sobre la piedra de un altar, era posible susten tar la vida de una especie animal o de un dios?» Todo indica que «la eficacia atribu ida a los ritos» no es otra cosa que «el producto de un delirio crónico que afectaría a la humanidad». Hasta este punto el razonamiento es consecuente. Sin embargo, Durkheim da
  • 🌌 Ritual and Sacrifice

  • 🔄 Ritual practices across cultures share a fundamental purpose: either to strengthen 🏛️ society itself (Durkheim's view) or to establish contact with something powerful beyond society—two incompatible but essential perspectives
  • 🩸 Sacrifice, once central to civilizations worldwide, has been systematically removed from public view in modern society, creating a profound contradiction: we still invoke the concept metaphorically while rejecting its literal practice
  • ⚔️ The Reformation's rejection of sacrifice marked a decisive historical turning point, with Luther declaring the sacrificial interpretation of Mass "the most impious abuse"—a view that has gradually infiltrated even Catholic thinking
  • 📜 The Vedic texts offer a "microphysics of the mind" rather than mere archaic thinking, revealing elemental human gestures (breathing, eating, killing, speaking) that define cultures through their elaboration
  • 🌳 Modern stories lack connection to the vast "tree of myths" that once provided context and meaning—they are "orphaned stories" without the vital sap that allowed ancient narratives to transcend time and place
un paso más allá. Para él los ritos (todos los ritos) no son un insensato delirio, sino que tienen sentido. Incluso tienen un solo sentido , que se encuentra por todas partes, tanto entre los aborígenes australianos como en la antigua Grecia: «El culto tiene, en verdad, el efecto de recrear periódicamente a un ser moral del que nosotros dependemos, tanto como él depende de nosotros. En efecto, ese ser existe: es la sociedad.» Con un movimiento bien meditado, Durkheim consigue sacar de su sombrero de prestidigitador algo que podría parecer aún más alucinatorio y delirante que un dios o un animal totémico: nada menos que un «ser moral», que se debe supone r idéntico en todas partes y capaz de envolver cualquier forma de existencia humana en cuanto ente supremo y total: la sociedad («el concepto de totalidad no es sino la forma abstracta del concepto de sociedad»; no debe sorprender que, algunos años más tarde, se empezara a hablar de totalitarismo ). Acaso un día el gesto de Durkheim parecerá no menos improbable que el de Urabunna al separar piedras de una roca y tirarlas al azar, en todas las direcciones, «para obtener una abundante producción de lagartijas». Sin embargo, a lo largo de todo el siglo XX la voz de Durkheim ha sido la voz de la ciencia, de un saber sobrio y cauto que disipa todo delirio, aunque de buen grado se inclina a estudiarlo. Esto no habría podido suced er sino en virtud de otro acto de fe que confería a una entidad invisible (la sociedad) un estatuto divino. En fin, la cuestión de los ritos se podría formular en estos términos: la sociedad los celebra para sostenerse, reafirmarse, corroborarse a sí misma, y entonces nada es más equivalente a ellos que los desfiles militares los días de fiesta nacional, los homenajes a las lápidas de los caídos, los discursos de los jefes de Estado en Fin de Año (y de estos ritos, ejemplares en grado máximo, deberían dejarse deducir todos los demás); o, de otro modo, la sociedad los celebra para establecer un contacto con algo exterior a ella, desconocido en buena medida y seguramente poderoso, algo de lo que la naturaleza misma formaría parte. En este caso, el rito ejemplar sería a la vez el más invisible, realizado por el individu o, en silencio y sin corresponderse con escansiones temporales obligadas, como fiestas, celebraciones o momentos significativos. Son dos vías divergentes e incompatibles. Divididas por una diferencia esencial: la segunda vía no podrá nunc a absorber a la otra, por la irreductible disparidad entre los destinatar ios del rito. La primera, sin embargo, puede absorber en sí a la segunda: para que tal cosa suceda es suficiente con que la noción misma de sociedad se deje asimilar a ese destinatario en buena medida desconocido y seguramente poderoso al que se dirigen ciertos ritos. Si se tratara de un dios -de un dios feroz que exige víctimas humanas-, la sociedad no tendría dificultad en tomar su puesto, como se ha podido consta tar en diversas ocasiones. Han sido innumerables las víctimas humanas que se han convertido en tales por el bien de una sociedad. La palabra sacrificio asume hoy un significado psicológico y económico que resulta claro para cualquiera. Alguien hace sacrificios por su famili a. Un gobierno llama a sacrificarse a los ciudadanos. Sin embargo, si el mismo gobierno llamase a los ciudadanos a celebrar sacrificios , cruentos o incruentos, la propuesta sonaría aberrante. Se pensaría en un acceso de locura. Sin embargo los hombres, en la parte más larga de su historia, han celebrado sacrificios . En Egipto, Mesopotamia, India, China, México, Grecia, Roma, Jerusalén, en las zonas más diversas de África, Australi a, Polinesia y América, en el Asia central y en Siberia, por doquier se han celebrado sacrificios. ¿Por qué, entonces, estos actos se han vuelto impensables, al menos para una entidad que todavía se llama Occidente pero que se extiende ya sobre toda la Tierra? «Las grandes tareas del gobierno son los sacrificios y la actividad milita r», se lee en el Zuo Zhuan . Ahora bien, «la tarea más importante del gobierno es el sacrificio». En época no lejana de la del texto chino, Platón escribía en las Leyes que «la regla más bella y más verdadera» era ésta: «Para el hombre bueno el acto de sacrificar [thýein , término técnico del sacrificio] y de mantener continuas relaciones con los dioses mediante plegarias, ofrendas y todo el culto divino es la cosa más bella, mejor y más segura para la vida feliz.» Tanto el Zuo Zhuan como las Leyes se proponen definir el orden justo de la vida, para la comunidad y para el individuo. Ambos textos prescriben el sacrificio. Algo tan esencial podría transformarse (como el arte de la guerra), pero se tiende a pensar que ha desaparecido, que se ha vuelto impensable. Precisamente esto ha sucedido con la celebración de los sacrificios . Una cesura separa los últimos siglos del Occidente secular y cristiano (y secular porque antes había sido cristiano) de todo lo que antes había acontecido. Esta cesura es lo que debemos observar , contemplar . Sacrificio es una palabra que crea una incomodidad inmediata. Muchos la usan con desenvoltura a propósito de hechos psicológicos, económicos, bélicos. Siempre vinculados a algún sentimiento noble. Si se refiere a la modalidad ritual de lo que en el pasado fue llamado sacrificio , de inmediato se advierte un movimiento de rechazo. Sacrificio es, por definición, lo que no es admitido en la sociedad, lo que pertenece para siempre a una edad acabada. Sacrificio sería algo bárbaro, primitivo, reservado a las películas de argumento bíblico o mitológico. ¿Cómo explicar , entonces, el recurso constan te a esa palabra? Sobre todo en los asuntos esenciales, donde parece insustituible. Los motivos del sacrificio descritos en el Śatapatha Brāhmaṇa o en el De abstinentia de Porfirio o en el Levítico permanecen intactos, si se perciben los numina a los que los ritualistas se dirigían. Esa percepción se ha empañado , con el tiempo. Así, las ceremonias no podrán aparecer sino como secuencias de gestos insensatos, que con frecuencia terminan con la matanza de un animal. Éste es el único punto que no puede empañarse, porque cualquiera reconoce hoy como una evidencia que el mundo se rige sobre la matanza cotidiana de millones de animales. Matanza que acontece según las modalidades más variadas, pero que obedecen todas, sin excepción, a una sola regla: no deben ser públicas. En las culturas más diversas esta regla se ha impuesto como inviolable e irrenunciable, sin que se manifestara una posición digna de ser mencionada. La matanza de los animales durante los sacrificios debería, por tanto, suscitar un movimiento universal de repulsa. Así es, y al mismo tiempo el sacrificio se asocia a una serie de imágenes nobles y altas. La palabra misma es usada todavía, en sentido figurado, en situaciones en las que denota irrevocablemente algo arduo y loable. Este nudo de sentimientos tan incompatibles como vigorosos se vuelve evidente apenas se comienza a indagar el mundo actual, que declara ignorar el sacrificio. Acaso en ese nudo, más que en cualquier otro lugar , se pueda constatar simultáneamente la distancia y la dependencia del mundo actual respecto de todos los precedentes. La invencible incomodidad que acompaña a quien se acerqu e a la cuestión del sacrificio es sólo un síntoma de la persistencia de ese nudo, que parece volverse cada vez más inextricable en cuanto alguien se atreve a tratar de desatarlo. Por otra parte, es un nudo invisible a ojos de la mayoría. El solo acto de percibirlo provocaría, desde ya, un cambio radical. No era sólo la diferencia entre consustanciación y transustanciación el resquemor que atormentaba a Lutero en relación con la eucaristía. Había otra cuestión a la que era necesario responder . ¿La Última Cena era considerada un banquete divino y humano, que la misa tenía el deber de conmemorar? ¿O había sido un sacrificio, celebrado por un sacerdote que era también la víctima? ¿Un sacrificio que anunciaba otro sacrificio -cruento, esta vez-, la crucifixión? Llega el momento en el que Lutero no consigue contenerse y, con su veheme ncia connatur al, declara que entender la misa como un sacrificio era «el abuso más impío (impiissimus ille abusus )» y cada enseñanza en tal sentido producía «monstruos de impiedad (monstra impietatis )». Ese momento señaló la línea divisoria en la historia occide ntal del sacrificio. Finalmente una voz decía que se podía prescindir del sacrificio . No sólo eso, sino que se trataba de una práctica bárbara e incompatible con la verdadera religión, por la que iustus ex fide vivit, sin necesidad de recorrer a ciertos gestos, a ciertos actos, que son ademá s un modo de buscar la justificación a través de las obras. Acerca de este punto, Lutero fue inflexible. No menos inflexible fue la Iglesia romana. Aquí no se trataba de despreciar o reivindicar las indulgencias, cuestiones reconducibles a los vicios humanos, demasiado humanos. Aquí estaba en juego toda la liturg ia, es decir , el arma zón mismo de la vida religiosa. Así, cuarenta y dos años después de que Lutero hubiera pronunciado sus terribles palabras, el 17 de septiembre de 1562, el Concilio de Trento promulgó nuevos cánones, el primero de los cuales sonaba así: «Si alguno dijere que en la misa no se ofrece a Dios un sacrificio propi o y verdadero, sea anatema»; mientras que el tercero condenaba con puntillosa firmeza a quien «dijere que el sacrificio de la Misa sólo es de alabanza y de acción de gracias, o mera conmemoración del sacrificio cumplido en la cruz, pero no propiciatorio; o que sólo aprovecha al que lo recibe; y que no debe ser ofrecido por los vivos y los difuntos, por los pecados, penas, satisfacciones y otras necesidades». No era, entonces, sólo la negación del sacrificio lo que se avalaba, sino también esa forma del eufemismo que consistía en transformar la misa en la conmemoración del sacrificio. Porque conmemorar no es cumplir , no pertenece al ámbito de los gestos que actúan. Volvía a aflorar aquí, después de tantas disputas vanas, la arcana y arcaica sabiduría de la Igles ia romana, su capacidad de reconocer el lugar en el que estaba en juego un fundamento de su propia existencia. Era una batalla ya perdida, en todo caso. Lutero no señalaba sólo el hecho de que una parte de la sociedad religiosa quería deshacerse del sacrificio, sino que la entera sociedad secular , al inundar la escena del mundo, miraría al sacrif icio como a una institución insensata, que debe ser guardada en el almacén de las antiguallas. Cuatro siglos después, no sorprende, entonces, que un teólogo católico, Stefan Orth, haya concluido una investigación sobre algunos escritos recientes dedicados al sacrificio diciendo que «muchos católicos están ya de acuerdo con el veredicto y las conclusiones del reformador Martín Lutero, según el cual hablar del sacrificio de la misa sería “el error más grande y tremendo” y una “maldita idolatría”». Es una especie de tardía rendición de armas, como si la presión del mundo obligase a la Iglesia a retractarse también de esta doctrina. Sin la cual, por otra parte, el entero edific io de San Pedro colapsaría. El gesto de Jesús al partir el pan durante la Última Cena y pronunciar las palabras «Hoc est corpus meum» es un rayo de luz enceguecedor que desvela la presencia simultánea de dos perspectivas, por detrás y por delante. Por detrás del propio Jesús se puede remontar hasta el origen, hasta la situación en la que los oficiantes y las oblaciones coinciden («ipse offerens, ipse et oblatio», en palabras de Agustín). Situación a la que alude todo sacrificio pero que está reservada a la divinidad. Frente a Jesús, se abre una visión que va más allá de quien mira, hacia lo que aún está por suceder . Porque el sacrificio anunciado por la fractio panis , que prefigura la dislocación y la fractura de las junturas en la crucifixión, no es un sacrificio sino una condena a muerte sellada por un plebiscito. Por tanto, algo que pertenece no al orden religi oso sino al orden secular y, en última instancia, al orden de la opinión. Se fijan así dos extremos: por una parte el sacrificio que ningún hombre podría celebrar , salvo suicidándose; por otra, el abandono del sacrificio, sustituido por una sentencia judicial y por la elección mayoritaria de una comunidad. La novedad eucarística implica la apertura simultánea de dos perspectivas conflictivas e incompatibles. El pan sacramental asumirá el nombre de hostia , que es el término técnico para designar la oblación en los sacrificios expiatorios. El juicio a Jesús y la ejecución de su condena siguen un procedimiento impuesto por el Estado romano, extraño a la religión del pueblo de Jesús. Quedaba sólo un punto de conta cto con el sacrificio: la muerte sucedería «extra castra», fuera de la ciudad. Atravesar el Śatapatha Brāhmaṇa es como mete rse en el centro irradiante de la India. Pero no era a esto a lo que aspiraba la idea - abandonada más tarde- del comentario. Al contrario, era un intento de salir de toda coordenada geográfica y temporal para volver a observar , en su carácter elem ental, ciertos gestos, adver tidos o no, que nos acompañan siempr e y sin los cuales no existiríamos: los actos de respirar , tragar , copular , cortar , matar , evacuar , hablar , quemar , verter , pensar , soñar , mirar , y algunos otros. Sobre cada uno de estos actos se han ejercitado las culturas, e incluso se puede decir que se han definido a través de las técnicas y las modalidades para elaborarlas. Apenas los antropólogos completaron el registro de estas configuraciones sobrevino un sentido de indiferencia y atonía. Todas las culturas desfilaban, una junto a otra, como soldaditos de plomo revestidos cada uno con su uniforme particular . No para irse a una guerr a sino a una Exposición Universal, respetuosa de toda diversidad y fútil en su fundamento, que era éste: toda diversidad es respetada porque, en el interior de una cultura, sirve para mantener el equilibrio social. Ahora bien, dado que se trata siempre de técnicas, dispuestas sobre un mismo plano, ¿cómo evalua r cuál sería la técnica justa? ¿Qué podría significar , para una técnica, ser justa ? Toda técnica, por propia naturaleza, reconoce un solo criterio: el de la eficacia. ¿Eficacia respecto de qué? La única eficacia aceptable es la que se refiere a la potencia material y a la conquista. ¿Y si se atendiera a una eficacia de otro género? Entonces, acaso, podrían resultar de ayuda los Brāhmaṇa. Porque tratan sólo de gestos irreductibles, eliminando cualquier otra preocupación. Y porque introducen técnicas y criterios de eficacia que, con mucha frecuencia, parecen una glosa irónica e intolerante respecto de lo que, tres mil años más tarde, se ha afirmad o como el sentido común. Tal movimiento de perspectiva, brusco y desorientador , podría ser saludable de por sí, como un imprevisto cambio de clima. Los dioses aparecen como espuma, prontos a dispe rsarse. Persisten sus olas. «Una vitalidad divina, infinitamente ágil y traicionera», escribía Céline en una carta de 1934, pensando en Estados Unidos, donde estaba. Hablaba también del mundo. Podemos preguntar , en fin: ¿qué relevancia puede tener lo que se lee en el Veda, visto que no tiene ya ningún vínculo con lo que es la vida corrien te en la sociedad secular? Ninguna, se diría. Sin embargo, tampoco la mecánica cuántica corresponde de ningún modo a la vida corriente, mientras que la física newtoniana ha terminado por convertirse en el modelo mismo del sentido común. ¿Acaso por eso se debería pensar que la mecánica cuántica es irrelevante? El Veda podría ser asimilable a una microfísica de la mente más que a otras categorías (pensamiento arcaico, mágico o salvaje, u otras fórmulas por el estilo, ya inertes). La tremenda vivacidad de esos textos, que no se sustentan en nada de la experiencia común, podría indicar que existe algo en lo que es donde todo sigue apareciend o como lo vieron los vidente s védicos. O, por lo menos, a nada se parece tanto como a eso que los ṛṣi nos han transmitido. El mundo actual está constelado de siluetas que aspiran a convertirse en mitos. La expresión «mitos de hoy», empero, es un abuso léxico. Un mito es una bifurcación en una rama de un inmenso árbol. Para comprenderlo es necesario tener cierta percepción del árbol comp leto, y de un alto número de las bifurcaciones que en él se esconden. Ese árbol ya no existe desde hace largo tiempo, hachas bien afiladas lo han abatido. Por eso las historias modernas que más se parecen a los mitos (Don Juan, Fausto) no tienen un tronco al que vincularse. Son historias huérfanas, autosuficientes, carentes de esa linfa que circula en un árbol de mitos y tiene una composición constante en cada punto. Linfa de la que forma parte cierto coeficiente que permite comprender y usar historias pertenecientes a lugares y tiempos lejanos. Esas historias ofrecen algo que, una vez obtenido, permanece a salvo de toda ulterior investigación o descubrimiento. Quien haya entrado en la corriente de las historias míticas podrá dejarse arrastrar por doquier , sabiendo que un día esa misma corriente lo reconducirá al paisaje del que ha partido. De donde podrá, a cada instante, volver a partir . F U EN T ES El primer número se refiere a la página, el segundo a la línea del texto en que termina la cita . 17,14: Ṛgveda , 10, 68, 12. 17,15: Viṣnu Purāṇa , 4, 6, 9. 17,19: Ibid., 4, 6, 32. 17,27: Ṛgveda , 10, 109, 4. 19,18: Śatapatha Brāhmaṇa , 10, 5, 2, 6. 20,14: Ibid., 3, 1, 1, 2. 21,15: J. Conrad, Chance (1913), Oxford University Press, Oxford, 1988, p. 4. 22,2: Śatapatha Brāhmaṇa , 4, 2, 5, 10. 22,28: Ibid., 1, 2, 4, 4. 24,1: L. Renou, L’Ambigüité du vocabulaire du Ṛgveda (1939), en Choix d’études indiennes , ed. de N. Balbir y G.-J. Pinault, Presses de l’École Française d’Extrême-Orient, París, 1997, vol. I, p. 1 13. 24,6: L. Renou , Langue et religion dans le Ṛgveda (1949), en Choix d’études indiennes , cit., vol. I, p. 1 1. 25,21: Śatapatha Brāhmaṇa , 13, 3, 3, 6. 25,26: Ibid., 13, 2, 10, 1. 26,27: Śatapatha Brāhmaṇa , 3, 6, 2, 26. 28,7: L. Renou , Religions of Ancient India (1953) , The Athlone Press, University of London, 2.ª ed., 1972, p. 1. 29,7: F. Staal, Rules Without Meaning , Peter Lang, Nueva York, 1989, p. 65. 32,22: M. Witzel, Das Alte Indien , Beck, Múnich, 2003, pp. 28-29. 32,27: Ṛgveda , 3, 26, 5. 32,31: Ibid., 1, 88, 1. 33,31: Ibid., 5, 59, 2. 33,4: Ibid., 5, 60, 3. 33,18: P.-L. Couchoud, Sages et Poète s d’Asie , p. 6, citado en L. Renou, «Introduction» a Hymnes et prières du Veda, ed. de L. Renou, Librairi e d’Amérique et d’Orient, AdrienMaisonneuve, París, 1938, p. 1. 33,24: Carta de S. Mallarmé a Paul Verlaine del 16 de noviembre de 1885, en Correspondance , ed. de H. Mondor y L. J. Austin, Gallimard, París, vol. II, 1965, p. 301. 34,2: Ṛgveda , 4, 58, 1 (trad. de L. Renou). 35,4: A. Schop enhauer , Die Welt als Wille und Vorstellung , I, en Sämtliche Werke, ed. de A. Hübscher , Brock haus, Wiesbaden, 3.ª ed., 1972, vol. II, p. XII. 35,32: Ṛgveda , 4, 5, 3. 36,1: L. Renou, Les Pouvoirs de la parole dans le Ṛgveda , en Études védiqu es et pāṇinéennes (1955), Collège de France, París, vol. I, 2.ª ed., 1980, p. 10. 36,16: Śatapatha Brāhmaṇa , 1, 4, 1, 13. 37,11: Ibid., 5, 1, 1, 1. 37,26: Ṛgveda , 8, 48, 3. 38,4: Ibid., 8, 48, 9. 38,10: Loc. cit . 38,15: Ibid., 8, 48, 5. 38,18: Ibid., 8, 48, 7. 41,12: F. Staal, Discovering the Vedas , Penguin, Nueva Delhi, 2008, p. 77. 42,14: Śatapatha Brāhmaṇa , 11, 3, 1, 2-4. 42,28: Ibid., 1, 1, 2, 17. 43,10: Jaiminīya Brāhmaṇa , 1, 19 (trad. de L. Renou). 43,11: Bṛhadāraṇyaka Upani ṣad , 4, 2, 1. 43,17: Loc. cit . 43,25: Loc. cit . 43,27: Loc. cit . 44,11: Ibid., 4, 2, 2. 44,16: R. Guénon, Le Règne de la Quantité et les Signes des Temps , Gallimard, París, 1945, p. 1 14. 44,25: Bṛhadāraṇyaka Upani ṣad , 1, 4, 1. 44,33: Ibid., 4, 2, 3. 45,4: Śatapatha Brāhmaṇa , 10, 5, 2, 1 1. 45,13: Bṛhadāraṇyaka Upani ṣad , 4, 2, 4. 45,27: Loc. cit . 46,11: Ibid., 4, 3, 1. 46,31: Ibid., 4, 3, 33. 47,9: Śatapatha Brāhmaṇa , 11, 6, 2, 5. 47,20: Ibid., 11, 6, 2, 10. 49,6: Ibid., 1, 3, 1, 21. 49,24: Ibid., 3, 1, 1, 4. 50,3: Ibid., 3, 1, 1, 5. 50,20: Bṛhadāraṇyaka Upani ṣad , 3, 1, 2. 51,8: Ibid., 3, 1, 3. 51,24: Loc. cit . 52,8: Ibid., 3, 1, 4. 52,22: Ibid., 3, 1, 3. 52,32: Loc. cit . 54,2: Loc. cit . 54,18: Ibid., 3, 1, 6. 55,16: Loc. cit . 55,27: Ibid., 3, 9, 26. 56,4: Ibid., 3, 6, 1. 56,26: Ibid., 3, 8, 2. 56,29: Ibid., 3, 8, 3. 56,30: Ibid., 3, 8, 4. 56,31: Ibid., 3, 8, 7. 57,3: Ibid., 3, 8, 1. 57,6: Ibid., 3, 8, 10. 57,8: F . Kafka, Nachgelassene Schriften und Fragmente II , ed. de J. Schil lemeit, en Kritische Ausgabe , ed. de J. Born, G. Neumann, M. Pasley y J. Schillemeit, S. Fischer , Frankfurt am Main, 1982, p. 124. 57,18: Bṛhadāraṇyaka Upani ṣad , 3, 8, 8. 58,1: Ibid., 3, 8, 1 1. 58,3: Loc. cit . 58,8: Ibid., 3, 8, 10. 59,4: J. Eggeling, Introduction en The Śatapatha-Brāhmaṇa, vol. V, Sacred Books of the East, Clarendon Press, Oxford, 1900, p. XIII. 59,14: Platón, República , 614 b. 60,18: Śatapatha Brāhmaṇa , 1, 9, 3, 16. 60,21: Ibid., 1, 4, 3, 1. 60,23: Loc. cit . 61,6: Ibid., 2, 3, 2, 13. 61,9: J. W. Goethe, Epirrhema , v. 6, en Gedenkausgabe derW erke, Briefe und Gespräche , ed. de E. Beutler , Artemis, Zúrich- Stuttgart, vol. I, 1950, p. 519. 61,32: Śatapatha Brāhmaṇa , 4, 1, 3, 8. 62,17: Ibid., 4, 1, 3, 3. 62,19: Ibid., 4, 1, 3, 4. 62,25: Ibid., 4, 1, 3, 6. 62,26: Ibid., 4, 1, 3, 7. 63,11: Ibid., 5, 1, 3, 6 (recensión de Kāṇva). 63,21: Bṛhadāraṇyaka Upani ṣad , 1, 4, 1. 63,23: Ibid., 1, 4, 3. 63,25: Loc. cit . 63,31: Loc. cit. 64,1: Loc. cit . 64,6: Ibid., 1, 4, 4. 64,11: Loc. cit . 64,16: Sófocles, Antígona , 781. 64,21: Bṛhadāraṇyaka Upani ṣad , 4, 3, 21. 64,24: Ibid., 1, 4, 1. 64,26: Ibid., 1, 4, 3. 65,3: L. Renou, Le passage des Brāhmaṇa aux Upaniṣad (1953), en Choix d’études indiennes , cit., vol. II, p. 906. 65,5: Loc. cit . 65,11: Ibid., p. 907. 65,27: Bṛhadāraṇyaka Upani ṣad , 4, 5, 1-2. 66,7: Ibid., 4, 5, 6. 66,8: Ibid., 4, 5, 7. 66,16: Ibid., 4, 5, 15. 69,11: Śatapatha Brāhmaṇa , 11, 6, 1, 3. 69,17: Ibid., 11, 6, 1, 7. 70,6: Ibid., 11, 1, 6, 19. 71,33: Ibid., 11, 7, 1, 2. 72,28: Ibid., 3, 7, 3, 2. 72,28: Loc. cit . 73,22: Ibid., 3, 7, 3, 1-5. 76,5: Ibid., 3, 7, 3, 4. 76,19: Ibid., 3, 7, 4, 2. 76,22: Loc. cit . 76,23: Ibid., 3, 7, 4, 1. 76,31: Ibid., 3, 7, 4, 3. 77,4: Ibid., 3, 7, 4, 5. 77,7: Loc. cit . 78,25: Ibid., 3, 1, 2, 13-17. 79,12: Ibid., 3, 1, 2, 14. 79,31: Ibid., 3, 1, 3, 7. 80,30: Ibid., 3, 1, 2, 17. 80,34: Loc. cit . 81,3: Loc. cit . 82,2: Ibid., 3, 1, 2, 13. 82,3: Loc. cit . 83,3: Loc. cit . 83,17: Ibid., 3, 1, 2,
  • 📚 Ancient Vedic Citations Index

  • 📜 Extensive reference catalog spanning the major Vedic texts including Ṛgveda, Śatapatha Brāhmaṇa, Chāndogya Upaniṣad, and Bṛhadāraṇyaka Upaniṣad with precise chapter and verse notations
  • 🔍 Citation methodology follows a consistent format of page number, line number, and source text, creating a comprehensive scholarly apparatus for textual analysis
  • 🌊 The references reveal thematic continuity of thought across different Vedic traditions, showing how concepts flow between ritual texts (Brāhmaṇas) and philosophical works (Upaniṣads)
  • 🧩 This meticulous documentation demonstrates the interconnected nature of ancient Indian philosophical and religious literature, where ideas are continuously referenced, expanded, and reinterpreted across texts
  • 🏛️ Beyond Vedic sources, the index includes connections to Greek philosophy (particularly Plato's Phaedo) and other traditions, highlighting cross-cultural philosophical parallels
18. 84,34: Ibid., 3, 1, 2, 21. 85,4: Loc. cit . 85,10: Loc. cit . 85,19: Loc. cit . 85,22: Loc. cit . 86,13: Ibid., 3, 6, 3, 19. 86,24: Ibid., 3, 6, 4, 14. 86,25: Ibid., 3, 6, 4, 10. 86,28: Ibid., 3, 1, 2, 7. 86,29: Ibid., 12, 9, 2, 6. 86,29: Ibid., 3, 6, 4, 15. 86,30: Ibid., 3, 6, 4, 13. 86,30: Ibid., 3, 6, 4, 19. 86,31: Ibid., 2, 1, 4, 16. 87,1: Ibid., 3, 6, 4, 7. 87,8: Ibid., 3, 1, 3, 18. 87,22: Ibid., 3, 6, 4, 6. 87,27: Ibid., 3, 6, 4, 7. 88,27: Ibid., 3, 6, 4, 18. 89,5: Ibid., 3, 6, 4, 26. 90,21: Odisea , XII, 129-130. 90,24: Ibid., XII, 130-131. 91,1: Ibid., XII, 341-342. 91,13: Ibid., XII, 343. 91,23: Ibid., XII, 297. 95,5: Aitareya Brāhmaṇa , 3, 21 (trad. de C. Malamoud). 95,6: Loc. cit . 95,6: Taittirīya Brāhmaṇa , 2, 2, 10, 1. 95,9: Ṛgveda , 10, 121, 1. 95,11: Ibid., 10, 121, 8. 95,20: Śatapatha Brāhmaṇa , 4, 5, 7, 2. 96,9: Ṛgveda , 10, 121, 2. 96,17: Ibid., 10, 121, 7. 97,2: Śatapatha Brāhmaṇa , 11, 5, 8, 1. 97,5: Loc. cit . 97,9: Ibid., 6, 1, 1, 1. 98,2: Pañcavimsa Brāhmaṇa , 20, 14, 2. 98,7: Śatapatha Brāhmaṇa , 6, 1, 2, 6. 98,13: Ibid., 6, 1, 2, 8. 98,30: Ibid., 6, 1, 1, 1. 99,5: Ibid., 6, 1, 1, 2. 99,14: Ibid., 6, 1, 1, 3. 99,19: Ibid., 6, 1, 1, 5. 100,4: Jaiminīya Brāhmaṇa , 2, 159 (trad. de W . Caland). 100,14: Pañcaviṃśa Brāhmaṇa , 24, 13, 2. 100,21: Ibid., 24, 13, 3. 101,7: Śatapatha Brāhmaṇa , 13, 3, 1, 1. 102,5: Maitrāyaṇī Saṃhitā , 1, 8, 1. 102,10: Jaiminīya Brāhmaṇa , 1, 283. 102,19: P. Deussen, Allgemeine Geschichte der Philosophie , vol. I, 1, 3.ª ed., Brockhaus, Leipzig, 1920, p. 190. 102,22: A. B. Keith, The Religion and Philosophy of the Veda and Upanishads , Harvard University Press, Cambridge, 1925, vol. II, p. 442. 103,20: Jaiminīya Brāhmaṇa , 1, 357 (trad. de J. Gonda). 104,5: Śatapatha Brāhmaṇa , 10, 4, 4, 2. 104,13: Ibid., 10, 4, 4, 3. 104,31: Ibid., 2, 2, 4, 4. 105,4: Loc. cit . 105,16: Ibid., 2, 2, 4, 6. 105,20: Loc. cit . 105,30: Ibid., 2, 2, 4, 9. 108,17: Ibid., 1, 7, 4, 1-8. 108,25: Ibid., 1, 8, 1, 10. 109,20: Ibid., 1, 7, 4, 9. 110,17: Ibid., 1, 7, 4, 15. 110,21: Ibid., 1, 7, 4, 19. 111,15: C. Malamoud, «Tenir parole, retenir sa voix», en L’inactuel , 5, otoño de 2000, p. 223. 111,28: Śatapatha Brāhmaṇa , 1, 7, 4, 18. 112,11: Ibid., 10, 4, 4, 1. 113,13: Ibid., 10, 6, 5, 1. 113,22: Ibid., 10, 1, 3, 1. 114,14: Jaiminīya Brāhmaṇa , 2, 69. 114,21: Śatapatha Brāhmaṇa , 10, 4, 3, 3. 114,25: Ibid., 10, 4, 3, 4. 114,31: Ibid., 10, 4, 3, 6. 115,3: Ibid., 10, 4, 3, 20. 115,13: Ibid., 10, 4, 3, 9. 116,23: Ibid., 10, 5, 2, 3. 116,28: Loc. cit . 117,6: Ibid., 11, 4, 3, 1-2. 119,8: Ibid., 10, 4, 4, 5, que cita Ṛgveda , 1, 179, 3. 120,1 1: Ibid., 9, 4, 1, 4. 120,20: Ibid., 9, 4, 1, 15. 120,26: Ibid., 2, 5, 2, 2. 121,2: Ibid., 2, 5, 2, 13. 121,26: Ibid., 6, 1, 2, 23. 121,31: Loc. cit . 122,17: Chāndogya Upaniṣad , 4, 10, 3. 122,22: Ibid., 4, 10, 5 (trad. de É. Senart). 122,25: Loc. cit . (trad. de É. Senart). 122,30: Bṛhadāraṇyaka Upani ṣad , 5, 1, 1. 123,2: Śatapatha Brāhmaṇa , 7, 1, 2, 1. 123,5: Loc. cit . 123,34: Chāndogya Upaniṣad , 3, 12, 7-9 (trad. de É. Senart). 124,15: A. Minard, Trois Énigmes sur les Cent Chemins , vol. I, Les Belles Lettres, París, 1949, pp. 80-81. 124,17: Śatapatha Brāhmaṇa , 10, 3, 4, 3. 124,21: S. Kramrisch, Pūṣan (1961), en Exploring India’ s Sacred Art, ed. de B. Stoler Miller , University of Pennsylvania Press, Filadelfia, 1983, p. 171. 124,26: Śatapatha Brāhmaṇa , 10, 3, 4, 5. 124,30: Loc. cit . 125,2: Bṛhadāraṇyaka Upani ṣad , 1, 1, 1. 125,13: Ibid., 1, 2, 1. 125,17: Ibid., 1, 2, 2. 125,22: Ibid., 1, 2, 4. 125,29: Ibid., 1, 2, 6. 125,33: Ibid., 1, 2, 7. 126,3: Loc. cit . 126,8: Loc. cit . 126,18: Loc. cit . 126,24: Śatapatha Brāhmaṇa , 10, 1, 3, 1. 126,27: Ibid., 10, 4, 4, 1. 126,28: Loc. cit . 127,3: Ibid., 10, 4, 3, 3. 127,10: Ibid., 11, 5, 4, 1. 127,12: Ibid., 11, 5, 4, 2. 127,19: Ibid., 4, 5, 5, 1; 4, 5, 6, 1; 4, 5, 7, 1. 128,31: Ibid., 1, 2, 4, 21. 129,4: Loc. cit . 129,12: Ibid., 4, 6, 1, 4. 133,20: H. Oldenberg, Vorwissenschaftliche Wissenschaft , Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga, 1919, p. 54. 134,16: Loc. cit . 134,29: Ibid., p. 224. 135,1 1: L. Renou, La Poésie religieuse de l’Inde antique , PUF, París, 1942, p. 4. 135,14: Loc. cit . 137,9: Epopeya de Erra , 162. 137,1 1: Ṛgveda , 1, 164, 15. 137,32: Śatapatha Brāhmaṇa , 2, 1, 2, 4. 139,9: Ibid., 1, 4, 3, 6. 139,21: Ibid., 3, 4, 4, 27. 140,24: Ṛgveda , 7, 33, 5. 141,3: Ibid., 7, 83, 7. 141,17: Devībhāgavata Purāṇa , 6, 12, 26. 141,20: Taittirīya Saṃhitā , 3, 5, 2, 1. 145,7: Vājasaneyi Saṃhitā , 34, 1 (trad. de L. Renou). 145,9: Ibid., 34, 2 (trad. de L. Renou). 145,10: Loc. cit . (trad. de L. Renou). 145,1 1: Ibid., 34, 4 (trad. de L. Renou). 145,12: Ibid., 34, 6 (trad. de L. Renou). 145,15: Ibid., 34, 1-6 (trad. de L. Renou.). 145,21: Ibid., 34, 6 (trad. de L. Renou). 146,10: Ṛgveda , 10, 129, 1. 146,1 1: Śatapatha Brāhmaṇa , 10, 5, 3, 1. 146,14: Ibid., 10, 5, 3, 2. 147,13: Taittirīya Brāhmaṇa , 2, 2, 9, 1. 147,23: Ibid., 2, 5, 1 1, 4. 147,24: Śatapatha Brāhmaṇa , 4, 1, 1, 22. 148,22: Ibid., 1, 4, 4, 2. 149,7: Ibid., 1, 4, 4, 9. 149,10: Loc. cit . 149,12: Ibid., 1, 4, 4, 5. 149,16: Ibid., 1, 4, 4, 7. 150,12: Ibid., 1, 4, 5, 9-12. 150,29: Ilíada , II, 205; II, 319; IV , 59. 151,14: Śatapatha Brāhmaṇa , 3, 2, 1, 18. 152,15: Ibid., 3, 2, 1, 19-22. 153,17: Ibid., 3, 2, 1, 24. 153,21: Loc. cit . 153,28: Ibid., 3, 2, 1, 26. 153,31: Ibid., 3, 2, 1, 27. 154,1 1: Ibid., 3, 2, 1, 28. 156,7: Chāndogya Upaniṣad , 7, 3, 1. 156,22: Loc. cit . 156,26: Śatapatha Brāhmaṇa , 3, 4, 3, 14. 157,3: Ibid., 3, 4, 3, 16. 157,7: Ibid., 3, 2, 1, 25. 157,12: Ibid., 3, 4, 2, 15. 157,13: Ibid., 3, 4, 2, 16. 161,9: Ṛgveda , 1, 164, 20. 162,28: Śatapatha Brāhmaṇa , 12, 3, 4, 11. 162,34: Bṛhadāraṇyaka Upani ṣad , 1, 4, 1. 163,16: Ibid., 1, 4, 5. 165,31: Chāndogya Upaniṣad , 7, 1, 1. 166,3: Loc. cit . 166,7: Ibid., 7, 1, 2. 166,17: Loc. cit . 166,25: Ibid., 7, 1, 3. 166,31: Loc. cit . 167,2: Ibid., 7, 2, 1. 167,12: Loc. cit . 167,31: Ibid., 7, 4, 2. 168,2: Ibid., 7, 5, 1. 168,13: Ibid., 7, 5, 2. 168,23: Ibid., 7, 6, 1. 168,32: Loc. cit . 169,3: Ibid., 7, 7, 1. 169,1 1: Ibid., 7, 8, 1. 169,25: Ibid., 7, 15, 4. 169,31: Ibid., 7, 16, 1. 170,4: Ibid., 7, 22, 1. 170,8: Ibid., 7, 1, 3. 170,13: Ibid., 7, 23, 1. 170,15: Ibid., 7, 25, 1. 170,21: Loc. cit . 170,34: Ibid., 7, 25, 2. 171,3: Ibid., 7, 26, 1. 171,9: Ibid., 7, 26, 2. 171,13: Loc. cit . 172,2: Ibid., 7, 23, 1. 172,27: Ibid., 7, 25, 2. 173,2: Ibid., 7, 1, 1. 173,6: Ibid., 6, 1, 2. 173,15: Ibid., 6, 2, 1. 173,17: Ibid., 6, 2, 3. 173,27: Ibid., 6, 4, 5. 173,30: Ibid., 6, 8, 7. 174,7: Ṛgveda , 10, 72, 2. 174,9: Taittirīya Upaniṣad , 2, 7, 1. 174,12: Chāndogya Upaniṣad , 3, 19, 1. 174,33: Ṛgveda , 10, 129, 1 (trad. de L. Renou). 174,34: Ibid., 10, 129, 3 (trad. de L. Renou). 175,2: Ibid., 10, 129, 2 (trad. de L. Renou). 175,3: Ibid., 10, 129, 3 (trad. de L. Renou). 175,4: Ibid., 10, 129, 2 (trad. de L. Renou). 175,8: Ibid., 10, 82, 6 (trad. de L. Renou). 175,10: Ibid., 10, 129, 2 (trad. de L. Renou). 175,12: Ibid., 10, 129, 3 (trad. de L. Renou). 175,18: L. Renou en Hymnes spéculatifs du Véda , ed. de L. Renou, Gallimard, París, 1956, p. 254. 175,22: K. F. Gelder , Der Rig-V eda aus dem Sanskrit ins Deutsche übersetzt , Harvard University Press, Cambridge, 1951, vol. III, p. 360. 175,26: Ṛgveda , 10, 27, 4. 176,2: Ibid., 10, 129, 4. 176,1 1: Loc. cit . 176,33: Ibid., 10, 129, 5 (trad. de L. Renou). 177,1: Loc. cit . (trad. de L. Renou). 177,3: Loc. cit . (trad. de L. Renou). 177,12: Ibid., 10, 129, 6 (trad. de L. Renou). 177,17: Ibid., 10, 129, 7 (trad. de L. Renou). 178,3: Śatapatha Brāhmaṇa , 11, 2, 2, 6. 178,7: Loc. cit . 181,12: Ṛgveda , 8, 2, 18. 182,16: Śatapatha Brāhmaṇa , 6, 8, 2, 8. 182,19: Ibid., 6, 8, 2, 1 1. 182,21: Loc. cit . 183,5: Bṛhadāraṇyaka Upani ṣad , 1, 4, 10. 183,8: Loc. cit . 183,15: Loc. cit . 183,19: Loc. cit . 184,7: L. Renou, Sur la notion de «bráhman » (1949), con la colaboración de L. Silburn, en L’Inde fondamentale , ed. de C. Malamoud, Hermann, París, 1978, p. 1 14. 184,8: J. C. Heesterman, The Broken World of Sacrifice , University of Chicago Press, Chicago, 1993, p. 156. 184,10: Bṛhadāraṇyaka Upani ṣad , 4, 4, 23. 184,12: Ibid., 4, 4, 6. 184,18: Kaṭha Upaniṣad , 5, 8. 184,25: K. F. Geldner , Der Rig-Veda aus dem Sanscrit ins Deutsche übersetzt , cit., vol. II, p. 46. 184,26: Loc. cit . 184,28: L. Renou, Études védique s et pāṇinéennes , De Boccard, París, vol. IV , 1958, p. 69. 184,34: K. F. Geldner , Der Rig-Veda aus dem Sanskrit ins Deutsche übersetzt , cit., vol. II, p. 46. 185,4: H. Oldenberg, Ṛgveda. 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Witzel, On Magical Thought in the Veda, Universitaire Pers, Leiden, 1979, p. 20. 194,25: Loc. cit . 198,8: C. Malamoud, «Sans lieu ni date», en Tracés de fondation , ed. de M. Detienne, Peeters, Lovaina-París, 1990, p. 188. 198,9: Ibid., p. 190. 198,13: Ṛgveda , 10, 82, 7 (trad. de L. Renou). 198,16: C. Malamoud, «Sans lieu ni date», cit., p. 188. 198,25: Ṛgveda , 10, 129, 3. 199,8: Śatapatha Brāhmaṇa , 10, 6, 3, 1. 199,10: Ibid., 10, 6, 3, 2. 199,12: Loc. cit . 199,20: Loc. cit . 199,26: Loc. cit . 199,29: Loc. cit . 199,33: Loc. cit . 200,18: Bṛhadāraṇyaka Upani ṣad , 1, 1, 1. 201,9: Śatapatha Brāhmaṇa , 10, 4, 3, 9. 202,8: Ibid., 10, 5, 4, 16. 202,12: Loc. cit . 202,32: Ibid., 11, 5, 8, 6. 203,28: F . Staal, Discovering the V edas , cit., p. 151. 205,16: L. Renou, «Les Connexions entre le rituel et la grammaire en Sanskrit» (1941-1942), en Choix d’études indiennes ,vol. I, cit., p. 366. 205,17: F. 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Mauss, Leçons sur l’unité des systèmes mythiques et rituels (1932- 1933), en Œuvres , cit., vol. II, 1969, p. 289. 210,31: Loc. cit . 215,3: Śatapatha Brāhmaṇa , 1, 1, 1, 1. 215,1 1: Ṛgveda , 1, 179, 5. 216,1: Śatapatha Brāhmaṇa , 2, 3, 3, 13. 216,13: Ibid., 7, 1, 2, 14. 216,24: Ibid., 2, 3, 3, 15. 217,4: Ibid., 2, 3, 3, 13. 217,28: Ibid., 1, 8, 3, 20. 218,10: A. K. Coomaraswamy , An Indian Temple: The Kandarya Mahadeo (1947), en Selected Papers , ed. de R. Lipsey, Princeton University Press, Princeton, 1977, vol. I, p. 3. 218,13: Śatapatha Brāhmaṇa , 3, 1, 1, 8. 218,15: Loc. cit . 218,22: Ibid., 3, 1, 2, 10. 218,30: Ibid., 2, 1, 4, 7. 219,1: Loc. cit . 219,1 1: Atharvaveda , 9, 2, 3. 219,12: Ibid., 9, 2, 2. 219,26: Śatapatha Brāhmaṇa , 1, 1, 1, 4-5. 220,15: Maitrāyaṇī Saṃhitā , 1, 8, 7. 220,18: H. W. Bodewitz, The Daily Evening and Morni ng Offering («agnihotra») According to the Brahmanas , Brill, Leiden, 1976, p. 118. 220,26: Āpastamba Śrauta Sūtra , 6, 5, 3 (trad. de P. E. Dumont). 220,28: Loc. cit . (trad. de W . Caland). 221,10: M. Witzel, How to Enter the Vedic Mind? Strategies in Translating a «Brāhmaṇa» Text, en Translating, Transla tions, Translators. From India to the West, ed. de E. Garzilli, Harvard University Press, Cambridge, 1996, p. 172. 221,21: F. Kafka, Das Schloss , ed. de M. Pasley , en Kritische Ausgabe , cit., p. 425. 221,23: W. Rau, reseña de L. Renou, Études védiques et paninéennes , vol. XVI, De Boccard, París, 1967, en Orientalistische Literaturzeitung , LXIV , 1/2, 1969, col. 72. 222,20: Śatapatha Brāhmaṇa , 1, 1, 1, 1 1. 222,24: Ibid., 1, 1, 1, 13. 222,25: Loc. cit . 223,10: Loc. cit . 223,14: Ibid., 6, 3, 1, 12. 223,16: Ibid., 14, 1, 2, 8. 223,24: C. Malamoud, Tenir parole, retenir sa voix , cit., p. 223. 223,31: Sāyaṇa ad Śatapatha Brāhmaṇa , 1, 6, 1, 20. 224,4: Śatapatha Brāhmaṇa , 1, 1, 1, 14. 224,5: Loc. cit . 224,10: Ibid., 1, 1, 1, 17. 224,24: Ibid., 1, 1, 1, 21. 224,31: Loc. cit . 226,9: Ibid., 1, 3, 3, 1 1. 230,2: Ibid., 1, 9, 3, 23. 230,9: Ibid., 1, 9, 2, 32. 230,14: Ibid., 1, 9, 3, 23. 230,17: Loc. cit . 231,6: Ibid., 2, 2, 2, 18. 231,12: Ibid., 2, 2, 2, 20. 231,30: Chāndogya Upaniṣad , 5, 3, 7. 232,6: Brhandaranyaka Upaniṣad , 6, 2, 4. 232,16: Chāndogya Upaniṣad , 5, 3, 3. 232,20: Brhandaranyaka Upaniṣad , 6, 2, 9. 232,34: Chāndogya Upaniṣad , 5, 7, 1. 233,3: Bhradaranyaka Upaniṣad , 6, 2, 12. 233,7: Chāndogya Upaniṣad , 5, 8, 1. 233,15: Brhandaranyaka Upaniṣad , 6, 2, 13. 233,18: Ibid., 6, 2, 2. 233,31: Ibid., 6, 2, 13-14. 234,12: Śatapatha Brāhmaṇa , 2, 4, 1, 6. 237,3: Ibid., 1, 2, 5, 16. 237,6: Ibid., 3, 5, 1, 36. 237,14: Ibid., 1, 2, 5, 15. 237,18: Ibid., 1, 2, 5, 16. 237,22: Loc. cit . 238,22: Bṛhaddevatā , 5, 98-101. 239,1 1: Śatapatha Brāhmaṇa , 6, 6, 1, 1 1; 6, 2, 2, 22. 239,28: Ṛgveda , 7, 33, 13. 240,9: Ibid., 7, 33, 1 1. 240,31: Śatapatha Brāhmaṇa , 4, 4, 2, 18. 241,8: Ibid., 1, 3, 1, 18. 241,30: Ibid., 4, 6, 7, 9. 241,33: Loc. cit . 242,7: Ibid., 1, 7, 2, 14. 242,20: Ibid., 2, 1, 1, 5. 242,24: R. W agner , Das Rheingold , Preludio. 243,29: Ṛgveda , 10, 86, 6 (trad. de L. Renou). 243,32: L. von Schroeder , Mysterium und Mimus im Rigveda , Haessel, Leipzig, 1908, p. 304. 244,1 1: Atharvaveda , 12, 1, 21. 244,18: Ibid., 12, 1, 24 (trad. de L. Renou). 244,27: Ibid., 12, 1, 25 (trad. de L. Renou). 244,31: Ṛgveda , 10, 85, 1 (trad. de L. Renou). 245,2: Ibid., 10, 85, 2 (trad. de L. Renou). 245,7: Ibid., 10, 85, 6-7 (trad. de L. Renou). 245,10: Ibid., 10, 85, 10 (trad. de L. Renou). 245,19: Ibid., 10, 85, 40 (trad. de L. Renou). 246,1: Ibid., 10, 85, 21 (trad. de L. Renou). 246,4: Ibid., 10, 85, 22 (trad. de L. Renou). 246,13: Ibid., 10, 85, 40 (trad. de L. Renou). 246,21: Ibid., 10, 85, 45 (trad. de L. Renou). 250,3: Śatapatha Brāhmaṇa , 2, 3, 3, 10. 251,3: Ibid., 3, 1, 4, 1. 251,9: Hesíodo, Los trabajos y los días , 339. 251,20: Ovidio, Fastos , I, 347-348. 251,25: Ibid., III, 727-728. 251,26: Ibid., III, 729. 252,5: Sófocles, Antígona , 429-431. 252,17: Jaiminīya Brāhmaṇa , 1, 3 (trad. de H. W . Bodewitz). 252,34: Ibid., 1, 4 (trad. de H. W . Bodewitz). 253,13: Chāndogya Upaniṣad , 5, 24, 5. 253,19: Śatapatha Brāhmaṇa , 2, 3, 1, 13. 253,26: Ibid., 2, 3, 1, 17. 254,7: Ibid., 4, 6, 5, 5. 254,20: J. Eggeling en The Śatapatha-Brāhmaṇa , cit., vol. II, p. 432. 254,27: Śatapatha Brāhmaṇa , 4, 6, 5, 3. 254,29: Ibid., 2, 3, 3, 7. 255,15: Ibid., 2, 3, 1, 36. 255,24: Ibid., 2, 3, 3, 1-2. 255,34: Ibid., 2, 3, 3, 9. 256,9: Ibid., 2, 3, 3, 12. 256,23: Ibid., 3, 1, 3, 3. 256,25: Ibid., 3, 1, 3, 4. 256,28: Ibid., 3, 1, 3, 3. 257,4: Ibid., 2, 3, 4, 22. 257,15: Ibid., 2, 3, 4, 22-23. 257,23: Ibid., 2, 3, 4, 37. 258,2: Platón, Fedón , 61 a. 258,10: Ibid., 61 a. 258,12: Loc. cit . 258,15: Loc. cit . 258,22: Ibid., 61 b. 259,1: Ibid., 61 d. 259,7: Ibid., 62 b. 259,10: Ibid., 61 e. 259,19: Ibid., 62 b. 259,33: Ibid., 66 c. 260,4: Ibid., 69 c. 260,13: Ibid., 118 a. 260,16: Loc. cit . 260,20: Ibid., 117 b. 260,22: Loc. cit . 260,26: Ibid., 117 c. 261,8: Jenofonte, Ciropedia , VII, 1, 1. 261,19: Platón, Fedón , 117 c. 266,10: Bhāgavata Purāṇa , 3, 8, 16 ab. 266,18: Śatapatha Brāhmaṇa , 1, 7, 3, 1. 267,13: Ibid., 1, 7, 3, 1-8. 268,3: Ibid., 1, 6, 2, 1. 268,13: Ibid., 1, 7, 4, 2. 269,2: Mahābhārata , 10, 18, 3. 269,33: Ṛgveda , 4, 3, 1. 269,33: Ibid., 1, 1 14, 4. 270,25: A. Minard, Trois Énigmes sur les Cent Chemins , vol. II, De Boccard, París, 1956, p. 309. 272,1 1: Śatapatha Brāhmaṇa , 1, 3, 5, 16. 273,4: Ibid., 1, 3, 5, 14. 273,21: Ibid., 1, 4, 1, 40. 273,26: Ibid., 10, 4, 3, 15. 273,28: Ibid., 10, 3, 5, 16. 274,24: Jaiminīya Brāhmaṇa , 1, 258 (trad. de W . Caland). 275,3: Loc. cit . 275,34: Ibid., 1, 238 (trad. de W . Caland). 276,30: Śatapatha Brāhmaṇa , 4, 5, 8, 14. 277,6: Ibid., 4, 5, 8, 1 1. 277,19: Loc. cit . 278,1: Ibid., 4, 5, 7, 2. 278,16: Ibid., 12, 2, 3, 6. 278,27: Ibid., 12, 2, 3, 1 1. 279,8: Ibid., 12, 2, 3, 12. 279,17: Bṛhadāraṇyaka Upani ṣad , 5, 1, 1. 279,18: Loc. cit . 279,28: Śatapatha Brāhmaṇa , 10, 3, 5, 13. 280,6: Ibid., 14, 3, 2, 23. 283,18: L. Dumont, «La Genèse chrétienne de l’individu alisme moderne», Le Débat , 15, septiembre-octubre de 1981, p. 126. 285,18: Kātyāyana Śrauta Sūtra , 20, 1, 1. 285,20: Ibid., 21, 1, 1. 285,24: Ibid., 21, 1, 15. 285,31: Ibid., 21, 1, 17. 286,30: Śatapatha Brāhmaṇa , 13, 6, 2, 12. 287,8: Ibid., 13, 6, 2, 13. 287,21: Loc. cit . 288,3: Ibid., 13, 6, 2, 20. 288,18: Loc. cit . 289,6: Ibid., 11, 5, 7, 10. 289,13: Loc. cit . 289,24: S. W eil, Cahiers , Plon, París, vol. II, 1953, p. 429. 293,4: Bṛhadāraṇyaka Upani ṣad , 1, 3, 28. 294,1: Taittirīya Brāhmaṇa , 1, 1, 3, 6. 294,14: Śatapatha Brāhmaṇa , 3, 1, 1, 4. 294,22: Ibid., 3, 1, 1, 8. 294,23: Ibid., 3, 1, 1, 10. 294,27: Ibid., 3, 1, 1, 8. 297,3: Ibid., 7, 1, 1, 1-2. 297,13: Ibid., 7, 1, 1, 5. 297,22: Ibid., 7, 4, 2, 16. 298,1 1: Ṛgveda , 2, 23, 1. 298,19: Ibid., 10, 12, 8. 298,24: Ibid., 3, 27, 8. 299,10: Śatapatha Brāhmaṇa , 6, 8, 2, 1. 299,12: Ibid., 6, 8, 2, 3. 299,19: Loc. cit . 300,9: Ibid., 11, 2, 7, 32. 300,12: I. Bachmann, Malina , Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1971, p. 96 (citando la carta de Flaubert a L. Colet del 5-6 de julio de 1852, en Correspondance , ed. de J. Bruneau, Gallimar d, París, vol. II, 1980, p. 128). 300,25: Śatapatha Brāhmaṇa , 1, 7, 3, 19. 302,2: W. Caland-V . Henry , L’Agniṣṭoma , Leroux, París, vol. I, 1906, p. X. 302,28: Śatapatha Brāhmaṇa , 12, 3, 3, 1-2. 303,2: A. Mina rd, Trois Énigmes sur les Cent Chemins , vol. I, cit., p. 102. 303,9: Ibid., p. 73. 303,20: Śatapatha Brāhmaṇa , 12, 3, 3, 5. 303,34: Ibid., 12, 3, 3, 12. 304,9: Ibid., 4, 6, 4, 2. 304,17: Epístola a los hebreos, 9, 12. 305,1 1: Śatapatha Brāhmaṇa , 1, 2, 5, 19. 305,12: J. C. Heesterman, Veda and Dharma , en The Concept of Duty in South Asia, ed. de W. Doniger y J. D. M. Derret, Vikas, Nueva Delhi, 1978, p. 87. 305,17: Śatapatha Brāhmaṇa , 1, 1, 2, 22. 305,29: Loc. cit . 305,30: Loc. cit . 306,9: Ibid., 12, 9, 2, 7. 306,29: Ibid., 1, 1, 1, 4. 307,14: Āpastamba Śrauta Sūtra , 14, 20, 4. 309,2: L. Renou, «Védique “nirṛti”» (1955), en L’Inde fondamentale , cit., p. 127. 309,6: Atharvaveda , 6, 84, 1. 309,10: Śatapatha Brāhmaṇa , 5, 2, 3, 3. 310,13: Ibid., 4, 4, 4, 5. 310,14: Ibid., 4, 4, 4, 9. 310,26: Ibid., 4, 4, 4, 1 1. 310,28: Loc. cit . 311,8: Taittirīya Saṃhitā , 7, 3, 10, 3-4. 311,16: Śatapatha Brāhmaṇa , 12, 1, 3, 23. 311,27: Loc. cit . 312,4: Ibid., 12, 1, 4, 1. 312,8: Loc. cit . 312,9: Ibid., 12, 1, 4, 3. 312,14: Ibid., 12, 2, 1, 1. 312,28: Ibid., 12, 2, 1, 3. 313,7: Ibid., 12, 2, 1, 9. 318,22: V. Valeri, Kingship and Sacrifice , University of Chicago Press, Chicago, 1985, p. 64. 319,13: F . Staal, Jouer avec le feu , cit., p. 40. 319,28: Taittirīya Saṃhitā , 3, 3, 8, 3-4. 320,32: J. C. Powys, The Religion of a Sceptic , Dodd, Mead and Company , Nueva Y ork, 1925, p. 30. 321,19: C. Malamoud, Cuire le monde , La Découverte, París, 1989, p. 214. 321,24: Śatapatha Brāhmaṇa , 3, 7, 4, 1 1. 322,8: C. Malamoud, Tenir parole, retenir sa voix ¸ cit., p. 220. 322,12: Śatapatha Brāhmaṇa , 1, 7, 3, 28. 322,19: Loc. cit . 322,28: Ibid., 3, 1, 4, 3. 324,6: L. Bloy, Belluaires et Porchers (1905), Stock, París, 1946, p. 10. 324,1 1: Śatapatha Brāhmaṇa ,
  • 📚 Ancient Scriptural References

  • 📜 Sacred texts from diverse traditions—including Vedic literature, Biblical passages, and ancient commentaries—form an extensive intertextual network spanning multiple religious and cultural contexts
  • 🔄 The collection reveals intricate citation patterns across religious traditions, with particular emphasis on 🕉️ Brahmanical texts (Śatapatha Brāhmaṇa, Ṛgveda) and 📖 Abrahamic scriptures (Genesis, Leviticus, Hebrews)
  • 🔥 Sacrificial rituals emerge as a central theme connecting disparate traditions, exploring how sacrifice functions as a cosmic principle that mediates between human and divine realms
  • 🌍 The references demonstrate how cosmological concepts are embedded within ritual practices, suggesting that ancient understanding of the universe was inseparable from ceremonial actions
  • 🧠 Anthropological perspectives from scholars like Mauss appear throughout, indicating how modern academic frameworks have attempted to systematize and interpret these ancient worldviews
1, 2, 5, 24. 324,15: Loc. cit . 324,17: Loc. cit . 324,21: Ibid., 1, 2, 5, 26. 325,27: Ibid., 9, 2, 3, 44. 326,5: Loc. cit . 326,1 1: Ibid., 10, 4, 3, 23. 326,20: Ibid., 14, 2, 2, 24. 327,3: S. Lévi, La Doctrine du sacrifice dans les Brâhmanas , cit., p. 133. 327,8: Kātyāyana Śrauta Sūtra , 22, 6, 1. 327,16: Lāṭyāyaṇa Śrauta Sūtra , 8, 8, 40. 327,22: Śatapatha Brāhmaṇa , 10, 2, 6, 7. 333,19: Génesis, 8, 20. 333,22: Loc. cit . 334,6: Epos di Gilgames , tav. XI, 163 (trad. de A. R. George). 334,9: Génesis, 8, 21. 334,1 1: Loc. cit . 334,16: Ibid., 9, 2. 334,24: Ibid., 9, 3. 334,26: Ibid., 9, 4. 334,33: Ibid., 9, 6. 335,5: Ibid., 8, 21. 335,9: Ibid., 9, 9. 336,12: Ibid., 4, 3. 336,14: Loc. cit . 336,15: Ibid., 4, 4. 336,17: Ibid., 8, 20. 336,19: Ibid., 4, 3. 337,12: Números, 15, 30. 337,14: Loc. cit . 337,16: Ibid., 15, 27. 338,9: Ibid., 15, 32-36. 338,23: Ibid., 15, 38. 339,8: Epístola a los hebreos, 13, 13. 339,28: R. de Vaux, Les Sacrifices de l’Ancien Testament , Gabalda, París, 1964, p. 83. 340,6: Levítico, 17, 1 1. 340,26: Éxodo, 13, 8. 344,13: M. Mauss, La Polarité religieuse et la division du macrocosme (1933), en Œuvres , cit., vol. II, 1969, p. 144. 344,20: Loc. cit . 344,27: Ibid., p. 146. 345,5: Loc. cit . 345,16: Ibid., p. 144. 345,29: Ibid., p. 145. 345,32: M. Mauss, Rapports entre aspects religieux et sociologique des rites (1934), en Œuvres , cit., vol. I, 1968, p. 557. 346,16: M. Mauss, Débat sur les visions du monde primitif et moderne (1937), en Œuvres , cit., vol. II, 1969, p. 156. 347,8: Ibid., pp. 156-157. 348,3: M. Mauss, La Polarité religieuse et la division du macrocosme , cit., p. 146. 348,17: C. Baudelaire, «Correspondances», v. 8, en Les Fleurs du Mal, en Œuvres complètes , ed. de C. Pichois, Gallimard, París, vol. I, 1975, p. 1 1. 348,23: M. Mauss, Conceptions qui ont précédé la notion de matière (1939), en Œuvres , cit., vol. II, 1969, p. 161. 349,2: M. Mauss, Mentalité primitive et participation (1923), en Œuvres , cit., vol. II, 1969, pp. 127-128. 349,21: M. Mauss, Résumé d’un exposé sur le dieu Tiki maori, image du macrocosme (1937), en Œuvres , cit., vol. II, 1969, p. 161. 350,9: M. Mauss, Conceptions qui ont précédé la notion de matière , cit., p. 161. 350,20: M. Mauss, Mentalité primitive et participation , cit., pp. 125-126. 350,34: Ibid., p. 130. 351,26: Ibid., pp. 130-131. 352,23: Ibid., p. 131. 352,29: M. Mauss, Extrait de la «Leçon d’ouverture» à l’enseignement d’ethnologie à l’École des Hautes Études (1902), en Œuvres , cit., vol. II, 1969, p. 229. 353,3: M. Mauss, Leçon sur l’emploi de la notion de «primitif» en sociologie (1932-1933), en Œuvres , cit., vol. II, 1969, p. 233. 353,17: É. Durkheim, «Préf ace», en L’Année Sociologique , II, 1899, p. IV . 353,24: S. W eil, Cahiers , cit., vol. III, 1956, p. 194. 353,30: M. Mauss, Leçons sur la cosmologie polynésienne (19341935), en Œuvres , cit., vol. II, 1969, p. 189. 354,2: Loc. cit . 354,7: Loc. cit . 354,18: Loc. cit . 355,14: M. Mauss, Catégories collectives et catégories pures (1934), en Œuvres , cit., vol. II, 1969, p. 150. 355,18: M. Mauss, Introduction aux mythes , cit., p. 269. 355,28: Ibid., p. 270. 356,10: M. Mauss, Leçons sur les rapports entre certains jeux et cosmologies archaïques (1937-1938), en Œuvres , cit., vol. II, 1969, p. 267. 356,20: Ibid., p. 266. 361,1 1: Aitareya Brāhmaṇa , 7, 1. 361,23: Śatapatha Brāhmaṇa , 10, 3, 1, 1. 361,26: Aitareya Brāhmaṇa , 7, 1. 362,24: Bṛhadāraṇyaka Upani ṣad , 5, 1, 1. 362,27: Ṛgveda , 10, 90, 16. 363,1 1: Ibid., 10, 121, 1-9. 363,13: Ibid., 10, 90, 16. 363,19: K. F. Geldner , Der Rig-Veda aus dem Sanskrit ins Deutsche übersetzt , cit., vol. III, p. 289. 363,22: Hymnes spéculatifs du Véda , cit., p. 100. 363,26: L. Renou, ibid., p. 248. 363,34: Ṛgveda , 10, 130, 6. 364,4: Ibid., 10, 90, 15. 364,7: Ibid., 10, 90, 1 1. 364,10: Śatapatha Brāhmaṇa , 11, 1, 6, 1. 365,16: Ibid., 13, 2, 4, 1-4. 367,13: Ibid., 1, 5, 2, 6. 367,16: Sāyaṇa ad Śatapatha Brāhmaṇa , 1, 5, 2, 7. 367,30: Śatapatha Brāhmaṇa , 3, 2, 1, 38. 368,6: Ibid., 1, 2, 3, 6. 368,21: Ibid., 11, 1, 2, 1. 368,22: H. Oldenberg, Die Lehre der Upanishade n und die Anfänge des Buddhismus , Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga, 1915, p. 15. 370,5: Śatapatha Brāhmaṇa , 3, 8, 1, 10. 370,27: Ibid., 3, 8, 1, 15. 371,2: Ibid., 13, 2, 8, 2. 371,7: Oráculo n. 537 en H. W. Parke y D. E. W. Wormell, The Delphic Oracle , Blackwell, Oxford, 1956, vol. II, p. 214. 371,12: Śatapatha Brāhmaṇa , 3, 8, 2, 4. 371,20: Loc. cit . 371,22: Loc. cit . 372,7: Śatapatha Brāhmaṇa , 3, 8, 5, 1 1. 372,15: Ibid., 3, 8, 3, 28. 372,26: Ibid., 3, 8, 5, 10. 373,10: H. Hubert-M. Mauss, Essai sur la nature et la fonction du sacrifice , cit., p. 253. 373,28: Śatapatha Brāhmaṇa , 4, 1, 4, 8-9. 375,4: Ibid., 3, 1, 3, 18. 375,9: Ibid., 3, 1, 3, 25. 376,13: Bṛhadāraṇyaka Upani ṣad , 4, 2, 2. 376,28: Śatapatha Brāhmaṇa , 6, 1, 2, 12. 376,31: Ibid., 10, 4, 2, 2. 377,27: Ibid., 14, 2, 2, 24. 381,12: Manusmṛti , 2, 22. 381,14: Ibid., 2, 23. 381,18: Śatapatha Brāhmaṇa , 6, 4, 1, 6; 6, 4, 1, 9; 6, 7, 1, 6; 9, 3, 4, 10; 12, 8, 3, 3. 382,6: Ibid., 1, 1, 4, 1. 382,9: Loc. cit . 382,16: Ibid., 6, 4, 2, 6. 382,24: Ibid., 3, 2, 1, 2. 383,8: Ibid., 1, 1, 4, 2. 383,19: S. Lévi, La Doctrine du sacrifice dans les Brâhmaṇas , cit., p. 141. 383,27: Maitrāyaṇī Saṃhitā , 1, 1 1, 5. 384,5: Śatapatha Brāhmaṇa , 1, 1, 4, 1. 384,1 1: Ibid., 6, 4, 1, 6. 384,13: C. Malamoud, La Danse des pierres , Seuil, París, 2005, p. 153. 384,16: Manusmṛti , 2, 23. 384,17: Yajnávalkyasmṛti , 1, 2. 384,33: C. Malamoud, La Danse des pierres , cit., p. 146. 385,19: Śatapatha Brāhmaṇa , 1, 1, 1, 13. 386,22: K. Rasmunssen, Report of the Fifth Thule Expedition 1921-24 , vol. VII, 1: Intellectual Culture of Iglulik Eski mos,Gyldendalske Boghandel, Copenhague, 1929, p. 56. 392,9: Ṛgveda , 10, 1 19, 8. 392,12: Ibid., 10, 1 19, 1-13. 392,15: Ibid., 10, 1 19, 9. 392,16: Ibid., 10, 1 19, 10. 393,13: A. Hillebrandt, Vedische Mythologie , Koebner , Breslau, vol. I, 1891, p. 125. 393,25: H. Lommel, König Soma (1955), en Kleine Schriften , ed. de K. L. Janert, Steiner , Wiesbaden, 1978, p. 315. 394,4: Vāyu Purāṇa , 90, 2. 394,30: Atharvaveda , 5, 17, 8. 395,5: Ṛgveda , 1, 190, 7. 395,9: Brahmānḍa Purāṇa , 2, 65, 38. 395,26: Śatapatha Brāhmaṇa , 5, 3, 3, 12. 395,31: Epístola a los efesios, 6, 12. 396,6: Bṛhadāraṇyaka Upani ṣad , 1, 4, 1 1. 396,1 1: Śatapatha Brāhmaṇa , 3, 3, 3, 1. 396,13: Ibid., 3, 3, 2, 9. 396,26: Taittirīya Saṃhitā , 3, 2, 5, 2. 396,29: Ibid., 3, 2, 5, 3. 397,4: Ibid., 2, 3, 2, 6. 397,6: Loc. cit . 397,9: Śatapatha Brāhmaṇa , 12, 7, 1, 10. 397,14: Ṛgveda , 8, 48, 5. 397,16: Loc. cit . 397,24: Ibid., 10, 124, 1. 397,27: Ibid., 10, 124, 6. 398,4: Śatapatha Brāhmaṇa , 3, 4, 3, 13. 398,15: A. Bergaigne, La Religion védique d’après les hymnes du Rig-V eda (1878), Librairie Honoré Champion, París, 1963, vol. I, p. 168. 398,24: Ṛgveda , 1, 80, 2; 8, 95, 3; 9, 87, 6. 398,27: Ibid., 1, 93, 6. 399,30: Śatapatha Brāhmaṇa , 3, 2, 4, 1-7. 401,6: Ibid., 3, 2, 4, 7. 401,21: Ibid., 3, 2, 4, 1. 402,20: Ibid., 4, 6, 2, 4 (recensión de Kāṇva). 402,31: Śatapatha Brāhmaṇa , 3, 6, 2, 2-1 1. 403,1: Ibid., 3, 6, 2, 5. 403,20: Ibid., 3, 6, 2, 16. 404,17: Loc. cit . 404,26: Ibid., 1, 1, 2, 19 (trad. de C. Malamoud). 404,31: É. Benveniste, Le Vocabulaire des institutions indo- européenes , Minuit, París, 1969, vol. I, p. 171. 405,16: C. Malamoud, Cuire le monde , cit., p. 124. 405,29: Śatapatha Brāhmaṇa , 3, 2, 4, 8. 406,29: Ibid., 3, 3, 2, 9. 407,17: Ibid., 3, 3, 2, 2. 407,30: Ibid., 3, 3, 3, 1. 408,2: Ibid., 3, 3, 3, 14; 3, 3, 4, 13; 3, 4, 1, 2. 408,8: Ibid., 3, 3, 3, 1 1. 408,18: Ibid., 4, 3, 4, 7. 408,22: Ibid., 4, 3, 4, 22. 409,8: Ibid., 4, 3, 4, 23. 409,19: Ibid., 4, 5, 1, 16. 410,18: Ibid., 3, 6, 2, 17-19. 411,6: Ibid., 3, 3, 1, 1. 412,1 1: Ibid., 3, 3, 1, 1 1. 412,14: Ibid., 3, 3, 1, 12. 412,22: Ibid., 3, 3, 3, 10. 412,23: Ibid., 3, 4, 1, 5. 412,27: Ibid., 3, 4, 1, 2. 412,31: Ibid., 3, 4, 1, 7. 412,32: Ibid., 3, 3, 4, 7. 413,9: Ibid., 3, 3, 2, 6. 413,23: Ibid., 3, 9, 3, 7. 413,30: Loc. cit . 414,1: Ibid., 3, 9, 3, 14. 414,5: Ibid., 3, 9, 4, 2. 414,7: Loc. cit . 415,22: Rgveda ¸ 1, 164, 45. 416,19: Śatapatha Brāhmaṇa , 1, 1, 3, 10. 416,30: Ibid., 1, 1, 3, 2. 417,16: Ibid., 9, 5, 1, 2. 417,19: Ibid., 9, 5, 1, 8. 417,27: Ibid., 9, 5, 1, 10. 418,6: Ibid., 3, 9, 4, 17. 418,12: Loc. cit . 418,22: Ibid., 4, 4, 5, 1; 4, 4, 5, 15; 4, 4, 5, 20. 419,3: Ibid., 4, 4, 5, 16. 419,12: Ibid., 4, 4, 5, 23. 420,12: Ibid., 1, 7, 1, 1. 420,29: Ṛgveda , 10, 65, 13. 421,22: Ibid., 7, 104, 12. 422,2: Eurípides, Bacantes , 69-70 (trad. de G. Guidorizzi). 422,4: Ṛgveda , 8, 48, 3. 422,1 1: Ibid., 9, 85, 2. 422,16: Ibid., 1, 4, 2. 425,19: Śatapatha Brāhmaṇa , 1, 1, 1, 4. 432,9: P . Zellini, Numero e logos , Adelphi, Milán, 2010, p. 28. 434,1 1: P. Mus, «La Stance de la plénitude», Bulletin de l’École Française d’Extrême-Orient , XLIV , 2, 1954, p. 603. 435,8: Śatapatha Brāhmaṇa , 10, 5, 3, 1. 436,30: Ibid., 1, 7, 1, 5. 437,23: A. Hammoudi, Une Saison à la Mecque , Seuil, París, 2005, p. 237. 438,10: Ibid., pp. 234-236. 447,13: T ito Livio, VIII, 10, 10. 447,32: Ibid., VIII, 10, 1 1-12. 448,4: Ibid., VIII, 10, 12. 448,12: Ibid., VIII, 8, 2. 448,14: Ibid., VIII, 6, 15. 449,9: Ibid., VIII, 6, 9-1 1. 450,12: É. Durkheim, Les Formes élémentaires de la vie religieuse (1912), PUF , París, 6.ª ed., 2008, p. 319. 450,17: Ibid., p. 323. 450,21: Ibid., p. 325. 450,24: Ibid., p. 322. 450,34: Ibid., p. 325. 451,8: Ibid., p. 323. 451,23: Ibid., p. 326. 452,2: Ibid., p. 496. 452,4: Ibid., p. 497. 452,13: Loc. cit . 452,20: Ibid., p. 630. 452,25: Ibid., p. 470. 454,8: Zuo Zhuan , VIII, año XIII, par . 2 (trad. de J. Legge). 454,9: Ibid., VI, año II, par . 6 (trad. de J. Legge). 454,15: Platón, Leyes , 716 d. 456,12: M. Lutero, De captivitate babylonica ecclesiae praeludium , en Kritische Gesammtausgabe , Böhlau, Weimar , vol. VI, 1888, p. 512. 456,13: Ibid., p. 513. 457,4: P. Sarpi, Historia del Concilio Tridentino , Einaudi, Turín, 1974, vol. II, p. 900. 457,23: S. Orth, «Renaissan ce des Archaischen?», en Herder Korrespondenz , LV, 4, 2001, p. 199. 457,28: Evangelio según Mateo, 26, 26-27. 458,1: San Agustín, De civitate Dei , 10, 20. 458,20: Epístola a los hebreos, 13, 13. 459,24: L.-F . Céline, Lettres , ed. de H. Godard y J.-P . Louis, Gallimard, París, 2009, p. 431. NOTA SOBRE LA PRONUNCIACIÓN DE LOS TÉRMINOS SÁNSCRIT OS La a es cerrada y semejante a la u en el inglés but; las vocales ā ī ū son largas: por ejemplo, ī se pronuncia como ee en el inglés feet, no como la i de fit; ṛ es una vocal y se pronuncia apoyándola sobre una i o una u apenas insinuadas. La e y la oson cerradas. La g es siempre dura: por ejemplo gītā se pronuncia ghita ; la c es siempre suave: por ejemplo cakra se pronuncia chacra; j es la g suave; Arjuna se pronuncia Argiuna . La s es siem pre sorda como en siete , nunca sonora como en rosa; ś y ṣ valen aproximadamente como sc en escena . Por eso ṛṣi se pronuncia risci. Las retroflejas t d y ṇ se pronuncia n flexionando la lengua al revés hasta tocar el paladar . Las oclusivas aspiradas kh gh ch jh ṭh ḍh th dh ph bh son fonemas único s y se pronun cian haciendo que la consonante sea seguida por una aspiración: por ejemplo, ph se pronuncia como en el inglés top-hat , no como en telephone , y th se pronuncia como en dirt heap , no como en think o father . La h es una aspiración sonora como en el inglés inherent . El acento cae sobre la últim a larga (por ejemplo Prajāpati se pronuncia Pragiápati ). Además de ā, ī, ū , son largas las vocacles e y o. Por posición, además, son largas todas las vocales seguidas de grupos consonánticos. Si no hay largas, el acento se retrasa hasta la tercera o cuarta sílaba contando desde la última (si ésta es una sílaba radical). Por ejemplo: Gáruḍa, Gótama, śrámaṇa . En algunas palabras típica mente védicas se señala con acento agudo el tono musical llamado udātta , que consistía en una eleva ción de la voz y que ha desaparecido en el sánscrito clásico. Este libro ha tenido la suerte de encontrar en su camino a algunas perso nas realment e amables: Federica Ragni, que ha registrado digitalmente todas las transformaciones, del manuscrito a la página impresa; Paolo Rossetti, que ha cuidado todas las cuestiones tipográficas; Michela Acquati, que ha prestado su pericia a las últimas fases del trabajo; Francesca Coppola y Valeria Perrucci, que han prestado su ayuda para múltiples asuntos; en fin, Maddalena Buri, ojo atento al texto, y Roberto Donatoni, que ha sustanciado las dudas lingüísticas del autor con la superabundancia de su saber y ha verificado las citas de los textos sánscrit os. El libro está dedicado a Claudio Rugafiore sólo como una señal de todo lo que este libro le debe. A todos, mi gratitud. LISTA DE LAS IMÁGENES SOBRECUBIER TA: Muchacha meditando con flor de loto en la palma , escultura en piedra negra, siglo X-XI d. C. State Museum, Lucknow . Para la tradición jainista Śvetāmbara, se trata de Malli, décimo noveno Jina (o Tīrthaṇkara, «Preparador del vado»), hija del rey Kumbaha y de la reina Prabhāvatī del Mithilā. Según los Śvetāmbara, el nacimiento de un iluminado femenino era uno de los diez «acontecimientos inesperados». CONTRAPOR TADA: Sello en esteatita, Mohenjo-Daro, 23001750 a. C. National Museum, Nueva Delhi. CAPÍTULO I: Partida hacia la guerra de Zhang Yichao , fresco, detalle, época Tang tardía, 848-906. Cuevas de Mogao, cueva 156, Dunhuang. CAPÍTULO II: Cabeza de Śiva, siglo XIII d. C. Sitio arqueológico de Candi Singosari, Java. CAPÍTULO III: Ciervo , detalle de la composición La penitencia de Arjuna , bajorrelieve en granito, siglo VII d. C. Mahabalipuram. CAPÍTULO IV: Bulākī, Los tres aspectos del Absoluto , folio 1 del Nāth Carit , acuarela opaca y oro sobre papel, 1823. Mehrangarh Museum T rust, Jodhpur . CAPÍTULO V: Maestro de pintura pahari de la corte de Mankot (atribuido a), Los Saptarṣi , miniatura sobre papel, c. 1675-1700. The Government Museum and Art Gallery , Chandigarh. CAPÍTULO VI: Jagadeva, La diosa Saravastī , estatua en mármol, siglo XII d. C. Los Ángeles Country Museum of Art, Los Ángeles. CAPÍTULO VII: Pavos reales , bajorrelieve en arenisca, siglo I d. C. Estupa 1, Sanchi. CAPÍTULO VIII: Muchacha meditando con flor de loto en la palma , escultura en piedra negra, siglos X-XI d. C. State Museum, Lucknow . CAPÍTULO IX: El continente Jambūdvīpa, con sus ocho cadenas montañosas y el monte Meru en el centro , gouache sobre papel, Rajastán, siglo XVII d. C. Ajit Mookerjee Collection, Nueva Delhi. CAPÍTULO X: Esquema para el sacrificio propiciatorio a los nueve astros (grahayajña ), color y tinta sobre papel, Rajastán, siglo XVIII d. C. CAPÍTULO XI: Rukmiṇī , escultura en arenisca, siglo X d. C., Nokhas. Archeological Survey of India. CAPÍTULO XII: Procesión sacrificial , panel de Pitsa, 540 a. C. Museo Arqueológico Nacional, Atenas. CAPÍTULO XIII: Viṣnu durmien do sobre Śeṣa , siglo VII d. C., Santuario de Budhanilkantha. Fotografía del autor . CAPÍTULO XIV : Maestro Durga (atribuido a), El ashram del sabio Mārkaṇḍeya y el océano de leche , folio 5 del Durga Carit ,acuarela opaca y oro sobre papel, detalle, Jodhpur , c. 1780-1790. Mehrangarh Museum T rust, Jodhpur . CAPÍTULO XV: Nārāyaṇa con piel de antílope , panel mural en arenisca, detalle, siglo V d. C. T emplo Dashavatara, Deogarh. CAPÍTULO XVI: Altar sacrificial con cabeza de Nandin . Museo de Yogyakarta, Prambanan. CAPÍTULO XVII: Arca de Noé, acuarela opaca y oro sobre papel de una copia del Zübdetü’t-tevârih (Esencia de las historias) , Estambul, 1583. Trustees of the Chester Beatty Library , Dublín, manuscrito T . 414, f. 61b. CAPÍTULO XVIII: Hei tiki, colgan te en jade y lacre, c. 1750. Te Papa T ongarewa Museum, W ellington. CAPÍTULO XIX: Espada sacrificial usada en los templos de Kālī, acero, Bengal a, siglo XIX d. C. Ajit Mookerjee Collection, Nueva Delhi. CAPÍTULO XX: Śiva hace desc ender sobre su cabeza las aguas del Ganges, personificado en la diosa Gan ·gā, gouache sobre papel, Himachal Pradesh, siglo XVIII d. C. The Governement Museum and Art Gallery , Chandigarh. CAPÍTULO XXI: Bulākī (atribuido a), Océanos cósmicos , folio 45 del Nāth Carit , acuarela opaca y oro sobre papel, 1823, Mehrangarh Museum, Jodhpur . ANTECEDENTES Y CONSECUENTES: Panel de madera con motivo textil, cielo raso del Sumtsek (Templo de los Tres Pisos), c. 1200. Alchi. FUENTES: Muchacha meditando con flor de loto en la palma , escultura en piedra negra, siglos X-XI d. C. State Museum, Lucknow . LISTA DE IMÁGENES: Apsaras , pintura mural, c. siglo V d. C. Cueva 17, Ajanta. ÍNDICE DE NOMBRES Y DE LAS COSAS PRINCIP ALES: Gaṇeśa , escultura, detalle, Java. CRÉDIT OS FOT OGRÁFICOS Para la contraportada © National Museum of India, Nueva Delhi, India / The Bridgeman Art Library / Archivos Alinari ; para los capítulos IV, XIV y XXI © Mehrangarh Museum Trust; Photos courtesy of Arthur M. Sackler Gallery , Smithsonian Institution; para el cap. VI © 2010 Digital Image Museum Associates / LACMA / Art Resource NY / Scala, Florencia; para el cap. XII © 2010 Foto Scala, Florencia; para el cap. XVIII © Museum of New Zeland Te Papa Tongareza (OL000100/1).